Joe Biden y Donald Trump son dos ancianos, nacidos con cuatro años de diferencia en la década de 1940. Biden tiene ochenta y un años y Trump, setenta y siete; la esperanza de vida media de los hombres en Estados Unidos es de setenta y tres años. Si Biden gana la reelección, tendría ochenta y cinco años al final de su segundo mandato; si Trump vuelve a ocupar el Despacho Oval, tendría ochenta y uno al final de su segundo mandato.
Aunque el nombre de Biden se ha convertido en metonimia de lapsus de memoria y deslices orales públicos, a Trump no le faltan momentos propios de la tercera edad. Jamelle Bouie catalogó algunos de ellos en una reciente columna del New York Times, pero suscitan mucha menos cobertura y comentarios que los de Biden. Según Bouie, Trump se beneficia de la «intolerancia blanda de las bajas expectativas», porque pocos esperaban que llegara a presidente o se comportara como un político «normal». Por eso, cuando confunde a Nikki Haley con Hillary Clinton, a Kim Jong Un con Xi Jinping, o describe el funcionamiento de un sistema de defensa antimisiles con una extraña retahíla de pitidos, casi nadie se inmuta.
El argumento de Bouie tiene algo de cierto, pero creo que la dinámica es más profunda. A Trump se lo exime mientras que Biden no, porque en última instancia no se trata de si Biden es demasiado viejo para ser presidente. Se trata de si es demasiado débil para mantener el poder y proteger a los ciudadanos estadounidenses en un mundo tumultuoso.
Antes del discurso de Biden sobre el Estado de la Unión, un Comité de Acción Política alineado con Trump publicó un anuncio titulado «Yugular», que utilizaba la edad del presidente para destacar supuestamente fatal defecto. El anuncio «pretende establecer los términos de las elecciones generales para los votantes como de “fuerza” frente a “debilidad”», según un informe del New York Times. El mensaje, como dice el jefe del Comité, es que «Biden es débil, y América sufre por ello». Sin una mano fuerte en los resortes del poder, todos, desde los emigrantes venezolanos hasta Hamás y Xi Jinping, se verán tentados a aprovecharse de la blandura de Washington.
La campaña de Trump presenta a Biden como un debilucho demacrado mientras celebra a su candidato como un arquetipo de masculinidad viril. Según ellos, Trump es el gran padre cuya mera presencia en la Casa Blanca basta para ahuyentar a los migrantes de nuestras fronteras, mantener a raya a China y Rusia y contener la violencia en Oriente Próximo. Este se ha convertido en uno de los temas favoritos de Trump en campaña. Lo utilizó con gran efecto contra Haley, asociándola repetidamente con la «débil» política fronteriza de Biden.
En un anuncio contra Haley que la campaña de Trump emitió en New Hampshire, el agresivo narrador masculino entona: «La debilidad de Haley nos pone en grave peligro. La fuerza de Trump nos protege», mientras en la pantalla parpadean imágenes de caravanas de inmigrantes. En una reciente comunicación telefónica con el programa televisivo Fox & Friends, Trump afirmó que Hamás no se habría atrevido a lanzar su ataque contra Israel el pasado octubre si él siguiera siendo presidente.
«No me lo habrían hecho a mí», se jactó, al tiempo que insistía en que los israelíes deberían seguir bombardeando hasta «acabar con el problema» en Gaza. También afirmó que la invasión a gran escala de Ucrania por parte de Rusia «nunca habría ocurrido si yo fuera presidente». Hay mucha gente mala ahí fuera, dice Trump, y lo único que respetan es la fuerza. Quiere que los electores sientan que el «simpático y bienintencionado anciano con mala memoria», como describió a Biden el informe especial sobre material clasificado, no puede protegerlos de un mundo peligroso y violento. Solo Trump puede.
Trump está intentando llevar a cabo una notable hazaña de judo político. Intenta convencer al electorado de que votarlo a él es votar por la estabilidad y la competencia. Esto fue precisamente por lo que Biden se presentó en 2020; Trump está trabajando para devolverle el favor esta vez. Es una estrategia descarada. Por derecho, no debería tener éxito. Pero el sistema político estadounidense solo ofrece una opción binaria para presidente, hay mucha gente profundamente insatisfecha con el actual estado de cosas, y Biden es quien está sentado ahora mismo en el Despacho Oval.
La demostración de fuerza ha sido un aspecto central del atractivo de Trump desde que descendió por la escalera mecánica dorada para anunciar su primera campaña a la presidencia en 2015. Desde su menosprecio verbal de los rivales republicanos hasta su afirmación en la Convención Nacional Republicana de 2016 de que «solo yo puedo arreglarlo», pasando por sus intentos de canalizar el mantra de la política exterior de Ronald Reagan de «Paz a través de la fuerza», Trump nunca ha dudado en presentarse como el proverbial hombre fuerte. Es un aspecto esencial de su atractivo. Pero el halo de disfuncionalidad que rodeó a su administración socavó persistentemente sus intentos de construir esta imagen de sí mismo entre cualquiera que no fuera ya un fan del MAGA. Parecía un hombre incapaz de arreglar un retrete atascado, mucho menos un país.
En 2020, cuando la pandemia de COVID-19 asolaba el mundo y las protestas masivas contra la brutalidad policial recorrían las calles de los Estados Unidos, la mayoría de la población decidió que ya había visto suficiente. Era el momento de entregar las riendas a una mano aparentemente firme como la de Biden, que hizo campaña no como agente del cambio sino como portador de una vuelta a la normalidad. Pero estos no son tiempos normales, y nadie parece capaz de poner orden en el caos.
Trump y el Partido Republicano intentaron presentar a Biden y al Partido Demócrata como los verdaderos agentes del caos en la política estadounidense desde el principio de su mandato. Pero esta línea de ataque no caló realmente más allá de la base MAGA hasta que el gobierno de Biden ejecutó lo que, para muchos progresistas, es una de las mejores cosas que ha hecho hasta ahora: la retirada de Afganistán en agosto de 2021. Las tumultuosas escenas en el aeropuerto de Kabul, donde masas de afganos desesperados abarrotaban las pistas y se arrojaban sobre los aviones de carga que partían, fueron chocantes para muchos y reforzaron los temores de que el país simplemente ya no funciona. Le siguió, pocos días después, un mortífero atentado suicida que mató a ciento setenta afganos y a trece miembros del servicio estadounidense en el mismo aeropuerto.
El índice de aprobación de Biden cayó bruscamente tras la retirada, situándose por debajo del 50% por primera vez. Desde entonces nunca se ha recuperado. Según un consultor de Gallup, el impacto persistente pero infravalorado de la retirada en la opinión pública reflejaba cómo «los estadounidenses están hoy muy preocupados por la eficacia de las instituciones públicas en general», no solo por el aparato militar o de política exterior.
Trump y el Partido Republicano han hecho todo lo posible por aprovechar estas inquietudes en un intento de presentar a Biden, y no a Trump, como el candidato del caos en 2024. «Ahora tienen caos. Caos en la frontera, caos en el ejército. La gente se está despertando», afirma habitualmente Trump en sus comparecencias de campaña. «Hoy tienen caos. Tenemos mucho más con Joe Biden, que no puede pronunciar dos oraciones seguidas».
En el relato de Trump, cuando él era presidente la economía iba viento en popa, la inflación era baja, la frontera era segura, Oriente Medio estaba en calma y Rusia no causaba problemas en Europa. Es una versión de la historia que omite una serie de hechos inconvenientes, sobre todo la absolutamente desastrosa gestión de Trump de la pandemia. Pero es una estrategia inteligente que pretende transformar los aparentes puntos fuertes de Biden en sus mayores puntos débiles. La edad y los defectos de Biden son, en ese sentido, el florete más útil para la afirmación de Trump de que él, y solo él, es lo bastante fuerte como para frenar la inflación, acallar a la chusma progresista y hacer retroceder a los bárbaros que «envenenarían la sangre de nuestro país» de la frontera.
No se puede superar la política derechista de la fuerza, pero, por supuesto, esto es exactamente lo que intentan hacer siempre los demócratas de la corriente dominante. Lo único que impidió la aprobación de un proyecto de ley fronteriza derechista respaldado por el gobierno de Biden fue la patética lealtad del Partido Republicano a Trump, que exigió a los republicanos que votaran en contra únicamente para negar a Biden cualquier tipo de «victoria» legislativa en materia de inmigración en un año electoral. La semana pasada, la gobernadora de Nueva York, Kathy Hochul, ordenó el despliegue de tropas de la Guardia Nacional con chalecos antibalas y armas largas en el metro de Nueva York, alegando que así los viajeros y turistas se sentirían más seguros.
Por supuesto, no hace nada de eso. Lo único que hace es reforzar el ideario de la derecha, a la vez que aliena a los progresistas y no convence a nadie de que los demócratas son «más duros» que los republicanos. Emily Gallagher, miembro de Democratic Socialists of America en la Asamblea del Estado de Nueva York, denunció hábilmente la maniobra de Hochul como una «respuesta torpe y autoritaria» que «valida la propaganda del Partido Republicano sobre la anarquía urbana en un año electoral». Si le dan a elegir entre el original y una copia berreta, mucha gente se quedará con el original.
La izquierda no debería adoptar en absoluto una estrategia de triangulación clintoniana en estas cuestiones. Pero, ¿significa esto que tiene a mano alternativas políticamente eficaces? No estoy seguro de que las tenga. La política de la delincuencia y la inmigración no suele conducir a ningún tipo de discurso racional, independientemente de lo que nos digan los hechos o los datos. Es un terreno de percepciones y vibraciones. Esto es difícil de contrarrestar señalando los datos, aunque estos claramente no apoyen las narrativas que reflejan y refuerzan las vibraciones.
Hay muchas pruebas, por ejemplo, que sugieren que el país estaría peor económicamente si los niveles de inmigración fueran más bajos que ahora. Por muy ciertos que sean, los datos impersonales de este tipo no pueden cortar la implacable catarata de historias alarmistas que la prensa sensacionalista y los canales de televisión bombean a diario. Son eficaces precisamente porque cualquiera que salga a la calle podría ser víctima de un acto delictivo, aunque las probabilidades de que eso ocurra no sean especialmente altas.
El hecho de que la retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán, escenario de una guerra fallida en la que ya nadie creía, sea una de las cosas políticamente más perjudiciales que ha hecho el gobierno de Biden es aleccionador. Nos recuerda que millones de estadounidenses, por encima de cualquier línea concebible de diferencia social, están profundamente identificados con Estados Unidos como la nación más grande y poderosa de la Tierra. Cualquier cosa que desafíe o socave esa imagen resulta muy inquietante para mucha gente, lo que a su vez da oxígeno a figuras reaccionarias que pregonan fantasías de «paz a través de la fuerza», tanto en casa como en el extranjero.
¿Qué ocurrirá con la política cuando la fuerza relativa de Estados Unidos siga disminuyendo y ya no pueda asumirse su primacía militar, económica y política? ¿Podrán los estadounidenses aceptar algún día una concepción de identidad colectiva que no se base en proyecciones de grandeza nacional y supremacía armada? Si pueden, algo que no está en absoluto asegurado, será producto de un largo y desgarrador proceso de transformación cultural.
Se trata de ideología, y como dijo el marxista británico Stuart Hall en The Hard Road to Renewal: Thatcherism and the Crisis of the Left, la ideología «no obedece a la lógica del discurso racional». Tampoco es probable que MAGA sea derrotado con un discurso centrado en el interés económico individual, algo débil comparado con las fantasías de poder con las que Trump invita a sus seguidores a identificarse. Sus anuncios de campaña prometen que su fuerza protegerá a todos. Pero, en primer lugar, ¿quién forma parte de ese «todos»? ¿Protección para quién y de qué? Estas son las cuestiones básicas que configuran la política actual.
Parafraseando a Hall, la izquierda no puede combatir eficazmente el atractivo de MAGA sin abordar directamente las cuestiones morales, culturales e ideológicas que plantea, o sin una concepción adecuada de los sujetos de su propio proyecto: aquellos para quienes y con quienes ha de construir una nueva sociedad.