La movilización del domingo 25 de febrero fue enorme. En sentido estricto, fue inmensa. Fue asombrosa, tanto cuantitativa como cualitativamente. Bolsonaro sacó a la calle a más de 100 000 personas muy excitadas durante más de tres horas bajo un calor sofocante. La composición social no era sorprendente: era clase media blanca, de mediana edad, furiosamente anticomunista, arrastrando a sectores populares evangélicos. Pero sí lo eran la magnitud y el ardor. Las camisetas amarillas de la selección brasileña, las innumerables banderas israelíes, el odio a Lula, el resentimiento por la derrota electoral, la adhesión explícita al proyecto golpista, la emoción ante el emotivo discurso de Michelle Bolsonaro, la adulación al jefe, la excitación ante el extremismo de Silas Malafaia, el escenario apocalíptico y abrumador. La moral del neofascismo estaba alta. Salieron a la calle a luchar. La Avenida Paulista puede haber sido sólo el comienzo de una campaña. El impulso de este domingo servirá para alimentar nuevas manifestaciones.
No reaccionaron cuando Bolsonaro se convirtió en inelegible, cuando estaba muy asediado. Pero ahora han vuelto con fuerza. Ocuparon la Avenida Paulista en la mayor manifestación desde el 7 de septiembre de 2021, cuando era presidente. Sólo que en un contexto incomparablemente más difícil: una avalancha de pruebas ha sido reunida por la Policía Federal desde la declaración de Mauro Cid, confirmando su compromiso con la preparación de un golpe de Estado. La presencia de cuatro gobernadores -de Minas Gerais, Santa Catarina, Goiás y nada menos que Tarcísio de Freitas-, más de un centenar de diputados federales, centenares de alcaldes, incluido el de São Paulo, así como innumerables concejales, demuestra que cuentan con un enorme respaldo institucional. Se sienten victoriosos.
Parece espantosa esta disposición de incondicional solidaridad pública cuando es concluyente que la investigación sobre los crímenes de Bolsonaro, y su círculo de generales de cuatro estrellas, ya ha reunido pruebas irrefutables de culpabilidad. Pero todos ellos estaban allí. ¿Por qué? Porque sus destinos son indivisibles del de Bolsonaro. Todos los que fueron a la Avenida Paulista, sobre la calle y sobre el escenario, fueron cómplices del golpe. El grito que los unía era uno solo: no detengan a Bolsonaro. No nos engañemos, se oía alto y claro. Salieron reforzados.
El cerco policial-judicial a Bolsonaro se ha estrechado desde la operación en la casa de Angra dos Reis a mediados de enero y un mes después, cuando alcanzó a los generales y la extrema derecha, decidió pasar al contraataque. ¿Por qué ahora? Porque confiaban en que tendrían éxito. No era sólo un llamamiento a su base social para «hacer una foto». Fue una demostración de fuerza en una coyuntura defensiva. ¿Cuáles son sus objetivos? No quiere ser detenido, por eso disfrazó su chantaje con la fórmula de la Amnistía. Bolsonaro enseñó los dientes para demostrar que, si es necesario, puede morder. Ha amenazado a los Tribunales Supremos y al Gobierno, respaldado por la fuerza de las redes sociales, la calle y el Congreso. Quiere garantías de que la legalidad de su movimiento será preservada. La pieza central de la táctica, para aquellos que todavía vacilan o dudan, es: Cárcel para Bolsonaro y los generales golpistas.
Disminuir el impacto del mitin de la ultraderecha, en la línea «negacionista» de una parte de la izquierda – el acto no «cambia nada», Alexandre de Moraes «no dará marcha atrás» – no es sólo una superficialidad. No es sólo un análisis sesgado de los objetivos de Bolsonaro. Resume una miopía estratégica. Nunca es «todo o nada» y «aquí y ahora» en la lucha social y política. La lucha contra el bolsonarismo será un proceso complejo y quizás largo de lucha político-ideológica que tiene una dimensión internacional, y el resultado sigue siendo incierto. Subestimar la fuerza de choque social de los neofascistas es un error de análisis y tácticamente equivocado, porque nos desarma ante la necesidad de construir movilizaciones de masas los días 8 y 24 de marzo. Sólo sirve para mantener la actual «hibernación» de la gente de izquierda y también de las direcciones mayoritarias. Tampoco sirven las conclusiones «psicologizantes» que pretenden explicar la iniciativa de movilización porque Bolsonaro tiene «miedo» de ser detenido. Burlarse del enemigo es legítimo, y hasta divertido, pero no es serio. Bolsonaro es un monstruo con «instinto» de poder, y aún tiene fuerza. Está herido, acorralado, a la defensiva, pero no por eso es menos peligroso.
Ser detenido sería una derrota, pero no irreversible, si consigue preservar la influencia de masas que ha ganado. La línea del discurso fue una maniobra apostando a la posibilidad de ampliar alianzas con la derecha liberal. Ya sabemos que hay una posición consolidada en fracciones de la burguesía liberal, que defendió la tercera vía en las elecciones, que denuncia a Alexandre de Moraes por los «excesos» de las largas penas de prisión contra los «alborotadores» del 8 de enero. Amnistía, pacificación política y defensa de la legitimidad de la extrema derecha como corriente electoral fueron las banderas de Bolsonaro en la Avenida Paulista. Está aprovechando un delicado resquicio legal. No puede ser condenado sin que los generales de cuatro estrellas que estuvieron a su lado hasta el final también vayan a la cárcel. En Brasil, los generales golpistas nunca han sido juzgados y condenados.
La ultraderecha está realizando un giro táctico o reposicionamiento político desde su derrota electoral y, sobre todo, desde el fracaso del levantamiento del 8 de enero del año pasado. Su proyecto es garantizar una presencia legal del «movimiento» que asegure su derecho a participar en las elecciones de este año, y acumular fuerzas para presentarse con Bolsonaro a la presidencia en 2026, como está haciendo Trump este año en Estados Unidos. Aunque esté detenido, y por lo tanto cualitativamente debilitado, Bolsonaro quiere ser candidato. El acto obedece al cálculo de que tiene fuerza social y política para intentar escapar de la cárcel. Bolsonaro quiere negociar, pero desde una posición de fuerza.
La situación ha puesto en manos de la izquierda el desafío de luchar por la detención de Bolsonaro y de los generales golpistas. El mayor peligro ahora sería la división de la izquierda. La izquierda no puede retirarse de la bandera del «No a la Amnistía» sin una desmoralización irreparable. Quienes sostienen que la lucha por la detención de Bolsonaro es una trampa porque ir a la cárcel lo «martirizaría» se equivocan. La base social de Bolsonaro tiene varias capas. Hay un «núcleo duro», en torno al 10% de neofascistas en el país, algo así como 15 millones de personas, que es inexpugnable. Pero una simpatía menos ideológica por la extrema derecha alcanza a otro 15% o incluso 20%. El impacto de los juicios erosionará las simpatías de decenas de millones de personas, especialmente entre las clases bajas. La detención de Bolsonaro no será sólo una batalla legal. No puede descansar únicamente en la autoridad del Tribunal Supremo. Será una campaña por la conciencia popular. Nunca debemos renunciar a la parte de la clase trabajadora que se ha sentido atraída por el bolsonarismo. La condena de Bolsonaro y de los generales sería la mayor victoria democrática desde la victoria electoral de Lula, o incluso desde el fin de la dictadura.
En la izquierda, debemos tener la lucidez suficiente para darnos cuenta de que el equilibrio social de poder no se ha invertido. El país sigue fragmentado, y la extrema derecha sigue teniendo más peso en el sector políticamente activo de la sociedad, que es más activista en las redes y también en las calles. Pero la relación de fuerzas políticas ha cambiado favorablemente porque Lula ganó las elecciones. Evolucionó para mejor con la postura firme de Alexandre de Moraes contra los golpistas. Pero nada permanece estático, y lo que no avanza, retrocede. ¿Cuándo fue la última vez que la izquierda tuvo tanta gente en la Avenida Paulista? ¿El día de la victoria de Lula en 2022? ¿El tsunami de la educación en 2019? ¿Ele não, en 2018? ¿Es difícil decirlo, verdad? La única respuesta honesta es sí. Pero el bolsonarismo no puede seguir manteniendo indefinidamente su hegemonía en las calles y en las redes. La peor derrota, ya lo sabemos, es la que se produce sin lucha. Todos los partidos de izquierda, los movimientos sociales populares del campo y la ciudad, los movimientos de mujeres y negros, los movimientos estudiantiles y culturales, los movimientos LGTB y ecologistas están llamados a dar un paso al frente y organizar una respuesta los días 8 y 24 de marzo.