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Lily Gladstone y Leonardo DiCaprio en una escena de Los asesinos de la luna. (Apple TV+)

Los asesinos de la luna, el lado discreto y serio de Scorsese

Traducción: Florencia Oroz

La última película de Martin Scorsese, Los asesinos de la luna, está bien pensada y es digna de admiración. Pero carece del clásico desenfreno y el brillante caos controlado que tanto disfrutamos de sus producciones cinematográficas.

Los asesinos de la luna es una película seria sobre un tema desgarrador, bien trabajada a escala épica y, sin duda, sombría y reflexiva. Se trata de una experiencia lo bastante rara en el contexto de las producciones estadounidenses como para convertirla en una visita obligada para cualquier persona remotamente interesada en el cine. Y para muchos que la califican de obra maestra certificada de Martin Scorsese, tiene un enorme impacto emocional.

Ojalá yo la hubiera vivido así también. En cambio, me pareció extrañamente apagada y limitada. Tal vez tenga que ser de esta manera, dado el tema que trata. Aun así, me decepcionó un poco. Al fin y al cabo, cuando oigo hablar de una obra maestra de Scorsese, espero salir del cine sintiéndome casi desquiciada, porque se trata nada menos que del cineasta que nos trajo Buenos muchachos (1990), Toro salvaje (1980), El rey de la comedia (1982) y Taxi Driver (1976), por nombrar solo mis cuatro preferidas. Su carrera, singularmente espectacular, abarca ya más de medio siglo.

Basada en el exitoso libro de no ficción de David Grann Los asesinos de la luna: petróleo, dinero, homicidio y la creación del FBI, la adaptación de Scorsese desvía el foco de atención del investigador Tom White, el agente enviado por el joven J. Edgar Hoover para indagar sobre las docenas de asesinatos de ciudadanos de la Nación Osage, rica en petróleo, en la Oklahoma de los años veinte. En un principio, Leonardo DiCaprio iba a interpretar a White. Sin embargo, Scorsese y el coguionista Eric Roth (Dune, Los infiltrados, Nace una estrella), al darse cuenta de que su planteamiento inicial del guion sería el típico relato del salvador blanco, optaron por desviar la atención de White (muy bien interpretado aquí por Jesse Plemons) y situar su llegada a la Nación Osage en el último tercio de la película de tres horas y media.

Trabajando intensamente con consultores Osage, Scorsese y Roth decidieron centrar su guion en una historia de amor central entre Mollie y Ernest Burkhart, una mujer Osage adinerada, y el veterano blanco de la Primera Guerra Mundial que se casa con ella y se ve arrastrado a un complot cada vez más mortífero para privarla a ella y a su familia de sus posesiones mediante un asesinato a sangre fría. En el papel de Mollie, Lily Gladstone, con su grave aplomo, sus destellos de humor y su inmenso dolor acumulado, está magnífica. En la piel de Ernest, Leonardo DiCaprio se mete de lleno en un papel más típico de las películas de Scorsese: el de un luchador amoral y poco convencional, sin aversión al crimen ni a la violencia.

Pero Ernest es mucho más tonto de lo que suelen ser los antihéroes de Scorsese. Desde el principio, está sometido a su aparentemente amable pero rapaz tío, William Hale (Robert De Niro), al que le gusta que le llamen «King». No hay ningún misterio sobre él: desde el principio está claro que es una variación de los personajes de capo mafioso de Scorsese. En este caso, dirige un extendido chanchullo local que se aprovecha de los ciudadanos Osage, ricos en petróleo, mientras se presenta simplemente como un benefactor bondadoso que construye escuelas e instalaciones médicas para ellos e incluso aprende su idioma.

Ernest, de voluntad débil y fácil de acobardar, se ve inmediatamente arrastrado al complot de Hale para hacerse con los derechos petrolíferos de Mollie haciendo que se case con su familia. Pero como Ernest también se siente atraído románticamente por Mollie desde el principio —y su matrimonio es, extrañamente, de afecto mutuo—, oculta en su propia mente el brutal papel de secuaz que desempeña en los planes de Hale.

Es un retrato perspicaz de la naturaleza del racismo entrelazado y la depredación capitalista, de esa negativa a reconocer los actos propios más aborrecibles. Al final, Ernest puede admitir todas sus maldades excepto su traición central a Mollie y las mentiras sobre las que se construye su propio hogar. En su negación voluntariamente ciega, solo se ve eclipsado por su tío, quien incluso después de que se descubra toda la estafa asesina de Hale, este escribe largas y racionalizadoras cartas desde la cárcel a sus viejos «amigos» de la Nación Osage.

Hale parece convencerse a sí mismo —o al menos, ciertamente parece convencer a Ernest— de que tienen la cruel responsabilidad de liberar a los ciudadanos Osage de sus derechos sobre la tierra. Argumenta que estas personas no pueden «hacer» capitalismo, no entienden realmente el dinero como los blancos. Además, tienden a ser enfermizos: la diabetes está muy extendida en la comunidad, por ejemplo. Mollie es una de las muchas enfermas, lo que la expone a los «tratamientos» corruptos impulsados por Hale y un par de médicos que, alarmantemente, son también enterradores.

Está claro, argumenta Hale, que su hora ha llegado a su fin. Según esta lógica, empujarles hacia la extinción un poco más rápido es un acto misericordioso.

Dado que nada de esto se oculta al público —desde el principio, vemos la trama, la contratación de secuaces, los asesinatos a medida que se producen—, el misterio central de la película es cómo Mollie no reconoce, o se niega a reconocer, el papel de Ernest en este caos. Se la presenta como una mujer inteligente, que conoce inmediatamente el carácter de Ernest: «El coyote quiere dinero», dice, no alarmada sino con mundana diversión. Al fin y al cabo, vive en una ciudad en auge de Oklahoma. Las calles están llenas de buscavidas y mercachifles, y su propia familia rica aprecia mucho las «cosas bonitas» que les ha proporcionado el dinero del petróleo. ¿Por qué iba a ser Ernest menos codicioso?

Pero cuando los asesinos apuntan a sus propias hermanas, es ella quien contrata a un investigador privado y acaba yendo a Washington para hacer una petición personal de ayuda. No nos queda más remedio que suponer que simplemente no soporta buscar al culpable en su propia casa. «Suponer» debido a nuestro limitado acceso a los pensamientos de Mollie, al menos en comparación con los de Ernest. El funcionamiento de la mente del segundo queda al descubierto, mientras que el de ella está envuelto en un silencio opaco. Esto también fue una decisión de Scorsese y Roth, después de que les preocupara que, en los primeros borradores del guion, estuvieran «poniendo palabras en boca de Mollie» de un modo que no estaba justificado por los datos históricos.

Incluso en el momento culminante, tras las escenas del juicio que dejan claro el papel de Ernest en los asesinatos y su propio envenenamiento, se nos niega un plano ampliado de la reacción de Mollie en el que se muestre su rostro mientras registra todo el alcance de la traición de Ernest. Esto parece representar el intento más serio de Scorsese y Roth de abstenerse de representar con demasiada definición el estado mental de Mollie y su aparente conciencia de las diversas formas en que ellos, como hombres blancos, podrían imponer su propia realidad a una mujer Osage de forma poco verídica u ofensiva. 

Es imposible argumentar que deberían haber sido menos cuidadosos si la decisión de hacer la película ya estaba tomada. Y hay quien lamenta que lo hicieran, cuando un equipo creativo Osage que tomara las riendas del guion y la dirección habría logrado un producto totalmente distinto. O cuando incluso había disponible otro libro sobre los asesinatos de los Osage, la novela de 1991 Mean Spirit, escrito por una nativa americana llamada Linda Hogan, nominada para el Premio Pulitzer de ficción de 1991.

Pero aun reconociendo que el proyecto requiere un cuidado especial, el propio cuidado parece ir en contra de los puntos fuertes más excitantes de Scorsese como director. ¿Tuvo cuidado cuando rodó la secuencia legendaria, frenética, paranoica y cargada de cocaína de «No te olvides de remover la salsa» en Buenos muchachos? ¿O el combate de boxeo culminante de Jake LaMotta contra Sugar Ray Robinson en Toro salvaje, con su espeluznante violencia a cámara lenta en la que vuela la sangre mientras Robinson hace puré a LaMotta, y que termina con la frase de LaMotta, mal pronunciada pero desafiante: «Nunca me derribaste, Ray»?

Los asesinos de la luna es una película admirable y majestuosa, pero no resulta nada alucinante si sabes algo de la historia del genocidio estadounidense y del largo, espeluznante y concertado esfuerzo por erradicar a los nativos americanos. A Scorsese le gusta decir de las películas que tienen una fuerza inmensa que «la emoción está en la emulsión». Pero aquí, la emoción no está realmente en la emulsión. Si está en algún sitio, es en el descubrimiento por primera vez de los detalles de los asesinatos de los Osage, si por casualidad no sabes nada de ellos.

Scorsese da un paso audaz al final de la película, cuando cambia bruscamente a un desenlace ambientado en una emisora de radio de los años 50, en medio de la producción de una emisión en directo de un crimen real sobre los asesinatos de Osage. Rodado de forma chillona, en contraste con los tenues tonos naturales del resto de la película, se trata de un programa de radio realizado por actores blancos que ofrecen una narración y actuación melodramática e inane, y efectos de sonido exagerados, para diversión de una audiencia totalmente blanca. Es otro mea culpa de Scorsese, que acusa su propia complicidad como cineasta blanco que presenta esta película, así como nuestra complicidad como público, presumiblemente mayoritariamente blanco, que la está viendo.

Apenas te das cuenta de ello, el propio Scorsese entra en escena para leer el resumen final de la historia de la vida de Mollie. Aunque solo él, entre los artistas de la radio, narra con seriedad y sensibilidad, no hay duda de que sigue formando parte de este espectáculo, como nosotros también. Así que, una vez más, el efecto es tenue, sombrío y autoconsciente. Cualquier desenfreno o brillante caos controlado que recuerde a los mejores trabajos cinematográficos de Scorsese se mantiene al margen.

Los actores de papeles menores se desatan en escenas breves, inquietantes y a veces hilarantes. Cara Jade Myers como Anna Brown, la hermana de Mollie, está borracha y es divertida incluso cuando está siendo asesinada por matones incompetentes que intentan dispararle mientras está sentada, solo que no consiguen que se siente. Louis Cancelmi como Kelsey Morrison, un cómplice de Hale y Burkhart con ojos de insecto, baila maravillosamente en la boda de Ernest y Mollie, y más tarde intenta obtener información de un agente de seguros sobre la mejor forma de asegurar a una persona Osage para asesinarla, y luego adoptar y asesinar a sus hijos para cobrar el dinero. Y Ty Mitchell en el papel de John Ramsey, otro cómplice de Hale, solo que este es un malviviente con ocho hijos que gime cada vez que Burkhart le recluta para otro asesinato. Parece tan maltratado y golpeado por la vida, con su rostro demacrado y cosido y un ojo opaco, que apenas parece posible que sea solo un actor. Resulta que ahora lo es, pero antes fue vaquero, ranchero de poca monta, marino de la Armada, bombero de una plataforma petrolífera y muchas otras profesiones que causan daños corporales.

Pero qué más da. Incluso estos destellos del viejo y salvaje Scorsese, que resplandecen en los tonos apagados del cuidadoso y aún admirable nuevo Scorsese, merecen la pena ser buscados.

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