Es bien conocido el hecho de que, más allá de la creación de organismos regionales y del envío de agentes desde Moscú, la primera aproximación oficial a gran escala desde la Comintern o Internacional Comunista (IC) hacia América Latina tuvo lugar durante la celebración de su VI Congreso en 1928. La desatención de la IC hacia los partidos comunistas latinoamericanos permitió a estos últimos, al menos en sus orígenes, disponer de una autonomía relativa. Tales márgenes de acción, no obstante, acabaron siendo relegados por las propias direcciones de las secciones latinoamericanas a medida que resolvían tensiones internas y los sectores más proclives a privilegiar el desarrollo local del comunismo eran desplazados.
Representativas de este cambio de situación fueron las expulsiones en las direcciones de los partidos comunistas de Argentina y Chile, así como también en la conducción del Secretariado Sudamericano (SSA), de aquellos líderes que representaban ciertas formas, necesariamente limitadas, de independencia respecto del «partido de la revolución mundial». En este nuevo entramado de relaciones ocuparon un lugar central la configuración y aprehensión del que sería, hasta el colapso de 1991, el máximo componente de la ideología oficial soviética: el «leninismo».
En efecto, en un intento por dotarse de una nueva legitimidad, la dirección soviética concibió el leninismo como un sistema de pensamiento ordenado, preclaro, unidireccional, sin contradicciones ni fisuras. Desde entonces, y durante toda la existencia de la Unión Soviética, Lenin fue la cita de autoridad que esgrimieron los mandatarios soviéticos, y el monopolio de su exégesis estableció los parámetros y los límites de las expresiones signadas por los «nuevos cursos nacionales» que emergieron en el «socialismo real».
El pensamiento de Lenin sufrió un proceso de instrumentalización dogmática tras su muerte, pasando de constituir un conjunto de estrategias para transformar la realidad social[1] a ser un poderoso factor de legitimación de la dirección soviética. Horacio Tarcus señaló que «Marx no es el creador del marxismo: este es una creación posterior a su muerte, que recién se estabilizó como sistema doctrinario hacia 1890»[2]. Lo mismo ocurrió con el leninismo, que comenzó a tomar cuerpo con su deceso en 1924 y se consolidó como doctrina desde fines de 1929, cuando el estalinismo se asentó en el poder de manera decisiva y definitiva.
En El imperialismo, fase superior del capitalismo, su texto más célebre sobre cuestiones internacionales, Lenin observó que los capitales encontraban un límite para la inversión doméstica, por lo que debían lanzarse a la conquista de nuevos mercados en el exterior. El gran capital de los países industrializados encontraba predilección por los países atrasados, en donde podía obtener altos rendimientos con costos muy bajos, lo que incrementaba al mismo tiempo sus rasgos monopólicos. Pero dado que la política colonial ejercida por las potencias capitalistas había dado forma por primera vez en la historia humana a la apropiación de todas las tierras del planeta, entonces no quedaba ya más que esperar una redistribución de los territorios dominados[3].
Concebido con el propósito de brindar una interpretación a los factores económicos que decantaron en la Gran Guerra[4], Lenin buscó sistematizar una teoría del imperialismo desde una perspectiva marxista. La presencia de estructuras económico-sociales coloniales y semicoloniales en donde se conformaba una amplia masa de trabajadores campesinos constituyó la materia prima en torno a la cual desarrolló la noción de «revolución democrático-burguesa». Dado que en los países atrasados el imperialismo no anulaba las leyes del desarrollo y la acumulación capitalistas que, por el contrario, eran impulsadas por las inversiones extranjeras, resultaba factible que emergieran allí las fuerzas sociales anticolonialistas requeridas para dar paso a la instauración de regímenes democrático-burgueses[5].
Traducido a múltiples idiomas, el folleto de Lenin —escrito en 1916 y publicado al año siguiente— gozó de una enorme popularidad, trascendiendo el ámbito de la intelectualidad y alcanzando a un público amplio[6]. Los cuadros de los partidos comunistas latinoamericanos recogieron sus impresiones sobre el subcontinente y lo asieron como paradigma del análisis de la realidad social autóctona.

Comunismo latinoamericano en la Comintern
A través de la celebración de congresos, dotados en su origen de una periodicidad anual, la IC logró establecer un vínculo orgánico con las secciones nacionales que la integraban. Pero los partidos latinoamericanos tenían una exigua participación: había habido un representante mexicano en el II Congreso, dos mexicanos y dos argentinos en el III, dos argentinos, un mexicano, un brasilero y un chileno en el IV, un argentino, un mexicano y un brasileño en el V.
Recién con el VI Congreso, celebrado entre julio y septiembre de 1928, las delegaciones latinoamericanas adquirieron mayor representación. Además de lograr un crecimiento numérico, consignado en el derecho a disponer de 17 votos (11 decisorios y 6 deliberativos), se había producido una expansión de los partidos representados: a las nacionalidades que ya habían tomado parte anteriormente, se sumaban delegados comunistas de Colombia, Venezuela, Ecuador, Paraguay y Uruguay.
El curso «bolchevizador» dispuesto por la IC en su V Congreso de 1924 implicó la rusificación de los partidos comunistas. Ante el fracaso de los intentos revolucionarios en que había tomado parte el Partido Comunista Alemán, el Partido Bolchevique emergió como único modelo, a ser imitado por las distintas secciones nacionales. Las crisis internas estaban en los años 20 a la orden del día en los partidos comunistas, razón por la cual la homogeneización ideológica que encerraba en su lógica primaria la bolchevización fue recibida con gran entusiasmo por los sectores mayoritarios de las direcciones comunistas, tan interesadas en ahogar toda posibilidad de expresión disidente. Así, paradójicamente, si bien la preocupación por lograr la elevación teórica de sus cuadros y militantes fue una constante en las secciones comunistas, al mismo tiempo impidió el maceramiento de pensamientos originales propios.
El análisis que sentenciaba para el conjunto de América Latina la preparación de una revolución agraria antimperialista no discriminaba entre aparatos productivos, formaciones sociales, ni modos de acumulación del capital. No sorprendió entonces que los apparatchiki locales de la IC, con el argentino Victorio Codovilla a la cabeza, rehusaran siquiera a polemizar con las proposiciones formuladas por José Carlos Mariátegui alrededor de las genuinas potencialidades revolucionarias de la población indígena en Perú.
Mariátegui buscaba poner su estudio sobre la realidad nacional del Perú en relación con el devenir sociopolítico internacional[7]. No obstante, convencidos de que no se trataba más que de un aspecto marginal y subsidiario de la cuestión campesina en un país semicolonial específico, el responsable máximo de la IC en los asuntos latinoamericanos, el suizo Jules Humbert-Droz, condenó junto a Codovilla las posiciones «pequeñoburguesas» de Mariátegui al tiempo que lo conminaron a recuperar las categorías de análisis «leninistas» que pregonaban en nombre de la IC[8].
Latinoamérica en clave leninista
La Primera Conferencia Comunista Latinoamericana tuvo lugar en Buenos Aires entre el 1 y el 12 de junio de 1929. Tomaron participación en ella 38 delegados designados por los partidos comunistas de Argentina, Brasil, México, Uruguay, Colombia, Cuba, Perú, Paraguay, Bolivia, El Salvador, Ecuador, Panamá, Venezuela y Guatemala. El comunismo chileno se había quedado sin la intervención de su delegado a causa de la creciente represión que atravesaba el país. También estuvieron presentes en la Conferencia delegados la IC, del SSA, de la Internacional Juvenil Comunista y de los partidos comunistas de Francia y Estados Unidos. Nunca fue provista una lista completa de los delegados, y solo se puede contar con información sesgada a partir de los materiales de la Conferencia, concentrados exclusivamente en la figura de los oradores[9].
La Conferencia se preocupó por analizar la naturaleza de la revolución que debía encarar América Latina, considerando que al pervivir formas sociales coloniales y semicoloniales y careciendo por tanto de una estructura capitalista, a la región le tocaba atravesar una primera revolución de índole «democrático-burguesa». En este sentido, Lenin había dejado un instructivo crucial para la interpretación de la realidad latinoamericana al plantear que la revolución agraria decantaba en la destrucción del latifundismo y la conformación de una pléyade de pequeños propietarios rurales, lo que implicaba el reemplazo de las relaciones feudales por relaciones capitalistas[10]. En ese esquema, el momento más importante de la fase democrático-burguesa en el movimiento revolucionario latinoamericano sobrevendría cuando la clase obrera lograra apropiarse de la hegemonía hasta entonces detentada por
la pequeña burguesía, sentando así las condiciones para iniciar la revolución proletaria. Dado que los partidos y movimientos burgueses y reformistas incluían en sus programas componentes democráticos y antimperialistas, los partidos comunistas creían haber encontrado un punto de contacto con las masas, abarcando amplios círculos de la burguesía nacional, de los intelectuales y de los trabajadores urbanos[11].
En las reuniones previas a la celebración de la Conferencia, Codovilla recordó que en el II Congreso de la IC Lenin había sentenciado que para abordar la cuestión colonial era de vital importancia la formación de partidos comunistas que organizaran a los trabajadores y los condujeran hacia la revolución. El líder del SSA fundamentaba en esta tesis su llamado a los comunistas latinoamericanos a consolidar los partidos, desde los cuales se debía organizar, movilizar y concientizar a las masas. En el proceso de conformación de estas vanguardias revolucionarias era importante la promoción de acciones de alcance continental contra el imperialismo.
En el enfoque adoptado por Codovilla, la correcta realización de estas tareas habría de allanar la senda de la revolución democrático-burguesa, la antesala de la revolución proletaria[12]. La lucha latinoamericana antimperialista se constituía, además, en un componente central para la lucha internacional contra la guerra. Codovilla sostuvo que Lenin había sentado las bases de la política adoptada por la IC en relación a la posibilidad de establecer alianzas transitorias con la pequeña burguesía durante la etapa de la revolución democrático-burguesa. Estas alianzas debían ser conducidas y hegemonizadas en todo momento por partidos comunistas fuertes, clave para que una vez consumado el triunfo de la revolución democrático-burguesa se pudiera proceder al desarrollo de la revolución socialista[13].
En el número extraordinario de mayo de 1929 del órgano del Secretariado Sudamericano, La Correspondencia Sudamericana[14], se publicó el borrador de las tesis que, habiendo contado con la aprobación del Presidium de la IC, serían discutidas un mes más tarde. Allí se señalaba que, en el lapso entre 1913 y 1927, el capital norteamericano había incrementado sus inversiones en América Latina en un 300%. En el mismo período, la penetración del capital británico había registrado apenas un alza de entre el 15 y el 20%. Aunque políticamente gozaba de una independencia formal, Latinoamérica era considerada como una gran semicolonia regada de latifundios que se erigía en escenario crucial para la competencia interimperialista. En casi la totalidad de los países latinoamericanos, la clase dominante estaba conformada por grandes propietarios terratenientes que oficiaban de enlace de los intereses imperialistas, principalmente de origen británico.
Las resoluciones y tesis de la Primera Conferencia Latinoamericana se publicaron en el número 15 del órgano del SSA[15]. Se retomó allí la noción de «tercer período» configurada en el VI Congreso de la IC: la revitalización del capitalismo se expresaba en los países coloniales y semicoloniales latinoamericanos a través de una agravación de la opresión imperialista sobre los obreros y campesinos. Asimismo, conducía a la profundización de los conflictos interimperialistas que ejercían dominio en la región[16].
La Conferencia consideraba que allí donde existía una burguesía industrial (Argentina, Brasil y Chile), su surgimiento se había producido en vinculación con el imperialismo, principalmente norteamericano. El incipiente proceso de industrialización en América Latina producía entonces el doble efecto de incrementar la penetración del imperialismo y aumentar la importancia del proletariado, que habría de enfrentarlo con fuerza creciente. La identificación con el sujeto revolucionario leninista por antonomasia era total: la clase obrera industrial devenía en actor crucial de la revolución. En su lucha antimperialista, el proletariado debía contar con el compromiso de la masa de campesinos y obreros agrícolas. La cabeza del proceso revolucionario no podía ser otra que la clase obrera, tal como había teorizado largamente Lenin y ratificado empíricamente el Partido Bolchevique en octubre de 1917.
Durante mayo de 1929 se celebró en Montevideo el congreso que dio origen a la Confederación Sindical Latinoamericana[17], cuya finalidad fue contrarrestar la ofensiva antirrevolucionaria que ejercía la Central Obrera Panamericana entre los trabajadores de la región[18]. El Comité Pro Confederación Sindical, que precedió a dicha fundación, se hizo eco también del análisis de Lenin sobre los peligros de la guerra imperialista y las posibilidades de estallido social que con ella se abrían. Lenin había presentado a la guerra como parte constitutiva del capitalismo[19]. Mientras, la Unión Soviética experimentaba un fuerte crecimiento económico, que muy pronto sería intensificado mediante la implementación de los planes quinquenales.
La invasión al suelo soviético estaba en latencia y su concreción parecía inminente, pero la transformación de esta amenaza en acto podía encontrar una férrea resistencia si se lograba tener éxito allí donde la Segunda Internacional había fallado en 1914: convencer a los trabajadores de los países imperialistas de la derrota que implicaría para el movimiento obrero internacional participar en una guerra contra los trabajadores soviéticos. La resolución del conflicto tenía origen leninista: la guerra entre naciones debía decantar en una guerra entre clases.
De guía para la acción a factor de legitimación
En 1964, Codovilla recordó que la Primera Conferencia Latinoamericana había cumplido la misión histórica de presentar por primera vez un análisis sobre el carácter de la revolución en el continente[20]. A diferencia de lo que ocurría en los países latinoamericanos, débilmente desarrollados en términos socioeconómicos, Estados Unidos y los países capitalistas de Europa occidental contaban con una burguesía consolidada que ejercía su predominio en los terrenos de la economía y la política. No se debe perder de vista que, en tanto aspiraba a erigirse en partido mundial de la revolución, la IC «era un actor internacional único cuyas unidades locales y centrales debían funcionar y existían como un organismo solo»[21]. Las tareas que debían desempeñar los partidos comunistas latinoamericanos, en consecuencia, eran bien distintas de aquellas que llevaban adelante los grandes partidos europeos.
Al ser un espacio predilecto para la colocación de activos financieros y comerciales, Latinoamérica era, además, el escenario principal de los crecientes enfrentamientos que tenían lugar entre los países imperialistas. Pero el primer paso que debían dar los comunistas latinoamericanos giraba en torno de la preparación de una revolución democrático-burguesa que diera por tierra con el latifundismo semifeudal[22], como recomendaba la IC. La definición del carácter de la revolución en América Latina fue una de las cuestiones centrales que debieron abordar los comunistas del continente, y la Conferencia encontró en esta problemática la columna vertebral que organizó los debates. En la identificación de la naturaleza de las estructuras socioeconómicas latinoamericanas germinó el análisis del carácter del proceso revolucionario y de las tácticas y estrategias que los partidos comunistas trazaron para toda la región.
Los estudios sobre imperialismo firmados por Lenin desempeñaron un papel de primer orden entre los comunistas latinoamericanos a la hora de trazar los diagnósticos de coyuntura y acordar las acciones inmediatas a implementar. Sin embargo, el pensamiento leninista no tardaría en quedar anquilosado. En 1929 comenzó en los partidos comunistas un proceso de estalinización que, tal como lo ha definido Michael Löwy, instituyó en cada uno de ellos «un aparato dirigente —jerárquico, burocrático y autoritario— íntimamente ligado, desde el punto de vista orgánico, político e ideológico, al liderazgo soviético, que seguía fielmente todos los cambios de su orientación internacional»[23].
El leninismo que surgió como ideología de Estado en la Unión Soviética fue adoptado por los partidos comunistas latinoamericanos, convirtiéndose en un factor determinante en el proceso de alineamiento a la IC. Eran tiempos del «tercer período», de la orientación ultraizquierdista de «clase contra clase», y en suelo soviético pronto quedó claro (tal como puede advertirse en el derrotero de las trayectorias de Issak Rubin y de David Riazanov) que quienes adoptaran métodos científicos distantes de la ortodoxia estalinista serían censurados y correrían el riesgo de ser acusados de traición.
La estalinización descartó cualquier empresa de edición crítica de las principales obras del comunismo, el socialismo y el anarquismo para dar paso a la proliferación de manuales oficiales con definiciones conceptuales alambicadas. Esto implicó que, en América Latina, muchas ideas potentes de autores que no pretendían sumarse al cónclave de exégetas del pensamiento de Lenin, como Mariátegui, no pudieran encontrar espacio para su difusión y debate.
Las rigideces del mecanicismo acrítico del leninismo enarbolado por el movimiento comunista internacional se imponía así por encima del dinamismo de la teoría crítica de la revolución pergeñada por Lenin. Bajo el proceso de burocratización encarnado por Stalin y refrendado por las direcciones comunistas latinoamericanas, la doctrina oficial «leninista» entraría pronto en colisión con el pensamiento vivo de Lenin.
Notas:
[1] Moshe Lewin, The Soviet Century, Londres/NuevaYork, Verso, 2005, p. 301.
[2] Horacio Tarcus, «El marxismo en América Latina y la problemática de la recepción transnacional de las ideas», en Temas de Nuestra América, Nº 54, 2013, p. 42.
[3] Lenin, «El imperialismo, fase superior del capitalismo (Ensayo popular)», en Obras Completas, vol. XXIII, Buenos Aires, Cartago, 1970, p. 375.
[4] Marisa Silva Amaral, «Lenin, el imperialismo como fase y reflexiones sobre el imperialismo hoy», Cuadernos de Economía Crítica, Nº 6, 2017, p. 170.
[5] Rolando Astarita, «El Imperialismo, fase superior del capitalismo, análisis crítico», en Hic Rhodus, Nº 10, 2016, p. 15.
[6] José Ricardo Villanueva Lira, «Las raíces intelectuales de El imperialismo, fase superior del capitalismo (1917)», en Nóesis. Revista de Ciencias Sociales, vol. 30, Nº 60, 2021, pp. 279-280.
[7] Martín Bergel, «El socialismo cosmopolita de José Carlos Mariátegui», en Nueva Sociedad, Nº 293, 2021, p. 170.
[8] Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista (en adelante SSA), El movimiento revolucionario latinoamericano. Versiones de la Primera Conferencia Comunista Latino Americana. Junio 1929, Buenos Aires, La Correspondencia Sudamericana, 1930, pp. 199-200.
[9] Lazar Jeifets y Victor Jeifets, «Introduction: The Outcomes of Ten Years of Latin American Communism», en Marc Becker (ed.), The Latin American Revolutionary Movement. Proceedings of the First Latin American Communist Conference, June 1929, Leiden/Boston, Brill, 2023, p. 15.
[10] SSA, op. cit., p. 160.
[11] N. P. Kalmykov, Istoriia Latinskoi Ameriki. 1918-1945, Moscú, Nauka, 1999, pp. 5-6.
[12] SSA, op. cit., p. 33.
[13] Ibid., p. 188.
[14] «Proyecto de tesis sobre el movimiento revolucionario de la América Latina», La Correspondencia Sudamericana (LCS), 2da. época, Nº 12, 13 y 14, mayo de 1929, pp. 1-16.
[15] «La importancia de la Primera Conferencia Comunista Latino-Americana», LCS, Nº 15, agosto de 1929. Una reposición crítica del conjunto de estos debates puede consultarse en Mariana Massó, «El Secretariado Sudamericano de la Internacional Comunista: organización y directivas para los Partidos Comunistas de Sudamérica, 1926-1932», en Daniel Gaido, Velia Luparello, Manuel Quiroga (eds): Historia del Socialismo Internacional. Ensayos marxistas, Santiago de Chile, Ariadna Ediciones, 2020, pp. 737-758.
[16] «Resolución de la Primera Conferencia Comunista Latino Americana, sobre la Situación Internacional, de Latino América y los peligros de Guerra», LCS, Nº 16, agosto de 1929, p. 6.
[17] «En vísperas del Gran Congreso Continental Sindical», El Trabajador Latino Americano (ETLA), año II, Nº 12, 13 y 14, 28 de febrero y 15 y 31 de marzo de 1929, pp. 1-2.
[18] «¡Ha surgido la Confederación Sindical Latino Americana! La trascendental importancia de su Congreso Constituyente», ETLA, Nº 17-18, junio y julio de 1929, p. 2.
[19] «La guerra que se prepara y nuestras tareas», ETLA, Nº 4, 30/10/1028, pp. 5-7.
[20] Codovilla, «La penetración del marxismo-leninismo en América Latina», en Revista Internacional, agosto de 1964. Citado en Otto Vargas, El marxismo y la revolución argentina, Buenos Aires, Agora, 1999, pp. 522-523.
[21] Victor Jeifets, «La Comintern en América Latina: personas y estructuras. Presentación», en Historia Mexicana, vol. 72, Nº 3 (287), 2023, p. 1316.
[22] N. P. Kalmykov, «Komintern i kommunisticheskoe dvizhenie v Latinskoi Amerike», en A. O. Chubar’ian (ed.), Istoriia Kommunisticheskogo Internatsionala, 1919-1943, Moscú, Nauka, p. 387.
[23] Michael Löwy, «Introducción. Puntos de referencia para una historia del marxismo en América Latina», en M. Löwy (ed.), op. cit., p. 28.