Hoy resulta una afirmación incuestionable que enfrentamos un proceso de cambio climático de origen antropogénico resultado de los procesos combinados de un modo de producción y de vida basado en el uso de los combustibles fósiles y del avance de la deforestación y destrucción de bosques y selvas nativas y de la naturaleza en un sentido amplio.
La magnitud de este cambio del clima a nivel global —y de sus consecuencias catastróficas— ha motivado que se lo considere como crisis climática, la dimensión más significativa de una crisis múltiple que conlleva hoy la dominación del capital en este contexto de transición hegemónica global. Allí están los récords históricos de elevación de la temperatura terrestre y de los océanos en los últimos meses, la retracción del hielo antártico y el cinturón de olas de calor, sequías e incendios que recorrieron el globo acompañadas luego de diluvios e inundaciones, como la que padeció trágicamente el noroeste de Libia.
La gravedad de la situación resulta tan inocultable que ha merecido en los últimos meses de parte del propio Secretario General de Naciones Unidas interpelaciones directas a los países del Norte Global advirtiendo que entramos en la «era del hervor global», que el «colapso ecológico ha comenzado» y que hemos abierto «las puertas del infierno». Así también lo señaló el Papa Francisco en su última encíclica, cuando afirmó que «por más que se pretendan negar, esconder, disimular o relativizar, los signos del cambio climático están ahí, cada vez más patentes».
Pero es necesario reconocer que esta situación no resulta una novedad. Desde la segunda posguerra, diferentes estudios científicos vienen advirtiendo que el sustantivo incremento de la emisión de gases de efecto invernadero provocaría el aumento de la temperatura en la Tierra, con la consecuente intensificación de fenómenos meteorológicos extremos y la amenaza a la continuidad de la vida en el planeta. Y desde los años 90 se desplegaron un sinnúmero de acuerdos, protocolos, instituciones, recursos, dispositivos ecológicos en el marco de Naciones Unidas y a nivel regional y nacional para abordar las cuestiones ambiental y climática.
Sin embargo, entre 1991 y 2021 se emitió más CO2 (948 GtCO2) que en el resto de la historia humana (785 GtCO2). La temperatura de la superficie global ha aumentado más rápido desde 1970 que en cualquier otro período de 50 años durante al menos los últimos 2000 años, y más del 50% de las emisiones totales del CO2 antropogénico tuvieron lugar después de que se fundara el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC) y que se realizara la reconocida Cumbre de la Tierra (la Conferencia de Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo) en 1992. Las emisiones de estos gases de efecto invernadero no dejan de incrementarse año tras año.
Así, resulta evidente que las respuestas a la crisis climática propuestas en el marco del capitalismo han fallado estrepitosamente. Las regulaciones y acuerdos internacionales fueron violados una y otra vez por los Estados de los países centrales y las corporaciones transnacionales, y los mecanismos de mercado —justificados por la razón cínica neoliberal como solución a los propios efectos de la mercantilización de la naturaleza— exasperaron el deterioro y la destrucción del ambiente. Al mismo destino se encaminan la llamada economía verde (que, en definitiva, promueve acrecentar la economización de los bienes naturales), el Green New Deal, que se sustenta en ella, el llamado «keynesianismo medioambiental» y la transición energética bajo control corporativo.
El fracaso de las soluciones ecocapitalistas acrecienta el interrogante —y la responsabilidad— sobre si el pensamiento, los valores y la acción de la izquierda, desde Marx hasta el saber crítico y ecosocialista contemporáneos, pueden aportar a la construcción de las respuestas necesarias.
Dominación colonial y desigualdad social
La narrativa dominante sobre la problemática ambiental habitualmente la despoja de todo contenido social. Este proceso de desocialización y naturalización del ambiente ha sido una de las dimensiones centrales de la «neoliberalización» de la cuestión ambiental, junto con el de mercantilización y capitalización de la naturaleza. Por el contrario, todas las evidencias indican —y numerosos documentos de los organismos internacionales ratifican— la centralidad de la dominación colonial y la desigualdad social en relación con la generación de la crisis climática, que es la temática de nuestra reflexión en este caso.
Así, los veinte países más industrializados y ricos son responsables por el 80% de las emisiones de gases de efecto invernadero. Y si consideramos las emisiones per cápita, los primeros son los Estados del Golfo Pérsico, Estados Unidos, Australia y Canadá. A todas luces, los responsables del cambio climático son los países más ricos e industrializados, al punto que diversos acuerdos de Naciones Unidas reconocen explícitamente estas responsabilidades diferenciadas.
Se trata de una desigualdad que se ensancha más aún si consideramos la contribución por país a las emisiones de CO2 en términos históricos, un rubro donde solo las emisiones de Estados Unidos y la Unión Europea representan el 47% del total. Siendo que el dióxido de carbono permanece en la atmósfera por más de cien años, las emisiones incrementadas desde la Primera Revolución Industrial constituyen una deuda climática significativa que tiene el Norte con el Sur.
Por otra parte, en relación a la desigualdad social, debe considerarse que el 50% de la población mundial con menores ingresos solo es responsable del 7% de las emisiones, mientras que el 10% más rico es el culpable de casi el 50% de las emisiones de CO2 anuales. De modo incuestionable, el cambio climático está vinculado a un modo de vida imperial del que goza solo una pequeña porción de la sociedad y su resolución conlleva cuestionar este patrón de distribución y consumo. Y la injusticia es de tal magnitud, que los países y poblaciones que menos han contribuido al cambio climático, los más pobres y menos industrializados, son los que más sufren los efectos de esta catástrofe en progreso.
Decrecentismo comunista
Solo estas evidencias bastan para echar por tierra la perspectiva decrecentista tradicional que suele postularse como solución a la crisis ambiental y climática. Heredera de los señalamientos respecto de los límites del crecimiento popularizados en los años 70 por el Informe Meadows de orientación neomalthusiana, la propuesta de reducir el crecimiento económico in totum resulta tan injusta como ineficaz, tal como quedó demostrado en el contexto de la pandemia de COVID 19.
Se podría hablar, en todo caso, y tal como lo ha señalado Saito, de un decrecimiento comunista, es decir, uno que reduzca el crecimiento con base en el recorte de los privilegios de ciertos grupos sociales y países, mejore los beneficios para otros y restablezca así una media social sustentable. En esta perspectiva, la justicia climática marcha íntimamente unida a la social, así como la transición energética va de la mano con la resolución de la desigualdad y la pobreza energética, y la respuesta a los efectos actuales del cambio climático por los países del Sur más afectados supone el pago de la deuda climática por parte del Norte.
De cierto modo, estas urgencias nos recuerdan a la Declaración de Estocolmo de 1972 adoptada en la Conferencia de Naciones Unidas sobre los problemas del medio humano. Allí, en el contexto del nuevo orden internacional promovido por los países del Sur, la problemática del ambiente se planteó en relación con la dominación colonial y las desigualdades sociales, dimensiones que fueron progresivamente suprimidas al calor del avance de las transformaciones e ideas neoliberales.
Los valores de la justicia social y de una acción societal planificada y decidida para modificar las formas de producción y consumo responsables de la crisis climática forman parte del arsenal histórico de la izquierda… a condición de que esta abandone todo sesgo productivista, realce la dimensión ambiental tantas veces minusvalorada y rompa con la falaz oposición entre la cuestión social y la ambiental, que ha sido núcleo de justificación de los extractivismos y los neodesarrollismos.
Desde esta perspectiva, la respuesta a la crisis climática no se limita únicamente a una profunda redistribución social decrecentista o a una modificación de la matriz energética. Allí está hoy la evidencia de cómo la transición energética en el Norte orientada a las llamadas «energías renovables» ha descargado sobre el Sur un extractivismo «verde» que en la apropiación trasnacional de los bienes naturales requeridos para esa transformación (litio, cobre, hidrogeno, niobio, etc.) somete a nuestros pueblos a similares despojos y dominaciones que en el tiempo colonial.
De lo que se trata es de modificar profundamente el patrón científico-tecnológico, productivo, de consumo, cultural y de vida; de promover una verdadera revolución que transforme sustancialmente las formas de la organización social. La acentuación de la crisis socioambiental y climática bajo el capitalismo neoliberal señala al afán ilimitado de lucro, a la mercantilización ampliada, a la apropiación privada y la acumulación por despojo de bienes naturales y sociales como sus principales responsables. Por contraposición, en la defensa y construcción de lo común, la producción comunitaria y de comunidad y la afirmación de la primacía de los valores de uso, el acervo y la tradición radicalmente emancipatoria de la izquierda tienen mucho que aportar.
En esta dirección, consecuentemente, se nos plantea la necesidad de superar y reconfigurar la dualización colonial moderna entre sociedad y naturaleza. El pensamiento de Marx y de la teoría social crítica aportan también elementos para ello.
Marxismo y ecosocialismo
Ciertas perspectivas suelen ubicar al pensamiento de Marx en un campo intelectual llamado «cornucopiano», «prometeico» o «productivista». Más allá del debate sobre el carácter homogéneo o contradictorio de las reflexiones de Marx sobre la relación sociedad-naturaleza, esta caracterización es tan injusta como falsa, y no es más que el resultado de una visión que desplaza y oculta las contradicciones del capitalismo y sus efectos sociales y ambientales hacia límites externos considerados entonces naturales.
En esa perspectiva, el deterioro ambiental resulta, por ejemplo, del crecimiento demográfico y/o económico —como lo señala el abordaje neomalthusiano, tan presente en los años 60 y 70 en las obras de Erlich y Hardin)—, descargando sus responsabilidades particularmente sobre el Sur del mundo. Prolongada en la actualidad bajo las narrativas neoeugenésicas, esta mirada reproduce en realidad la dualización sociedad-naturaleza propia de la modernidad colonialidad capitalista.
En contraposición, Marx fue uno de los primeros en señalar que este proceso de dualización emergió y asumió una particular dimensión y característica en el marco de la sociedad capitalista estrechamente vinculado a la construcción sociohistórica del capital y del trabajo asalariado y, por ende, de la explotación y la dominación de clase. Particularmente en sus escritos a partir de la década de 1860 —ese último Marx que ha sido destacado por tantos estudiosos— pueden identificarse una serie de reflexiones que, en oposición a cierta mirada tecnologicista presente en algunas de sus obras anteriores, hacen aportes valiosos al campo de la ecología y al abordaje de las problemáticas socioambientales.
En el estudio de los efectos de la agricultura capitalista en Inglaterra, Marx señaló que
todo progreso realizado en la agricultura capitalista no es solamente un progreso en el arte de esquilmar al obrero, sino también en el arte de esquilmar la tierra, y cada paso que se da en la intensificación de su fertilidad dentro de un periodo de tiempo determinado, es a la vez un paso dado en el agotamiento de las fuentes perennes que alimentan dicha fertilidad.
Y concluyó: «por tanto, la producción capitalista solo sabe desarrollar la técnica y la combinación del proceso social de producción socavando al mismo tiempo las dos fuentes originales de la riqueza: la tierra y el hombre». En el tratamiento de la génesis de la renta capitalista de la tierra, Marx vuelve sobre el tema señalando que
la gran propiedad sobre la tierra reduce la población agrícola a un mínimo en descenso constante y le opone una población industrial en constante aumento y concentrada en grandes ciudades; y de este modo crea condiciones que abren un abismo irremediable en la trabazón del metabolismo social impuesto por las leyes de la naturales de la vida.
En estos pasajes Marx retoma la noción de metabolismo de la química orgánica de la época y la reformula socialmente, caracterizando la dinámica de la gran industria y la agricultura capitalistas como responsables de su quiebre.
Este concepto de fractura del metabolismo social cobró significación en el marco del agravamiento de la problemática ambiental de las últimas décadas, convirtiéndose en una categoría central para el ecosocialismo y también para tradiciones ecológicas no marxistas. Su importancia radica, entre otros aspectos, en que sostiene una aproximación a la problemática ambiental que se diferencia tanto del conservacionismo burgués como de la racionalidad neoliberal mercantilizadora y del solucionismo tecnológico, que cuestiona el proceso de desocialización del ambiente y objetivización de la naturaleza y que reformula la noción de trabajo humano ahora concebido como intervención reguladora de la relación metabólica.
En esta dirección, el término dialoga con otros saberes y prácticas populares desplegados en el cuestionamiento a los efectos devastadores del despojo neoliberal capitalista en lo social y ambiental. Ejemplo de ello lo constituyen los horizontes del buen vivir (o convivir bien) emergidos de la práctica de los movimientos indígenas en el ciclo de luchas sociales contra el extractivismo depredador en América Latina; prácticas centrales en la renovación de los horizontes emancipatorios y el cuestionamiento a la modernidad colonialidad y su patrón de poder.
Como lo señala Bellamy Foster, la dinámica de la crisis climática puede examinarse desde similar perspectiva, en tanto fractura en el metabolismo de la Tierra. Así, la emergencia y revitalización de la tradición ecosocialista en las últimas décadas —que cuenta hoy con múltiples exponentes—, junto a la significación que cobró el concepto de metabolismo social, dan cuenta de los aportes del pensamiento crítico a la construcción de alternativas efectivas ante el colapso climático y ambiental.
Capitalismo fósil y revolución
Se ha señalado, con base en una sustanciosa evidencia empírica, que la opción por una industrialización basada en la máquina de vapor y en el uso del carbón en la Inglaterra del siglo XIX no resultó de un cálculo de rentabilidad o de eficiencia tecnológica sino del hecho de que resultaba la mejor opción para los industriales ingleses en función de enfrentar y desarmar las demandas y fuerza de los trabajadores. Se trató, a todas luces, de una opción del capital contra el trabajo.
Desde aquellos tiempos, el capitalismo se entretejió con las energías fósiles al punto que se puede hablar de capitalismo fósil. Aún hoy el uso de los combustibles fósiles sigue incrementándose más allá de las iniciativas respecto de las energías renovables. Y cuanto más sigue llevándonos esta locomotora a la catástrofe climática, más urgente se torna accionar el freno de emergencia, como señalara Benjamin.
En otra época catastrófica, aquella que fue testigo de dos guerras mundiales, Rosa Luxemburgo escribió:
nos encontramos (…), tal como lo profetizó Engels hace una generación, ante la terrible opción: o triunfa el imperialismo y provoca la destrucción de toda cultura (…) o triunfa el socialismo, es decir, la lucha consciente del proletariado internacional contra el imperialismo, sus métodos, sus guerras».
En tanto dimensión de una crisis multidimensional de la civilización del capital, la crisis climática augura hoy una catástrofe mayor: amenaza con la extinción de la vida en el planeta, con la destrucción de las condiciones de vida de territorios y poblaciones, particularmente en los países del Sur y entre las clases populares. La crisis presente plantea una oposición radical que reactualiza, de modo urgente y agudo, la necesidad de una transformación societal profunda; una transformación societal de hondura similar a la anunciada ya hace siglos bajo la invocación a la revolución.
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