En los últimos años, el mundo entero ha presenciado el fortalecimiento de fuerzas políticas de derecha. Estas organizaciones se han lanzado no solo a combatir toda propuesta progresista o de izquierda que pretenda ampliar la protección estatal de la sociedad, sino también a atacar a las propias organizaciones tradicionales de derecha por no impulsar con energía las leyes del mercado, haber cedido terreno al progresismo cultural y permitido lo que consideran una degradación moral del orden social.
Las derechas autoritarias se asumen como portaestandartes de una «santa cruzada económica» para salvar al mercado y a «la libertad» contra cualquier atisbo de estatismo o colectivismo, y como parte de una regeneración espiritual para reestablecer el propio orden moral del mundo, comenzando por el pater familias en la casa, el patrón en la empresa, la piel blanca en la historia patria y Dios en el control de las almas.
En algunos casos, paradójicamente, mezclan el apego a preceptos neoliberales con la idea de una patria de propietarios, como lo hacen Trump en Estados Unidos, Bolsonaro en Brasil o Abascal en España. En otros casos, enarbolan primitivos recetarios de libre mercado, como Kast en Chile, Milei en Argentina o Meloni en Italia. Consideran que hay un orden natural de la humanidad que emerge únicamente de las reglas del mercado y que cualquier desviación de ello no solo es ineficiente, sino dañina y ofensiva. En conjunto, aborrecen del Estado, proponen reducir los impuestos a los ricos y juran que los derechos colectivos son un robo y que hay que privatizar cualquier bien público.
A continuación, seis hipótesis que pretenden explicar el crecimiento y la configuración de estas derechas autoritarias.
1º) La derecha extrema es autoritaria y no democrática
Aunque todas estas derechas emergentes se presentan a elecciones para ganar adeptos y, en ocasiones, han llegado al gobierno mediante el voto, en realidad no son democráticas. De ser necesario, están dispuestas a emplear la violencia para alcanzar sus metas.
Cuando Trump perdió las elecciones el 2021, por caso, no tuvo reparos de mandar a paramilitares a tomar el Congreso para impedir la proclamación del presidente Biden. De la misma forma, Bolsonaro perdió las elecciones, nunca reconoció su derrota e impulsó a sus seguidores a rezar en las puertas de los cuarteles para que los militares den un golpe de Estado y, luego, tomaran los edificios ministeriales para saquearlos. En Bolivia, Mesa y Camacho convocaron a sus seguidores a quemar ánforas electorales y aplaudieron cuando las tropas militares salieron a asesinar a los pobladores indígenas que respaldaban al gobierno democráticamente electo. Kast y Abascal, por su lado, son grandes defensores de los exdictadores Pinichet y Franco y consideran que su sanguinario accionar fue necesario para «frenar al comunismo». Y no pierden la esperanza de que, a futuro, sean necesarias acciones similares.
Para estas derechas extremas, la democracia no es un principio político innegociable sino un medio provisional y meramente instrumental para lograr sus metas de promover el mercado y las sacrosantas jerarquías racializadas de los vencedores. Pero, a diferencia de antes, cuando creían que la autoridad del mercado era fruto del convencimiento y su superioridad histórica, ahora creen que hay que imponerla… a palos, si es necesario. Creen que la democracia ha premiado a una mayoría incompetente e ignorante y que, por razones de «salud pública», hay que hacerles entrar a la fuerza a las virtudes del individualismo, el mercado y la ley del más fuerte.
La democracia se les aparece como un exceso y los derechos como un exabrupto y un insulto a la igualdad. Por ello no se sonrojan cuando mandan a asaltar parlamentos: están dispuestos a masacres y golpes de Estado, y consideran que las dictaduras salvaron del caos a la sociedad. No son demócratas por convicción, sino por utilidad táctica.
Detrás de su grito en defensa de la «libertad individual» se agazapa la violencia purificadora contra lo público, lo colectivo, lo común, lo asociado. No hay un intento por convencer de sus virtudes sino una furia desatada para imponerse contra el «zurderío», al que consideran una calamidad mental. Y por ello no disimulan la esperanza de su exterminio físico.
2º) La derecha autoritaria crece en tiempo de crisis económica y política
Si bien las derechas autoritarias tienen una larga existencia, lo cierto es que los momentos de crisis económicas y turbulencias políticas constituyen terrenos particularmente fértiles para su crecimiento y su capacidad de disputa en el terreno político.
En momentos de estabilidad y crecimiento económico —más aún si se dan bajo el paraguas del neoliberalismo—, las derechas autoritarias son pequeñas y marginales. Dejan testimonio de que están ahí, como guardianas de la estabilidad, pero no pugnan por convertirse en fuerza dirigente. Claro, hay un orden económico que «funciona», hay reglas que se cumplen y las ganancias empresariales se expanden sin que el malestar social de los menesterosos ponga en entredicho el régimen. Son momentos de hegemonía de derechas, de consensos amplios y tolerancias pasivas de las clases subalternas hacia las clases dominantes. Para las grandes élites propietarias, el mundo funciona civilizadamente y los furibundos llamados al orden no son necesarios para que las jerarquías se respeten. Incluso pueden darse el lujo de cooptar a izquierdistas arrepentidos que ahora suplican un espacio bajo el paraguas de la legitimidad cultural neoliberal.
Pero las cosas cambian cuando la economía se estanca, el crecimiento se reduce, los mercados se retraen, las ganancias se comprimen y los excedentes a redistribuir a cuentagotas se secan. La frustración crece entre las clases plebeyas; el malestar se expande y todos comienzan a buscar salidas a la angustia por medio de opciones diferentes a las prevalecientes. Así, la hegemonía inicia su declive.
Entre las élites dominantes, la confianza en el viejo orden se fragmenta; ellas también discrepan sobre cómo retomar el curso del enriquecimiento y la pasivizacion de la sociedad. Estos son momentos de divergencia entre las élites sobre el mejor rumbo a seguir. Unas pugnan por mantener las cosas como están, otras consideran que hay que ceder parte de los beneficios para aplacar a las clases pobres, en tanto que otras consideran que hay que sentar mano dura y defender el viejo orden con renovadas dosis de autoridad.
Viendo el modo en que los antiguos consensos políticos se disuelven y crece el descontento social contra las instituciones, las derechas autoritarias, hasta entonces una fuerza minoritaria, ahora se consideran llamadas a preservar la «civilización» que comienza a desmoronarse. No buscaran defender al gobierno existente en ese momento —sea de derecha o progresista— sino recuperar un imaginado orden pasado en el que el mercado funcionaba, las jerarquías se respetaban y los pobres no reclamaban. Solo que, para ello, en vez de la seducción abanderan la sanción, el castigo o la venganza hacia quienes consideran como los responsables de este desorden, tanto económico como moral: sindicatos «ambiciosos», migrantes que «arrebatan» empleos, mujeres que «exageran» en sus derechos, indígenas «igualados», comunistas que envenenan almas, etcétera.
Sin comprender que el debilitamiento del proyecto neoliberal es el resultado de sus propios límites, confían en que el disciplinamiento feroz de los díscolos será la llave para que la sociedad pueda retornar al acatamiento de los viejos valores morales. La incertidumbre y la desesperanza son su terreno fértil para su intervención. Desprecian la solidaridad y la acción en común para remontar las adversidades, que les parece una herejía contra los valores del individuo y la propiedad. Las derechas autoritarias fomentan la salvación individual porque consideran que en el mercado los capaces triunfan y los ineficientes pierden, y también porque saben que la frustración individual y en soledad es la mejor garantía para la recepción del mesianismo político del gran pastor que conducirá a su rebaño a la redención.
Estas son derechas autoritarias que buscan canalizar el miedo social a la incertidumbre y la ausencia de futuro hacia el odio, la venganza y el castigo. Añoran la vieja estabilidad del mercado, aborrecen los derechos cristalizados en el Estado; les indigna la igualdad porque consideran que eso destruye las jerarquías sagradas de la empresa, la familia y la servidumbre individual. Son melancólicas de un idílico pasado mercantil en el que los capaces tenían lo suyo y los fracasados el desprecio merecido de la marginalidad. La imposición y la fuerza como método generalizado, aunque las distingue y les aporta seguridad para perseguir sus objetivos, también constituye el síntoma revelador de la fase decante del propio neoliberalismo que propugnan.
3º) Las derechas extremas son la contracara de las centroderechas
Ya dijimos antes que las derechas autoritarias no nacen de la nada. No aparecen de repente. Siempre han estado ahí, acurrucadas bajo el ala de las derechas centristas y moderadas. En tiempos de estabilidad económica son minorías activas que, en sus cenáculos, cual monjes reservados, guardan la sagrada llama del mercado y la autoridad. Pero cuando estallan las crisis abandonan sus monasterios y salen como apóstoles a reclutar adherentes. Y lo hacen, en primer lugar, entre las filas de las derechas moderadas que se hallan desorientadas por el malestar social, la divergencia entre las élites y la devaluación de sus antiguas recetas económicas.
Las derechas fracadas alimentan las derechas extremas. No hay necesidad de reconversión de creencias, sino que se trata simplemente de una transición hacia posturas mas firmes. Al fin y al cabo, las derechas moderadas en sus tiempos de gloria también abrazaron el libre mercado, la austeridad fiscal, la reducción de impuestos y el control salarial, como lo demandan ahora las derechas autoritarias. Solo que las primeras comprendían que para que esas políticas sean duraderas había que amortiguar el ajuste con políticas sociales puntuales, garantizar el goteo de la riqueza para alentar el consumo y tolerar algún que otro progresismo cultural.
Pero cuando la economía cruje y los recursos a distribuir se secan, el derechista moderado entiende que perseverar en la misma senda puede generar mayores riesgos a su propiedad. Entonces le resulta natural sintonizar con quienes hablan de cambio pero en su mismo lenguaje mercantil y propietarista. Entre la centroderecha y la extrema derecha hay, pues, una afinidad electiva que permite simplemente modular los grados de intensidad de sus adhesiones. El paso de la primera postura a la segunda —y viceversa— no requiere de una crisis existencial del militante.
Entre ambas existe un continuo: las separa una frontera difusa que se escora al centro o al extremo dependiendo de la gravedad de la crisis que se atraviesa. Por eso los energúmenos que hablan de «exterminar a los zurdos», que aplauden el libre uso de armas para aniquilar la delincuencia, que consideran lícito vender partes del cuerpo o que celebran que se deje de proteger a los pobres son los mismos vecinos que años atrás escondían su simpatía por las dictaduras o que pensaban en silencio que la ayuda social a los más pobres debería reducirse o ser más selectiva.
Son las mismas personas que votaban al centro, pero ahora tienen miedo, desazón y buscan aferrarse a algo que les devuelva un mínimo de certidumbre. Y lo más cercano e inmediato a sus adhesiones ideológicas de centroderecha es la derecha extrema, que no solo tiene una explicación de por qué las políticas de centro fracasaron, sino que promete una solución inmediata —ilusoria y falaz, pero solución al fin— en medio del caos imperante. Esta es la primera fuente de la que se alimenta la expansión de las extremas derechas. Y es que, al fin y al cabo, detrás del demócrata de derechas se esconde, como una doble personalidad dormida, un enfurecido derechista autoritario.
4º) Las derechas extremas crecen como reacción material y moral a la igualdad
Por lo general, en la historia política de las sociedades del mundo, los progresismos y las izquierdas políticas son fuerzas minoritarias cuando los programas económicos y de legitimación de políticas conservadoras atraviesan una etapa de expansión y apogeo. Son tiempos en que el consenso del mercado, la meritocracia y el emprendedurismo copan el imaginario social. Hay crecimiento económico y gobierna la esperanza de que se podrá mejorar los ingresos familiares si uno se esfuerza más. El horizonte predictivo de la sociedad se mueve en torno al mercado y el riesgo individual, como en los años 90 del siglo XX.
Cuando eso falla, aumenta el desempleo, la riqueza se concentra en muy pocas manos, bajan los salarios y las oportunidades de crecimiento se truncan. Las derechas que gobiernan se aturden ante sus fracasos y, antes de que las extremas derechas puedan reaccionar, es más probable una expansión de las fuerzas progresistas y de izquierda. Los viejos paradigmas de organización económica se desmoronan, especialmente entre las clases populares, en las que la gente se desprende de las anteriores expectativas ancladas en el mercado que, a fin de cuentas, solo les ha traído empobrecimiento y abandono.
Entonces es cuando las personas se hallan en disponibilidad a revocar antiguas creencias y adherirse a otras nuevas. Y si existe en ese momento un progresismo audaz que persiga de manera creíble el fortalecimiento de los bienes comunes del Estado para ampliar los derechos sociales de los necesitados, es previsible que esa apuesta sintonice directamente con la propia memoria histórica de las clases subalternas respecto a los momentos de bienestar conquistados mediante un Estado redistributivo y benefactor. Son los tiempos de las oleadas progresistas, como sucedió a inicios del siglo XXI en el continente latinoamericano.
Es probable que, en la crisis, una parte de las clases populares y medias se incline por proyectos de derecha. Pero también se inclinan hacia el progresismo, permitiéndole eventualmente ganar las elecciones. Ya en el gobierno, si el progresismo toma medidas inmediatas de reforma económica para ampliar los bienes comunes, distribuir la riqueza y proteger a los más débiles, la pobreza comenzará a ser revertida, aumentará el consumo interno y se verá favorecido el crecimiento económico. Cuanto más audaces sean estos cambios en la reasignación de la riqueza, mayor será la movilidad social ascendente de las clases populares.
A la par de la ampliación del consumo de los sectores empobrecidos crecerá el mercado interno y se ensanchará la base de las clases medias de origen popular. Así, de la clásica figura del triángulo achatado, con una gigantesca base de pobres, una clase media escuálida, y un vértice de ricos —imagen típica de las políticas neoliberales—, se pasará a una figura más parecida a un rombo, con un amplio espacio en el centro compuesto por las clases medias, tanto tradicionales como emergentes, y un decreciente sector pobre. Esta es la imagen que muestra el éxito de las políticas de igualdad que caracterizaron a algunos de los gobiernos progresistas en América Latina.
La misión del progresismo y la izquierda es precisamente el aumentar la igualdad, y eso se logra generando riqueza, distribuyéndola mejor y reduciendo las diferencias entre los que más y menos tienen, todo ello por medio de políticas estatales de justicia económica, tributación progresiva y nacionalización de bienes estratégicos.
Pero a la par del crecimiento de las nuevas clases medias de origen popular se produce, inevitablemente, una devaluación del estatus y los privilegios de las clases medias tradicionales, que ven perder la exclusividad de sus colegios privados, de sus locales de distracción, de sus destinos vacacionales o de puestos laborales anteriormente reservados para sus redes familiares. Y si las clases populares favorecidas por las políticas progresistas son además de origen indígena o afrodescendiente, no es solo el estatus y las distinciones de consumo de las clases medias tradicionales lo que se ve afectado, sino también su jerarquía, su capital étnico, que sea por el color de piel, el apellido o la ubicación geográfica, le garantizaban anteriormente el acceso a determinados privilegios.
En todos los casos, la igualdad económica —que en términos de ingresos monetarios, amplía la clase media— genera devaluaciones clasistas y, con ello, resentimiento de los igualados. Los sectores medios tradicionales afectados no pierden ingresos ni propiedad. De hecho, estos aumentan. Pero, a la par, también aumentan (y a una mayor velocidad, si las cosas se hacen bien) los ingresos de los sectores populares, que gracias a las políticas estatales ahora pueden ahorrar, comprar una pequeña vivienda, mandar al hijo a la universidad, mejorar su consumo, etcétera.
Esta es la igualdad en acción, y aunque inevitablemente provoque aversiones y resistencias (e incluso resentimientos viscerales, en caso de que las diferencias clasistas hayan estado acompañadas de distinciones étnicas), el progresismo no puede permitirse retroceder o cambiar de dirección. Dicha democratización de los ingresos y los consumos no solo desmontará el viejo orden jerárquico de la sociedad, sino también el orden moral del mundo inscrito en el color de la piel.
En tal caso, la igualdad será asumida como un agravio que buscará ser revertido de la manera que sea, mejor violentamente para restablecer las viejas jerarquías étnicas. La extrema derecha racializada será entonces el mejor refugio para segmentos de clases medias que verán con espanto cómo los colores y la estirpe del poder se «ennegrecen». Contener al indio, si es que no se lo puede eliminar, o expulsar al migrante pobre, si es que no se lo puede detener en la frontera, serán los nuevos lenguajes profilácticos con los que las extremas derechas buscarán dar cohesión a sus nuevos seguidores reclutados entre las clases medias tradicionales.
5º) Las derechas extremas crecen por las decepciones de los progresismos
Las derechas extremas crecen en oposición a la efectividad de las políticas de igualdad que pueden impulsar las izquierdas y progresismos gubernamentales. En esos casos, sin embargo, es posible aislar o fragmentar esos impulsos antigualitarios creando continuamente mayorías sociales y políticas con el éxito de la igualdad.
Que no se crea que es el aumento del consumo de los sectores populares emergentes lo que los puede conducir a posiciones de derechas: es la incapacidad que a veces muestra el progresismo y las izquierdas para comprender las nuevas expectativas, aspiraciones y formas organizativas que adquieren estos sectores populares emergentes lo que eventualmente los empuja a abrazar posiciones conservadoras. Pero lo que sí provoca un daño demoledor en la articulación entre progresismo político e importantes sectores populares es la frustración que puede provocar un gobierno progresista al tomar decisiones que no detienen (o incluso incrementan) el deterioro de la economía popular.
La gente apoya a las izquierdas y los progresismos porque ha experimentado en carne propia el maltrato y el empobrecimiento neoliberal. Pero si el progresismo que llega al gobierno prometiendo bienestar y protección no cumple lo que prometió o empeora las condiciones de vida de las clases populares, lo que se produce inicialmente es un colapso cognitivo de las adhesiones y las esperanzas. El estupor se apodera de todo; las creencias se diluyen, el desánimo y la desafección lo inundan todo. Los humildes se sentirán traicionados y, luego, buscarán aferrarse a cualquier solución nueva que les devuelva la certidumbre imaginaria de un porvenir y les permita sancionar a quienes los defraudaron.
El apoyo de los sectores populares a soluciones de derecha autoritaria será la vía para exteriorizar ese enojo colectivo. No es que el pueblo se ha vuelto neoliberal ni que haya abrazado la creencia de que todos pueden ser emprendedores exitosos o que hay que destruir los derechos y los bienes comunes resguardados por el Estado. Lo que pasa es que las clases populares no pueden soportar más la incertidumbre de un porvenir que no aparece y, por ello, tienen que agarrarse de algo que les devuelva un mínimo de creencia en mejores días. Lo que sea, pero diferente a lo que ahora están soportando. Y mejor si es que pueden hacerlo distanciándose de quienes los desilusionaron, rechazando lo que ellos representan: la protección estatal.
Las derechas extremas se alimentan entonces de la pasividad de los progresismos, de su moderación ante los graves problemas, de su falta de compromiso con los sufrimientos más intensos que desgarran el cuerpo popular. No se le puede pedir a la gente que actúe con conciencia cuando la pobreza interminable desgarra los estómagos de sus hijos. Es el progresismo el que tiene que tomar conciencia de esa pobreza y actuar inmediatamente en consecuencia, como supo hacerlo en otras ocasiones.
Si este reflujo social viene además cabalgando una inflación que el progresismo no ha podido contener o ha agravado, la disponibilidad social a políticas de shock y antiestatistas será inevitable. Y es que la inflación disuelve, como aire en las manos, el más importante y estable artefacto colectivo de medición, resguardo y cambio del esfuerzo laboral de las personas: el dinero. Con ello, desvanece cualquier vieja lealtad hacia los gobernantes y hacia el Estado que han permitiendo ese colapso. Si a todo esto sumamos también la cercanía en la memoria popular de un Estado que durante la pandemia encerró a la sociedad más allá de lo económica y físicamente tolerable, entonces no cabe duda de que los sedimentos libertarianistas y antiestatistas, que habitan fragmentos del sentido común, se verán convocados y reforzados.
Pero a estas alturas vale preguntarse por qué esta frustración popular no se canaliza con salidas más de extrema izquierda o revolucionarias. La razón es que la experiencia de lo popular como cuerpo movilizado, como conquista de derechos colectivos y cuotas de poder ha transcurrido al interior de las banderas del progresismo durante décadas. De no mediar un estallido social que formatee la base de la memoria histórica, la evocación de cualquier forma de lo popular y sus conquistas colectivas toma cuerpo en el progresismo, incluso en contra de sus propios deseos.
Esa es la lógica de las profundas y duraderas lealtades populares forjadas en los momentos ígneos de la historia social. Eso es lo que da persistencia al recuerdo de los grandes líderes y grandes conquistas históricas con cuyas banderas una y otra vez los progresismos llaman a cambiar el mundo. Pero a la vez, esa es también la frontera con la que la gente asocia, llegado el caso, el fracaso de la capacidad de transformación progresista y de izquierdas, y la razón por la que decide abrazar salidas derechistas y autoritarias. Cuando el progresismo tiene raíces profundas e históricas en la íntima experiencia popular, el fracaso del progresismo es el fracaso de cualquier izquierda posible.
Recapitulando, tenemos entonces que las extremas derechas crecen al calor de las crisis económicas devorando a las derechas moderadas. Que se endurecen en sectores medios ante el avance de las políticas de igualdad exitosas y que adquieren apoyo popular al momento de la decepción del progresismo moderado. Por donde se vea, son y serán actores de primera línea mientras la crisis general se mantenga.
6º) Las derechas extremas serán derrotadas saliendo de la crisis económica con mayor igualdad material, redistribución de la riqueza y bienestar popular
¿Qué hacer mientras el neoliberalismo paleolítico cobra fuerza y quiere colonizar los ímpetus de cambio y bienestar? No es casualidad que el enemigo público de esta oleada regresiva y represiva a manos de un tipo de neoliberalismo cavernario sean los derechos sociales inscritos en el Estado.
El Estado es el receptáculo de lo común de una sociedad. Bajo la forma de monopolios y burocracias, el Estado es el depositario de una parte de toda la historia común que han producido los pueblos; es la condensación de lo común de sus luchas, lo común de sus victorias y lo común de sus derrotas; sintetiza sus logros colectivos, su épica y sus bienes acumulados a lo largo de décadas y siglos. El Estado es la cristalización de los derechos de las personas conquistados en miles de batallas —incluso contra el mismo Estado— que, para mantenerse en el tiempo y heredarse a las nuevas generaciones, se instituye como ley, como norma, como presupuesto y como institución en el propio Estado.
El Estado no es el derecho ni produce el derecho de los pueblos. Los derechos los conquistan los pueblos mediante huelgas, paros, marchas e insurrecciones. Para consagrarlos y mantenerlos en el tiempo después de las grandes batallas, los propios pueblos buscan que esas luchas queden grabadas e instituidas en el Estado en forma de derechos, como fuerza legal con efecto vinculante. Es cierto que también en el Estado gravitan predominantemente las influencias y la fuerza de los poderosos. Pero para legitimarse necesitan tolerar, aceptar o soportar la historia y las victorias —tanto las pequeñas como las medianas— de los pueblos.
Esa es la dimensión paradojal de los Estados: son estructuras de dominación pero también de inclusión, de agrupación y de defensa de los pueblos. Se trata de una fluida y cambiante tención, que es inherente a su existencia.
Por eso cuando los neoliberales autoritarios se plantean «dinamitar» el Estado, lo que quieren hacer es dinamitar ante todo la historia de luchas y derechos que los pueblos han conquistado con sangre y sacrificios. Lo que pretenden hacer es borrar lo poco (o lo mucho) de derechos comunes que las sociedades han labrado a lo largo de la historia: la educación pública y gratuita, la salud pública, los bienes públicos, los recursos comunes (el agua, el gas, los minerales, el litio) o los servicios públicos, que luego del gran derrumbe inducido, como siempre ha sucedido en cada afrenta liberal, serán subastados ante una jauría de ricos en busca de ampliar su riqueza privada con la riqueza pública.
La sustitución de lo público por lo privado, por el mercado, es la extinción de lo común que tienen los pueblos, de los lazos que los unen como comunidad histórica y de destino. La propiedad privada que se ofrece como el becerro de oro de los egoísmos individuales es lo opuesto a lo común de una sociedad. Es la conversión de una nación en un conglomerado de átomos zombis sometidos despóticamente a la gran propiedad de unos cuantos adinerados. Pues es privada, es decir, propiedad de unos pocos que excluyen, arrebatan y someten a otros muchos. Y cuanto más grande es, más exclusiva y excluyente se torna.
Por eso es que las oligarquías no tienen patria. Nunca la han tenido ni desean tenerla. Porque no tienen nada en común con el resto del pueblo. Es más, lo desprecian y les avergüenza. Pero al mismo tiempo lo necesitan, porque su riqueza privada nace del robo de la riqueza común producida por el resto. Las oligarquías necesitan del pueblo para succionar sus esfuerzos, para expropiar sus bienes comunes.
A eso se refieren cuando hablan de «dinamitar» el Estado. Pero lo paradójico es que su antiestatismo es en realidad un estatismo vergonzante y falaz, pues necesitan al Estado para vaciar y privatizar al mismo Estado en beneficio de unas diminutas oligarquías. Los «antiestatistas» necesitan del Estado, además, para coaccionar e imponerse a la fuerza a los insumisos. El mercado no lo puede hacer. Solo el Estado tiene la fuerza coercitiva legal, es decir común y reconocida por todos, para garantizar y defender el derecho a la gran propiedad y la riqueza de un puñado de personas.
Perder la batalla de los derechos y de lo común de una sociedad frente a la gran propiedad es perder la batalla de lo que convierte a un conglomerado de habitantes de un territorio en una nación. Y la única manera de defender lo logrado en común y en derechos es ampliar lo común y los derechos. Los pueblos no pueden conservar sus derechos sin avanzar hacia otros nuevos. Solo preservar implica retroceder.
Por eso la única manera de derrotar a las extremas derechas, de impedir que crezcan, es resolver la crisis económica y la crisis de esperanzas que las alimenta. Hay que resolver la crisis, pero no en favor de los ricos, sino en beneficio común de los humildes, de los trabajadores. Quitar la riqueza acumulada en pocas manos para distribuirla mejor entre la gente común e impulsar más producción para producir más riqueza a distribuir entre todos. Los paliativos temporales no resuelven el problema e incentivan la angustia.
Así es que el primer problema a abordar desde la sociedad y desde cualquier gobierno progresista, en esta oleada o las que aun vendrán, son mejoras rápidas y visibles en los ingresos económicos de manera duradera y previsible en el tiempo. La inflación corroe la certidumbre diaria de las familias y, con ello, las lealtades y apoyos políticos.
Para contrarrestar aquello no existen en el mundo más que dos vías: o bien se mutilan los ingresos reales de las mayorías o bien se reducen las ganancias de los empresarios. El progresismo y las izquierdas solo son realmente progresistas o de izquierdas si hacen esto último. Control de precios, control del comercio exterior, aumento de los impuestos a las fortunas, eliminación de exenciones de privilegio que estabilicen el valor de la moneda y el salario real de los trabajadores, estatización de empresas estratégicas que generen excedentes elevados.
Hay que dejar de lado el credo liberal, añejo, de ajuste y austeridad fiscal. Las economías más avanzadas tienen un endeudamiento promedio de entre el 100% y el 150% de su PIB y a pesar de ello están implementando planes multimillonarios de empleos, modernización de obras públicas (Estados Unidos), subvención a la energía (Europa) y subsidios a las industrias estratégicas de softwares, energías limpias, inteligencia artificial (Estados Unidos y Europa).
En nuestras latitudes resulta indispensable darle sostenibilidad en el tiempo a las reformas sociales para que no dependan de las fluctuaciones de los precios de las materias primas. Esto significa impulsar procesos de reindustrialización selectivos a gran escala y masivos en pequeña escala, tanto públicos como privados. El continente necesita un shock de industrialización de materias primas, de alimentos, de energías verdes, de química básica, de electrodomésticos, de autos eléctricos, etc. Pero también precisa un shock de industrialismo en los ámbitos micro del consumo local, en la artesanía, en las pequeñas empresas y en los servicios, que es donde se ubica la mayor parte de la población laboriosa.
Lo importante es crear una base productiva duradera y ecológicamente sustentable para redistribuir la riqueza común de la sociedad y ampliar nuevos derechos colectivos. Al hacerlo, simultáneamente, se logrará promover un nuevo horizonte de futuro movilizador y garantizar el apego democrático de la población, con el fin de que la democracia y el protagonismo social estén asociadas a la igualdad y la justicia económica.
Desde hace quince años América Latina y el mundo viven en medio de un vórtice de transición de la economía global a otro modelo, más fragmentado. Se trata de un vórtice caótico y lleno de incertidumbres, plagado de perplejidades y complicaciones, de nuevas oleadas y contraoleadas, tanto progresistas como conservadoras, sin que ninguna de ellas pueda aun estabilizarse. Esta situación puede durar tal vez una década más, años que estarán llenos de victorias cortas y de derrotas también cortas.
Pero este flujo y contraflujo no puede durar indefinidamente. La situación tendrá que estabilizarse. De qué manera se estabilice, si adoptando rasgos conservadores y autoritarios o progresivos y democráticos, depende de lo que hagamos hoy. Depende de la audacia y la perseverancia con las que las distintas fuerzas políticas y clases sociales concurran al encuentro con la Historia. Y, ojalá, en ese enorme torbellino de fuerzas contradictorias las fuerzas de la justicia social, de la igualdad radical y de la comunidad triunfen por sobre las del egoísmo, la gran propiedad y el autoritarismo.
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Este artículo es una adaptación de la conferencia brindada por Álvaro García Linera en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social de la Universidad Nacional de La Plata (Argentina) el 22 de septiembre de 2023.