En las primeras horas de la mañana del sábado, bajo un aluvión de cohetes disparados desde Gaza, docenas de militantes palestinos del grupo Hamás salieron del bloqueo de la Franja de Gaza, rompieron las barreras de seguridad e irrumpieron en las ciudades israelíes cercanas, matando a cientos de personas y reteniendo a otras como rehenes en un ataque sorpresa sin precedentes.
Fue una operación masiva, aclamada por Hamás como «Tormenta Al-Aqsa». Saleh al-Arouri, dirigente exiliado de Hamás, dijo que la operación era una respuesta «a los crímenes de la ocupación». Hamás instó a todos los palestinos a unirse a la batalla, declarando: «Hoy el pueblo recupera su revolución».
Israel declaró inmediatamente el estado de guerra y lanzó ataques aéreos contra Gaza en represalia, matando a más de cuatrocientos palestinos, la mayoría civiles. El primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, prometió «vengarse poderosamente» de los palestinos, calificando a Gaza de «ciudad del mal» y prometiendo convertirla en una «ciudad en ruinas». El ministro de Defensa israelí, Yoav Gallant, ya ha aprobado una amplia convocatoria de reservistas.
Las trágicas escenas que se desarrollan en Gaza e Israel son un escalofriante recordatorio de que la ocupación y la opresión tienen un precio. Porque la verdad es que cuando se encarcela a dos millones de personas en 360 kilómetros cuadrados, sometiéndolas a un asedio despiadado sin final a la vista, sin forma de entrar o salir, con aviones no tripulados y cohetes zumbando sobre sus cabezas noche y día, con vigilancia y acoso constantes, con escaso control sobre su vida cotidiana, en última instancia, los desposeídos se rebelarán.
La violencia no fue injustificada, como la han descrito los principales medios de comunicación. Se ha estado gestando y agudizando en todos los rincones del país.
En Cisjordania, la ciudad palestina de Yenín aún no se ha recuperado de la devastación causada por un reciente ataque israelí, que la convirtió en una tierra fantasma arrasada. La pequeña ciudad de Huwara aún no se recobra de los horrores mortales desatados por los colonos contra sus residentes.
En lo que va de año, las fuerzas militares de Israel han matado a más de doscientos palestinos en Cisjordania.
Para convertir la vida de los palestinos en un infierno, las turbas de colonos y las bandas de extrema derecha, respaldadas y envalentonadas por el gobierno ultranacionalista de Israel, han sembrado el terror y el caos entre los palestinos, quemando pueblos y casas, linchando y matando a civiles impunemente.
En Jerusalén, los soldados y las fuerzas de seguridad israelíes han permitido que las turbas de colonos se muevan a sus anchas, desalojando por la fuerza a familias palestinas y ocupando sus hogares. Durante la festividad judía de Sucot, los colonos irrumpieron en el complejo de la mezquita de Al Aqsa, en Jerusalén, realizando visitas provocadoras, acosando y golpeando a los fieles y escupiendo a los cristianos.
Los palestinos de Gaza han languidecido bajo el asedio. Apretados en una estrecha franja de tierra conocida como la mayor prisión al aire libre del mundo, los gazatíes llevan casi dos décadas sometidos a un feroz bloqueo y a los repetidos ataques aéreos e incursiones, operaciones militares y castigos colectivos de Israel. La mayoría de sus dos millones de habitantes sigue subsistiendo en campos de refugiados hacinados y en condiciones inhabitables. El ex jefe militar de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI) Benny Gantz, refiriéndose a la invasión israelí de Gaza en 2014, se ha jactado de «bombardear Gaza hasta devolverla a la Edad de Piedra». Las FDI describen su táctica en Gaza como «cortar la hierba».
Durante décadas, Israel ha exigido la rendición incondicional de sus víctimas y se ha negado a aceptar el desafío en cualquiera de sus formas. El mensaje ha sido inequívoco: las tácticas democráticas son inútiles. Incluso cuando los palestinos optaban por la resistencia no violenta — huelgas, manifestaciones, etc.— Israel les respondía con una fuerza brutal.
La primera Intifada, un levantamiento popular palestino que estalló en el campo de refugiados de Jabalya, en Gaza, en 1987, fue brutalmente aplastada por las fuerzas israelíes, dando origen a Hamás y otros grupos militantes. En septiembre de 2000, Gaza se convirtió en el campo de batalla simbólico de la segunda intifada, cuando Muhammad al-Dura, de doce años, murió tiroteado en brazos de su padre en un cruce de caminos cerca del campo de refugiados de Bureij, en Gaza, convirtiéndose en la imagen icónica del levantamiento. Más de cinco mil palestinos fueron asesinados por Israel durante la primera y la segunda intifadas.
En 2018, cuando los refugiados de Gaza organizaron la «Gran Marcha del Retorno» para conmemorar el aniversario anual de la Nakba (o «catástrofe», el desplazamiento masivo de palestinos en la fundación de Israel), las fuerzas israelíes respondieron matando a más de 150 manifestantes e hiriendo a otros diez mil, incluidos niños y periodistas, en un lapso de seis semanas. Un informe de Naciones Unidas concluyó posteriormente que los soldados y dirigentes israelíes cometieron crímenes contra la humanidad y utilizaron intencionadamente munición de plomo contra civiles.
La brutalidad desenfrenada de Israel en Gaza ha producido una generación de palestinos que han perdido la fe en la resistencia no violenta, lo que hace que la última explosión sea tan trágica como inevitable. Los jóvenes palestinos que irrumpieron en Israel desde Gaza este fin de semana actuaron movidos por la desesperación, al no ver ninguna salida al yugo de la opresión y a la inhumanidad del bloqueo.
Cisjordania también está a punto de estallar. Al igual que Gaza, Cisjordania está asediada, con más de medio millón de personas que viven en más de 140 asentamientos exclusivamente judíos construidos por Israel en tierras y viviendas palestinas. Unos 3,5 millones de palestinos residen en cantones segregados tras el «muro del apartheid» de Israel y la recién construida «carretera del apartheid», y en pueblos y ciudades encerrados entre bloques de asentamientos judíos y una red de carreteras segregadas, barreras de seguridad e instalaciones militares. Para los palestinos que viven allí, el apartheid no significa simplemente segregación, sino la inhumanidad de la vida bajo la ocupación: palizas, disparos, asesinatos, linchamientos, toques de queda, controles militares, demoliciones de casas, desalojos, deportaciones, desapariciones, arrancamiento de árboles, detenciones masivas, encarcelamientos prolongados y detenciones sin juicio.
La actual explosión de violencia es la horrible realidad del apartheid israelí, la culminación de décadas de ocupación de un pueblo apátrida privado de derechos humanos y libertades básicas. A menos que se desmantelen las causas profundas —se levante el asedio, se ponga fin al sistema de apartheid y a la ocupación—, la violencia seguirá atormentando trágicamente a palestinos e israelíes durante años.