Marc Cooper fue traductor de Salvador Allende durante el gobierno de la Unidad Popular. Abandonó Chile ocho días después del golpe bajo la protección del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. Más allá de sus conclusiones políticas, el texto que sigue es un valioso testimonio personal que restituye la atmósfera y los debates estratégicos dentro de la izquierda en el período anterior al golpe de Estado.
Un par de semanas antes del golpe de 1973 contra Salvador Allende, para quien yo trabajaba como traductor, vino a visitarme un amigo argentino que antes había sido mi compañero de habitación. Su nombre de guerra era Django. Había sido guerrillero en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) y estaba exiliado en Chile. Su hermana, que también acabó en Chile, había sido una de las presas políticas argentinas más célebres y también se había quedado en mi apartamento durante un tiempo.
Django se sentó en la ventana de mi salón, en el piso 17, y contempló con pesar la extensión de Santiago. «Esto se va a la mierda», me dijo. «Son los últimos días». Acto seguido, sacó de su chaqueta una Browning 9 milímetros semiautomática y dijo con rotundidad: «No me van a llevar vivo. Ya investigué la embajada sueca y si hace falta entro a tiros cuando llegue el golpe».
En aquel momento no fue un gran shock oír a alguien hablar de la posibilidad o probabilidad de un golpe de Estado. Solo que nadie, al menos nadie que yo conociera, tenía ni idea de cuándo se produciría ni de cómo sería. Yo me encontraba entre los ingenuos y los románticos que, por un lado, creían probable un enfrentamiento armado y suponía —o al menos deseaba— que las Fuerzas Armadas se dividirían y que un buen número de los reclutas de la clase obrera se unirían al otro lado de las barricadas y defenderían al gobierno democrático contra los fascistas.
Resultó que nunca hubo barricadas a las que unirse y, aunque algunos focos del Ejército y la Marina estaban dispuestos a resistir el golpe, se extinguieron con gran prontitud y no consiguieron traccionar a nadie.
En aquel momento, pensé —como mucha otra gente y también las Fuerzas Armadas— que la suerte para el derrocamiento de Allende estaba echada desde algunas semanas atrás. El 29 de junio de 1973, un pequeño regimiento de tanques, respaldado por un grupo civil neofascista, organizó un intento de golpe de Estado a lo Keystone Kops que no llegó a ninguna parte pero que consiguió matar a 22 personas. Mientras el movimiento para aplastar la tentativa estaba en marcha, Allende llamó a los trabajadores a tomar y ocupar sus lugares de trabajo. Sin duda pretendía que esto fuera una medida defensiva temporal, pero los trabajadores chilenos no lo consideraron así. En los días y semanas siguientes se negaron a devolver ninguna fábrica, y la oposición política hablaba más abiertamente del golpe. Las fuerzas productivas de Chile estaban en manos de trabajadores organizados pero desarmados.
Luego estaba la facción más moderada del gobierno de la Unidad Popular, dirigida por el Partido Comunista chileno, que parecía creer que un golpe o una guerra civil podía evitarse con un coro de eslóganes. Así que durante semanas nos inundó la propaganda comunista repitiendo «No, no, no a la guerra civil», «No!». Esto alcanzó proporciones bastante tragicómicas cuando ese mismo partido organizó una campaña de peticiones contra la guerra civil (aunque no estoy seguro de a quién iban dirigidas). Luego montó un maratón televisivo en el Canal 9 de la Universidad de Chile, otra vez llamando a la gente a oponerse a la guerra civil. Para mí no tenía mucho sentido.
Por aquel entonces, durante uno de mis almuerzos visité al legendario revolucionario peruano exiliado Hugo Blanco para conocer su opinión sobre el inminente enfrentamiento. Fue directo y sencillo: «Si creen que va a llover», dijo, «Probablemente sea buena idea comprar paraguas».
El presidente Allende y su dividido gabinete sí tenían una estrategia para desescalar. Tras el fallido intento de golpe de Estado del 29 de junio, Allende pidió al Partido Demócrata Cristiano, de centroderecha (aunque cada vez menos de centro y más de derecha), que iniciara un diálogo con la izquierda con el objetivo de entrar finalmente como socio minoritario en el gobierno para ampliar su base y estabilizar la situación. Allende presionó mucho en este sentido. También lo hicieron los comunistas. Pero el ala izquierda del Partido Socialista de Allende, otro partido llamado MAPU y el extraparlamentario MIR se opusieron a cualquier diálogo o compromiso y, en su lugar, pidieron que se reforzaran los órganos de poder popular. Yo pertenecía firmemente a esta facción y, para ser sincero, la única arma de fuego que poseía era una pistola argentina del calibre 22 de seis tiros, por la que había pagado 6 dólares y que probablemente habría volado por los aires si alguna vez hubiera apretado el gatillo.
Al final, el debate sobre el compromiso quedó en la nada. Tras un comienzo vacilante, la Democracia Cristiana rompió las conversaciones. Pocos días después, el 22 de agosto, firmó una declaración pública conjunta con el Partido Nacional, de extrema derecha, en la que se instaba a los militares a derrocar al gobierno de Allende. Cuando el Comandante en Jefe del Ejército, Carlos Prats, prodemocracia, se vio obligado a dimitir tras perder la confianza del cuerpo de generales, era obvio que el golpe estaba a la vuelta de la esquina.
Pero, ¿qué hacer? El 4 de septiembre de 1973 —el tercer aniversario de la elección de Allende y una semana antes del golpe— la izquierda hizo su última gran aparición pública. Alrededor de un millón de chilenos desfilaron durante horas hasta bien entrada la noche por las puertas del Palacio de la Moneda, mientras Allende saludaba desde un balcón a su paso. Los cánticos eran casi uniformes: «Allende, Allende, ¡el pueblo te defiende!», «¡El pueblo armado jamás será aplastado!», «¡Queremos armas!».
Fue una escena heroica y patética a la vez. Heroica porque aquí estaba la izquierda organizada y masiva de Chile más que dispuesta a luchar y, sin embargo, todo el mundo sabía que no había armas ni forma de armar a decenas de miles de trabajadores. Una semana después, el golpe de Estado cargó con la experiencia vivida durante los tres años de la Revolución chilena y con todo un siglo de gobiernos democráticos.
Allende no era tonto. No era indiferente al riesgo que corría. Tampoco era ingenuo sobre las consecuencias del fracaso. Quienes no viven en Chile se han apresurado a criticar a Allende, preguntándole por qué no armó a los trabajadores. Suelo quedarme estupefacto ante una pregunta tan enormemente estúpida que generalmente proviene de revolucionarios de café radicados en Estados Unidos. Ninguno de estos críticos podría aclarar nunca tres detalles importantes sobre tal «plan»: 1) ¿De dónde se suponía que iba a salir ese millón de armas? ¿Cómo se suponía que el gobierno iba a adquirirlas sin que los militares se dieran cuenta? 2) ¿Cómo se distribuye y entrena a las personas que se armó? 3) ¿Y cómo se derrota a un Ejército, una Fuerza Aérea, una Marina y una Policía Nacional militarizadas, profesionales y altamente entrenadas, especialmente cuando saben que te estás armando y quieren atacar primero?
Más concretamente: la revolución pacífica no fue una opción táctica para Allende. Fue el trabajo y el compromiso de su vida. Se presentó por primera vez a las elecciones presidenciales en 1958. Los partidos que le llevaron al poder llevaban décadas trabajando y apoyando el sistema. Y así fue para los dos pilares de su coalición: los comunistas y los socialistas (aunque estos últimos adoptaran una postura más radical en el último año). Allende funcionaba dentro de los parámetros de la Guerra Fría, por lo que no iba a salir públicamente a criticar a los entonces Estados estalinistas por ser antidemocráticos. Pero hizo de su propio compromiso con la democracia un valor absoluto. Debería ser admirado, respetado y celebrado por ello, ya que hay demasiados izquierdistas dispuestos a condonar la opresión y la represión que no solo era una marca registrada de la Unión Soviética y China, sino también de Cuba y Vietnam.
Después de 50 años de reflexión he llegado a la misma conclusión que muchos de mis antiguos amigos y camaradas que compartían mi visión de «cero concesiones» en 1973. Allende tenía razón. Fue elegido con el 35% de los votos. Casi tres años después, en dos elecciones, obtuvo un sorprendente 44% en medio de la hiperinflación y el caos político. Pero la izquierda seguía siendo minoritaria. Y eso significaba que, aun si las armas hubieran aparecido por arte de magia, el único camino hacia la victoria y la estabilidad habría sido otra dictadura de izquierdas, algo ajeno al carácter y los deseos de Allende. La única salida en 1973 era algún tipo de compromiso con la Democracia Cristiana para ampliar la base del gobierno y desescalar. Quienes argumentábamos en contra pecábamos de ingenuos. Los comunistas apoyaban el diálogo, y aunque Allende estaba programáticamente en sintonía con el PC no estaba alineado con ellos ideológicamente (francamente, eran un grupo duro y bastante sectario como para llevarse bien). Además, al menos yo, por mi parte, no estoy dispuesto a responder por el tipo de sociedad posrevolucionaria a la que aspiraban, ya que probablemente no era exactamente igual a la de Allende.
Podríamos decir que Salvador Allende fue el verdadero padre del socialismo democrático revolucionario mucho antes de la aparición de su encarnación actual, más moderada. Por eso debería ocupar un lugar central en el panteón de los grandes líderes de la izquierda.
***
P. D.: Diez años después del golpe fui a Estocolmo durante unos días. Miré la guía telefónica y allí estaba el número y la dirección de Django. Había conseguido salir con vida.