En 1913, en vísperas de la Primera Guerra Mundial, el poeta y socialista francés Charles Péguy escribió: «El mundo ha cambiado menos desde los tiempos de Jesucristo que en los últimos 30 años».
En el espacio de esas tres décadas (años más, años menos), Thomas Edison había iluminado la noche con su bombilla de filamento incandescente, donde antes solo las costosas velas, el aceite de ballena o el gas habían horadado en la oscuridad. Mediante la grabación sonora del fonógrafo, Edison también proporcionó lo que el difunto crítico de arte australiano Robert Hughes, en su arrolladora historia documental del modernismo en el arte, The Shock of the New, denominó «la extensión más radical de la memoria cultural desde el libro impreso». Los hermanos Lumière nos habían dado la cámara de cine; Guglielmo Marconi, el telégrafo sin hilos o, como lo conocemos hoy, la radio; Étienne Lenoir y Nicolaus Otto, el motor de combustión interna; y Rudolf Diesel, su versión homónima de ese aparato.
Marie Curie había descubierto la radiactividad; la pasteurización de Louis Pasteur había conducido al descubrimiento de los virus y a las pruebas de Robert Koch de la teoría de los gérmenes de la enfermedad; el proceso de Fritz Haber y Carl Bosch para la producción sintética de amoníaco en esencia hizo Brot aus Luft —o, como decían en alemán, «pan del aire»— que llegaría a alimentar a miles de millones. Y los hermanos Wright habían hecho realidad el milagro con el que nuestra especie soñaba desde los mitos de Dédalo e Ícaro: el vuelo humano.
En este periodo increíblemente breve llegaron el teléfono, la primera pila, los primeros plásticos, la aspiradora, la refrigeración, el tractor, la estilográfica y el bolígrafo, incluso el papel higiénico y el sujetador, y tantos otros inventos y descubrimientos que mejoraron radicalmente la condición humana, o al menos la condición de cierto número de humanos. El asombro de Péguy ante lo que había ocurrido en apenas tres décadas se hace eco del asombro del propio Karl Marx ante lo que el capitalismo había desencadenado ya en 1848. A veces se olvida últimamente, pero el Manifiesto comunista no se limitó a criticar este sistema económico. El panfleto también lanzaba un himno a su capacidad revolucionaria, más laudatorio incluso que las alabanzas de un friedmanita o un objetivista:
La burguesía vino a demostrar (…) cuánto podía dar de sí el trabajo del hombre. La burguesía ha producido maravillas mucho mayores que las pirámides de Egipto, los acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido y dado cima a empresas mucho más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las cruzadas.
En su serie, Hughes expuso el convincente argumento de que este aumento increíble y sin precedentes del ritmo del progreso produjo una sensación generalizada de un nuevo orden de cosas —«un cambio en la visión que el hombre tenía de sí mismo y del mundo»— que impulsó la aparición del arte moderno. No fueron solo las nuevas tecnologías, como la fotografía y el cine, las que produjeron formas artísticas totalmente nuevas; pintores, escultores, arquitectos, compositores, coreógrafos y escritores se esforzaron por producir nuevas técnicas y estilos que intentaran tanto describir esta aceleración como igualarla.
Sin embargo, Péguy se enfrentaría rápidamente a la cara de Jano de la modernidad. En este mismo periodo de gran ciencia y gran innovación, Alfred Nobel había ideado también los explosivos militares, el detonador y el casquillo de percusión. En 1904 nació la ametralladora y en 1912, el tanque. Los nitratos artificiales del proceso Haber-Bosch no solo habían liberado la producción en masa de fertilizantes, sino también la de municiones. Como teniente de la infantería francesa, Péguy recibiría un disparo en la frente apenas un mes después de iniciada la Gran Guerra.
Mientras que los horrores de la Primera Guerra Mundial empujarían a algunos a una retirada contra la Ilustración de los «molinos oscuros y satánicos» del capitalismo industrial, otros —entre los que se encontraban muchos artistas y científicos— se convencieron aún más por la guerra y su conclusión con la Revolución Rusa de que lo que los marxistas llamaban las «fuerzas de producción» estaban tensando los grilletes que les imponían unas relaciones de producción anticuadas. El poderío industrial de la modernidad podía encargarse de la destrucción masiva o podía ponerse al servicio de un nuevo mundo de libertad sin límites. Este es el momento en que Lenin definió célebremente al comunismo como «el poder soviético más la electrificación de todo el país». A finales de la década siguiente, el crack de Wall Street y la Gran Depresión no habían hecho sino aumentar la convicción generalizada de que el capitalismo estaba en las últimas.
Desde entonces, novelistas, dramaturgos y cineastas han relatado en numerosas obras a los artistas bohemios y libertinos que eran al mismo tiempo radicales políticos o simpatizaban con ese radicalismo, y viceversa: los socialistas y sindicalistas que eran al mismo tiempo poetas, dramaturgos y compositores modernistas o que veían expresadas sus grandes esperanzas políticas en el nuevo arte.
Pero en este tópico sobre los habitantes de Bohemia se pierden todos los científicos e ingenieros de la época que también eran radicales, y no menos enamorados del nuevo arte. No todos los artistas eran radicales, ni tampoco todos los científicos. Pero cualquier historia de la ciencia de principios del siglo XX está plagada de socialistas, de sus compañeros de viaje y de quienes en un momento u otro simpatizaron con esas ideas: el matemático (y filósofo) Bertrand Russell, el químico Linus Pauling, el pionero de la cristalografía J. D. Bernal, el biólogo evolucionista J. B. S. Haldane, los físicos Albert Einstein, Paul Dirac, Max Born, David Bohm y J. Robert Oppenheimer, y tantos otros. Apenas hay una biografía de los grandes científicos de esta época que venga sin un índice repleto de referencias al socialismo, al Partido Comunista de Estados Unidos (CPUSA) o a otros aspectos del universo izquierdista.
Hoy en día, la separación entre ciencia y arte, entre la ciencia y la tecnología y las humanidades, es quizá incluso mayor que cuando el físico y novelista C. P. Snow se burló por primera vez en 1959 del abismo emergente entre estas dos culturas. Muchos, desde liberales a izquierdistas radicales, desconfían ahora de la tecnología y advierten repetidamente de la supuesta arrogancia de la ciencia. El tropo del científico loco del cine, la literatura y la música es omnipresente.
Así que parece extraño que fuera una época heroica, en la que existía una unidad de las ciencias, las artes y la política progresista, consideradas cada una de ellas por los implicados como parte esencial del mismo proyecto: la liberación humana.
Necesitamos recordar el regocijo, esa sensación de propósito colectivo e interdisciplinar, que muchos de los que participaron en este periodo sintieron antes de la desilusión con la modernidad que más tarde, comprensiblemente, se instalaría durante y justo después de la Segunda Guerra Mundial. Nuestra comprensión del alcance del genocidio producido industrialmente por los nazis nos mostró un mal históricamente único, que no podría haberse producido a tal escala antes de la modernidad. Nuestro reconocimiento de la verdad de la Unión Soviética de Stalin nos llevó a la conclusión de que el utopismo conduce inevitablemente al exterminio.
Estos terrores de la modernidad no son ahora más que el trasfondo ético-histórico para casi todos nosotros. Los que vivieron la totalidad de ese viaje ya han muerto casi todos. Hoy reconocemos el peligro y lo ignoramos al mismo tiempo. Muy pocos se preguntan si se puede recuperar y mantener la promesa liberadora de la modernidad.
J. Robert Oppenheimer: la modernidad encarnada
A este embrollo llega la impresionante película de Christopher Nolan, Oppenheimer, adaptación de la biografía American Prometheus de Kai Bird y Martin Sherwin. Quizá no haya otra figura en la historia del siglo XX que represente mejor esa unidad del modernismo y ese arco que va del regocijo modernista a la desilusión que Julius Robert Oppenheimer: poeta, compañero de viaje comunista y padre de la bomba atómica. Sus intentos de trascender la paradoja de la modernidad presionando a favor de la internacionalización del desarrollo pacífico de la energía nuclear y contra la proliferación de armas nucleares le convirtieron en una de las víctimas más conocidas del macartismo y casi le destruyeron profesionalmente.
La película comienza con los días de estudiante de Oppenheimer en Cambridge en los años veinte. En un brillante montaje vemos a nuestro protagonista en un museo contemplando la Mujer con los brazos cruzados de Picasso, luego escuchando a Igor Stravinsky y leyendo La tierra baldía de T. S. Eliot. El joven Oppenheimer, interpretado por Cillian Murphy, se encuentra «atormentado por visiones de un universo oculto» como resultado de la nueva ciencia profundamente desestabilizadora que pone patas arriba la física clásica de Newton y Einstein (cuya propia relatividad ya era suficientemente desestabilizadora) y deja inquieto el propio determinismo del universo.
En lugar de una exposición torpe que intente explicar el reino cuántico al público masivo, Nolan realiza una de sus películas más visualmente experimentales hasta la fecha, expresando el vértigo intelectual de Oppenheimer con ondas de gotas de lluvia en charcos, vibraciones de luz y estrellas que explotan y mueren. El resto del primer acto nos lleva por escenas que exploran las primeras investigaciones de Oppenheimer; sus esfuerzos por sindicalizar a sus colegas; cenas y salones con liberales, socialistas, comunistas y otros «antifascistas prematuros» dedicados a recaudar fondos para defender a la asediada República Española; y la indiferencia de muchos de estos progresistas ante las costumbres sexuales de la época. Picasso, Eliot, Stravinsky, Bohr, Marx —o más exactamente, el arte, la literatura, la música, la ciencia, el socialismo—forman todos parte de la misma amalgama radical y revolucionaria para esta gente.
Y esto no es solo una lectura espuriamente impuesta a la última superproducción de Nolan. En una entrevista reciente con el Boletín de Científicos Atómicos, el director explica su atracción por el tema exactamente en estos términos:
Estás tratando con personas que se dedicaban a una reevaluación revolucionaria de las leyes del universo, del mismo modo que Picasso y otros artistas se dedicaban a una reevaluación revolucionaria del arte estético, de la representación visual, del mismo modo que Stravinsky, como sabes, estaba allí escribiendo toda su música, y ciertamente Marx, los comunistas —es decir, pasando de Marx, los comunistas años 20, la Revolución Rusa… Es decir, estás reescribiendo literalmente todos los aspectos de las reglas por las que vivimos, siendo la física la más radical de todas ellas.
«Es una época increíble», continúa Nolan. «Y luego, por supuesto, cuando empiezas a investigar y a ver el drama de su historia y adónde fue a parar después, adónde fue a parar realmente este fervor revolucionario, es cuando tantas revoluciones acabaron en un lugar bastante horrible».
La revolución de Einstein
Por muy alucinante que sea la mecánica cuántica, la relatividad tampoco es un paseo. Einstein publicó los dos postulados de su teoría especial de la relatividad en 1905. De ellos, junto con otras leyes físicas, se desprende E = mc2, su famosa equivalencia de masa y energía.
Es una idea extraordinaria, que la masa y la energía son la misma cosa. La ecuación intimida, pero no es tan complicada. Sin embargo, sus ramificaciones son colosales. Afirma que la energía contenida en un objeto es igual a su masa multiplicada por el cuadrado de la velocidad de la luz (299.792.458 metros por segundo, multiplicado por sí mismo). El resultado es una cifra gigantesca, incluso para una masa ínfima. Por ejemplo, un libro de texto de un kilogramo (aproximadamente 2,2 libras) te daría en principio algo menos de 25.000 millones de kilovatios-hora de energía.
Al principio, sin embargo, apenas se intentó producir ninguna aplicación del concepto. No podía haberla. Otros físicos aceptaban sin duda la equivalencia masa-energía, pero nadie tenía más que las mínimas pistas sobre cómo aprovechar esta inmensa energía «congelada» en la materia. Desde los trabajos de Henri Becquerel y Marie Curie a finales de la década de 1890 sobre el radio y el uranio, metales que producían misteriosamente radiaciones durante meses sin pérdida aparente de masa, se sabía ciertamente que se producía la desintegración atómica, pero se trataba de un proceso aleatorio y pasivo. No parecía posible controlar tal energía.
Sin embargo, las consecuencias de una densidad de energía tan asombrosa eran evidentes de inmediato: una fuente de energía que, si se hiciera accesible de algún modo, superaría fácilmente la densidad energética del carbón, el petróleo o el gas. O podría utilizarse en una bomba de potencia devastadora.
Pero a finales de los años 20, mientras Einstein, Niels Bohr y otros teóricos debatían furiosamente el significado de la mecánica cuántica, los físicos experimentales habían cogido el balón atómico y corrían con él. El físico estadounidense Murray Gell-Mann describiría mucho más tarde la mecánica cuántica como «esa disciplina misteriosa y confusa que ninguno de nosotros entiende realmente, pero que sabemos cómo utilizar». Los experimentalistas resolvían un problema tras otro a nivel atómico y pasaban rápidamente al núcleo con el descubrimiento del neutrón por James Chadwick y el trabajo de Enrico Fermi explorando el impacto de los neutrones en el núcleo.
Sería extremadamente didáctico que Nolan intentara contar toda la historia. Lo suyo es un drama, no un documental. Sin embargo, hay tres aspectos clave de la experiencia científica en general y de este periodo en particular que Nolan consigue dramatizar de algún modo, tomando material de origen densamente científico y transmitiendo al menos algo de su ambiente a un público masivo principalmente no científico.
El primero es el puro ritmo de descubrimiento de la época, la sensación de desvelar grandes misterios. Einstein escribiría más tarde que aquel periodo era como ser un niño pequeño que se adentra en una inmensa biblioteca llena de libros escritos en docenas de idiomas: «El niño nota un plan definido en la disposición de los libros, un orden misterioso, que no comprende sino que solo sospecha vagamente».
La segunda es la rivalidad amistosa (y a veces no tan amistosa) entre los teóricos y los experimentalistas. El gran experimentalista Ernest Rutherford dijo de los teóricos que «ellos juegan con sus símbolos, pero nosotros descubrimos los hechos reales de la Naturaleza». Con demasiada frecuencia, dicen los experimentalistas, los teóricos se atribuyen la gloria del descubrimiento, cuando son los primeros los que llevan a cabo la verificación. En la película, esta rivalidad se expresa tanto en la amistad como en las bromas entre el teórico Oppenheimer y el experimentalista Ernest Lawrence (Josh Hartnett).
Esta tensión entre los teóricos y los experimentalistas produce un desarrollo clave de la trama: un alumno de Oppenheimer, el experimentalista Luis Álvarez (Alex Wolff), llega emocionado a clase describiendo que acaba de leer en el periódico que Otto Hahn y Fritz Strassmann, en la Alemania nazi, han logrado la fisión de núcleos de uranio, el sueño de Leo Szilard y Fermi. En la película, el teórico Oppenheimer se dirige directamente a la pizarra y, mediante una serie de cálculos, muestra a Álvarez que la teoría demuestra que esto es completamente imposible.
Entonces Álvarez vuelve al laboratorio y repite con éxito el experimento de Hahn y Strassmann. En cuestión de minutos, Oppenheimer queda convencido. Es un momento de humor ligero en el que los experimentalistas «prácticos» ponen en evidencia a los teóricos «soñadores», pero también desencadena a la perfección el segundo acto de la carrera contrarreloj de la película: el desarrollo de una bomba atómica antes que los nazis.
La gran ciencia
Se ha comentado poco en la cobertura de la película de Nolan, pero el director también se las arregla para dramatizar de forma que se muestre y no se cuente la historia de cómo la ciencia se reorganizó radicalmente durante este periodo, pasando de ser una actividad que había tenido lugar exclusivamente en pequeños laboratorios y aulas —con algunos laboratorios no mucho más grandes que grandes armarios, y llevados a cabo por equipos de quizás dos, tres, seis o siete personas como máximo— a una empresa en la que los proyectos abarcaban continentes, y más tarde el mundo entero.
El ingeniero contemporáneo de fusión nuclear y popular escritor de Substack, Andrew Cote, señala que el acelerador de partículas ciclotrón de Ernest Lawrence, construido entre 1929 y 1930, podía caber cómodamente en la mano, mientras que el segundo de Berkeley cabía en el edificio de física más grande de Estados Unidos por aquel entonces, y aun así solo medía veintisiete pulgadas. En la actualidad, el Gran Colisionador de Hadrones (LHC) de las afueras de Ginebra (Suiza), el mayor acelerador de partículas del mundo, está formado por un anillo de imanes superconductores de veintisiete kilómetros de longitud. Construido por la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN), el LHC alberga a más de diez mil científicos y colabora con cientos de universidades y laboratorios de más de cien países.
Cote lo denomina «ciencia a escala de la civilización», mientras que los historiadores de la ciencia lo llaman «Gran Ciencia», un desarrollo impulsado en primer lugar por el Proyecto Manhattan. En su punto álgido, el Proyecto Manhattan empleó directamente a casi 130.000 personas, mientras que en total participaron más de 600.000 personas, y la financiación alcanzó el 1% del gasto federal, o el 0,4% del PIB. (El Programa Apolo, dos décadas más tarde, alcanzó el 2,2% de los gastos federales).
En la actualidad, Estados Unidos alberga diecisiete laboratorios nacionales, cada uno de los cuales, como señala Cote, tiene el tamaño de una pequeña ciudad y acoge a miles de científicos e ingenieros que investigan la vanguardia del conocimiento. «Sin los laboratorios nacionales no se consiguen cosas como Internet, el almacenamiento láser de lectura-escritura, la secuenciación genómica, el modelo estándar de la física, los superordenadores, las nuevas aleaciones utilizadas en misiones espaciales y automóviles, los cátodos de baterías de nueva generación. El legado intelectual es colosal».
Nada de esto habría sido posible sin el anteproyecto redactado por Oppenheimer, que dirigió el equipo de Los Álamos, y por el general de brigada e ingeniero Leslie Groves (Matt Damon), que dirigió el Proyecto Manhattan en su conjunto (incluidas otras instalaciones en Oak Ridge y Hanford). Una vez más, Nolan consigue convertir en un thriller político una historia potencialmente árida sobre la tecnología de la organización, la construcción de una nueva y vasta empresa pública y el reclutamiento de científicos. Damon, en el papel de Groves, tiene toda la razón al afirmar que el Proyecto Manhattan es, de hecho, «la puta cosa más importante que ha ocurrido en la historia del mundo».
Al exponer en el primer acto la unidad de los tres reinos de la modernidad —el nuevo arte, la nueva política, la nueva ciencia y tecnología—, Nolan facilita al público contemporáneo la comprensión de cómo un militar conservador como Groves podía estar a gusto no solo con un compañero de viaje comunista como Oppenheimer, sino también reclutar a docenas de científicos que no eran meros compañeros de viaje, sino que se sabía que eran miembros con carné del Partido Comunista. El socialismo estaba en el aire mismo del mundo moderno. No podías reclutar a las mejores mentes de la física radical sin reclutar también a algunos radicales.
Nolan también muestra cómo era factible la inversa de este enigma político: cómo tantos izquierdistas podían ponerse al servicio de la creación de un arma de destrucción masiva que sería esgrimida por el estado estadounidense. Junto a la amistad profesional del protagonista con Groves, el corazón de la película se encuentra en la amistad de dos judíos neoyorquinos, Oppenheimer y el físico polaco-americano ganador del Nobel Isidor Rabi (David Krumholz). Cuando Oppie intenta reclutar a Rabi para Los Álamos, Rabi se niega, diciendo: «Arrojas una bomba y cae sobre justos e injustos. No deseo que la culminación de tres siglos de física sea un arma de destrucción masiva».
Para Oppenheimer, la preocupación primordial e inmediata es que Hitler esté exterminando a su pueblo y derribando democracias en toda Europa. Sin embargo, no está totalmente en desacuerdo con la postura de su amigo. «No sé si se nos puede confiar un arma así, pero sé que a los nazis no», concluye.
La película no defiende tanto que Oppenheimer sea el que tiene razón aquí, el que tomó «la decisión difícil pero necesaria», sino que acepta que ambas posturas, a pesar de ser mutuamente excluyentes, pueden ser ciertas. Nolan está diciendo, quizás, que no hay una respuesta fácil en esta situación imposible. Pero solo quizás. La opinión de Nolan sobre el tema en este punto de la película sigue siendo en gran medida inescrutable.
Pero, desde luego, tampoco respalda los atentados. Tras el anuncio del éxito de los dos bombardeos, vemos tanto la euforia como la náusea de los científicos de Los Álamos. Oppenheimer se pavonea con confianza, orgulloso de lo que ha conseguido, pero también está horrorizado. No vemos ninguna imagen de las 225.000 personas —en su mayoría civiles— que murieron en Hiroshima y Nagasaki. En su lugar, Oppenheimer ve la carne de uno de sus colegas abrasándose en una explosión imaginaria. Estas antípodas de la emoción se sienten simultáneamente, la grandeza y el horror de la modernidad capturados simultáneamente en el rostro esquelético de Cillian Murphy.
Pero aunque en la película son los radicales los que parecen tener los primeros recelos, sería un error pensar que fue la derecha política la que aprobó el bombardeo y solo la izquierda la que se opuso. El periódico del Partido Comunista de Estados Unidos, el Daily Worker, declaró tras el bombardeo que los Aliados habían tenido suerte de haber encontrado el objetivo «antes de que el enemigo pudiera idear contramedidas». Y continuaba: «Así que no saludemos nuestro dispositivo atómico con un escalofrío, sino con la euforia y la admiración que merece el genio del hombre». Tal vez, se podría replicar, tal cálculo era de esperar por parte de los estalinistas. Sin embargo, las revistas no estalinistas pero aún progresistas The Nation y The New Republic no opinaban de forma muy diferente. La editora de The Nation, Freda Kirchwey, escribió en aquel momento: «El sufrimiento, la matanza al por mayor que conllevó, han sido superados por su espectacular éxito».
Pocos escaparon del siglo XX con su honor intacto, aunque cabe destacar que fue el lado más religioso de la izquierda liberal el primero en manifestar su inquietud ante Hiroshima y Nagasaki. Como señaló el historiador Paul Boller, fueron de hecho el semanario católico Commonweal, orientado hacia el evangelio social, y su homólogo protestante Christian Century, los que directamente argumentaron que los bombardeos habían destruido la posición moral de la nación en el mundo.
Proliferación
Por duro que fuera el llamamiento al desarrollo de la bomba atómica, muchos de los que participaron en su creación centraron rápidamente su atención en detener la proliferación nuclear después de la guerra. Oppenheimer no fue ni mucho menos el único: su amigo Rabi, por ejemplo, se radicalizó, a su manera, con la Prueba Trinity, Hiroshima y Nagasaki, y desde entonces trabajó para impedir la proliferación nuclear. Al final de la vida de este último, en 1988, Rabi seguía haciendo campaña activamente, esta vez contra el programa de la Guerra de las Galaxias de Ronald Reagan.
Pero fue Oppenheimer quien sufrió quizá la mayor caída en desgracia una década después de que hubiera terminado la guerra, durante la caza de brujas macartista, cuando se le retiró su autorización de seguridad nacional. Como consecuencia, fue apartado de los altos comités gubernamentales en los que había presionado sin descanso a favor del control de las armas nucleares y la internacionalización de la ciencia y la tecnología atómicas.
El tercer acto de la película se centra en este periodo y en las batallas, grandes y pequeñas, de Oppenheimer con Lewis Strauss (Robert Downey Jr. en su mejor interpretación dramática desde Chaplin, de 1992), el hombre que le había invitado a convertirse en director del prestigioso Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y que se sentaba junto a Oppenheimer en el Comité Asesor General de la Comisión de Energía Atómica (AEC) de Estados Unidos, la agencia civil que se había creado tras la guerra para gestionar la energía y las armas nucleares.
En 1946, Oppenheimer había presionado para que Estados Unidos abandonara su monopolio sobre las armas nucleares, revelara a la Unión Soviética todo lo que sabía sobre el tema y traspasara el control de las armas nucleares, así como de la ciencia nuclear y sus aplicaciones pacíficas, a una autoridad internacional de desarrollo atómico, que controlaría todo el material fisible. Truman aceptó el plan, pero la URSS desconfiaba de Washington y consideraba el marco, que habría incluido inspecciones de los recursos soviéticos de uranio, como una forma de que Estados Unidos mantuviera su monopolio nuclear.
A pesar de esta derrota, Oppenheimer siguió abogando por el control internacional de armamentos y, en particular, contra el desarrollo de la bomba de hidrógeno, un arma nuclear combinada de fisión y fusión unas mil veces más potente que las bombas lanzadas sobre Japón. Oppenheimer perdió una vez más, pero las Fuerzas Aéreas estadounidenses no se lo perdonaron.
Nolan evita estas fuerzas más amplias implicadas en su caída y, en su lugar, se centra en contar la historia a través de la amarga animadversión personal de Strauss y las ambiciones científicas del físico húngaro Edward Teller (Benny Safdie), que ya en Los Álamos había dedicado gran parte de su tiempo al desarrollo de un arma de fusión. Nolan muestra aquí su interés como escritor no solo por las cuestiones imposibles de la historia, sino por cómo los momentos cruciales de esa misma historia pueden ser encendidos por las debilidades de la ambición personal e incluso por la neurótica obsesión científica; en otras palabras, es el materialismo histórico de las grandes fuerzas económicas y políticas, pero plagado de las rarezas de los seres humanos reales.
Resulta extraño que algunos críticos consideren a Nolan un director conservador, el «conservador definitivo», cuando la figura central de su obra magna es un compañero de viaje comunista y víctima del macartismo que pasa buena parte de la película organizando sindicatos, cuya conciencia estuvo atormentada el resto de su vida por el peso de la responsabilidad de lo que su mente había forjado, y que hasta el final de sus días hizo campaña por la abolición de las armas nucleares. Se trataría de un conservador extremadamente extraño, además, que fuera de la pantalla recorre las huelgas de los escritores.
Por muy dramáticamente convincente que sea la caída de Oppenheimer, este tercer acto de la historia no es más que una representación de lo que la película trata en términos mucho más generales: el fracaso de la modernidad —hasta el día de hoy— para resolver su propia paradoja.
En 2023, el mundo sigue amenazado por 12.500 cabezas nucleares, según la Federación de Científicos Americanos. El Estado de bienestar de posguerra en Occidente, que todos los progresistas quieren ver extendido a todo el mundo y reformado en casa, se ha alimentado en gran medida de combustibles fósiles, pero esto ahora también amenaza el florecimiento de nuestra especie y, en los extremos de las proyecciones, nuestra propia existencia. Tras décadas de avances tecnológicos relativamente lentos, ahora parece que estamos entrando en una época tan transformadora —mediante tecnologías como la inteligencia artificial, la edición de genes y la biología sintética— como las décadas de Péguy, tecnologías que encierran enormes oportunidades para la liberación humana pero que tampoco están exentas de graves desafíos.
¿Podremos resolver el rompecabezas de la modernidad esta vez? En la película de Nolan vuelve a haber un indicio. La promesa original hecha por la unidad de los tres reinos de la modernidad en los primeros años del siglo XX, de liberación sin límites de la dominación —ya sea por otros humanos o por el resto de la naturaleza— no ha sido traicionada tanto como dejada sin cumplir. Lo que Oppie y Rabi y el resto de los progresistas antiproliferación de posguerra perseguían, un igualitarismo internacionalista ausente de los dogmas y falsas certezas del CPUSA, donde todo el mundo se beneficiaba de la energía nuclear pero las armas nucleares estaban prohibidas, sigue siendo el objetivo.
El proyecto debe seguir pasando por despojar las grandezas de la modernidad de sus horrores, realizar aún más maravillas que superen con creces las que Marx dijo que habían superado las pirámides de Egipto, y ponerlas a disposición de todos, en lugar de imaginar un posible retroceso de la modernidad a los horrores aún mayores que la precedieron. Permitamos que los artistas, los científicos y los radicales, con una confianza inquebrantable en la promesa de la modernidad, marchen una vez más del brazo.