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La tarea republicana hoy consiste en tomar todos los espacios en los que se hace la cosa pública para que en esa producción de sentido público se hable el idioma del anticapitalismo.

Debemos disputarle el republicanismo a la derecha

Disputar la república es una consigna necesaria en un presente en el que la desposesión nos ha quitado hasta nuestro vocabulario emancipatorio. No podemos seguir cediendo ni la palabra ni las palabras a quienes no nos reconocen como iguales.

Hay algo que ocurre en la historia argentina más reciente que debería llamarnos la atención bastante más de lo que nos la llama en general: el abuso (el uso indebido) de la apelación a la república y a su constelación conceptual (virtud, instituciones, imperio de la ley, libertad) con fines antipopulares, es decir, con fines antirrepublicanos. Lo más llamativo del caso argentino es que por fuera de la obra de un conjunto de colegas de la academia no hay una disputa pública extendida por el sentido de república. Yo creo que tenemos que hacer algo al respecto, y este texto trata de por qué.

El abuso capitalista de los derechos

En la Argentina de los últimos años hay varias instancias de apropiación de las banderas republicanas por parte de diferentes actores conservadores, desde Lilita Carrió (una de las líderes de la coalición de derecha que gobernó la nación durante la presidencia de Macri) con su performance en las redes sociales como madre de una «república bebé» hasta incipientes movimientos de jóvenes republicanos que son abiertamente neoliberales, conservadores y de derecha, pasando por los jueces de la Corte Suprema que recientemente han justificado en la «virtud republicana» la suspensión de las elecciones para gobernador en dos provincias y las frecuentes diatribas de los columnistas de los dos periódicos nacionales más poderosos (Clarín y La Nación) contra el populismo. Estos fenómenos no son algo novedoso en la historia ni de la Argentina ni de otros contextos occidentales, y tampoco son algo que dejará de ocurrir en lo inmediato.

El capitalismo siempre se las arregla para absorber casi cualquier léxico emancipador. El ejemplo más claro de este proceso de apropiación y tergiversación es el modo en el que el liberalismo acaparó la idea de democracia y el lenguaje de los derechos. Esta usurpación no es inocua. Digo —aclaro— «usurpación» no porque los liberales no sean partidarios de (una determinada concepción de) la democracia ni deban recurrir al lenguaje de los derechos subjetivos. Por el contrario, si usaran adecuadamente ese lenguaje las doctrinas liberales serían menos nocivas para nuestro contexto, tan solo quizás porque se orientarían a satisfacer los reclamos sociales y materiales más cercanos a las necesidades de la mayoría de nuestro démos con políticas públicas generadas en las prácticas concretas de quienes realmente viven las consecuencias de la crisis, en lugar de profundizarlas.

Ilustro con un ejemplo actual: en medio de la crisis habitacional y del aumento desmedido de los precios de los alquileres de viviendas, el gobierno liberal y «republicano» de la Ciudad de Buenos Aires ofrece a los jóvenes créditos para cubrir los gastos iniciales del alquiler, que suelen ascender a varias veces el monto mensual. El chiste se cuenta solo: la medida no solo no aborda la problemática que viven cotidianamente la mayoría de quienes habitan la ciudad, sino que profundiza las prácticas abusivas de las inmobiliarias y los dueños de las viviendas al «facilitar», mediante el endeudamiento de los inquilinos, el pago de los gastos cada día más altos de ingreso a una vivienda de alquiler.

Es apropiado hablar de usurpación porque cancelar en la teoría y en la praxis toda posibilidad de disputa por el sentido de «democracia» y de «derechos subjetivos» es una de las tácticas centrales de la estrategia liberal de monopolizar el espacio público y dominar el territorio de lo político invisibilizando el conflicto y la dominación detrás de la pantalla de la deliberación racional entre iguales formales. La voluntad de cancelar el debate sobre el significado de la democracia se ve muy claramente cuando los intelectuales liberales afirman que el liberalismo como doctrina y movimiento político histórico es el padre fundador de los derechos humanos y de la democracia moderna. Para justificar esto, inventan un canon y una tradición en los que ubican textos, personas, movimientos y luchas que difícilmente compartan el núcleo ideológico y normativo del liberalismo (los liberales suelen ser teóricos con metodologías historiográficas y exegéticas bastante endebles).

Decía que la apropiación en cuestión no es inocua porque su efecto más inmediato es el de limitar y restringir el alcance de aquello que puede ser reclamado en una democracia; en otras palabras, el efecto de la apropiación capitalista de la democracia es la reducción del orden normativo de los derechos subjetivos. Específicamente, el liberalismo acota el universo de los derechos al acorazar un conjunto acotado de ellos (eminentemente, la propiedad privada, la libertad de expresión y la libertad de conciencia) y dejar el resto en el limbo de los reclamos que, sostiene esta doctrina, «chocan» con estos derechos básicos. Pero los derechos subjetivos no chocan conceptualmente entre sí de manera necesaria, lo hacen en determinados contextos, prácticas y discursos por cuenta del modo en el que se los concibe.

La lista de derechos que el liberalismo inscribe en sus banderas no es, en rigor, para nada abstracta. Tiene un contenido muy determinado. Así, por «propiedad privada» entiende la propiedad de los medios de la producción y la especulación inmobiliaria, es decir, la propiedad privada capitalista y no el acceso universal a tener una vivienda digna sin temor al desalojo y sin tener que someterse a pagar alquileres altísimos, por ejemplo.

Por «libertad de expresión» el liberalismo entiende el privilegio que tienen quienes protagonizan el espacio público para manejarse discursivamente de manera absolutamente irresponsable frente a colectivos marginalizados y no el derecho a ejercer la crítica frente a esos privilegios. Cuando la injusticia es estructural, la libertad de expresión protege solamente a los opresores y desampara a los oprimidos.

Por «libertad de conciencia» (y esto es muy preocupante especialmente en la actualidad en varios lugares del mundo célebremente «liberales» y «democráticos», como los Estados Unidos), entiende el derecho a realizar toda clase de actos discriminatorios y contrarios a la igualdad de derechos por cuenta de la «libertad religiosa» y no la defensa de las visiones del mundo que no se encuadran en los parámetros de la concepción hegemónica de la religiosidad (i.e., cristiana, anclada en la convicción personal individual antes que en prácticas comunitarias, tendiente a militar preferencias externas homófobas y tránsfobas e intolerante respecto de otras visiones de lo religioso).

Por supuesto, otorgar contenido concreto a los derechos subjetivos abstractos no está mal. Sin contenido, los derechos no son más que declaraciones vacías de buenas intenciones que no sirven para sostener reclamos y guiar protestas sociales frente a la estatalidad. El problema con este contenido liberal en particular es que rechaza de la esfera de la normatividad democrática conceptualmente, a priori, los reclamos de los trabajadores y de personas y colectivos relegados y marginalizados. Fundamentalmente, obtura otros usos de esos mismos títulos, de modo tal que el derecho a la propiedad no puede ser usado por personas que no sean ya propietarias, la libertad de expresión no puede ser usada para criticar a quienes hacen un uso indebido, discriminatorio y estigmatizante de ella bajo el amparo del monopolio de la palabra y la libertad de conciencia no puede ser usada por las personas de los colectivos LGBTIQ para exigir el respeto a sus derechos religiosos.

Pero esto no quiere decir que debamos desterrar «democracia» y «derechos» de nuestros léxicos políticos. Quiere decir, por el contrario, que hay que disputarlos públicamente. Es claro que el liberalismo no puede ser rescatado para proyectos transformadores, pero el lenguaje de los derechos y la democracia republicana sí pueden ser recanalizados en esa dirección.

La república, temor de los republicanos

El proceso de apropiación y usurpación que sufrió el republicanismo en la Argentina tiene una diferencia respecto del que sufrieron la democracia y los derechos. Mientras que sí hay vigente una disputa por el sentido y la orientación de la democracia y del lenguaje de los derechos, no hay, hoy, una puesta en cuestión popular, crítica y extendida del modo en el que el capitalismo se adueñó del léxico republicano. Esta carencia es especialmente nociva porque, a diferencia del liberalismo, el republicanismo sí tiene un acervo conceptual e histórico que puede ser reactivado para muchas de las luchas del presente. Regalarle el republicanismo a la derecha es bastante más que cederle la memoria republicana, porque lo que está en juego es una cuestión republicana central de participación política: a quiénes ponen como protagonistas de la política argentina hoy esas narraciones de la historia republicana.

Una constante que comparten liberales y republicanos conservadores en la Argentina es la insistencia exclusiva en el aspecto procedimental de la institucionalidad republicana. La «virtud republicana» se reduce, así, al respeto de principios de diseño e ingeniería institucional y política como la alternancia en el poder. Este énfasis en lo procedimental no es meramente formal ni mucho menos una defensa de la imparcialidad de la ley. Por el contrario, es una táctica en la estrategia del capitalismo para separar las instituciones de las relaciones sociales y económicas (las relaciones de producción). La idea básica de los procedimentalistas (de cualquier signo, aquí podemos incluir también a populistas) es que, si están bien diseñadas en papel, las instituciones tendrán la habilidad de producir resultados epistémica y moralmente correctos, sin importar el input, quiénes las habiten ni el contexto en el que están emplazadas.

Pero no existen las instituciones «en papel» por fuera de contextos políticos, económicos y sociales determinados. El republicanismo conservador de la Argentina quiere que creamos que sí porque su intención es invisibilizar la supeditación de las virtudes republicanas a la lógica del capital. Esto, y que lo que estructura esas relaciones sociales es la dominación. El hincapié exagerado en el aspecto procedimental e institucional de la república, sobre todo cuando viene acompañado de la presuposición de que las instituciones pueden ser neutrales, tiene un fin muy claro: el de vaciar las instituciones de cualquier contenido popular y reemplazarlo por una orientación hacia la defensa del capital y la obturación de las demandas populares.

En directa oposición a esto, el republicanismo popular y de izquierda pone en el centro de su propia teoría y práctica la tesis de que la dialéctica de las relaciones sociales y la lógica de las instituciones se implican mutuamente. El republicanismo popular sostiene que las instituciones, la legalidad y la estatalidad pueden o bien profundizar esa dominación o, por el contrario, transformar esa realidad dependiendo de por quién y para quién ellas son creadas y protagonizadas.

Desde hace un tiempo, un conjunto de colegas de la academia (como María Julia Bertomeu, Luciana Cadahia, Eduardo Rinesi, Gabriela Rodríguez Rial, Eugenia Mattei, Diego Fernández Peychaux, por citar solo algunos nombres argentinos) venimos insistiendo en la necesidad de disputarle el republicanismo a la derecha. Como sostienen Luciana Cadahia y Valeria Coronel, existe un «acumulado histórico de luchas colectivas» que tiene un «rol fundamental en la construcción de algunas de las experiencias emancipatorias más importantes, no solo de América Latina, sino de todas las regiones del mundo que han sufrido el colonialismo». Contra el republicanismo oligárquico y contra el rechazo absoluto a la modernidad, la revitalización del republicanismo popular pone en el centro de la discusión —digo con palabras de Luciana y Valeria— «la tensión entre proyectos oligárquicos y proyectos plebeyos, es decir, entre aquellas aspiraciones elitistas que hacen de las instituciones formas de dominación —donde la academia del Norte Global sigue cumpliendo un rol clave— y aquellas apuestas populares que pujan por hacer del Estado y el derecho un mecanismo de emancipación».

Sin contenido, los derechos son inútiles. Pero sin normatividad, el contenido de los reclamos es ineficaz. Por «normatividad» me refiero aquí tanto a la estatalidad como a la responsabilidad política colectiva que se distribuye a lo largo y a lo ancho del pueblo. Aquí es donde el republicanismo nos sirve para recuperar un lenguaje con el que poner en el centro de la agenda política el derecho a la existencia digna y para construir una cosa pública que no sea territorio del capital.

El «republicanismo» mediático, judicial y de los partidos e intelectuales de la derecha en la Argentina contemporánea no es más que un intento de contención institucional de las demandas sociales populares frente al capital y a los proyectos de flexibilización laboral y reforma previsional que muy probablemente veamos en el futuro inmediato. Si las instituciones están diseñadas para contener a las masas, para arrear las tendencias igualitarias de los reclamos populares y evitar que la cosa pública se desboque y son usadas con fines antipopulares, la virtud verdaderamente republicana es, entonces, ocupar las instituciones para volverlas los frenos y contrapesos (los checks and balances) que limiten el poder de los pocos.

Disputar la república es una consigna necesaria en un presente en el que la desposesión nos ha quitado hasta nuestro vocabulario emancipatorio. El compás político está tan corrido a la derecha que hoy el sentido original de «libertario» ha caído casi en desuso frente a su apropiación capitalista.  No podemos seguir cediendo ni la palabra ni las palabras a quienes no nos reconocen como interlocutores iguales. La tarea republicana es, hoy, tomar todos los espacios en los que se hace la cosa pública para que en esa producción de sentido público se hable el idioma del anticapitalismo. La isegoría jamás implicará unanimidad y por lo tanto (y por suerte) presupone la apertura a la disputa por el sentido.

 

[N. de la A.] Trato con mayor detalle este tema en el artículo «Contra el posibilismo, o por qué disputarle el republicanismo a la derecha», que saldrá en el próximo número de la revista Políticas de la Memoria. Anuario de investigación e información del CeDInCI.

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