El artículo que sigue es una reseña de Mute Compulsion: A Marxist Theory of the Economic Power of Capital, de Søren Mau (Verso, 2023)
La estructura de clases del capitalismo contemporáneo no puede reducirse ni explicarse mediante prácticas culturales, interpersonales o discursivas. Esta es la tesis del reciente libro de Vivek Chibber, The Class Matrix. El intento de Chibber de dilucidar esta tesis identificando la especificidad de la estructura económica —y de las dinámicas de poder que le son propias— no creo que tenga éxito. Pero su fracaso a la hora de definir lo que es distintivo de las fuerzas a las que se enfrenta la clase asalariada moderna es posiblemente menos importante que su comprensión de que hay algo ahí que necesita ser definido. Incluso si Chibber no resuelve el enigma, identifica, al menos, el enigma correcto.
El planteamiento de Søren Mau en Mute Compulsion: A Marxist Theory of the Economic Power of Capital es bastante diferente del de Chibber. Donde Chibber es combativo y programático, Mau es colaborativo y exploratorio. Mientras que Chibber, con su orientación hacia la teoría social dominante, intenta resucitar el marxismo analítico, los interlocutores más importantes de Mau están en la extrema izquierda, con Endnotes, Andreas Malm y Michael Heinrich suministrando algunos de los materiales teóricos más importantes.
Dicho esto, Mau y Chibber abordan una cuestión similar: ¿cómo podemos dar sentido al poder económico que circula y se acumula en —y anima— el capitalismo? Casi al final de El capital, Marx afirma que, «en el curso ordinario de las cosas», las sociedades capitalistas reservan «la violencia extraeconómica, inmediata» para circunstancias excepcionales, confiando en cambio en «la compulsión muda de las relaciones económicas» para imponer «la dominación del capitalista sobre el trabajador» [traducción modificada]. Mau toma de este pasaje su título y su objeto de estudio. ¿Qué es exactamente la compulsión muda de las relaciones económicas? ¿Cómo refuerza el dominio capitalista?
El poder económico del capital es difícil de entender con los conceptos estándar que se encuentran en un curso introductorio de teoría o filosofía política. La violencia, la coerción y la fuerza —cosas que se supone que monopoliza el Estado— no resultan adecuadas. Tampoco la legitimidad, la autoridad y la sumisión voluntaria que se supone marcan la relación entre los ciudadanos y el gobierno en la mayoría de las teorías liberales y democráticas. Nadie te obliga a ir a trabajar todos los días, pero eso no significa que pienses que tu jefe tiene derecho legítimo a decirte lo que tienes que hacer.
Por desgracia, al canon de la teoría marxista no le va mucho mejor que a los manuales de introducción a la Ciencia Política en este aspecto. Las dicotomías de violencia e ideología, coerción y consentimiento, dominación y hegemonía, aparato represivo y aparato ideológico del Estado ensucian las tradiciones de la teoría marxista. Todas ellas reproducen la intuición fundamental de la teoría del contrato social, de la economía moderna y de la sociología weberiana de que «el poder tiene dos formas fundamentales e irreductibles»: el poder de actuar por la fuerza sobre el cuerpo y el poder de alterar los pensamientos y actuar sobre las ideas.
El libro de Mau está impulsado por la convicción de que el poder económico es irreductible a esta «pareja violencia/ideología» y que su carácter distintivo solo puede ser comprendido una vez que reconocemos que el poder económico «se dirige al sujeto solo indirectamente, actuando sobre su entorno» (en particular, mediante la remodelación de las «condiciones materiales de la reproducción social»). Esta es una idea valiosa, y la cuidadosa atención de Mau a su elaboración y a pensar en sus ramificaciones hace de su libro una de las adiciones más fructíferas a la teoría marxista de los últimos años. El poder económico es un poder indirecto, mediado. Moldea nuestras decisiones al moldear el entorno material y social en el que las tomamos.
Cass Sunstein —«Obama’s superego»— junto con su colega de la Universidad de Chicago Richard Thaler, acuñaron la expresión «arquitectura de la elección» para intervenir en este ámbito de poder indirecto como espacio de gobierno deliberado. Sin embargo, como bien argumenta Mau, la arquitectura de elección de la sociedad capitalista —a pesar de los sueños de «paternalistas libertarios» como Sunstein y Thaler— se produce mayoritariamente de forma inadvertida. El capital no es una secta de capitalistas o funcionarios del gobierno. Tampoco es un sujeto hegeliano supraindividual que actúa por voluntad propia. Es más bien «una propiedad emergente de las relaciones sociales», una «fijación» de nuestra propia actividad social. Nosotros la creamos, pero parecemos incapaces de deshacerla. Este es el poder del capital: la capacidad de esta arquitectura de elección emergente para reproducirse a sí misma, incluso frente a los esfuerzos organizados para descarrilarla o transformarla.
Mediación
Para entender cómo funciona el poder económico del capital —cómo persiste— Mau sostiene que es necesario «rastrear la posibilidad del poder económico hasta la naturaleza de la realidad social». Los capítulos en los que Mau persigue este aparente desvío a través de la ontología social (capítulos tres, cuatro y cinco) son los más fuertes del libro, y también los que más probablemente erizarán las plumas de los gallos de combate de las sectas marxistas y socialistas. Sin polémicas estériles, sin ataques retóricos, Mau demuestra silenciosa y quirúrgicamente la necesidad de fundamentar la teoría crítica del capitalismo en un conjunto de afirmaciones transhistóricas, al tiempo que expone la inutilidad de tres de las formas que dichas afirmaciones transhistóricas suelen adoptar en la teorización socialista.
El rechazo de las afirmaciones transhistóricas por parte de los críticos del capitalismo ha sido un subproducto del colapso del materialismo histórico ortodoxo y de las críticas dirigidas a las teorías del desarrollo histórico universal en general. Aquellos paradigmas más antiguos veían el capitalismo como una consecuencia necesaria de la historia precedente del desarrollo económico, una etapa inevitable en un arco mucho mayor. El creciente poder de las fuerzas de producción, el desarrollo dialéctico de las fuerzas materiales del trabajo, la libertad real de los seres humanos, eran las fuerzas que impulsaban la aparición, la expansión y, finalmente, la caída del capitalismo.
Estas narrativas cayeron en desgracia por buenas razones, tanto políticas como teóricas, pero su retirada ha dejado a muchos críticos del capitalismo con un impulso hacia la crítica puramente inmanente. Todos los desarrollos trazados por Marx en El capital, todas las categorías en las que se ha articulado la crítica de la economía política —el valor, el trabajo, las fuerzas y relaciones de producción, incluso la producción misma— han sido reinterpretadas como «solo válidas en relación con el modo de producción capitalista». El esfuerzo por comprender el capitalismo sobre la base de factores explicativos similares a leyes que atraviesan tanto las sociedades capitalistas como las no capitalistas ha sido sustituido por el esfuerzo por comprenderlo todo a través del capitalismo, concebido como una forma social única y totalizadora.
Mau señala astutamente el carácter autodestructivo de este «historicismo absoluto». Cuanto más quieren insistir los críticos en la unicidad o «especificidad» del capitalismo, señala Mau, más se ven obligados a plantear tanto «diferencias entre» como «elementos comunes a las sociedades capitalistas y no capitalistas». La única alternativa es eternizar el capitalismo afirmando que es «imposible conceptualizar otras situaciones y compararlas con la actual». Situar el capitalismo como una localidad histórica requiere conceptos que se refieran al territorio histórico más amplio del que surgió el capitalismo y en el que podría desaparecer.
Mau reconoce la necesidad de categorías transhistóricas pero sostiene que estas no deberían adoptar las formas que suelen adoptar en el discurso anticapitalista. No existe una esencia humana transhistórica y original de la que el capitalismo represente una pérdida temporal o alienación y a la que debamos volver. Tampoco existe un conjunto de necesidades humanas básicas que impulsen la historia humana dando lugar a relaciones sociales específicas y luego anulándolas. Por último, no existe un modo de producción natural del que los seres humanos se hayan apartado y que debamos recrear a un nivel superior. El capitalismo no es ni la alienación de la esencia humana, ni el ascenso temporal de necesidades artificiales, socialmente construidas, ni la pérdida de nuestra unidad con la naturaleza.
El poder económico del capital solo es posible, de hecho, porque los seres humanos no tenemos nada parecido a una esencia humana original de la que podamos ser alienados, ni un conjunto de necesidades básicas y primordiales, ni siquiera la posibilidad de vivir en unidad con la naturaleza. Basándose en Marx, pero también en la obra de Kate Soper y Andreas Malm, Mau sostiene que lo que distingue a los seres humanos como especie es el carácter socialmente mediado de nuestras relaciones con nuestros propios cuerpos y con el resto de la naturaleza. La naturaleza humana es social y, lejos de que esta sociabilidad inherente sea la base de una crítica al capitalismo, es en cambio la base del poder económico del capital. Ninguna otra criatura depende tan totalmente de las herramientas, la comunicación y la sociabilidad. Este complejo de factores es tan básico para lo que somos que dependemos tanto de las herramientas para vivir como de nuestros pulmones para respirar. A través de esta dependencia, «los individuos humanos están atrapados en una red de relaciones sociales que median su acceso a las condiciones de su reproducción».
Las herramientas son tanto una «prolongación» o «extensión» del cuerpo como algo separado de él. Las necesitamos para vivir —para llevar a cabo el metabolismo con la naturaleza que establece nuestra existencia—, pero podemos estar separados de ellas de todas las maneras posibles. También podemos estar conectados a ellos de todas las maneras posibles. Puedo no tocar nunca un arado o una cosechadora y, sin embargo, disfrutar de un acceso socialmente garantizado a los productos del arado y la cosecha. O viceversa, puedo manejar un arado o una cosechadora y, sin embargo, no tener acceso al grano producido. Como dependemos de la sociedad y de las herramientas, la vida humana está marcada por una escisión original entre nosotros y el resto de la naturaleza. Nuestro intercambio con la naturaleza es necesario para nuestra supervivencia, pero debe establecerse de forma socialmente mediada para poder existir.
Esta brecha esencial entre la vida humana y sus condiciones de reproducción es explotable. El acceso de algunas personas a las condiciones de reproducción puede condicionarse a que las utilicen de determinadas maneras, por ejemplo, para producir un excedente que sea consumido por quienes controlan el acceso. Dado que «partes del cuerpo humano» —herramientas— «pueden concentrarse como propiedad en manos de otros miembros de la especie», escribe Mau, «el poder puede entretejerse en el núcleo mismo del metabolismo humano» con la naturaleza. Así, un hecho transhistórico sobre la existencia humana explica cómo es posible el poder económico, aunque no explica por qué el poder económico adopta una forma particular en un modo de producción concreto.
Por eso «el capitalismo no contradice ni reprime la esencia del ser humano más que cualquier otro modo de producción, y el comunismo no será la realización de esa esencia». La diversidad de modos de producción es la diversidad de formas en que la naturaleza humana puede organizarse o realizarse. Ninguno de ellos es más fiel —o más ajeno— a las potencialidades que moviliza que otro. El capitalismo es tan natural —y tan antinatural— como cualquier otro modo de producción. También es igual de humano e igual de social. El carácter distintivo del capitalismo no se encuentra en lo alejado que está de la naturaleza humana o no humana, sino en cómo media y organiza las relaciones entre los humanos y entre los humanos y la naturaleza no humana.
Poder vertical y horizontal
Mau se centra en las formas específicamente capitalistas de mediación y organización en las partes segunda y tercera de su libro. En estos capítulos suceden demasiadas cosas como para resumirlas en una reseña. El espíritu del libro de Mau se manifiesta claramente en su «insistencia en la claridad conceptual». En cada capítulo avanza en sus argumentos estableciendo distinciones y rechazando la tendencia a asimilar todos los fenómenos a cualquier concepto clave, ya sea explotación, fetichismo o subsunción. Esto conlleva una proliferación de búsquedas secundarias, en las que se introduce una u otra escuela de teoría marxista o crítica, se cuestiona y se reconoce que hace alguna contribución al proyecto de comprender cómo persiste el capitalismo, pero solo a condición de identificar claramente sus límites. En consecuencia, en estos capítulos hay reflexiones para todos los gustos. Sin embargo, también hay una difusión del argumento en numerosos afluentes. La trama principal solo vuelve a articularse en la conclusión.
Según Mau, el capitalismo es «el primer modo de producción de la historia que explota plenamente la precariedad ontológica del metabolismo humano». El capitalismo se afianza y persiste solo mediante dos escisiones sociales. En primer lugar, la creación y reproducción del proletariado es sinónimo de garantizar que la inmensa mayoría de la población humana quede reducida, según Marx, a la «vida desnuda», separada de cualquier acceso directo a los medios de reproducción social. Todo acceso a estos medios de vida está supeditado al trabajo para el capital. Mau llama a esto la dimensión vertical del poder económico del capital, la dominación de clase impersonal o trascendental que es distintiva de esta forma de sociedad.
La segunda dimensión del poder económico del capital es horizontal. Las relaciones intraclasistas entre proletarios y capitalistas están marcadas por la competencia en el mercado y la forma de valor. Los proletarios deben competir entre sí por el trabajo y los salarios que este conlleva. Los capitalistas deben competir entre sí por las ventas y los beneficios que se realizan (o no) en las ventas. Estas relaciones de competencia exhiben formas de poder —formas de compulsión— que no son reducibles a la dominación vertical de los proletarios por parte de los capitalistas, aunque la presupongan. Como dice Mau, la competencia «transmite órdenes obligatorias expresadas en el lenguaje de los precios». La exposición a esta forma de poder —ser dominado por el mercado— es la suerte de patronos y obreros, de empleados y desempleados.
Este análisis rompe una oscuridad de la política de clases contemporánea. El mandato actual de centrarse en la clase y definirla en términos de explotación —como insiste, por ejemplo, la obra de Ellen Meiksins Wood— está curiosamente en desacuerdo con el deseo de abordar el capitalismo. Al fin y al cabo, ni la clase ni la explotación son específicas del capitalismo. Han sido constitutivos de casi todas las sociedades humanas hasta la fecha. El corolario de rastrear la dinámica fundamental del capitalismo sería un énfasis no en la clase sino en el proletariado. Pero nombrar al proletariado enfatizaría lo que tanta política de clase autoconsciente oscurece: que la clase obrera como productora de cosas no es equivalente a la clase obrera como clase de trabajadores asalariados, y tampoco es equivalente al proletariado, la clase de personas que dependen de los salarios de por vida, trabajen o no. Como dice Mau, «el conjunto de personas que el capital necesita como trabajadores asalariados» es siempre necesariamente «solo un subconjunto» del proletariado.
La fusión de las relaciones de clase con las relaciones de trabajo es una característica comprensible pero lamentable de la política clasista contemporánea. Es comprensible porque las relaciones de clase capitalistas dependen claramente de las relaciones de trabajo capitalistas, y las relaciones de trabajo son más tratables empíricamente y más destacadas políticamente. Sin embargo, es lamentable porque lleva a muchos defensores de la clase obrera a caer en una falsa oposición entre la política «clasista» y otras formas de organización política. Al oscilar entre rasgos de las relaciones de clase estructurales del capitalismo (entre proletarios, capitalistas y terratenientes) y características de una u otra organización del trabajo, los defensores de una política basada en la clase obrera hacen que la tarea parezca más fácil de lo que es. A la «política de clase» se le atribuye tanto la inmediatez de las relaciones de trabajo como la universalidad de las relaciones de clase. Al igual que la organización en el lugar de trabajo, la «política de clase» apela a intereses materiales, pero a diferencia de la organización en el lugar de trabajo, también se supone que tiene una circunscripción nacional e incluso internacional.
El verdadero reto de una política clasista en nuestro mundo es que se trata de una política inherentemente abstracta y teórica. Construir una alternativa global a la relación de clase capitalista es necesariamente la lucha política más desafiante y difícil que se pueda imaginar. Resulta tentador pensar que existe alguna cristalización local de esta lucha abstracta y global, alguna lucha cotidiana que no tiene por qué estar vinculada a esta lucha global porque no es más que esa lucha global en forma de muestra gratis. El libro de Mau demuestra por qué este descubrimiento inmediato de lo global en lo local nunca puede producirse. «Las luchas nunca son puras», escribe, «nunca se lucha contra el racismo —o contra cualquier otra cosa— “en sí misma”». El «cualquier otra cosa» incluye sin duda al capitalismo.
La cuestión del poder
Por persuasivo que sea el análisis de Mau, es importante reconocer sus límites. Señalaré tres. En primer lugar, aunque Mau es admirablemente intransigente en su oposición a las narrativas románticas de la unidad perdida, invoca regularmente la noción de que tanto la naturaleza no humana como el trabajo humano «poseen una autonomía imposible de erradicar» respecto al capital que es también un obstáculo para la expansión del capital, y contra la que «el capital ha luchado durante siglos». Este mismo impulso también se manifiesta en la queja de que «la forma mercancía continúa su infiltración sigilosa en nuevas esferas de la vida».
¿Qué es esto sino el romanticismo que Mau critica explícitamente? La autonomía de la naturaleza y del trabajo son a la vez condiciones de posibilidad del capital y vectores de muchos de los daños más atroces del capitalismo. Es la capacidad autónoma del trabajo para producir un excedente lo que hace que el trabajo sea explotable. Del mismo modo, los recursos no mercantilizados de la naturaleza —los poderes y seres naturales que figuran en la producción como «dones gratuitos de la naturaleza»— son precisamente los recursos que se malgastan con el mayor desenfreno, ya que no figuran en ninguna hoja de cálculo como un coste. Como ha venido sosteniendo Alyssa Battistoni en trabajos recientes y de próxima publicación, todo lo que se valora «más allá del precio» también es devaluado por el capital como algo que está por debajo de toda contabilidad. Esto indica que, lejos de ser un obstáculo que el capital debe luchar por superar o una esfera que la mercantilización infiltra y coloniza, las zonas autónomas de la vida no capitalista son las zonas de sacrificio que hacen posible el capital.
En segundo lugar, y más central para su argumento, la perspicacia general de Mau sobre las distinciones y definiciones conceptuales desaparece cuando se trata del poder mismo. Qué es el poder es una pregunta básica que queda sin respuesta en el libro de Mau. En un momento desconcertante, Mau se inhibe de la tarea afirmando que, «para decantarnos por una definición concreta de poder, (…) tendríamos que tomar en consideración una serie de factores y cuestiones que no son inmediatamente relevantes para nuestros propósitos, como la cuestión de si el poder es una capacidad o el ejercicio real de una capacidad». Un momento de reflexión, sin embargo, debería decirnos que el poder es una capacidad que puede ejercerse o no (si el poder fuera el ejercicio de una capacidad, ¿cómo se llamaría esa capacidad?) y que esto es directamente relevante para analizar el poder económico del capital.
Nótese, por ejemplo, que el simple hecho de poseer el poder de afectar unilateralmente los intereses básicos de alguien le da a esa persona una razón de peso para actuar como uno desea, aunque nunca amenaces con usar tu poder contra él. Si sabes que tengo una pistola en el cajón de mi escritorio y que mi posición en la sociedad me aísla de repercusiones legales, no tengo que sacar la pistola y ordenarte que cumplas mis órdenes para darte una razón de peso para hacerlo. Puedo pedirte amablemente que hagas algo por mí, y mi poder hará el resto. De hecho, puede que ni siquiera tenga que pedírtelo. Puedes anticipar lo que me complacería y hacerlo por esa razón. No tengo que amenazar, ni siquiera pedir, si sabes que soy una amenaza.
Gran parte del poder económico es así: no tiene que ejercerse para ser efectivo. Las presiones competitivas, por ejemplo, funcionan por anticipación. Una empresa no tiene por qué conocer los costes de producción de todos sus competidores para sentir la presión de aumentar la productividad y recortar costes. Puede que ningún competidor esté a punto de aplicar nuevos procesos de producción más eficientes. Sin embargo, que algún competidor pueda hacerlo en algún momento es toda la razón que necesita cualquier empresa para esforzarse por introducir nuevas eficiencias en su propio proceso de producción. Del mismo modo, no es necesario que tu jefe te despida —o amenace con hacerlo— para que sepas que tiene poder para hacerlo. La posesión de ese poder suele bastar para garantizar el cumplimiento. Esta es la razón por la que «el control sobre cualquier cosa que “constituya parte del entorno significativo de otro actor”» puede considerarse poder en primer lugar.
Dado que Mau no define el poder y no distingue su posesión de su ejercicio, su definición del poder económico del capital como poder sobre las condiciones materiales de reproducción nunca llega a desentrañarse. Los capitalistas controlan las condiciones materiales de producción en el sentido de que pueden controlar, regular, reprender, supervisar, desafiar, restringir, impedir y anular a los trabajadores. Los productos y el rendimiento de los trabajadores pueden compararse con las normas establecidas por el empresario, y su actividad puede regularse mediante normas establecidas por el empresario. Si no cumplen esas normas o reglas, pueden ser reprendidos por el empresario. Toda su actividad laboral puede ser supervisada por el empresario. Sus reclamaciones y acciones pueden ser impugnadas en cualquier momento por el empresario. El empresario puede restringirles e impedirles que hagan todo tipo de cosas, ya que puede despedirles. Cualquier cosa que intenten hacer, instituir o proponer en el trabajo puede ser anulada por el empresario. Todos estos modos de control son poderes específicos (o su ejercicio) que tiene el empresario o la respuesta del trabajador a poderes específicos. ¿Cómo podría desglosarse de forma similar el poder del capital sobre los medios materiales de reproducción? Cuando más se acerca Mau a hacer este trabajo es en sus capítulos sobre la producción de la diferencia (capítulo siete) y la logística capitalista (capítulo doce), pero se podría hacer mucho más.
Por último, Mau no solo no distingue el poder de su ejercicio, sino que tampoco diferencia el poder económico de la dominación. Afirma que las distinciones entre poder y dominación y entre poder para y poder sobre son «irrelevantes» para el proyecto de analizar el poder económico del capital ya que «el poder del capital siempre implica y se basa en la dominación». O, dicho de otro modo: el poder para del capital es siempre un poder sobre. Esto delata una confusión que hay que aclarar. El poder sobre las personas no es necesariamente dominación de esas personas, y el poder «para reconfigurar las condiciones materiales de la reproducción social» no tiene por qué implicar la «inscripción» de la dominación social «en el entorno de quienes están sujetos a ella». El poder sobre los demás puede ser no dominante… si ese poder responde a las necesidades e intereses de las personas sometidas a él. El proyecto de construir una alternativa poscapitalista debe implicar la construcción de instituciones de gobierno poderosas que también sean no dominantes, instituciones que sean responsables ante las personas gobernadas por ellas. Las formas de gobierno socialista también tendrán que inscribirse en el entorno de los gobernados como formas de vivienda, transporte, comunicación, etc.
No me cabe duda de que Mau sabe estas cosas. Su falta de atención a la cuestión de cómo distinguir el poder de la dominación, sin embargo, deja a sus lectores en la oscuridad en cuanto a cómo se podría diferenciar la dominación del capital de las formas benignas o incluso benéficas de poder económico. De hecho, hay una tendencia en el libro a tratar la dominación del capital como el único caso de poder económico. Esto parece un flaco favor al concepto, que podría analizar fructíferamente las formas en que el entorno material podría remodelarse para facilitar formas de vida socialistas libres y cooperativas. ¿Cómo podría ser la «arquitectura de elección» del socialismo? Se trata de una pregunta inteligible y que merece la pena plantearse, pero que resulta imposible de formular si confundimos poder con dominación.
Espero haber dejado claro, sin embargo, que estos límites del análisis de Mau no son en absoluto fatales para su proyecto. Al contrario, son en sí mismos provocaciones para ampliar y desarrollar aún más ese análisis. El espíritu no dogmático y sincrético de su libro es admirable en sí mismo, y cuando este espíritu funciona en tándem con su inclinación por el análisis conceptual, Mute Compulsion se convierte en una lectura apasionante. Estoy seguro de que seguiremos reflexionando sobre las aportaciones de Mau durante años.