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Imagen de Antonio Gramsci.

Gramsci: el elemento decisivo

UNA ENTREVISTA CON
Traducción: Rolando Prats

Entrevista a Peter D. Thomas sobre su libro acerca del legado teórico de Antonio Gramsci The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism. 

Serie: Dossier Gramsci
Por Martin Thomas

Entrevista a Peter D. Thomas sobre su libro The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism.

«Aparato hegemónico»

MT

Según sostienes, las reflexiones de Gramsci sobre la idea de «hegemonía» tienen un carácter más político y se apoyan más en consideraciones de clase de lo que admitirían quienes no ven en ella sino un difuso empeño por la influencia cultural, además de que cristalizan en un proyecto de «aparato hegemónico», que describes en los siguientes términos: «El aparato hegemónico de una clase es una serie muy diversa de instituciones (entendidas en el sentido más amplio) y prácticas —desde periódicos hasta organizaciones educativas y partidos políticos— por medio de las cuales una clase y sus aliados se enfrentan a sus adversarios en una lucha por el poder político… los medios por los que las fuerzas de una clase en juego en la sociedad civil se traducen en poder en la sociedad política».

 En ese sentido, sin embargo, la clase trabajadora no posee un aparato hegemónico en ningún país del mundo. Hay lucha de clases, hay instituciones que tienen como base a la clase trabajadora en las que se lleva a cabo esa lucha, pero no hay «aparato hegemónico». ¿De qué manera la idea de «aparato hegemónico», o de frente único, nos sirve para orientarnos en esa situación? Es más, tomemos por caso al partido obrero revolucionario más fuerte que haya existido en un país capitalista, el Partido Comunista Alemán de principios de los años veinte. Definitivamente, era minoritario en los sindicatos y no tenía una clara mayoría en los consejos de fábrica. La táctica del frente único consistía en disputar esas zonas. Los sindicatos, por ejemplo, no formaban parte de un «aparato hegemónico» como algo ya establecido e integrado estratégicamente. ¿De qué manera la idea de «aparato hegemónico» nos sirve de indicación sobre qué hacer en los sindicatos?

PT

Conviene volver sobre otra cuestión: ¿de qué manera elaboró Gramsci la idea de hegemonía? Es importante señalar que Gramsci deriva el concepto de hegemonía directamente de los debates que habían tenido lugar en la socialdemocracia rusa, para la cual hegemonía significaba que la clase obrera debía ocupar una posición dirigente en relación con el campesinado en el contexto de una revolución democrática contra el zarismo. Es igualmente importante —y a veces no se tiene en cuenta— que Gramsci se da también a elaborar el concepto posrevolucionario de hegemonía, tal como lo hiciera, en particular, Lenin.

En el contexto ruso, Lenin utiliza constantemente la idea de hegemonía como sinónimo de liderazgo político. A lo largo de Cuadernos de la cárcel, en numerosas ocasiones, el propio Gramsci equipara explícitamente hegemonía con liderazgo político. También se refiere explícitamente a la forma en que Lenin, en sus últimos años, había intentado teorizar y poner en práctica un concepto de hegemonía que fuera más allá de los debates anteriores y que asignara a la clase obrera rusa un papel dirigente en el proceso posrevolucionario.

A lo que Gramsci se refiere en este caso, de forma harto intrincada y compleja, es a la política que Lenin intentó esbozar y aplicar tras la guerra civil —lo que Moshe Lewin describe como «el último combate de Lenin» [1]. En circunstancias bien difíciles, la clase obrera rusa necesitaba asumir la responsabilidad de la dirección política en el proceso conocido como Nueva Política Económica, el cual estaba preñado de todo tipo de contradicciones. Lenin vio la posibilidad de que en ese proceso la clase obrera rusa no se limitara a dirigir al campesinado en una lucha contra el zarismo, sino que planteara un programa político capaz de reconfigurar las relaciones sociales dentro de una formación social devastada tras la guerra civil.

A nivel internacional, existía un importante vínculo entre esa batalla y la política del frente único: la necesidad de la política del frente único, no en cuanto mera consideración táctica, sino a partir de una concepción más profunda del potencial político de la clase obrera organizada no sólo en Rusia, sino a nivel internacional.

En Cuadernos de la cárcel, Gramsci intenta seguir elaborando ideas de las que cree percatarse en la práctica política del último Lenin, en particular el de la época en que Gramsci permaneció en la Unión Soviética, entre junio de 1922 y noviembre de 1923, y durante la cual interactuó directamente con la dirección bolchevique. Los conceptos de hegemonía y liderazgo político estaban, por supuesto, muy extendidos en el movimiento comunista de los años veinte. Gramsci no fue el único que elaboró una teoría de la hegemonía (Stalin, por ejemplo, invocó de forma bastante explícita la categoría y su herencia «leninista»; Gramsci era muy consciente del manejo de esa herencia y dirigió fuertes críticas contra sus vulgarizaciones y deformaciones). Gramsci quería someter el concepto a elaboraciones ulteriores como parte de su reflexión sobre las consideraciones de Lenin y, en particular, sobre la práctica política de este último.

Y, a mi juicio, lo hizo en dos direcciones. Por un lado, a su regreso a Italia, y a lo largo de mediados de los años veinte, cuando asumió la dirección del Partido Comunista Italiano, en circunstancias muy difíciles, intentó comprender el sentido que podía albergar el concepto de frente único bajo el régimen fascista en Italia. En la cárcel, Gramsci dio continuidad a ese proyecto, de forma teórica, al examinar las posibilidades de que la clase obrera ejerciera el liderazgo en la lucha contra el fascismo. En ese período de alejamiento del combate político diario como revolucionario profesional, Gramsci también intentó transformar el concepto de hegemonía en lo que denomina criterio histórico-político, que sirviera para el estudio histórico. Y así trata de discernir las formas en que un concepto tan concreto de liderazgo político puede utilizarse para arrojar luz sobre el largo proceso, la larga revolución democrática de la modernidad y la constitución de las nuevas formas de la política moderna.

A partir de las experiencias ocurridas en «Oriente» —según la distinción clásica— Gramsci intenta comprender la historia de «Occidente». En cierto sentido, la intensidad del proceso revolucionario ruso había abierto para Gramsci formas y maneras de pensar, nuevos conceptos, que lo ayudaban a comprender lo específico de la política democrática en su sentido más amplio en el contexto del moderno Estado burgués, la manera en que los distintos grupos sociales intentan ganarse el apoyo y el consentimiento, emprender actos de coerción contra sus adversarios, expandir sus propias fuerzas al tiempo que reducen las de sus adversarios, y así sucesivamente.

A medida que estudiaba la historia de Occidente, observó toda una serie de prácticas desplegadas por la burguesía en el transcurso del «largo siglo XIX», de la Revolución Francesa en adelante, que tenían por objetivo consolidar su posición de liderazgo político. (Para Gramsci, el liderazgo político no se opone al liderazgo social o cultural; necesariamente incluye esos elementos y les proporciona su grado más alto de desarrollo). Al mismo tiempo, vuelve a traducir el término hegemonía en un examen del tipo de hegemonía que la clase obrera necesitaría construir en Occidente. Y es ahí que se percata de numerosas similitudes con las formas de asociación que había desarrollado la burguesía —redes, sociedades, grupos, clubes, etc.—, pero también una importante distinción.

Gramsci enuncia esa diferencia en términos filosóficos muy tradicionales y notablemente clásicos. La hegemonía burguesa, por constituir el liderazgo que ejerce una clase que necesita ocultar las relaciones sociales, económicas y jurídicas desiguales que son la base de las pretensiones burguesas de igualdad formal, necesariamente da lugar a distorsiones y mistificaciones; a una política de ausencia de la verdad. Para una hegemonía proletaria, Gramsci sostiene que es necesaria una política de la verdad. En numerosas ocasiones, afirma que la premisa indispensable para hacer política de masas en las clases trabajadoras es decir la verdad.

«La filosofía de la praxis, por el contrario, lejos de tender a resolver pacíficamente las contradicciones existentes en la historia y la sociedad, es más bien la teoría misma de esas contradicciones; no es el instrumento de gobierno de grupos dominantes para obtener el consentimiento de las clases subalternas y ejercer la hegemonía sobre ellas; es la expresión de esas clases subalternas que desean educarse en el arte del gobierno y que tienen interés en conocer todas las verdades, incluso las desagradables, y en evitar los engaños (imposibles) de la clase superior y —sobre todo— los suyos propios». (Further Selections from the Prison Notebooks, pp. 395-396)[2].

Ello es necesario para las nuevas formas de asociaciones democráticas —de sociedades, redes y así sucesivamente— que serían capaces de funcionar en lo que en mi libro denomino «una relación pedagógica dialéctica». Esto es, formas de hegemonía proletaria que intentarían hacerse eco de las formas de hegemonía — y profundizarlas y hacer aún más complejas— que, en sus últimos años, Lenin había intentado llevar a vías de hecho.

Se suele olvidar que una de las últimas preocupaciones primordiales de Lenin fue la necesidad de que las clases trabajadoras rusas desempeñaran no sólo un papel en la reconstrucción económica, sino también en la renovación cultural. El «último» Lenin se interesó, por ejemplo, en los programas de alfabetización. ¿Por qué? Porque la alfabetización masiva propiciaría la participación de las masas en la política. Le interesaba que se establecieran instituciones culturales que ampliaran la posibilidad de relaciones y prácticas políticas, no sólo en la ciudad sino en todo el campo, y coadyuvaran así a una participación genuinamente democrática en la vida política de todos los estratos de las clases trabajadoras.

Lenin consagró su labor a convencer a capas de la clase obrera de que participaran activamente en ese proceso, de que desempeñaran en él una función de liderazgo. De ese modo se convertirían en fuerzas de modernización y renovación de todas las relaciones sociales de la sociedad rusa.

En ese sentido, existe una continuidad muy importante del legado de Lenin en el pensamiento de Gramsci, tanto antes de su encarcelamiento en su condición de líder del Partido Comunista Italiano, como —con mayor intensidad aún—, de forma teórica, en Cuadernos de la cárcel.

Una de las formas en que Gramsci va más allá de los debates rusos —no sólo de los debates prerrevolucionarios, sino también de la contribución del «último Lenin»— consiste en la elaboración del concepto de «aparato hegemónico». Ese concepto, en el caso de Gramsci, es objeto de una lenta elaboración a lo largo de su labor en el proyecto de Cuadernos de la cárcel y en distintas ocasiones se equipara con diferentes términos. Destaca en particular el de «estructura material» de las superestructuras. Gramsci se propuso reflexionar sobre el modo en que las superestructuras, derivadas de la metáfora base-superestructura, podían concebirse no sólo en términos ideológicos, como ideas y conceptos, sino también en términos materiales, como prácticas, relaciones e instituciones. Quería examinar el modo en que éstas se unificaban como un sistema articulado de instituciones bajo el estandarte del proyecto de una clase o grupo social concreto.

Así pues, tenemos en Gramsci no sólo la noción de aparato hegemónico, en singular, sino también la de aparatos hegemónicos, en plural: toda una serie de aparatos hegemónicos que confluyen y se unifican en el plano político por la capacidad de los elementos de un determinado grupo o clase social para entablar un diálogo o, si fuéramos a utilizar el término que utiliza Gramsci, para «traducirse» entre diferentes prácticas hegemónicas en distintos ámbitos de la sociedad.

El partido revolucionario

MT

Un «aparato hegemónico» no es sólo una «serie de instituciones», ¿no? En el sentido de que no es una serie de cosas, una detrás de otra. ¿No necesita tener una estructura interna? Todo «aparato hegemónico» de la clase trabajadora ¿no requerirá que en su centro se desarrolle un partido político revolucionario, que dé forma y dirija a las demás instituciones, sindicatos, organizaciones comunitarias, consejos obreros, etc.?

PT

Sin duda alguna, no se trata de una serie indiferenciada de una cosa tras otra. Gramsci es muy consciente de que existen diferentes jerarquías y estructuras y relaciones entre las prácticas. No todas las prácticas son iguales entre sí o, mejor dicho, no todas las prácticas tienen la misma capacidad de movilizar y valorizar otras prácticas sociales y políticas. En otras palabras, Gramsci no es un pluralista liberal indiferente.

En efecto, todo aparato hegemónico, o toda unidad en la que se traduzcan diferentes aparatos hegemónicos posee una estructura. No obstante, la cuestión fundamental para Gramsci es cómo se constituye semejante estructura de aparatos hegemónicos, pues ello determina el tipo de estructura en que se habrá de convertir. Ahí radica una de las verdaderas novedades de la conceptualización de Gramsci respecto de la naturaleza de las formaciones sociales modernas y respecto de la formación de un instrumento adecuado de dirección política, o de un partido político revolucionario.

A Gramsci no le interesaba la tan generalizada concepción —dominante en su época, difundida por el neokantianismo— de una serie de esferas de valor esencialmente inconexas, una serie de zonas de la sociedad que se agregan para formar la sociedad pero que son relativamente, o a veces incluso absolutamente, autónomas unas de otras. Gramsci era consciente de que todas las prácticas sociales estaban interrelacionadas, precisamente por su énfasis marxista en las prácticas sociales como relaciones sociales dentro de una totalidad social, no meramente como expresiones de algunas lógicas regionales.

Ello lo llevó a concebir lo que me atrevería a describir como la «constitución política de lo social». Para Gramsci, la política no es una instancia de administración o de mando desde arriba, sino que siempre se da en términos de las dimensiones transformadoras de una formación social o de las relaciones entre formaciones sociales. Es la dimensión transformadora y la posibilidad de intervención de diversos proyectos, lo que define entonces las posibles formas concretas de «lo social», o las relaciones sociales en cuyo marco vivimos nuestra vida cotidiana. Gramsci no sostiene que la política surja de lo social y después se separe de este último, como instancia administrativa, en un proceso de racionalización; esa podría ser una de las lecturas de la teoría política elaborada por una figura algo anterior a Gramsci; a saber, Max Weber. Por el contrario, para Gramsci, la política aparece como una instancia transformadora inmanente de las relaciones sociales que van más allá de la política y al mismo tiempo, en cierto sentido, van a la zaga de la política.

Esa teoría de lo que he descrito como la «constitución de lo político» lleva a Gramsci a concebir el partido político revolucionario no como el centro de esa serie de prácticas y relaciones que se articulan en un aparato hegemónico —tal como era el caso en la concepción del partido político que se había generalizado en la propia época de Gramsci, tanto en un sentido teórico como práctico— y de lo cual el papel del partido en la socialdemocracia clásica alemana antes de la Primera Guerra Mundial sería el principal ejemplo. Sin embargo, como señalo en mi libro, la noción gramsciana de partido político, «el moderno Príncipe», siguió siendo en muchos sentidos una promesa para el futuro, no realizada en su época. En numerosos aspectos, en Cuadernos de la cárcel Gramsci esbozó una novedosa teoría del partido político que va más allá de las principales corrientes de su propia época y que, de hecho, más allá también de su propia práctica anterior en la «bolchevización» del Partido Comunista Italiano.

Se ha asumido a veces que en Gramsci lo de «moderno Príncipe» es simplemente una palabra clave o un eufemismo para referirse a los partidos políticos realmente existentes en su propia época. Pero esa lectura pasa por alto el hecho de que en Cuadernos de la cárcel Gramsci realizó una autocrítica muy intensa de su propio bregar político y de las diferentes concepciones de partido político que había afirmado en sus años de activista y que iban desde el rechazo de la forma de partido político hasta a algunos de los elementos indeseables de la «bolchevización» [en 1924-1925] y que, por momentos —como se deberá reconocer— habían llegado a hacer demasiadas concesiones a las deformaciones burocráticas de la forma-partido en su propio trabajo práctico.

Gramsci somete todo eso a una intensa autocrítica en Cuadernos de la cárcel, al igual que lo hace con numerosos elementos de su labor anterior, y se propone concebir una forma cualitativamente nueva de partido político que sea adecuada para responder a lo que considera los desafíos de la época. Cuando se refiere al partido como al «moderno Príncipe», está aludiendo a Maquiavelo, está intentando pensar la capacidad de una concepción unitaria pero plural de un partido político revolucionario, que en sí mismo se convierta en un laboratorio de experimentación de las formas de práctica política democrática que también será necesario llevar fuera del partido al conjunto de la sociedad.

Para el Gramsci de Cuadernos de la cárcel, pues, ese partido no funciona como el centro, o el origen, de un aparato hegemónico. No parte simplemente de un núcleo de militantes en una zona concreta de la sociedad que articulan y desarrollan progresivamente sus redes, esparciéndose por toda la sociedad. Gramsci concebía al moderno Príncipe como un nuevo tipo de relación político-social dialéctico-pedagógica capaz de traducirse a diferentes contextos y, luego, de manera igualmente crucial, de re-traducirse en dirección inversa, enriquecida por el intercambio pedagógico dialéctico. Al final tenemos una visión del moderno Príncipe no como una localización geográfica particular en la sociedad, ni siquiera como un elemento previo, sino como el resultado de todas esas relaciones, traducciones y re-traducciones, tal como se constituyen en un proceso continuo.

Gramsci concebía el partido político revolucionario, en su forma institucional, más como un «resultado» que después podría utilizarse para describir, retroactivamente, todo un proceso político; proceso que el partido ni precede ni determina en el sentido de una relación tradicionalmente lineal de causa y efecto. Para ser más exactos, habría que decir que el partido político revolucionario es en sí mismo un proceso político, un nuevo tipo de relación social y política capaz de atraer continuamente nuevos elementos a un diálogo que no se limite a transformar esos elementos externos, sino que también transforme al moderno Príncipe propiamente dicho como relación social activa.

 

 «El elemento decisivo»

MT

Sí, el partido político revolucionario no es algo ya acabado, con un «programa acabado» y demás, y que después simplemente se propaga y «coloniza» a otros grupos. En Lecciones de Octubre[3] Trotsky sostiene que incluso el partido revolucionario mejor preparado probablemente tendrá que enfrentarse a crisis internas y transformarse para triunfar en condiciones revolucionarias. Pero no hay dudas de que el partido tiene una importancia fundamental. Es el cuerpo organizado de militantes que se mantienen sistemática y colectivamente activos en el plano político, y ello de forma permanente, no sólo en momentos álgidos; quienes, pertrechados con una base teórica sostenida y en continuo desarrollo, resisten mejor las «concepciones del mundo impuestas mecánicamente por el entorno exterior»; quienes mejor representan un poder concentrado de iniciativa política. Tal como lo postula Gramsci: «El elemento decisivo en toda situación es la fuerza permanentemente organizada y largamente preparada que pueda entrar en combate cuando se juzgue que una situación es favorable (y que puede ser favorable sólo en la medida en que tal fuerza exista y esté llena de espíritu de lucha). Por tanto, la tarea esencial consiste en garantizar, de manera sistemática y paciente, que esa fuerza se forme, se desarrolle y se haga cada vez más homogénea, compacta y consciente de sí misma[4]». O, más adelante: «El protagonista del Nuevo Príncipe[5] no podría ser […] sino el partido político[6]». (El subrayado es mío.)

PT

La pregunta sigue siendo ¿qué tipo de partido? Y, además, ¿cómo se forma ese partido?

Gramsci era muy consciente de que, en sentido amplio, no hay nadie que no tenga partido, ni nadie que de algún modo no sea «partidista» —aunque sea sólo en un estado práctico— respecto de determinados valores e intereses y determinadas preferencias que comparte con otros que ocupen posiciones sociales similares. Del mismo modo, reconocía muy claramente en la política de su época que el partido político estructurado desempeñaba un papel decisivo en la organización de las fuerzas de su clase. Por otro lado, Gramsci observó que existían importantes diferencias entre la organización partidista de las distintas clases o grupos sociales, diferencias que, a su juicio, debían analizarse en función de las relaciones sociales y económicas que estructuraban la base social de esos partidos.

Sin embargo, me parece que cuando Gramsci, ya en la cárcel, se da a la tarea de esbozar una teoría sobre un nuevo tipo de partido, el «moderno Príncipe», lo que busca es ir más allá de toda concepción instrumentalista de organización política, o de toda concepción que pudiera someterse a deformaciones instrumentalistas. Por tanto, no creo que quepa afirmar que, independientemente de los factores agravantes que entren en juego, el partido sigue siendo «central», ni en primera ni en última instancia. Esa manera de plantear el problema presupone precisamente el elemento que Gramsci trató de problematizar; a saber, el proceso que constituye y hace posible semejante partido o, si se quiere, semejante «centro» de coordinación, organización y dirección directamente políticos. Al igual que Maquiavelo, Gramsci reconocía que el tipo de formación política que deseaba él y que haría falta para hacer una revolución de los trabajadores no estaba dada de antemano en ninguno de los modelos que había conocido; tendría que construirse activamente, lo cual significaba pensar detenidamente en su constitución, es decir, en el proceso de construir esa formación y en el «trabajo de mantenimiento» continuo que era necesario para hacerla perdurar como «organización de lucha».

Al centrarse en el moderno Príncipe en cuanto relación social dinámica de pedagogía democrática, creo que Gramsci intentaba desarrollar una concepción activa del dinamismo que sería necesario para la formación —y continua re-formación, desarrollo interno y transformación— de un partido político genuinamente eficaz, como instancia política representativa de relaciones sociales mucho más amplias. Es decir, tenía una concepción expansiva de los tipos de relaciones sociales que deberían considerarse como constituyentes del moderno Príncipe, en toda su complejidad. Lo que en modo alguno equivalía a negar que en momentos decisivos, en relación con objetivos específicos y en ámbitos específicos de la formación social, fuera necesaria una acción coordinada y concentrada para asestar golpes decisivos contra el proyecto de clase burgués —las reflexiones de Gramsci sobre las metáforas militares y su significado para la lucha política apuntan a su claro sentido de la importancia del asunto (al igual que para figuras a lo largo de la historia de los inicios de la socialdemocracia, desde Engels y Kautsky hasta Lenin y Trotsky, para quienes semejante lucha abierta entre fuerzas políticas constituidas era una posibilidad real y presente). Se trataba de subrayar, sin embargo, que semejante instancia de coordinación y organización llegaría a ser lo suficientemente fuerte para desempeñar su papel en la lucha sólo si creaba una conciencia de las relaciones sociales dinámicas que la hacían posible y con las que necesitaba trabajar si quería proporcionar una concepción que expandiera y no que limitara la dirección política. En lugar de concebir el partido como un «centro», tal vez resulte más adecuado —desde esa perspectiva gramsciana— pensar en tales funciones explícitamente institucionales y políticas de coordinación y organización como en la punta del iceberg del moderno Príncipe, el 10 % visible apoyado por el 90 % invisible bajo la línea de flotación.

 

Marxismo y movimiento de masas

MT

¿Qué importancia tiene todo esto en una situación en la que hay lucha de clases pero en la que no existe un «aparato hegemónico» de la clase trabajadora? Al parecer estamos en una suerte de círculo vicioso. Gramsci parece decirnos que no es posible hacer que se despliegue una visión marxista del mundo si no se cuenta al mismo tiempo con un movimiento obrero revolucionario de masas; pero ¿cómo podrá desplegarse ese movimiento obrero revolucionario de masas si no se cuenta con al menos algunos elementos de vanguardia que se aproximen de algún modo a una visión marxista del mundo?

PT

Gramsci opera en un período en el que ya existen partidos revolucionarios de masas de la clase obrera y, de hecho, en el que existe una forma social aceptada llamada clase obrera con la que —y en oposición a la que—se identifican algunos. Nuestra época es muy diferente. La propia existencia de partidos políticos de masas que pudieran caracterizarse como «de la clase obrera» se ha puesto en tela de juicio, dependiendo de cómo entendamos la frase «de la clase obrera», como una relación de posesión, o de identificación, etcétera. Más importante aún es el hecho de que, para muchos —entre ellos gente de izquierda—, la propia noción de clase obrera es objeto de cuestionamiento radical.

Evidentemente, podemos y debemos mantener amplios debates sobre la definición de clase obrera. A mi juicio, no es nada difícil demostrar que la clase trabajadora, definida como aquellos que se dedican al trabajo asalariado como principal fuente de acceso a los medios necesarios para su continua existencia, en una relación entre trabajo asalariado y capital, es ahora mucho más numerosa que en ningún otro momento de la historia del mundo. Por no decir que la clase trabajadora se está expandiendo exponencialmente, hasta el punto de que en algunos de los llamados países capitalistas avanzados el porcentaje de la población que podría definirse como clase trabajadora en los términos más amplios se acerca al 70 % u 80 %, si no más.

La dificultad, por supuesto, estriba en el hecho de que muchos de los miembros de esa clase trabajadora no se identifican subjetivamente con la clase trabajadora y reclaman otras identidades que tal vez consideren más importantes. Yo diría que, en esta etapa de la historia, el movimiento de los trabajadores en su sentido más amplio se enfrenta al reto que supone intentar recomponer las nociones de clase obrera y replantearse la forma de situar la cuestión de las relaciones laborales en el centro de los debates sociales y políticos.

Independientemente de los demás elementos que existan en la vida de las personas y que a decir verdad no carecen de importancia, un elemento que todos los miembros de la clase trabajadora definida en un sentido amplio tienen en común es el hecho empírico cotidiano de estar continuamente sometidos a una relación entre trabajo asalariado y capital. En otras palabras, si bien son muchas las cosas que nos pueden unir y si bien a menudo optamos por unirnos con los demás por muchas razones diferentes, nos vemos obligados a compartir todos los días el hecho de ser explotados por el capital (huelga decir que «explotación» debe entenderse en este caso en el sentido en que Marx lo utiliza, no como una categoría moral —al menos, no en primera instancia—, sino como una categoría científica para describir la apropiación de la plusvalía del trabajo asalariado por parte de los propietarios de capital). Necesitamos construir nuevas instituciones que sean capaces de responder a ese hecho y transformar esas relaciones.

¿Qué significa intentar construir un aparato hegemónico en el contexto contemporáneo? Frente a las voces que declaran la muerte de la clase obrera, tenemos que insistir en que se trata de un proyecto posible; pero me parece que también tenemos que reconocer que es un proyecto que podrá triunfar sólo si es capaz de reconocer las dificultades y los retos bien reales a que se enfrenta hoy en día. El intento de construir un aparato hegemónico del movimiento de los trabajadores, y el carácter plural de las diferentes prácticas hegemónicas que serán necesarias para componerlo, es en muchos aspectos un proceso que todavía tiene que ocurrir dentro de la clase trabajadora contemporánea o de las clases trabajadoras, concebidas en un sentido más amplio. Años de derrotas, desagregación y transformación de las relaciones y prácticas sociales han menoscabado gravemente, si es que no han destruido ya, algunas de las tradiciones e instituciones más antiguas que se identificaban como «de la clase obrera» y que contribuían a dar un sentido de la «unidad en la diversidad» que la clase obrera fue siempre y sigue siendo, todavía más, hoy en día. Necesitamos proseguir la lucha en el seno de la clase trabajadora para construir instituciones que ayuden a recomponer un cuerpo social más complejo, capaz de enfrentarse a la clase capitalista en términos políticos; en primera y no en última instancia, ello supone la lucha política en sí misma, como forma activa de agregación, o de aglutinación de fuerzas en lucha.

¿Qué significa esto concretamente? A mi juicio, se trata de una amplia serie de prácticas culturales, de diferentes formas de vincular prácticas que ya existen con instituciones de la clase trabajadora. En primer lugar instituciones dentro del movimiento sindical y diferentes asociaciones y comités, incluso asociaciones deportivas, agrupaciones comunitarias, etcétera. Todos esos siguen siendo ámbitos importantes que hay que explorar y construir para encontrar alguna forma de vincular las prácticas cotidianas a cuestiones que planteen el problema y la perspectiva del trabajo como forma central de organizar nuestra vida social en común.

Ello también significa asumir una responsabilidad política, la responsabilidad de plantear elementos explícitamente políticos. Creo que esto se da en dos niveles. En primer lugar, en lo que concierne a la etapa que estamos viviendo, se trata de plantear cuestiones sobre las perspectivas teóricas necesarias para recomponer el movimiento de los trabajadores. A mi juicio, ello implica revitalizar el marxismo y hacer que se recupere de la larga serie de deformaciones a las que lo sometió el estalinismo. Necesitamos hoy que florezca una cultura teórica marxista capaz de explorar detenida y concretamente formas de pensamiento que nos ayuden a construir el tipo de «cultura» —en el sentido más amplio, como Gramsci o Raymond Williams entenderían esa palabra— que pueda sostener las luchas políticas a todos los niveles, tanto teóricos como prácticos. En segundo lugar, tenemos el nivel de la organización y la intervención políticas en las formas actuales de resistencia política. Necesitamos vincular las culturas teóricas y las culturas políticas, intervencionistas, o en términos gramscianos, necesitamos encontrar las relaciones de «traducción» continua y recíproca entre ellas que permitan que ambas florezcan. Sólo mediante la vinculación de la teoría y lo que Marx denominó «fuerza material», ambas se transformarán y comenzarán a forjar la necesaria concepción activa de la autoemancipación de los trabajadores.

 

«El último Lenin»

MT

En retrospectiva, los muy fragmentarios escritos de Lenin a partir de finales de 1921 son el registro de una batalla heroica —teniendo en cuenta lo enfermo que estaba y las circunstancias tan difíciles—, pero también nos muestran que estaba muy lejos de poder apreciar en toda su plenitud lo que estaba ocurriendo en la naciente contrarrevolución estalinista y de poder articular una respuesta a esa contrarrevolución. Te has referido a la lucha por la alfabetización, pero esta no fue una innovación de aquel período. Durante la guerra civil, el Ejército Rojo probablemente pasó más tiempo enseñando a leer a los soldados que combatiendo. ¿Hasta qué punto reflexionó Gramsci sobre los procesos de estalinización que ya estaban en marcha cuando estuvo en la Unión Soviética en 1922-1923?

PT

Los últimos artículos y reflexiones de Lenin son ciertamente limitados —y no podía ser de otro modo, dadas las difíciles condiciones en que fueron compuestos. No hay necesidad de exagerar ni su importancia intrínseca ni las reflexiones de Gramsci sobre ellos. No obstante, lo importante a la hora de subrayar la centralidad del legado del «último Lenin» para Cuadernos de la cárcel es reconocer las dimensiones explícitamente políticas de la teoría gramsciana de hegemonía, algo que no siempre se ha hecho, en particular en algunas interpretaciones eurocomunistas y, en época posterior, posmarxistas.

En ese último período, Lenin se enfrentaba al problema de la clase obrera como grupo dirigente dentro del Estado de los trabajadores. No se trataba ya simplemente de oponerse al zarismo, de aglutinar fuerzas contra el antiguo régimen, sino de un problema que existía «dentro» del nuevo «Estado no estatal». ¿Qué formas debía adoptar el liderazgo de la clase obrera para poder llevar adelante su propio proyecto, es decir, abolir la explotación y crear las condiciones que hicieran posible suprimir las relaciones sociales opresivas?

En los últimos escritos de Lenin —y, de manera no menos crucial, en su práctica— hay elementos que muestran un énfasis o una tendencia, una dirección o una orientación que es necesario tomar, pero obviamente son sólo coordenadas muy rudimentarias.

En Cuadernos de la cárcel, Gramsci quiso retomar esas coordenadas rudimentarias y elaborar con ellas una cartografía prospectiva de las formas de la práctica política proletaria. Precisamente porque veía las diversas formas engañosas en las que se había establecido y consolidado la hegemonía burguesa en el largo siglo XIX, se propuso pensar los nuevos tipos de práctica democrática que la clase obrera necesitaba emprender para construir su propio proyecto de una «política de la verdad».

A partir de 1926, como muy tarde, Gramsci fue bastante claro respecto de la naturaleza de lo que había surgido en la Unión Soviética y del proceso en curso de estalinización y burocratización. Se opuso a ello explícitamente en términos políticos. En una célebre carta de 14 de octubre de 1926 que Togliatti se negó a entregar, condenó explícitamente la inadecuación política de las respuestas de los dirigentes rusos. Para Gramsci, el intento de manipular y censurar por medios burocráticos la posición minoritaria en el partido ruso era una forma deshonesta de llevar a cabo la lucha política, especialmente en el seno de la dirección del único partido comunista que había logrado hacer una revolución y fundar un Estado de los trabajadores.

Esa perspectiva se profundizó sustancialmente durante su encarcelamiento. Ello provocó un enorme conflicto dentro de la cárcel con otros miembros del Partido Comunista Italiano y de hecho condujo efectivamente a su aislamiento y dio lugar a complejas reverberaciones cuando las noticias de su posición y de lo que había estado diciendo en la cárcel llegaron al exterior. En la actualidad se está llevando a cabo, en Italia y en otros lugares, una amplia investigación sobre los detalles de la relación de Gramsci con el Partido, con los dirigentes soviéticos e incluso con la familia de su esposa, sobre la base de material de archivo recientemente puesto a disposición de los interesados. Quizás sea todavía demasiado pronto para llegar a juicios definitivos sobre la posición de Gramsci. Sin embargo, si partimos del material ya disponible y de los primeros estudios, parece bastante claro que el grado de «heterodoxia» de Gramsci era mucho mayor de lo que hasta ahora se había creído. Por otro lado, parece claro que su disensión con la dirección del movimiento comunista internacional, particularmente en relación con la política del «Tercer Período» [7], era bien conocida y constituía un factor muy complicado en sus relaciones con el partido, personales e incluso familiares.

Además, por lo que se desprende de la edición crítica de Cuadernos de la cárcel, al menos algunas cosas ya están bastante claras: una condena de principio de todas las formas de maniobra burocrática como técnica política; una oposición absoluta a la política del «Tercer Período» y su triunfalismo (la línea de «después de ellos, nosotros», como respuesta al fascismo); y un profundo desacuerdo con la cultura que se había desarrollado en el movimiento comunista, de liderazgo verticalista. El énfasis de Gramsci se hizo cada vez más fuerte con el paso de los años. En el interior del moderno Príncipe —sostiene— se hace necesaria la desagregación. La ruptura y el conflicto son necesarios para construir el moderno Príncipe. Es a través de lo que explícitamente deberíamos llamar faccionalismo, lucha, desacuerdo, desacuerdo abierto y organizado, que el moderno Príncipe es capaz de construirse a sí mismo.

Y ello no porque ese conflicto abierto entre políticas sea —según el modelo del experimento científico— una forma de someter a prueba diferentes tesis para encontrar la «verdadera» y eliminar las falsas. Más bien de lo que se trata es de que esa desagregación y ese conflicto son naturales a las relaciones sociales modernas y a los diferentes intereses que las subyacen. Ese planteamiento se convirtió para Gramsci en una forma de dibujar la conflictividad dinámica de la modernidad dentro de la propia forma de partido que proponía, en cuanto dimensión positiva y productiva de la organización proletaria.

Esa distinción entre Gramsci y la ortodoxia que se hizo dominante no sólo en Rusia, sino en el movimiento comunista en su conjunto, muestra que a Gramsci, a pesar de todos sus importantes desacuerdos con otros miembros de la extrema izquierda —con Trotsky y con la Oposición de Izquierda y con Bordiga[8]—, se lo debe sin embargo reivindicar como miembro de la tradición marxista antiestalinista. Sus posiciones pueden considerarse como una de las perspectivas principistas que rechazaron la deformación del marxismo, unidas a esas otras corrientes —como corresponde, dado su común rechazo del silenciamiento del debate camaraderil por la imposición de una ortodoxia burocrática desde arriba— en sus desacuerdos sustantivos y analíticos, a menudo harto significativos.

 

Gramsci y el estalinismo

MT

A principios de los años 30, toda una corriente «comunista de derecha» —Brandler, Thalheimer, Lovestone, y otros; gente que había puesto su mirada en Bujarin antes de 1928-1929— criticó las políticas del «Tercer Período» y los métodos burocráticos de Stalin, incluso dentro de la URSS, pero sin identificar a la burocracia estalinista como una casta o una clase dominante —o una clase incipiente— socialmente diferenciada, como hicieron los oposicionistas de izquierda. ¿Crees que Gramsci elaboró una crítica más aguda del estalinismo que los «comunistas de derecha»?

 

PT

Creo que sería exagerado afirmar que Gramsci tenía una teoría elaborada de la composición interna de clase de la URSS estalinista, como la que podemos encontrar en la Oposición de Izquierda u otras corrientes de extrema izquierda como Bordiga o los comunistas de los consejos. No era el caso. Su desavenencia con el estalinismo surgió de desacuerdos concretos en relación con problemas particulares de estrategia política, tanto en el partido italiano como en el movimiento internacional, problemas que Gramsci consideraba perjudiciales para la construcción de las fuerzas de masas que, acertadamente, eran a sus ojos necesarias para toda posibilidad de derrotar al fascismo. Se mostró abiertamente en desacuerdo con el uso de maniobras burocráticas para silenciar a la oposición dentro del partido ruso. Su rechazo de la perspectiva de la política del Tercer Período se basaba en una evaluación de sus probables efectos desastrosos sobre el movimiento obrero internacional, que se vería así dividido y debilitado. En la medida en que Gramsci elaboró una crítica política principista del estalinismo como perspectiva estratégica internacional y de la deformación burocrática dentro del proceso ruso, hay afinidades con numerosas corrientes de la crítica de extrema izquierda respecto de la degeneración de la revolución bolchevique en dictadura estalinista, lo que no quiere decir que todas esas corrientes fueran iguales o que todas fueran igualmente válidas en todos los temas. Desde nuestra perspectiva actual, es importante señalar que los principios políticos de Gramsci —y los análisis que de ellos se derivaban— eran fundamentalmente incompatibles con un régimen que pretendía debilitar la democracia proletaria, a todos los niveles.

MT

¿Comentó Gramsci alguna vez la cuestión del «socialismo en un solo país»?

PT

Gramsci comentó oblicuamente ese tema en varios puntos de Cuadernos de la cárcel. A ese respecto, no dejó de insistir en que lo nacional y lo internacional permanecían entrelazados. Gramsci se dio a la tarea de analizar críticamente el imperialismo y se preocupó mucho más de lo que, a mi juicio, suelen reconocer no pocos comentaristas en lengua inglesa por la dinámica de la acumulación capitalista a escala internacional. Creo que la idea de que el «socialismo en un solo país» podía ser un objetivo para el movimiento socialista, o incluso una posibilidad, debe considerarse incompatible con el análisis que hizo Gramsci de las necesarias dimensiones internacionales del modo de producción capitalista y, por tanto, de la necesidad de que cualquier intento de negarlo y sustituirlo por el socialismo fuera también internacional. En ese sentido, la perspectiva de Gramsci se mantuvo cercana a los primeros años de la III Internacional, cuando la «cuestión rusa» se analizaba siempre en relación con la situación internacional y el futuro de los sóviets se consideraba fundamentalmente ligado al futuro del movimiento revolucionario internacional.

MT

En escritos de mediados de los años veinte, como las Tesis de Lyon de enero de 1926, Gramsci escribió sobre la búsqueda de una economía «mejor adaptada a la estructura y a los recursos del país» para Italia…

PT

En primer lugar, las Tesis de Lyon se sitúan en una etapa relativamente anterior del desarrollo de Gramsci. No creo que haya ninguna oposición política entre Gramsci antes de la cárcel y Gramsci en la cárcel, pero sí creo que es importante establecer distinciones entre los distintos períodos. No hay una imagen «totalizada» que se pueda obtener de una sola cita de Gramsci. Es necesario reunir todas las perspectivas y la teoría general que se utiliza para analizarlas, prestando especial atención al desarrollo del pensamiento de Gramsci en las diferentes coyunturas políticas y a lo largo de ellas.

En segundo lugar, en relación con la «bolchevización» del partido italiano en 1924-1925 y las perspectivas políticas correspondientes a ese período, Gramsci cometió lo que considero errores, y lo que creo que él también llegó a considerar errores, aunque ocurrieran en circunstancias muy difíciles. También debemos tener en cuenta que no todas las Tesis de Lyon fueron escritas por Gramsci. Actualmente se está haciendo una traducción completa al inglés de todas las tesis, acompañadas de un aparato académico. Es evidente que sólo podremos comprender adecuadamente su significado, tanto en lo que respecta a la evolución de Gramsci como a la del Partido Comunista Italiano, si las analizamos en el contexto político de su época y lugar. Por último, hay que señalar la perspectiva estratégica de la contribución de Gramsci a las Tesis de Lyon: en muchos aspectos, éstas fueron un intento de dar una respuesta concreta a la exigencia de Lenin de que los comunistas occidentales diseñaran estrategias y programas revolucionarios basados en una investigación precisa de la composición de clase, el equilibrio de fuerzas y las posibilidades reales de transformación revolucionaria en sus propias sociedades. Como Gramsci no dejó nunca de reconocer, cualquier proyecto hegemónico tendría que basarse en la capacidad de abordar los problemas fundamentales de la organización económica y proponer soluciones a los problemas que la burguesía era estructuralmente incapaz de abordar.

 

Oriente y Occidente

MT

Se suele considerar que en los primeros años del siglo XX Italia pertenecía a «Occidente», mientras que Rusia lo hacía a «Oriente». Pero en términos de industrialización global no estaban muy lejos. En cuanto a la productividad de la agricultura, tampoco estaban muy lejos.

Concretamente, la gran diferencia consistía en que en Italia la proporción urbana de la población era mucho mayor. Tenía una población urbana no proletaria mucho mayor. Uno de los principales argumentos de Trotsky en Resultados y perspectivas[9] había sido que Rusia era excepcional por la pequeñez de la pequeña burguesía urbana.

Gramsci hizo referencias implícitas a esa diferencia de estructura de clases entre Italia y Rusia, dispersas en sus escritos, pero no conozco ningún lugar donde lo plantee directamente e intente desentrañar las diferencias.

PT

En mi libro digo que se ha hecho demasiado hincapié en unas pocas palabras crudamente arrancadas de su contexto en las que Gramsci contrapone Oriente y Occidente. A menudo no se interpretan las palabras de Gramsci en función de los debates de su época, en los que las diferencias entre «Oriente» y «Occidente» eran también una preocupación importante para otros marxistas, sobre todo Trotsky y Lenin.

La distinción entre «Oriente» y «Occidente» no es exclusiva de Gramsci, ni siquiera de Gramsci, Trotsky y Lenin. Es un viejo tema que se remonta muy lejos en el pensamiento político occidental, tan lejos como los antiguos griegos y las distinciones que se hacían en el pensamiento político griego entre los «bárbaros» (en gran parte) orientales y los griegos civilizados. Es un tema que atraviesa toda la historia del pensamiento político occidental y que también estuvo muy presente en los debates que tuvieron lugar en la socialdemocracia de los primeros tiempos. Las profundas objeciones de Kautsky a la Revolución Rusa se debían, en parte, a su forma particular de entender el desarrollo histórico, pero también, en parte, a su convicción de que en Rusia existían formas políticas «inmaduras» que hacían imposible transitar hacia el socialismo.

Gramsci complejizó por completo ese panorama y se interesó por concebir las formas en que las formaciones sociales se diferenciaban entre sí, a la vez que estaban unidas en un sistema internacional.

Es cierto, en aspectos decisivos Italia estaba mucho más cerca de Rusia que de Estados Unidos o Inglaterra. Tanto en Rusia como en Italia había en los centros urbanos una clase obrera relativamente politizada, pero que era minoritaria dentro de unas formaciones sociales dominadas por un campesinado masivo. Es esa una de las razones por las que los debates rusos sobre la hegemonía resonaron con tanta fuerza en Gramsci, porque éste podía ver los vínculos con su propia situación.

E incluso si nos trasladamos a la más «occidental» de todas las formaciones sociales «occidentales», Estados Unidos, en el análisis de Gramsci se perciben algunos rasgos muy «orientales». En «Oriente», escribió Gramsci, las superestructuras políticas estaban menos desarrolladas. Ese comentario a menudo se ha sacado de contexto. A mis ojos, a lo que apuntaba el análisis de Gramsci era a que había sido más fácil, debido a la relativa falta de instituciones mediadoras, derrocar al Estado zarista, pero que el problema de la construcción después de la revolución era mucho más difícil de lo que podría haber sido en los países occidentales. No era ésta una idea original de Gramsci, quien la había tomado directamente de Lenin y Trotsky y de los primeros debates de la III Internacional.

Cuando Gramsci analiza a Estados Unidos, se percata, con la aparición del «fordismo», de algo muy similar al modelo de Rusia: la falta de instituciones mediadoras que se hubieran unificado orgánicamente en un aparato hegemónico. Hasta en la más «occidental» de todas las formaciones sociales «occidentales» había elementos que parecían no corresponder al modelo de sociedad civil refinada, elaborada y politizada presuntamente característico de «Occidente».

Uno de los desarrollos analíticos más importantes de Gramsci en Cuadernos de la cárcel consistió precisamente en problematizar la dicotomía Oriente-Occidente y, en su lugar, concentrarse mucho más en las relaciones sociales dentro de las diferentes formas de Estado.

 

Revolución pasiva

MT

Distingues tres sentidos, cada uno más general que el anterior, en los que Gramsci utiliza el término «revolución pasiva»…

PT

Los análisis de Gramsci en Cuadernos de la cárcel se llevaron a cabo a finales de los años veinte y principios de los treinta, y sus referencias datan de «la época del imperialismo», es decir, del período que va desde finales del siglo XIX hasta su propia época….

MT

¿Y hasta el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando quedó claro que los viejos imperios coloniales habían sido heridos de muerte en esa guerra…?

PT

La lógica general del relato de Gramsci quizá podría extenderse hasta ese momento, pero las propias reflexiones de Gramsci, por razones obvias, concluyen antes de esa fecha.

MT

En algunos pasajes describes la «revolución pasiva» como «ajuste estructural permanente avant la lettre»; esto es, como algo pertinente para épocas recientes, y en otros te opones a «una interpretación dominante que hace extensiva la revolución pasiva al mundo contemporáneo».

PT

Utilizo el término «ajuste estructural permanente avant la lettre» simplemente como recurso retórico para llamar la atención del lector sobre algunas similitudes y paralelismos —pero también diferencias— con nuestra propia época. Es importante reconocer el contexto en que Gramsci elaboró el concepto de revolución pasiva.

Lo tomó de Vincenzo Cuoco[10], quien ensayó el concepto en el contexto de un debate sobre la revolución napolitana. Gramsci lo utilizó en un inicio para analizar el Risorgimento y posteriormente lo amplió de diferentes maneras y en diferentes fechas a la hora de examinar a Estados como Italia y Alemania, en comparación con Francia, como una especie de modelo de formación del Estado moderno.

En tercer lugar, lo amplió para abarcar todo un período de desarrollo histórico, de modo que pudiera interpretarse la «revolución pasiva» como fenómeno coincidente con la época del imperialismo, si no anterior a ella.

¿Por qué lo hizo? Hay que recordar que Gramsci elaboró esas reflexiones en los años treinta. Se valió de ellas como contrapunto al triunfalismo del Tercer Período estalinista y su tipo de teleología, que veía una acumulación continua del «progreso» del movimiento revolucionario. En cierto modo, Gramsci estaba cerca de la crítica que había hecho Walter Benjamin del idealismo implícito del concepto de progreso histórico de la socialdemocracia alemana, del que en última instancia el estalinismo no estaba tan alejado como pretendía con la tesis del «Socialfascismo».

Gramsci andaba a la búsqueda de un concepto que le sirviera para explicar el modo en que las cosas «seguían como estaban», para decirlo como Benjamin. De hecho, llegó a considerar esa estabilización o al menos ese mantenimiento del orden establecido a pesar de los profundos conflictos y contradicciones a nivel social y político como la verdadera crisis a la que debía responder el movimiento revolucionario. Se había propuesto elaborar un concepto que lo ayudara a entender dónde se encontraba, en la década de 1930, y que fuera un relato lo suficientemente poderoso —analítica, histórica y políticamente— como para poder contraponerse al relato estalinista dominante. Mientras lo hacía, siempre tuvo mucho cuidado de referirse continuamente — como su piedra de toque fundamental— a la crítica que había hecho Marx de la economía política, al tiempo que trataba de medir la importancia política de esa nueva categoría con las reflexiones de Marx sobre la naturaleza y la especificidad de cada modo de producción, sus relaciones sociales específicas, la interacción de las fuerzas de producción y así sucesivamente.

No voy a negar que el concepto de revolución pasiva podría tener una validez analítica más general y que, de hecho, podría utilizarse incluso para analizar toda una serie de procesos hasta el día de hoy. Es lo que precisamente han estado haciendo algunos estudiosos contemporáneos, óptica que ha producido algunas perspectivas interesantes, como en el caso de Adam Morton. Pero creo que hay otros conceptos en Gramsci que exigen igual atención a la hora de describir el presente y que podrían ser más fructíferos para nuestra propia situación.

Por ejemplo, creo que sería más útil describir el neoliberalismo mediante la categoría gramsciana de contrarreforma. Esto lo ha subrayado el gramsciano brasileño Coutinho[11]. Armado del concepto de contrarreforma, Gramsci muestra un interés mucho mayor en los procesos jurídicos y en la destrucción de las formas políticas solidificadas en el Estado a las que las diferentes clases habían podido acceder y utilizar para sus propios fines. En el neoliberalismo, se ha utilizado al Estado, en cierto sentido, para su propio desmantelamiento, al menos en su nivel social, por medio de diferentes imposiciones que han dificultado aún más las formas de organización de clase para las clases trabajadoras y subalternas.

Utilizar hoy el concepto de revolución pasiva, creo, es una apuesta riesgosa. Tenemos que elaborar un análisis que vincule el análisis de Gramsci con el nuestro, a través de continuidades o transformaciones en el modo de producción y en las fuerzas políticas.

En todas sus reflexiones sobre la revolución pasiva, a Gramsci le preocupaba la presencia de al menos dos elementos, que la diferencian de conceptos similares de la tradición marxista que se han utilizado para caracterizar períodos y formas de reacción o derrota de las fuerzas populares. Revolución pasiva no es simplemente sinónimo de bonapartismo. No es simplemente revolución desde arriba. No es simplemente contrarrevolución. Es una categoría más compleja. En un sentido, sigue siendo un proceso «revolucionario», o el derrocamiento de lo viejo y la instauración de nuevas formas sociales. En una revolución pasiva, se logran avances concretos en productividad o eficacia, se «modernizan» las instituciones políticas, y así sucesivamente. Pero ello conlleva un elemento pacificador, que hace que dicha «modernización» no vaya acompañada, en casos como la Revolución Francesa, del hecho de que grandes masas de las clases trabajadoras se vuelvan políticamente activas, sino por el contrario, de la pacificación deliberada y estructural de esas masas por medios políticos. Gramsci describió ese proceso como una transformación molecular, como una decapitación de las instancias mediadoras, la absorción de elementos de la dirección de las clases populares en el aparato estatal o en el aparato hegemónico de la burguesía. En ese caso, se sigue exhortando a las masas a que participen en un proceso de modernización, pero de forma pasiva, sin poder desarrollar formas políticas como las que se habían dado en las «revoluciones no pasivas», sobre todo la francesa. No se les permite hacer la transición del momento económico-corporativo al momento político de la construcción de su propio aparato hegemónico.

Si quisiéramos hacer extensivo el concepto gramsciano de «revolución pasiva» en su especificidad y complejidad a la situación contemporánea, primero tendríamos que determinar si ambos elementos están presentes en ella: tanto la «revolución», de un tipo, como su deformación pasiva. En el programa neoliberal de los últimos 30 a 35 años podemos ver la negación de formas políticas a las clases subalternas y la decapitación, cooptación, subsunción de sus representantes.

Ahora bien, en lo que respecta a la posibilidad de que ese proceso produzca un auténtico progreso cualitativo y cuantitativo, en forma de algún tipo de progreso que pueda conciliarse con un relato de modernización, deberíamos mostrarnos más escépticos. El programa neoliberal ha provocado una regresión en muchos países, sobre todo en algunos de los Estados capitalistas presuntamente avanzados. Ha conducido a un estado de cosas en el que ha habido no una «segunda modernidad», como suponen algunos teóricos sociales, sino procesos de desmodernización, de destrucción de formas sociales, de una destrucción continua, si no de la productividad en sí, al menos de su posibilidad de utilización y distribución sociales.

En resumen, la noción de revolución pasiva puede servirnos para añadir nuevas dimensiones al análisis de las nuevas formas de imperialismo, pero debe utilizarse de forma crítica y prestando atención a su arraigo histórico. Como he tenido a bien señalar, creo que, tras una reflexión más profunda, podría resultar que algunas de las otras categorías de Gramsci tengan un mayor valor crítico hoy en día.

Otro punto que creo que merece la pena subrayar, en contra de algunas interpretaciones de la noción de revolución pasiva, es que Gramsci no era Weber. La revolución pasiva no denota un proceso inevitable de racionalización que responda a una lógica férrea. Gramsci estaba mucho más abierto y alerta a las posibilidades de lucha dentro de la revolución pasiva. Precisamente por eso se propuso refinar el concepto de revolución pasiva, en contra del fatalismo de la perspectiva del Tercer Período, que sería legítimo calificar de filosofía de la historia con rostro estalinista.

En una fase avanzada de su investigación y elaboración de ese concepto, Gramsci escribió que necesitábamos vincular el concepto de revolución pasiva directamente con las perspectivas de Marx sobre la naturaleza del modo de producción y la capacidad de las formaciones sociales para la transformación inmanente; pero que necesitábamos también expurgar de las perspectivas de Marx todo rastro de fatalismo; fatalismo que —según admitía el propio Gramsci— podía rastrearse en algunas prominentes interpretaciones de Marx y posiblemente en las propias ambigüedades de Marx. Gramsci no dejó de insistir en que nada era inevitable en esos procesos históricos, en que éstos dependían siempre de una intervención política y estaban sujetos a la posibilidad de verse políticamente transformados.

 

¿Fusión de la filosofía con la política? El «filósofo democrático»

MT

¿Sobrevalora Gramsci el carácter democrático y de clase de la filosofía cuando escribe sobre la fusión de la filosofía con la política? Gramsci parece plantear una relación muy estrecha entre filosofía marxista, tal como la concibe, y movimiento obrero revolucionario de masas. Lo cual nos lleva de vuelta a un círculo vicioso: no hay filosofía marxista sin movimiento obrero revolucionario de masas, y no hay movimiento obrero revolucionario de masas sin filosofía marxista. No obstante, muchos de los textos de Marx en los que se basó Gramsci fueron escritos en ausencia de un movimiento obrero revolucionario de masas.

PT

A menudo se ha interpretado la noción gramsciana de «filosofía de la praxis» como simple eufemismo para referirse al marxismo. La tesis de mi libro —siguiendo en ello a otros estudiosos gramscianos— es que Gramsci utilizó ese término para describir la nueva posición filosófica que representaba su intervención en los debates que habían seguido a la Revolución Rusa sobre la naturaleza del marxismo como filosofía y como concepción más amplia del mundo. La «filosofía de la praxis» de Gramsci no es, por tanto, un simple equivalente del marxismo (que, por supuesto, nunca es singular, sino que siempre ha sido definido de diferentes maneras por las distintas corrientes y perspectivas políticas); más bien representa la versión particular que Gramsci hizo del marxismo o, más exactamente, su propuesta para el desarrollo ulterior de la tradición marxista que había recibido en herencia. Por otro lado, no era sólo una propuesta sobre lo que podría ser una filosofía marxista, sino que también comprendía una perspectiva crítica sobre la naturaleza política de la filosofía en cuanto tal, incluso en sus formas aparentemente menos «políticas».

En su análisis de la filosofía anterior, Gramsci identificó diversas contradicciones en juego, fueran idealistas o materialistas. Gramsci llegó a sostener que, en la medida en que implicaban diversas formas de práctica lingüística, es decir, formas complejas de relaciones sociales, los enunciados filosóficos eran ya instancias políticas —por «políticas» se entiende en este caso la instancia transformadora de las relaciones y prácticas sociales. En cierto sentido, los enunciados filosóficos ya sirven para organizar las relaciones sociales humanas, relaciones lingüísticas y conceptuales que forman parte de todas las demás relaciones sociales, sobredeterminándolas y viéndose a la vez sobredeterminadas por ellas.

Según Gramsci, las filosofías anteriores, incluso aquellas que a primera vista podían parecer alejadas de temas explícitamente políticos y centrarse en nociones clásicamente «especulativas», habían participado en formas de organización altamente mediadas —pero no por ello menos políticas— de conformación, elaboración y transformación de concepciones del mundo.

Por tanto, Gramsci se propuso investigar qué forma filosófica podría adecuarse a los objetivos y las prácticas de un movimiento obrero democrático. Y así llegó a la conclusión de que sólo reconociendo la naturaleza siempre práctica de la filosofía era posible no sólo someter a crítica las formas anteriores de filosofía (incluida, de manera crucial, las concepciones anteriores de la filosofía marxista), sino también ir más allá e intentar desarrollar una nueva forma de práctica filosófica que fuera más genuinamente filosófica que las posiciones contendientes y rivales, si hemos de entender la filosofía siempre como una práctica, como un «amor a la sabiduría», en el sentido clásico.

No se trataría de reclamar la condición de «sabio» (el sophos de la filosofía presocrática), sino simplemente de amante de la sabiduría; es decir, no de poseer ya de alguna forma la verdad, sino de estar buscándola. De hecho, la tradición filosófica occidental parte precisamente de esa «distancia tomada»: de la pretensión de poseer ya la verdad en forma de una sabiduría alcanzada a la pretensión de que simplemente andamos en busca de la verdad, o tratando de llegar a ser sabios. Para Gramsci, esa concepción de la búsqueda de la sabiduría, y de estar abierto a las continuas correcciones de la historia, se convirtió en una forma de fusionar historia y filosofía. La filosofía se convirtió en una práctica histórica. También se convirtió en política, en la medida en que la filosofía, en cuanto una de las formas más desarrolladas de organización conceptual-lingüística, puede considerarse una de las formas en las que se crea y elabora una concepción del mundo, una relación política de liderazgo.

Gramsci quería plantear la cuestión de la interacción entre política, en ese sentido mucho más amplio, y filosofía en el seno del movimiento obrero. En última instancia, Gramsci llegó a la conclusión de que el político era filósofo y el filósofo era político, en diversos grados de mediación. El filósofo participaba ya en la práctica política de comprender la transformación de las relaciones sociales, interviniendo en esas transformaciones mediante la organización y socialización, a través de la práctica lingüística y conceptual, de su posible significado teórico. El político también se dedicaba a comprender los problemas filosóficos. ¿Por qué? Porque la filosofía, según esa perspectiva, no podía definirse en su totalidad como simples conceptos e ideas, sino que se constituía siempre como una concepción social y compartida del mundo que se empeñaba activamente en organizarlo, un modo particular de organización coherente.

Desde esa perspectiva, Gramsci se remite una vez más a su gran «maestro» —en un sentido clásico, aquel de quien había aprendido y cuyas enseñanzas le habían permitido hablar por sí solo—, es decir, a Lenin. Gramsci sostiene muy específicamente que al elaborar un aparato hegemónico de la clase obrera, equipando a la clase obrera rusa con las instituciones y las perspectivas que serían necesarias para el autogobierno, Lenin llevó a cabo no sólo un acto político, sino también un acontecimiento filosófico de gran importancia.

«[E]l principio teórico-práctico de la hegemonía tiene también un alcance gnoseológico y es ahí donde ha de buscarse la mayor contribución teórica de Ilich [Lenin] a la filosofía de la praxis. Ilich habría hecho avanzar la filosofía como filosofía en cuanto que hizo avanzar la doctrina y la práctica políticas. La realización de un aparato hegemónico, en cuanto que crea un nuevo terreno ideológico, determina una reforma de la conciencia y de los métodos de conocimiento: es un hecho de conocimiento, un hecho filosófico…[12] »

Reformar las instituciones en que vivimos socialmente reforma también nuestras concepciones del mundo. Cambia los fundamentos de la filosofía, ofreciéndonos la posibilidad de una nueva concepción del mundo y, por tanto, del desarrollo de nuevas formas de filosofía.

A fin de especificar la naturaleza de ese tipo de práctica filosófica, Gramsci elaboró la figura del «filósofo democrático», concepto que menciona sólo una vez en Cuadernos de la cárcel, pero que en numerosos aspectos puede tomarse como su propuesta de un nuevo tipo de intelectual y de un nuevo tipo de filósofo, como elemento integrante de un movimiento político más amplio: «un nuevo tipo de filósofo, al que podríamos llamar ‘filósofo democrático’, en el sentido de que es un filósofo convencido de que su personalidad no se limita a sí mismo como individuo físico, sino que es una relación social activa de modificación del entorno cultural».

En esa figura se encerraba, creo yo, una concepción de una nueva forma de filósofo que se adecuaría a las formas políticas democráticas. La anterior concepción aristocrática del filósofo como metafísico especulativo situado por encima de la sociedad —o, como afirmaba Nietzsche, pensando a miles de kilómetros por encima de los demás— era una concepción, en lo fundamental, rechazada por Gramsci. Lo que Gramsci tenía en mente era el modo en que, siguiendo al Marx de «Tesis sobre Feuerbach», el «educador» era su vez «educado». Es decir, los filósofos —fueran filósofos «profesionales» o filósofos «cotidianos», recordando que para Gramsci todos, en algún sentido, somos filósofos, en la medida en que tratamos de pensar coherentemente el mundo y nuestro lugar en él— ya estaban necesariamente implicados en diferentes relaciones sociales que los habían formado y que les proporcionaban no sólo la conceptualidad lingüística básica que utilizaban para elaborar sus pensamientos, en diferentes grados de coherencia, sino también todos los problemas que examinaban en su práctica filosófica. La cuestión, entonces, estribaba en saber si alguien podía reconocer la manera en que eran continuamente interpelados, continuamente llamados a diferentes relaciones y obligados a responder a ellas en forma de diálogo. El «filósofo democrático», para Gramsci, se convertía así en el filósofo lo suficientemente maduro como para reconocer el fundamento de su pensamiento en las prácticas cotidianas comunes del pueblo, un filósofo abierto a la capacidad de transformación de esas instancias, y que buscaba por sí mismo contribuir a su transformación mediante su intervención en formas lingüísticas, conceptuales o políticas.

En última instancia, la figura del «filósofo democrático» de Gramsci no es en modo alguno simplemente el filósofo en el sentido tradicional, sino que llega a equipararse, para decirlo como Maquiavelo, con el ciudadano activo, envuelto en actos de autogobierno virtuoso. Podríamos decir que, en términos marxistas, el filósofo democrático es un ejemplo del tipo de búsqueda cotidiana de la sabiduría que es —y necesita ser aún más— un elemento esencial de la autoemancipación en curso de la clase trabajadora y de su lucha por ampliar el campo de la participación democrática activa en la organización de la sociedad.

 

 

*Traducido del original en inglés, titulado «’The Gramscian Moment’: an interview with Peter Thomas», publicado en Workers’ Liberty. Reason in Revolt, el 19 de mayo de 2011. El título con que se publica ahora, por primera vez, en español y las notas son del traductor, quien ha cotejado todas las citas de Gramsci con la edición crítica del original en italiano de Cuadernos de la cárcel y su traducción al español. Esta entrevista a Peter D. Thomas sobre su libro The Gramscian Moment. Philosophy, Hegemony and Marxism (Leiden, Brill, 2009) y la tesis doctoral en la que se basa fue realizada por Martin Thomas, Editor Adjunto de Workers’ Liberty.

 

 

Notas

 

[1] Moshé Levin, El último combate de Lenin (trad. Esteban Busquets), Barcelona, Editorial Lumen, 1970. [Le dernier combat de Lénine, París, Minuit, 1967]

[2] Véase en español Q 10 (XXIV) (1929-1930), §201, [tomo 4], p. 1002, en Antonio Gramsci, Cuadernos de la cárcel. Edición crítica del Instituto Gramsci. A cargo de Valentino Gerratana (trad. Ana María Palos; rev. José Luis González), Ediciones Era, México, 6 tomos, [tomo 4], p. 1002. Las referencias a Cuadernos de la cárcel se atienen a la norma internacionalmente aceptada de número de cuaderno (Q) y número de nota (§), seguido en este caso de la referencia a la página de la antes citada traducción al español de la edición crítica del Instituto Gramsci. Todas las citas de Gramsci que aparecen en la entrevista se han cotejado con el original italiano y su traducción al español se ha modificado cuando se ha creído conveniente.

[3] Véase «Lecciones de Octubre», en León Trotsky, La teoría de la revolución permanente, Buenos Aires, CEIP, 2005.

[4] Gramsci, Cuadernos de la cárcel, ed. cit., Q 13 (XXX), 1932-1934, §40, [tomo 5], p. 1161.

[5] En Cuadernos de la cárcel, Gramsci se refiere indistintamente al nuevo y al moderno príncipe, tanto príncipe como el adjetivo que lo acompañe con o sin mayúscula inicial en dependencia de que el énfasis se haga sobre la obra de referencia —El príncipe, de Maquiavelo, que igualmente conoce ambas grafías— o sobre la extrapolación de la figura del príncipe a la idea de Estado o partido político modernos. Il moderno principe gramsciano se ha traducido como «el moderno [P]ríncipe» y como «el [P]ríncipe moderno», tanto en sentido genérico como arquetípico.

[6] Gramsci, Cuadernos…, ed. cit., Q 13 (XXX), 1932-1934, §51, [tomo 5], p. 1168.

[7] Por «Tercer Período» se conoce la política oficial adoptada por la Internacional Comunista (Comintern) en su Sexto Congreso Mundial (Moscú, 17 julio a 1 de septiembre de 1928). En aquel entonces, la Comintern creía que se avecinaba un período de colapso económico generalizado y radicalización masiva de la clase obrera en el seno del sistema capitalista mundial, con lo cual madurarían las condiciones para el triunfo de revoluciones proletarias dirigidas por partidos comunistas de vanguardia en los países más avanzados de ese sistema. Con el ascenso del Partido Nazi en Alemania y el consiguiente aniquilamiento del movimiento comunista alemán, se produjo un giro en la política oficial de la Comintern hacia posiciones más pragmáticas y reformistas que cristalizaron, a partir de 1934, en la política del llamado «Frente Popular», oficializada en el VII Congreso Mundial de la Comintern celebrado en Moscú en el verano de 1935. Véase, a ese propósito, VI Congreso de la Internacional Comunista (primera parte): Tesis, manifiestos y resoluciones (trad. María Teresa Poyrazián y Nora Rosenfeld de Pasternac), Ediciones Pasado y Presente (Cuadernos de Pasado y Presente, 66), México, D.F., 1977.

[8] Amadeo Bordiga (1889-1970). Fundador, junto a Gramsci y Palmiro Togliatti, del Partido Comunista Italiano (PCI). Ocupó la secretaría general del PCI entre 1921 y 1924. Expulsado del PCI en 1930, acusado de trotskismo. Proponente de la idea de que el modo de producción imperante en la URSS en la época de Stalin podía equipararse con el de un Estado capitalista, fue igualmente crítico del llamado «socialismo de fábrica», del «comunismo de los consejos» y del trotskismo tras la muerte de Trotsky. Se considera al bordiguismo una variante del comunismo de izquierda. Una selección de sus escritos puede leerse en Amadeo Bordiga, The Science and Passion of Communism. Selected Writings of Amadeo Bordiga (1912-1965) (Edición a cargo de Pietro Basso. Trad. Giacomo Donis y Patrick Camiller), Leiden, Brill (Historical Materialism, 209), 2020. Véase, a ese propósito, «Bordiga, il leader dimenticato» [Bordiga, el líder olvidado], entrevista a Pietro Basso por David Broder, Jacobin Italia, 19 de enero de 2021.

[9] Véase «Resultados y perspectivas», en León Trotsky, La teoría de la revolución permanente, Buenos Aires, CEIP, 2005.

[10] Vincenzo Cuoco (1770-1823). Escritor, historiador y político y precursor del liberalismo italiano.

[11] Véase Carlos Nelson Coutinho, Gramsci’s Political Thought (trad. Pedro Sette-Camara), Leiden, Brill (Historical Materialism, 38), 2012.

[12] Gramsci, Cuadernos…, ed. cit., Q 10 (XXIV), 1929-1933, §146 [§ <12>], [tomo 4], p. 959.

 

Cierre

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Publicado en Dossier Gramsci, Entrevistas, Estado, Historia, homeCentro5, Ideas and Teoría

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