En la Inglaterra de los años 1640 estalló una guerra civil entre el parlamento y el rey. Años de brutales peleas terminaron con la victoria de los parlamentaristas, la ejecución del rey Carlos I en 1649 y un experimento republicano de una década. Los hombres que firmaron la sentencia de muerte del rey Carlos terminaron siendo conocidos como los «regicidas».
Aunque la mayoría de los nombres de estos asesinos de reyes fue olvidada, no es el caso del coronel John Hutchinson. Esto se debe en gran medida a esposa, bastante más interesante que él. Lucy Hutchinson nació en 1620 en el seno de una familia de comerciantes hacendados. Su familia había sacado mucho provecho del tardío orden feudal inglés: entre otros títulos prestigiosos, su padre portaba el de lugarteniente de la Torre de Londres. Lucy se convirtió en una ambiciosa intelectual de la alta burguesía y se casó con John en 1638. Ella dominaba el matrimonio en términos políticos y logró sortear las restricciones que pesaban sobre la participación de las mujeres en la vida pública actuando bajo el nombre de su marido y mediante la publicación de textos anónimos.
El inicio de la guerra civil hizo que Lucy rechazara las credenciales realistas de su familia y la pareja asumió el compromiso de la causa parlamentaria contra la monarquía. En 1643 el parlamento recompensó a los Hutchinson convirtiendo a John en gobernador de una Nottingham políticamente dividida y en la que Carlos I había iniciado simbólicamente el conflicto un año atrás.
Después de seis años más de violencia, frenética diplomacia y distribución de tierras, la pareja celebró el vigésimo noveno cumpleaños de Lucy colaborando con la ejecución de Carlos I en el cadalso por alta traición. Sus recuerdos de esta época, publicados en Memoirs of the Life of Colonel Hutchinson, es una defensa hagiográfica de la vida regicida de su esposo. También es una historia sociológica de la guerra que incorpora un análisis político amplio y relata encuentros íntimos y brutales entre varios participantes.
Las obras de Hutchinson arrojan una luz abrasadora sobre la única revolución triunfante de la historia británica. Brindan una interpretación provocadora de los orígenes del conflicto político y muchas sugerencias sobre aquello a lo que debían atenerse quienes luchaban por terminar con el desorden corrupto de la época.
El gigante achicado
Las interpretaciones dominantes de las causas de la revolución inglesa tienden a hacerse eco del Behemoth de Thomas Hobbes. Hobbes argumentaba que una combinación de fanatismo ideológico, oportunismo y estupidez irracional había arrastrado al reino hacia la guerra. El reparto de la culpa que hace Hobbes es bastante democrático; acusa a los predicadores protestantes, al clero católico, a los librepensadores, a los republicanos, a los avaros comerciantes y a las masas ignorantes de seducirse unos a otros hasta terminar en un caos sangriento.
Lucy Hutchinson nos brinda retratos poco halagadores de los participantes de ambos lados del conflicto. Pero su interpretación de las causas no tiene prácticamente nada que ver con la de Hobbes. Desde el punto de vista de Hutchinson, el duradero equilibrio de fuerzas de Inglaterra —el rey en el ejecutivo y la nobleza en el legislativo— era inherentemente inestable. Durante cientos de años el sistema osciló entre estos dos polos. Pero los reyes, preocupados por derrotar a la nobleza, pasaron por alto el desarrollo de una amenaza más peligrosa. Enrique VIII había confiscado y rematado a todas las monarquías de Inglaterra cien años antes de la guerra civil. Esta redistribución de la riqueza alimentó una fuerza imparable: la nobleza progresista y los propietarios de la tierra. El lector moderno sacará provecho de ciertas precisiones sobre el rol de estos actores. La historiadora marxista Ellen Meiksins-Wood explica que
Los terratenientes ingleses y sus arrendatarios estaban interesándose cada vez más en el progreso de la agricultura y encontrando medios para mejorar la productividad del trabajo en respuesta a las presiones competitivas, especialmente mediante un uso innovador de la tierra, que planteaba la necesidad de redefinir los derechos de propiedad. Esto generó una dinámica histórica única de crecimiento autosustentable que distinguió nítidamente a Inglaterra de sus vecinos.
La riqueza acumulada por estos nuevos terratenientes, argumentaba Lucy Hutchinson, «inclinó la balanza claramente de su lado, y los dejó a la expectativa de una oportunidad de acumular el poder en sus propias manos». Las líneas de combate de Hutchinson no son principalmente ideológicas ni legales, sino económicas: «La clase media, los propietarios mejor capacitados, y los otros comunes, que no dependían de la maligna nobleza ni de la aristocracia, adherían al parlamento».
Hutchinson postula un determinismo económico visceral: la redistribución de la renta había plantado una especie de semilla «que estaba creciendo desde hacía muchos años» mientras la nobleza se «descomponía». De esta manera, la «caduca monarquía […] no tenía más que un último suspiro cuando todo el cuerpo del pueblo cayó rodando sobre ella». Los propietarios y sus defensores no podían tolerar ningún tipo de retroceso feudal porque esto socavaba sus nuevos intereses. Ahora ningún soberano estaba a cargo, la situación estaba a merced de la nueva relación de fuerzas.
No era exactamente un Marx de la nobleza
Hasta aquí el argumento de Hutchinson es bastante similar a la famosa tesis de Harrington de que fue la alteración del equilibrio de la propiedad lo que causó la guerra. Pero buena parte del «determinismo económico» de Harrington es póstumo. En realidad, Harrington apenas menciona tendencias o procesos económicos concretos.
El relato de Hutchinson es más sociológico. Mientras el pueblo justo de Hutchinson «rueda» sobre Inglaterra, está más obsesionado con la redistribución de la renta que con la república. «La causa de Dios», según el relato de Hutchinson, parece entablar un horrible parentesco con el «progreso mediante los cercamientos», es decir, la privatización creciente de las tierras comunales para obstaculizar los caprichos monárquicos y las reivindicaciones hostiles de los comunes.
Los propietarios de Hutchinson y sus defensores no son una fuerza con conciencia de clase en el sentido moderno. Están profundamente divididos, arrastrados por ambiciones mezquinas, e ignoran penosamente su enorme responsabilidad. Su colisión mortífera con la monarquía es inevitable, aunque no lo es su victoria. El determinismo económico de Hutchinson definitivamente no basta para convertirla en una precursora del materialismo histórico. En realidad era una calvinista devota que traducía las obras de Lucrecio el epicúreo. Fuera el movimiento de los átomos en el vacío, o la voluntad de Dios, la idea de que fuerzas invisibles determinan las relaciones sociales no era en absoluto polémica para nuestra autora, como tampoco lo eran los dilemas del libre arbitrio en un universo de este tipo.
La ideología religiosa juega un rol importante en todo esto, pero no es la ideología hobbesiana. Hutchinson duda de toda posibilidad de definir un conflicto en estos términos, y sugiere más bien que son los contrincantes económicos los que suelen vestir disfraces religiosos. Argumenta que, en todo caso, la religión retrasó el conflicto, mientras que las divisiones entre los propietarios —exacerbadas por la propaganda estatal protestante del púlpito— los distrajo de su competencia por el poder. Responsabilizar a los apasionados sermones por la guerra es confundir el efecto con la causa. Como dice Hutchinson, el humo sube por la chimenea antes de que las llamas crezcan.
La pólvora del pueblo
Cuando el impulso económico subyacente suma su fuerza a un conflicto político abierto es cuando se plantea realmente la cuestión del poder. En un pasaje famoso de sus Memoirs, el realista lord Newark y su entorno llegan a Nottingham para apropiarse de la pólvora del condado. Consciente de que podrían usarla contra los parlamentarios, John interviene. Entonces comienza una especie de extraña danza retórica. El primer argumento de John es de procedimiento: Newark carece de la documentación necesaria. Una vez rechazada esta táctica, John desplaza el eje hacia los derechos de propiedad: la pólvora es del pueblo y es él el que debe decidir. Newark simplemente repite su exigencia. Entonces la multitud furiosa irrumpe en la habitación y termina con este incómodo impasse. El verdadero equilibrio de fuerzas es explícito. Los realistas nunca tuvieron ninguna capacidad real de apropiarse de la pólvora. Ambos hombres habían fingido que había una autoridad legítima en Inglaterra, pero de pronto la violencia dejó en claro que había dos.
Este motivo del doble poder vuelve a surgir en otros momentos clave de las Memoirs. Cuando John enfrenta la cuestión fundamental de si debe firmar la sentencia de muerte del rey Carlos, no pondera la legalidad del regicidio ni considera los distintos sistemas de gobierno. En cambio, reflexiona sobre la incompatibilidad entre los intereses de los dos órdenes rivales. Negarse a actuar en contra de uno significa actuar a favor del otro.
La comparación que hace Hutchinson entre John y Moises cobra importancia en este punto: en el umbral de la libertad, cualquier cosa que no sea sofocar las fuerzas del faraón es profundizar la esclavitud. Pero los esclavos conquistaron la libertad después de cruzar el mar Rojo. ¿Qué quedará de la aristocracia progresista, los propietarios y sus arrendatarios una vez que Carlos suba al cadalso? Esta pregunta es pospuesta hasta el día siguiente a la ejecución. John recurre a la «protección de Dios» y firma con su nombre.
El experimento republicano inglés terminó siendo fatalmente faccioso. En la interpretación de Hutchinson emergen dos polos desastrosos. El primero es Oliver Cromwell y sus Grandes, que compiten exitosamente por un tipo de oligarquía republicana. La orgullosa independencia de Hutchinson es demasiado grande como para respaldar esta centralización brutal, y los condena como esclavos corruptos de su propia ambición. El segundo polo son los Cavadores, protocomunistas que «defienden la nivelación de todos los estamentos y atributos». No son menos perturbadores en la mirada de Hutchinson, que concebía los estamentos privados —supervisados por terratenientes de buen corazón comprometidos con la justicia de pobres y poderosos— como modelo de comunidad. Así que esta victoriosa Hutchinson —tan bien adaptada a la dinámica de poder del cambio revolucionario— termina siendo demasiado «virtuosa» como para abrirle paso a cualquier mundo nuevo. La monarquía recuperó el poder en 1660, después de que la dictadura de Cromwell colapsara con la muerte del dictador. John fue detenido por sospechas de complot contra el rey Carlos II y murió en la cárcel.
«Un fantasma etéreo que deambula por su tumba»
¿Hutchinson terminó arrepintiéndose de su rol en este fallido experimento republicano? Su poema épico, Order and Disorder, que es una reelaboración anacrónica del Génesis, nos brinda algunas pistas. En la interpretación de Hutchinson, Dios envía a una general mujer, la Divina Venganza, para que haga sentir su ira en Sodoma (una representación de la decadente corte real). A cargo de un ejército cadavérico, mientras el humo asfixia a los «cortesanos perfumados», la Venganza desciende en una carreta y quema los majestuosos palacios de los malditos. Hutchinson no se arrepiente de nada.
Y, de nuevo, Hutchinson se aleja de Hobbes. El «desorden» no es un estado salvaje de la naturaleza, sino la existencia corrupta de jerarquías creadas por los hombres. El «orden» es su destrucción y su reemplazo por algo natural, bueno y justo. Hay que pensar el esquema orden-desorden como una especie de «socialismo o barbarie» del primer movimiento revolucionario del capitalismo naciente.
La guerra de Lucy Hutchinson contra el desorden de la cobarde nobleza inglesa es un lío de paradojas. Hutchinson fue una elitista que estaba en contra de las jerarquías, una pagana que promovía el puritanismo y una política revolucionaria que denunciaba la situación de las mujeres en la vida pública. Pero sus obras conservan toda su agudeza, y nos recuerdan que las contradicciones económicas están en la base de la política y que tenemos que prepararnos para el momento en que la lucha nos plantee la cuestión del poder.
Durante la Restauración, Hutchinson se definió como un fantasma que acechaba las cárceles reales. Los cambios sociales de la revolución temblaron con el nuevo régimen, pero en 1688 el poder compartido terminó ahogando para siempre las ambiciones absolutistas. Hutchinson dejó importantes enseñanzas. Hoy ebrias de éxito, las fuerzas desenfadadas del desorden no pueden matar el fantasma de un mundo mejor.