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Manifestantes bolsonaristas ocupando la rampa del Congreso, en Brasilia, el pasado 8 de enero. (Marcelo Camargo, vía Wikimedia Commons)

¿Fue o no fue un intento de golpe de Estado?

Valerio Arcary discute los argumentos de quienes afirman que el alzamiento del pasado 8 no constituyó un intento de golpe de Estado. Una adecuada caracterización de los hechos es clave para avanzar con el proceso criminal contra los culpables.

La falta de cuidado es más perjudicial que el conocimiento.

Sabiduría popular portuguesa

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Existe una controversia sobre la naturaleza del 8 de enero. El debate requiere cuidado. No se reduce a la discusión comparativa de similitudes y diferencias entre la invasión palaciega bolsonarista y el ataque impulsado por Donald Trump al Capitolio estadounidense del 6 de enero de 2019. El centro de la controversia más seria es si el 8 de enero fue o no un intento de golpe de Estado y si hubo o no complicidad de oficiales de las fuerzas armadas. Quienes discrepan de la caracterización del 8 de enero como un levantamiento golpista son en su mayoría liberales, pero la tesis también tiene audiencia en círculos de izquierda. Destacan que: (a) los fascistas brasileños no eran más que unos pocos miles, en una marcha caótica y, aparentemente, acéfala; (b) sería delirantemente irreal creer que una invasión desarmada de edificios públicos podría ser suficiente para derrocar al gobierno de Lula; y (c) el objetivo de la manifestación no podía ser otro que dar visibilidad a la impugnación del resultado electoral, a través de una manifestación de protesta radical.

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Esta línea de análisis comete dos errores de método: (a) ignora la extrema gravedad de los hechos y lo que realmente sucedió, es decir, una semi-insurrección que atacó los tres edificios que simbolizan el poder de la República, que sólo se retiró, tres largas horas después, cuando fueron desalojados por la fuerza. A esto se suma el intento de los camioneros de bloquear nuevamente las carreteras y reunirse en la puerta de las refinerías para impedir la salida de combustible; (b) devalúa como irrelevante lo que los propios manifestantes pensaban sobre lo que estaban haciendo. La manifestación se convocó inequívocamente bajo el lema de la lucha por el poder. No hay otra forma de describirla, entonces, que como un intento de golpe de Estado. Esta caracterización es fundamental en un proceso penal contra de los culpables.

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Los que marcharon hasta los tres Palacios, escoltados por la Policía Militar de Brasilia, grabaron innumerables videos en los que declaraban su objetivo. Estaban convencidos de que la invasión a la Cámara de Diputados y, sobre todo, al Tribunal Supremo y al Palacio de Planalto contaría con el apoyo de decenas de millones de votantes bolsonaristas y sería el detonante de una intervención militar. Podemos considerar que era una expectativa descabellada. Pero esa fue la apuesta política que abrazaron. Menospreciarla, despreciarla o ignorarla no es sólo un error de análisis. Es omnipotencia o deshonestidad. El peligro de la presunción es fatal en el estudio de la lucha social y política. Es una trampa teórica muy común en la escuela liberal, pero imperdonable entre los marxistas. Masas inconscientes «manipuladas» por direcciones «ocultas» habrían sido arrastradas a acciones «enloquecidas». Sólo una visión conspirativa de la historia ofrece respaldo a este tipo de análisis. La premisa de este método es que quienes llevaron a cabo el levantamiento contrarrevolucionario para la imposición de una dictadura militar «no sabían» lo que hacían. Pero los dirigentes liberales cultos y educados «saben».

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El argumento más sólido, aunque erróneo, de quienes discrepan de la interpretación de que fue un levantamiento para la toma del poder es que la semi-insurrección fue fácilmente derrotada. En otras palabras, juzgan la naturaleza del acontecimiento por sus resultados. El resultado de un conflicto merece ser tenido en cuenta al momento de la evaluación pero no debe ser el factor más importante del análisis. Las luchas sociales deben evaluarse teniendo en cuenta cuatro criterios principales, aunque no excluyentes: (a) cuál es su programa, es decir, cuáles son las reivindicaciones que impulsan la movilización; (b) cuál es el sujeto social que se pone en marcha; (c) de quién es el liderazgo, individual o colectivo, en definitiva, quién es el sujeto político que toma la iniciativa; y finalmente (d) cuáles son sus resultados o consecuencias.

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Quienes reducen el análisis a los efectos hacen teleología, una forma de pensamiento mágico que anula el grado de incertidumbre que siempre está presente en cualquier lucha social y política seria. Siempre existe, en mayor o menor medida, un campo de posibilidades. Pero estos criterios son sólo una referencia teórica. Lo más importante son los hechos. Un análisis serio debe ser siempre un análisis concreto. Los cuatro criterios previos deben estar presentes para construir una síntesis sobre lo que realmente ocurrió y, sobre todo, sobre su significado. El 8 de enero fue el acontecimiento más contrarrevolucionario en Brasil desde el golpe de 1964. Mucho más reaccionario y peligroso que las movilizaciones reaccionarias inspiradas por el Lava Jato que culminaron en el golpe institucional contra Dilma Rousseff. Fueron la antesala de una amenaza de guerra civil.

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Todo lo que sabemos hasta ahora, porque todavía hay mucho por descubrir, indica que fue un intento de golpe de Estado que apostó por la movilización en Brasilia, en las carreteras y en las refinerías como chispa de una intervención militar para derrocar al gobierno de Lula. Los protagonistas fueron unos pocos miles de personas de mediana edad, de estratos medios junto a un sector lumpen, predominantemente varones y blancos, con fuerte presencia de militantes fascistas, policías, militares y familiares, organizados a través de las redes sociales por un grupo de empresarios vinculados al agronegocio, que tenía como dirección un ala de la extrema derecha inspirada en el bolsonarismo. Sabemos que la increíble facilidad con la que llevaron a cabo las invasiones sólo fue posible porque hubo colaboración policial y militar, antes, durante y, no menos importante, después del vandalismo, favoreciendo su huida en masa. Todo indica que sucedió con la protección de los oficiales militares, si no con la del propio Comandante del Ejército.

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Lo que define a una insurrección, técnicamente, es el asalto al poder, no el número de insurgentes. En las manifestaciones para las Elecciones Directas de 1984, cuando la población económicamente activa se estimaba en cuarenta millones, entre tres y cuatro millones de personas, si no más, salieron a la calle durante tres meses. Y no fue un movimiento insurreccional. Fue derrotado, las elecciones presidenciales no se celebraron hasta 1989 y Figueiredo cumplió su mandato hasta el final. En el movimiento Fora Collor de 1992, varios millones de personas salieron a la calle en menos de dos meses. En las protestas de junio de 2013, las estimaciones más prudentes cifraron en millones el número de personas en el punto álgido de la protesta callejera. No fueron movilizaciones insurreccionales. Incluso las manifestaciones reaccionarias de 2015/16 en apoyo al golpe institucional disfrazado de impeachment contra Dilma Rousseff sacaron unos cuantos millones a la calle, pero no fueron insurreccionales. El 8 de enero lo fue.

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Una insurrección desarmada tiene muchas menos posibilidades de triunfar, pero no por ello deja de ser una insurrección. Creían que el golpe triunfaría. Esperaban que los tanques salieran a la calle. Estaban convencidos de que la Fiesta de Selma era la señal de «Selva», la hora de la intervención militar, es decir, que columnas de tanques «imbatibles» se unirían a ellos. El cálculo que inspiró el levantamiento del 8 de enero es que luchaban bajo la protección de la policía y las Fuerzas Armadas, que son las instituciones que tienen el monopolio de las armas. Esta expectativa o fe explica la asombrosa confianza que se refleja en las selfies y vídeos.

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Cuando un levantamiento no tiene una dirección que asuma públicamente la responsabilidad, es una semi-insurrección. Pero la acefalía del 8 de enero no oculta la responsabilidad del movimiento bolsonarista ni encubre la responsabilidad de los oficiales de las Fuerzas Armadas que lo protegió. El hallazgo del borrador que podría servir para la ocultación «legal» de un golpe de Estado en la residencia de Anderson Torres deja claro quién estaba detrás. Que hayan sido derrotados, incluso con relativa facilidad, no disminuye el peligro que representan si la investigación no concluye con el procesamiento de todos los organizadores e inspiradores, en particular de Bolsonaro, y con una condena a prisión.

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El peligro persiste, porque hay varios tipos de derrotas. Del mismo modo que sería un error devaluar las victorias políticas de la última semana, también lo sería ignorar que el mayor reto está ante nosotros. Los sondeos de opinión disponibles hasta ahora son a la vez alentadores y preocupantes. Si bien confirman un cambio favorable en la relación política de fuerzas, a través del aislamiento del bolsonarismo en la superestructura institucional, incluso en el Congreso, también sugieren que la relación social de fuerzas aún no ha cambiado cualitativamente. El peso social del bolsonarismo sigue siendo inmenso, por desgracia, incluso en segmentos de la clase obrera. El gobierno de Lula debe ser consciente de que la represión debe ser implacable, pero también de que no es suficiente. Tendrá que avanzar, y rápido, con medidas urgentes de impacto que mejoren las condiciones de vida de las masas populares.

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Publicado en Artículos, Brasil, Conservadurismo, Crisis, Estado, homeIzq, Ideología and Política

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