El 15 de septiembre el Parlamento Europeo votó a favor de calificar a uno de los Estados miembros de la Unión Europea, Hungría, de «autocracia electoral», es decir, que ha dejado de ser una verdadera democracia. Casi el 80% de los legisladores aprobaron un informe que denunciaba al gobierno del primer ministro de extrema derecha Viktor Orbán por sus «esfuerzos deliberados y sistemáticos» para eliminar todos los límites a su autoridad. El documento citaba el amiguismo, los ataques a la independencia de los medios de comunicación y del poder judicial, y los persistentes ataques a los derechos de los inmigrantes y del colectivo LGBT.
Los juicios incluidos en el informe se basaban en distintos criterios de democracia: el Estado húngaro no solo no había garantizado procesos electorales justos, sino que también había socavado las ideas liberales e igualitarias de ciudadanía. Los conservadores pro-Orbán se apresuraron a insistir en que esta última cuestión era la que realmente importaba. Para Rod Dreher, del American Conservative, había un mensaje para Estados Unidos: «Siempre que las elecciones produzcan resultados que no gusten a las élites, será declarado antidemocrático —y aquellos que defiendan al bando ganador serán considerados por Washington y las élites tecnológicas y financieras como “amenazas a la democracia”».
La idea de enfrentarse a las élites tecnológicas y financieras es hoy un pilar de la política de derechas, incluso en boca de multimillonarios como Donald Trump. Uno de los pocos partidos que rechazó el informe sobre Hungría fue el Fratelli d’Italia de Giorgia Meloni, un partido de orígenes neofascistas que mantiene desde hace tiempo estrechas relaciones con Budapest. En el momento de la votación en el Parlamento Europeo, su coalición de derechas iba camino de obtener la mayoría de escaños en las elecciones generales italianas del 25 de septiembre, y muchos comentaristas respondieron con sorpresa al voto de su partido en defensa de Orbán. ¿Por qué adoptar una postura ideológica al lado del impopular líder de un pequeño actor en la política de la UE en lugar de hacerlo por «interés nacional» o basándose en el oportunismo electoral?
La reacción se debió especialmente a la idea de que el voto había perjudicado los intentos de Meloni de situarse en la corriente política dominante. Había pasado gran parte de la campaña insistiendo en que continuaría con la política económica y exterior básica aplicada por el gobierno saliente, dirigido por el exjefe del Banco Central Europeo Mario Draghi. El último gabinete italiano presidido por un tecnócrata de carrera, el gobierno de Draghi reunía a todos los principales partidos, desde la centroizquierda hasta la derecha dura, excepto Fratelli d’Italia.
Sin embargo, aquí radica la paradoja. Como principal fuerza de la oposición, Meloni se presentó con la promesa de romper lo que llamó una eterna «hegemonía de la izquierda», refiriéndose aquí al Partido Democrático, que había sustentado una serie de gobiernos tecnocráticos y de gran coalición. Fratelli d’Italia se fundó en 2012 en oposición a una administración anterior de «unidad nacional» que Draghi había ayudado a impulsar, y en los últimos dieciocho meses esta postura parece haberla ayudado a ganarse a los votantes descontentos de otros partidos de derechas que sí se unieron a la administración de Draghi. Sin embargo, su promesa de dejar que los italianos decidan se alió con un énfasis en las continuidades inquebrantables: las áreas políticas vedadas a la elección democrática.
Tecnosoberanismo
Italia es mucho mayor que Hungría tanto en población como en PIB, y fue miembro fundador de la UE y de la eurozona. Sin embargo, gracias a décadas de presupuestos austeros y escasa inversión pública, es el Estado miembro más endeudado.
Italia, tercera economía de la eurozona, tiene un potencial desestabilizador mucho mayor que Hungría. Sin embargo, el modelo político que se está diseñando en Italia, tras la victoria electoral de Meloni y sus aliados de derechas, tiene poco que ver con Italexit o, de hecho, con sacudir el poder de los poderosos. Para Gilles Gressani, de Le Monde, se trata más bien de «tecnosoberanismo»: «el producto de una síntesis entre la integración de un enfoque tecnocrático, la aceptación tanto del marco geopolítico de la OTAN como de su dimensión europea, y una insistencia en valores extremadamente conservadores y marcos neonacionalistas».
Esto nos lleva al silbido identitario inherente al ataque a las «élites tecnológicas y financieras». Fratelli d’Italia no solo defiende los ejes fundamentales de la economía neoliberal, sino que incluso promete respetar dogmas como los límites de gasto y déficit fijados por el Pacto Fiscal Europeo, impuesto en plena crisis de la deuda soberana en 2012. El argumento de Gressani apunta precisamente a esta contradicción en el «mainstreaming» de Meloni: la extrema derecha que lidera acepta estos duros límites a sus acciones incluso cuando acusa a varios oponentes domésticos («lobbies LGBT», ONG de rescate de inmigrantes, supuestos comunistas) de socavar el tejido de la identidad nacional.
Cuando Meloni intervino en la CPAC (la Conferencia de Acción Política Conservadora) en Orlando, Florida, el pasado febrero, insistió precisamente en esta dimensión: se negó a ser «parte de su corriente principal», la «derecha atada con correa», insistiendo en que «la única forma de ser rebelde es ser conservador».
Esta combinación de posturas no es del todo nueva: ya en la década de 1990, como parte del gobierno de Silvio Berlusconi, el partido postfascista Alleanza Nazionale abandonó en gran medida sus pretensiones asistencialistas. El erudito de la derecha radical Herbert Kitschelt habló entonces de una «fórmula ganadora» de economía de libre mercado y nativismo. Aunque el neoliberalismo de las últimas cuatro décadas siempre ha requerido intervenciones estatales para reordenar los mercados laborales y la inversión pública, la crisis financiera y la pandemia han puesto este elemento en primer plano, endureciendo un marco ideológico «nacional» frente al triunfalismo sobre los efectos de la globalización.
En una conferencia de Fratelli d’Italia en abril, el exministro de Finanzas de Berlusconi, Giulio Tremonti, declaró la muerte de los delirios «globalistas» de la «República Internacional del Dinero», al tiempo que abogaba por una política nacional de reindustrialización basada en desgravaciones fiscales para las empresas que inviertan en reestructuración.
Podríamos discutir si el «soberanismo» sigue siendo una descripción apropiada de esta política, al menos en la medida en que este término se refiere a la soberanía popular. Como señala el politólogo Daniele Albertazzi, Meloni ha aceptado que es imposible gobernar Italia contra los mercados financieros o contra la voluntad de la Comisión Europea no elegida. Una política así afirma explícitamente, como horizonte a largo plazo, un capitalismo más nacional, desvinculando las economías europeas de la energía rusa y las manufacturas chinas. Sin duda existen dudas sobre si esto es realista. Pero más que eso, el principal impulso de la política es interno: pretende explícitamente distribuir los ingresos lejos de los desempleados y los inmigrantes, y hacia los «productores». Reconoce que los exportadores sufren décadas de caída de la inversión pública y la presión de los costes de la moneda única europea, y promete ayudarles ofreciéndoles recortes fiscales.
La UE no es incompatible con el nacionalismo, sino que lo refuerza al organizar la competencia entre capitales nacionales. Esto es más notable en el caso de la propia Hungría. Se ha convertido en un destino privilegiado para la fabricación alemana de automóviles, lo que a su vez permite a Orbán prometer a los trabajadores que les protegerá de la competencia de rivales extranjeros. Si el capital está interesado en la estabilidad del Estado de Derecho y la pervivencia de las instituciones de la UE, las medidas de Orbán aún no han provocado la alarma suficiente para que se marche. Ahora le toca a Italia tener un gobierno dirigido por la extrema derecha, que promete defender el «interés nacional» frente a los «globalistas y comunistas» que «pretenden destruir nuestra civilización». Los planes de Fratelli d’Italia se enfrentan a grandes obstáculos, entre ellos la inminente crisis energética y la probable recesión. Pero si lleva a cabo su programa, será como parte del neoliberalismo europeo, no como alternativa a él.