Si algo define el mundo político contemporáneo es la diferencia entre llegar al gobierno y tener el poder. Esta distinción es más manifiesta cuando gobiernan sectores que están en los márgenes del consenso dominante. En esos casos vemos con mayor claridad cómo el horizonte de lo posible es limitado y el modo en que opera el poder de veto de los grupos oligárquicos dueños del capital y de los aparatos mediáticos constructores de sentido común. La clave para hacer frente a esto comienza por identificar la articulación entre los tres poderes dominantes en toda sociedad: político, económico e ideológico. A partir de allí, es posible caracterizar las estructuras que configuran las subjetividades mayoritarias y, en gran medida, determinan los límites de «lo posible».
Lo anterior conduce a preguntarnos qué lógicas de poder y qué privilegios concretos se han institucionalizado y convertido en sentido común en el actual capitalismo financiero neoliberal. Quienes buscamos cambiar la realidad en favor de una libertad e igualdad verdaderas e insistimos en que la solución a los problemas del mundo contemporáneo debe ser construida por fuera del consenso dominante tenemos como primera tarea desentrañar ese laberinto.
Fundamentos de la hegemonía neoliberal
Dice Wendy Brown (2016) que la «razón neoliberal», en tanto centrada en una idea de libertad que se entiende solo en sentido de competencia económica, individualiza de manera radical. Desde que, a partir de los años 70 del siglo pasado, el proyecto neoliberal se impuso como nuevo régimen de gobierno en el contexto del capitalismo liberal, el individualismo exacerbado se constituyó en elemento característico de las subjetividades mayoritarias. O, en palabras de Villacañas (2020), en lo único que dice verdad frente a una política que perdió aleturgia. Lo político, por cuanto remite a lo colectivo, a ese «estar entre muchos» de Arendt, pierde valor cuando la libertad se asume como una cuestión de competitividad en clave de rendimiento económico. Porque, de ese modo, es la facticidad económica (guiada por el competir) lo único que reviste legitimidad a ojos del individuo.
El siglo XIX vio cómo liberalismo y capitalismo se articulaban a través de la ideología propietarista, derivando en un liberal-conservadurismo como rechazo a la libertad democrática y la igualdad sustancial. Así dejó atrás a figuras como Adam Smith, quien siempre criticó una sociedad en la que el poder de los muy ricos se impusiera a las instituciones, o incluso a liberales como Stuart Mill, Hobhouse y Hill Green, quienes abogaron por articular las libertades individuales liberales en un marco social donde la riqueza excesivas que no tuviese utilidad social fuera limitada por el Estado. Así se abrió paso una ideología liberal que, más que la libertad, defiende los derechos de propiedad de los ricos. De ahí una de las claves ideológicas e históricas del neoliberalismo, el cual debe leerse como la síntesis entre el pensamiento liberal-libertario del siglo XX —Mises, Hayek, Friedman— y sectores ultraconservadores, defensores a ultranza de las «costumbres» (que, en el contexto de sociedades como la estadounidense, tienen un fuerte contenido esclavista y racista).
La exitosa articulación entre élites económicas y sectores políticos conservadores resultante encontró en los postulados teóricos del neoliberalismo el fundamento discursivo que los condujo a la dominación cultural y política. Del capitalismo con anclaje social del New Deal, en el que la mayor carga fiscal recaía sobre las rentas altas, se pasó al marco desregulatorio del capitalismo financiero, caracterizado por el desmonte del pacto capital-trabajo que había posibilitado el crecimiento de una clase media fuerte con derechos sociales garantizados. Todo esto, claro está, fue posible gracias a la derrota de las diversas formas de resistencia al capitalismo salvaje: comunistas, socialistas y socialdemócratas. Dicha derrota profundizó el desbalance entre propietarios y no propietarios hasta configurar una sociedad de sindicatos debilitados y extremo individualismo en la que el malestar tiende a traducirse en términos reaccionarios. La hegemonía cultural neoliberal añadió un límite subjetivo a las dificultades estructurales para el surgimiento de una alternativa política.
Ese es el antecedente de la estructura ideológica hoy dominante, la cual refleja la existencia de un 1% cada vez más rico (como muestran todos los estudios sobre crecimiento de la desigualdad en los últimos 30 años), de unas clases medias precarizadas y unos sectores populares —el 50% más pobre— prácticamente sin nada. Sin embargo, estos dos últimos grupos representan el principal soporte ideológico del primero; esto se debe a la difusión de dispositivos discursivos como el de la meritocracia, que básicamente vienen a decir que si muy pocos acaparan casi todo se debe a que hicieron mérito para ello (y que, por tanto, esa situación es deseable para el «progreso»). Así se naturaliza la desigualdad al tiempo que se despolitiza la sociedad, constituyendo a la política en un ámbito improductivo desde un punto de vista economicista y específicamente corrupto desde una óptica moral.
Estructura ideológica
Antes señalamos la que consideramos es una de las claves ideológico-políticas del tiempo actual: que el malestar social tiende a una traducción reaccionaria. Este es un elemento central para entender tanto las configuraciones sociales contemporáneas como las claves del conflicto político de hoy. Porque son las derechas y ultraderechas las que conectan con mayor eficacia con el sentido común de época. El discurso conservador de corte tradicionalista, así como el discurso neofascista vehiculizado por el populismo reaccionario, conectan de manera orgánica con sentidos comunes mayoritarios donde el hiperindividualismo y el antizquierdismo forman parte de aquello que simplemente «es así».
El quid del asunto está en cómo esas concepciones del mundo derechizadas se reproducen en redes sociales y medios de comunicación tradicionales ocultando sus fundamentos ideológicos e intenciones políticas. En tiempos de despolitización, este es un factor fundamental para generar efectos de verdad, ya que lo político remite a cosas negativas que suelen ser rechazadas. Por el contrario, los discursos de izquierdas en general, que hablan de cosas «ideológicas» como la desigualdad y la justicia social, tienden a quedar relegados al ámbito político, esto es, a lo que no dice verdad con efectividad. La estructura ideológica actual es constitutivamente antizquierdista. Por eso el discurso progresista suele quedar excluido del sentido común, porque el consenso dominante lo excluye deliberadamente.
No hay nada, pues, de «natural» u «objetivo» en mucho de lo que nos transmiten como mera información los medios de comunicación y los «expertos» mediáticos. Tampoco en lo que circula en redes sociales dominadas por el «imperativo extractivo» de un «capitalismo de la vigilancia», en el que los algoritmos tienden a crear nichos de confirmación según nuestros sesgos, miedos y deseos. Creyendo que vemos la realidad desde nuestras cuentas de Facebook, Twitter e Instagram, lo que estamos viendo realmente es un espejismo de confirmación (Zuboff, 2020). Porque así funcionan los algoritmos de las empresas tecnológicas: segmentan en nichos según los datos que extraen de nuestro comportamiento en internet en busca de la mayor rentabilidad.
Y si las redes determinan mucho de lo que creemos es lo real, pues esa realidad que naturalizamos en el hablar cotidiano, en espacios que creemos exentos de ideología y política, es falsa consciencia en el sentido marxista del término. Es decir que oculta los mecanismos de dominación que estructuran el mundo en el que vivimos, vuelve invisible al poder real que nos rige. En el contexto del capitalismo financiero sin anclaje social actual, ese poder lo ejercen minorías cada vez más ricas a expensas de la precarización de sectores medios y exclusión absoluta de mayorías humildes.
Sin embargo, la captura subjetiva que provoca el neoliberalismo hace que buena parte de las víctimas de esta forma de hegemonía no solo reproduzcan su dominación cultural. Más aún: cuando surgen crisis, exigen soluciones en las claves neoliberales de reducción de lo público, anulación de la política y profundización de mecanismos privatizadores. Y lo hacen desde un deseo de goce, donde sus intereses simbólico-ideológicos chocan claramente con sus intereses materiales-objetivos. En este aspecto el miedo y la incertidumbre se tornan decisivos. Al calor de guerras, la amenaza climática y las disrupciones tecnológicas, el individuo se ve pisando sobre un suelo inestable. La búsqueda de alguna certidumbre deviene en una cuestión de supervivencia y, como vemos cada vez más claro en los resultados electorales, cree conseguirla en las ideas conservadoras que, en medio de un mundo conocido que desaparece, son eficaces a la hora de brindarle certezas.
Hoy día significantes de conservación como la defensa de la familia, la patria y los valores emergen con fuerza ideológica decisiva. Por ello vemos a figuras como Bukele, Trump, Bolsonaro y ultraderechas europeas constituirse en los principales factores de movilización y generación de efectos de verdad en sus sociedades. Desde discursos reaccionarios y violentos que en clave de «paz negativa» prometen acabar de un plumazo con la incertidumbre, conectan orgánicamente con esa necesidad de conservación de las personas. Estas derechas, de distinto signo, están politizando el miedo con mucha eficacia; están logrando que la cotidianidad de cada vez más gente gire alrededor de los marcos discursivos que ellas promueven.
Tan pronto llegan al gobierno, articulan aquella dominación cultural con la dirección política desde el Estado. Por eso ningún ultraderechista como Trump o un populista neoliberal como Bukele son realmente outsiders: hacen parte del consenso; no son un elemento exterior al mismo. Y esta es la razón que explica por qué ninguno de estos personajes recibe, al final, una oposición clara del sistema hegemónico sino solo de algunas partes de éste. Nada más opuesto a lo que sucede con los líderes que simpatizan con la izquierda, que nada más acercarse al poder son atacados de forma compacta por los poderes económicos y mediáticos y sus portavoces políticos. Para pruebas bastan los casos de Syriza en Grecia, Podemos en España, Petro en Colombia, Sanders en Estados Unidos o los líderes del ciclo progresista latinoamericano anterior que hoy son objeto de lawfare en toda América Latina. Quien pretende operar fuera del consenso ideológico no solo tiene más difícil circular su discurso con efectividad, sino que será perseguido por los aparatos del poder realmente existente.
Un consenso contra la desigualdad
Para disputar en mejores condiciones el actual consenso neoliberal debemos centrarnos en el fundamento ideológico de su preeminencia. En lo que ha logrado en cuanto a capturas subjetivas y despolitización de sus objetivos. Y no podemos dar esa disputa diciendo simplemente la «verdad», porque en política las razones precisan ser construidas. Sería un error regresar a formas discursivas del siglo XX cuya capacidad de decir verdad radicaba en su vínculo con configuraciones sociales que ya no existen. En tiempos de desindustrialización, capitalismo financiero y precariedad, donde ya no es decisiva la lógica de solidaridad entre trabajadores (pues éstos se ven obligados a competir entre sí por la tercerización), debemos dar la batalla por el sentido común desde otros registros. A continuación, dos claves fundamentales en esa vía.
En primer lugar, la politización del miedo. Ese no puede ser un ámbito exclusivo de las derechas y las ultraderechas; el progresismo, las izquierdas, deben disputarlo. En un tiempo histórico como el nuestro, definido por la incertidumbre, el miedo es un factor que siempre estará ahí. Y para politizarlo en sentido liberador es indispensable conectar con los significantes de autopreservación que estructuran las reacciones de mucha gente. Las izquierdas deben trabajar en la reapropiación de significantes como soberanía, patria y valores para reubicar su significado en coordenadas ideológicas progresivas.
Debemos aprender de nuestro enemigo, de su capacidad para conectar con la gente de a pie. Solo así podremos construir aquella dirección ético-moral de la que nos hablaba Gramsci. Las derechas y ultraderechas se sienten cómodas si las izquierdas solo se dedican a hablar de cambios lejanos y reformas distributivas; se desubican, en cambio, cuando cambiamos los términos de la conversación. Tenemos que centrarnos más en el abordaje de esas ideas, tradiciones e instituciones que, efectivamente, está bien que se mantengan. Así podremos dar cauce dentro de nuestros marcos políticos e ideológicos a la normal necesidad de conservación que surge en el mundo en crisis en el que vivimos.
En segundo lugar, es imperativo que desarrollemos una operación ideológica dirigida a crear un consenso anti-desigualitario. Que desnaturalice la desigualdad y ponga en el centro de la discusión los fundamentos ideológicos y políticos que la sostienen. Como muestra Piketty (2020), en los Estados Unidos hubo un consenso a favor de que las grandes rentas pagaran altos impuestos. Entre 1948-1980, época de la mayor prosperidad histórica en este país, se cobró un impuesto a las rentas más altas que llegó al 90%. Bajo el consenso neoliberal de hoy, aquello sería calificado como robo, tildado de comunista o acusado de desincentivar el espíritu emprendedor individual. Más allá de esto, este simple caso ilustra cómo la narrativa que naturaliza la desigualdad no es una esencia cultural, sino producto de procesos políticos e ideológicos contingentes (que, a su vez, cristalizan luego en leyes, instituciones y se vuelven finalmente sentido común).
Debemos dar esa disputa anti-desigualitaria, además, identificando las fisuras y promesas incumplidas de la ideología neoliberal desde las que podamos abrir otros horizontes interpretativos. Porque la desigualdad no es un designio de la naturaleza humana. Cada época histórica, según su consenso ideológico-político dominante, define hasta dónde permitir que unos pocos concentren mayor poder económico y político. Ningún Estado pudo desarrollarse con ingresos fiscales inferiores al 30 o 40% (Linder, 2014). Sin un Estado fuerte que asuma responsabilidades sociales y pueda anclar socialmente el mercado, ninguna sociedad ha logrado bienestar y calidad de vida. Fue a mediados del siglo XX, en un contexto de altos impuestos, derechos sociales y regulación del mercado, que bajo el capitalismo se pudo disminuir la pobreza. Es decir, cuando el capitalismo asumió parte de lo que siempre fue el marco teórico, ideológico y político del socialismo y comunismo.
Esos son hechos irrefutables que debemos convertir en razones políticas y, a la postre, en sentido común. Porque ya es suficiente de la mitología liberal-capitalista promercado, según la cual todo se lo debemos al capitalismo y a lo privado incluyendo las libertades. La ideología liberal-libertaria, madre del neoliberalismo, ha logrado hacer de mitos propios del pensamiento mágico (como esas ilusiones de la «mano invisible» y el «libre mercado») verdades técnicas e históricas. Y ello porque han trabajado sobre el sentido común siendo más gramscianos que los gramscianos mismos. Ahora debemos responder. Creemos esa legión de youtubers, generadores de contenidos, intelectuales orgánicos y, en suma, poder mediático que nos permita correr el horizonte de lo posible para que las grandes mayorías asuman, de manera orgánica, que sí hay un más allá de lo actualmente existente. Solo con una alternativa al capitalismo neoliberal podremos salvar al planeta de la lógica suicida que impone este sistema inhumano e irracional.
Referencias
Alemán, Jorge (2016) Horizontes neoliberales en la subjetividad. Buenos Aires: Grama.
Brown, Wendy (2016) El pueblo sin atributos. Barcelona: Malpaso.
Calcaño, Elvin (2021) «La razón neoliberal como fundamento de tendencias antidemocráticas y antipolíticas en sociedades contemporáneas». El banquete de los Dioses, (9), pp. 313-338.
Linder, Peter (2014) Growing Public. Cambridge: Cambridge University Press.
Piketty, Thomas (2019) Capital e ideología. Barcelona: Planeta.
Villacañas, José Luis (2020). Neoliberalismo como teología política. Madrid: Ned.
Zuboff, Shoshana (2020) La era del capitalismo de la vigilancia. Madrid: Paidós.