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La senadora Jessica Ramos da una rueda de prensa sobre la mejora de las condiciones laborales en los salones de uñas de NY. (Foto: NYS Senate Media Services)

Feminismo latinoamericano en Nueva York

En unas reñidas elecciones por la gobernación de Nueva York, los demócratas apostaron por el feminismo de élite. Pero el mapa actual de las candidaturas distritales muestra una eclosión de mujeres de distinta procedencia y con otras formas de hacer.

Han pasado tres semanas desde la llamada a las urnas de las midterms en los Estados Unidos, calificadas por expertos y periodistas como las más extrañas de los últimos años. Por una parte, el recuento de votos a nivel nacional ha resultado interminable y, por otra, lo ajustado del resultado impide trazar lineamientos claros sobre lo que vendrá.

Sin que se caracterice por ser uno de los Estados llamados a cambiar las tornas, el resultado de Nueva York puede leerse con atención por varias razones. En las tres últimas elecciones generales, el Partido Republicano —encabezado por Donald Trump para los comicios de 2016 y 2020— no superó el 37,7%; sin embargo, ganó un 2,5% entre 2012 y 2020. Una tímida tendencia al alza contraria a la del Partido Demócrata, histórico favorito en el Estado, que entre las candidaturas de Barack Obama y Joe Biden fue castigado con la pérdida de ese margen electoral.

A boca de urna, las encuestas mostraron una ciudadanía preocupada por la inflación y las derivas de la economía, el precio de la vivienda, el derecho al aborto, el acceso a la sanidad universal y el aumento de la delincuencia. La seguridad ciudadana fue el mantra preferido de los conservadores en tanto que actúa visceralmente como mecanismo de control. 

El candidato republicano a Gobernador, Lee Zeldin, derrotado por casi seis puntos por su contrincante, la demócrata Kathy Hochul, promovía en octubre la declaración de un estado de alarma inminente contra la delincuencia si resultaba elegido. Ese mismo mes, Hochul, todavía en el cargo como reemplazo de Andrew M. Cuomo y que tras el 8 de noviembre se ha convertido en la primera mujer en ser elegida para el cargo, anunciaba un paquete de 28 millones de dólares para el control de armas de fuego y la prevención de la violencia en siete ciudades del Estado. Porque lo cierto es que desde 2019 las agresiones con resultado de muerte han aumentado más de un 30% en la ciudad, y los delitos menores se han incrementado en un 24%. La drogadicción en las calles, contagiadas de la epidemia de fentanilo que atraviesa el país a ritmo creciente, arrastra a la destrucción y a la muerte por sobredosis a miles de personas cada año.

Mientras tanto, la ciudad sigue siendo una mole inmensa que no deja a nadie indiferente. Los rayos de sol se cuelan por las escuálidas ranuras entre los rascacielos de Manhattan. Quienes sobreviven sin hogar se protegen del frío recostados sobre las alcantarillas de las que emergen cálidas nubes de vapor. Las sirenas de policía, los cláxones y las luces de neón solo menguan cuando el ritmo frenético se diluye en las calles de casas bajas de los barrios más apacibles. La vida cultural se renueva con avidez y pivota como tabla de salvación en medio de tanta locura. Pero en Nueva York también anidan movimientos políticos que alimentan la esperanza. Acciones y nombres a los que conviene mirar con lupa para hacerlos distinguibles entre tanto ruido y caos.

El día anterior a los comicios, la periodista Liza Featherstone publicaba en Jacobin Magazine un artículo titulado Girlboss Politics Won’t Beat the Right, traducible como La política de las Jefas no derrotará a la derecha, en el que analizaba uno de los actos finales de la campaña de Kathy Hochul, entonces gobernadora sustituta de Cuomo, luego candidata y ahora ajustadísima vencedora en la reelección. El texto de Featherstone funcionaba como una crítica conveniente en tanto que invitaba a revisar el enfoque elitista de un discurso alejado de los avatares cotidianos de la gente. Y también como una reflexión respecto al papel del feminismo y del liderazgo detentado por mujeres. Un análisis que me permito continuar fuera del espacio donde surgió, extendiendo y complejizando las disyuntivas sobre el posicionamiento político y las tensiones con otras representantes del panorama actual.

Al acto en cuestión acudieron Hillary Clinton y Kamala Harris en apoyo a Kathy Hochul. Featherstone cuestionaba acertadamente todo en relación con la campaña. En primer lugar, la ausencia de un programa electoral contundente con medidas para proteger a los sectores más vulnerabilizados de la ciudad y, segundo, las fórmulas vacías que emplearon las tres para dirigirse a la concurrencia. Incluso sin conocer los detalles de las midterms, es indiscutible que se trata de tres figuras políticas con perfiles que podríamos calificar de tradicionales, forjadas en una época reciente que se caracterizó por preceptos caducos de los que no estamos precisamente orgullosas.

Sin embargo, el mapa actual de las candidaturas distritales demuestra una eclosión de mujeres de distinta procedencia y con otras formas de hacer. Algunas involucradas en la política de partidos, otras provenientes del activismo de base y de nuevas organizaciones progresistas. La irrupción en 2018 de una figura como Alexandria Ocasio Cortez no es un hecho aislado en lo que podría ser un cambio de paradigma en gestación, protagonizado por una serie de mujeres con trayectorias fundadas en las calles. Mujeres que no proceden de los campus universitarios rodeados de abedules donde estudiarían Clinton, Harris y Hochul, y cuyas condiciones de vida y herencia histórico-social colocan en una perspectiva completamente distinta a la hora de formular sus enunciados.

Brittany Ramos de Barros, afrolatina y excombatiente de la guerra de Afganistán, vecina de Staten Island y candidata al Congreso, se ha convertido en una voz ingobernable que cuestiona el vínculo entre los ingentes presupuestos bélicos del país y el empobrecimiento de sus gentes. Resulta crucial para desafiar las lógicas de la industria militar en relación con los cacareados ideales de democracia que las cruzadas norteamericanas han pretendido encarnar en nombre de la libertad y la justicia. Ramos de Barros ha vivido la exclusión y el racismo en su propia piel, tiene garra al hablar y tirón entre la gente. Su testimonio de Afganistán deviene en un desenmascaramiento del engaño nacional, del uso del racismo para la invención de enemigos históricos que se han utilizado para alimentar el monstruo de la guerra.

Otra joven política, Sandy Nurse, concejala en el Ayuntamiento por el Distrito 37 desde enero de 2022, no se presenta hablando tras un estrado con las manos descansando sobre un trozo de papel. Sandy Nurse pertenece a una militancia política que solo tiene sentido en la calle. Repartía comida en los peores momentos de la pandemia, lleva tiempo peleando para frenar los desahucios y la brutalidad policial contra la comunidad afrodescendiente. Su trayectoria laboral ha estado marcada por la precariedad. Ha sido rider, conserje y carpintera, pero también, antes de entrar profesionalmente en la política, ha participado en la creación de dos proyectos empresariales de economía social para emplear a personas migrantes y racializadas.

Un tercer nombre relevante en la política neoyorkina actual es el de la senadora colombiana Jessica Ramos, representante del Distrito número 13 y presidenta del Comité Laboral del Senado. Desde 2019 ha trabajado en la consecución de mejoras concretas que impacten en la economía de la población más desfavorecida a causa de la deriva neoliberal norteamericana. Hija de inmigrantes colombianos, su madre cruzó la frontera mexicana a los veinticuatro años y su padre fue detenido en un CIE durante los años 80, tras una redada racista. 

Ramos se inició en el activismo desde muy joven, y el aprendizaje de su trayectoria es una ventaja a la hora de proseguir con el ejercicio político. En apenas tres años ha conseguido un hito histórico en cuanto a derechos básicos para los trabajadores agrícolas, ha mejorado la legislación contra la pobreza infantil y asegurado un fondo para trabajadores que fueron excluidos de las ayudas económicas relacionadas con la pandemia. El 16 de noviembre presentó una propuesta de ley para aumentar el salario mínimo en el Estado, que pasaría de forma escalonada de 15 a 21,45 dólares por hora en 2025. La medida beneficiaría a dos millones de trabajadores precarios en Nueva York, 55% de las cuales son mujeres, hoy afectadas por una inflación que reduce sus ingresos en un 15%. Y sentaría un precedente para futuros ajustes del coste de la vida, que se darían de manera automática.

Se trata de tres mujeres que ejemplifican una mutación política más amplia. Por fortuna, no son las únicas. La extendida presencia de candidatas de procedencia migrante en el escenario político norteamericano actual no podría resumirse en un artículo. Lo que considero significativo el modo de relacionarse de estas mujeres —cuyos orígenes personales y políticos están fundados en la vivencia del racismo estructural, la exclusión, la lucha callejera y el activismo— con sus colegas «del otro lado». Esas que, todavía hoy, no abandonan su lugar de privilegio. Clinton, Harris, Hochul y quienes se identifican con ellas.

¿De qué modo están dispuestas a compartir los espacios de poder las que lo detentan, sabiendo que esa oleada fracturará necesariamente los cimientos sobre los que descansan sus ostensibles comodidades? ¿Estarán dispuestas a hacerlo en virtud de la terminología del bien común que emplean en sus propios discursos? ¿Lo harán por la ecología? ¿Por la infancia? ¿Se harán a un lado para dejar paso a mujeres mejor preparadas que ellas ante ciertas contiendas de nuestro tiempo en nombre del feminismo? Temo que no.

Quienes apoyan a Kathy Hochul (y ella misma) festejan sus logros en clave feminista. Alaban su capacidad de diálogo y la aprobación de ciertas medidas económicas de talante social, ciertamente pocas en comparación con el poder económico que ostenta en su cargo. En el mes de mayo, después de que Brian Benjamin, el candidato a vicegobernador que la acompañaba, tuviera que abandonar por un caso de corrupción, Hochul nombró como sucesor a Antonio Delgado, una apuesta sorpresiva y secretista, en palabras de otra de esas políticas que vale la pena conocer, la colombiana Ana María Archila, candidata también a vicegobernadora postulada junto a uno de los contrincantes demócratas de Hochul, el abogado y activista afroamericano Jumaane Williams.

Archila es lesbiana y defensora de los derechos de la comunidad LGBTQ, las mujeres, la infancia y las personas migrantes. Su propuesta radica en combatir, desde el interior de las estructuras de gobierno, el esquilme de los recursos económicos que asola Nueva York. Un Estado cuya economía debería bastar, y basta, para que ninguna persona se vea sometida a la feroz e irremediable exclusión social. Sin ser la única, Ana María Archila encarna el necesario enfrentamiento contra la industria del ladrillo que campa a sus anchas en Nueva York. El problema con su nuevo competidor de partido, Antonio Delgado, era simple. Hochul lo introdujo en la carrera electoral para disputar un espacio que, de otro modo, podría haber sido ocupado por una voz procedente del activismo de base. Una voz como la suya, que acabara incomodando a las fuentes principales de financiación del Partido Demócrata.

En una comparecencia de finales de mayo, Archila recogía públicamente nuevos apoyos políticos desde la izquierda y reflexionaba sobre la ausencia de Antonio Delgado en los fórums comunitarios a los que ella se acerca diariamente como parte de una labor en la que es imposible trascender desde otro lugar. También declaró que la entrada de Delgado en la carrera electoral, precipitada y contraria a las prácticas del partido, evidenciaba el intento de derrotarla, de impedir que una persona con voluntad de enfrentarse al sector inmobiliario y financiero pueda rozar los sillones donde se asientan las viejas posaderas del poder.

Algo similar acontece en todas partes. Hay una parte de nuestro futuro que se define en estas escisiones. Como apunta con su extraordinaria y lúcida mirada María Galindo, es necesario despatriarcalizarlo todo, empezando por el poder, para poder empezar a soñar con un cambio. Y eso significa reconocer la persistencia de estructuras patriarcales en los procesos y trabajos que llevamos a cabo aunque seamos mujeres. Implica dedicar más tiempo a transparentar esas fisuras y a indagar hasta qué punto es posible establecer alianzas entre los dos lados. En cuestionar, tomando las palabras de Audre Lorde, si es posible desmontar la casa del amo con las herramientas del amo, y en decidir, si concluimos de una vez que no es posible, qué hacemos para empezar un proceso de apropiación verdadera que coloque la vida, ya no en el centro que nunca ocupó, sino en el puesto de mando.

Antes se solía emplear para estos casos la palabra revolución, pero, desde luego, nunca se revolucionó lo bastante. Quizás porque no fuimos nosotras las que pensamos e hicimos esas revoluciones. Quizás porque antes de poner la primera piedra de ese nuevo mundo posible, regresando a María Galindo, nos toca destruir la intrincada presencia del pensamiento y la metodología patriarcal.

 

[*] Artículo publicado originalmente en CTXT.

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Publicado en Artículos, Elecciones, Estados Unidos, Estrategia, Feminismo, homeIzq and Política

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