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Pablo Picasso pintando el Guernica en la primavera de 1937. (Getty Images)

La estética revolucionaria de Pablo Picasso

Traducción: Valentín Huarte

Picasso abrazó el socialismo y demostró el poder del arte como herramienta en la lucha contra la opresión y la crueldad.

Pablo Picaso, nacido el 25 de octubre de 1881, fue sin duda el artista más comentado del siglo veinte, y acaso siga siendo el artista más conocido del mundo. A nivel estético, fue un revolucionario: etapa azul, cubismo y surrealismo, Picasso siempre estuvo a la vanguardia de distintos movimientos artísticos de pintura, grabado y escultura.

También abrazó un punto de vista socialista durante casi toda su vida. El Partido Comunista Francés (PCF) lo consideraba como miembro, y pasó el final del siglo diecinueve y la mayor parte del siglo veinte defendiendo la paz mundial y el rol del arte como herramienta política.

En la imaginación del público su legado suscita más preguntas que respuestas. Las críticas de todo el espectro político por las escabrosas relaciones que sostenía con las mujeres y su constante voluntad de comprometerse políticamente pintan un cuadro complejo. El examen de su relación con el socialismo nos permitirá entender mejor, no solo a Picasso el artista, sino también el mundo artístico que habitó y que todavía conserva su legado.

Estética revolucionaria

La carrera de Picasso transcurrió entre la transición de la Ilustración europea y el desarrollo de las revoluciones comunistas a nivel mundial. Vivir en la París ocupada por los nazis lo llevó a unirse al PCF en 1944, y un año más tarde envió un manifiesto personal a la revista New Masses:

Por medio del diseño y del color intenté penetrar más profundamente en el conocimiento del mundo y de los hombres con la idea de que este conocimiento podría liberarnos. A mi modo siempre dije lo que consideraba más verdadero, más justo y mejor y, por lo tanto, más hermoso. Pero durante la opresión y la insurrección sentí que no esto no era suficiente, que tenía que luchar, no solo con la pintura, sino con todo mi ser.

No pasó un año hasta que Picasso tuvo un archivo con su nombre en el FBI por luchar contra el orden dominante. Pero en realidad venía haciéndolo desde hacía décadas y de un modo bastante explícito. Su obra Las señoritas de Avignon (1907) retrata extraordinariamente un grupo de mujeres comunes, con rostros asimétricos y ojos disparejos tomados de las máscaras africanas. Pero la pintura generó polémica porque retrata un burdel catalán: el trabajo sexual formaba parte de la vida cotidiana del artista moderno europeo tanto como la apropiación de los estilos indígenas.

 

La obra representa bien los problemas y el gusto que nos produce Picasso. Su capacidad para reconfigurar las dimensiones humanas en un plano cambió el modo en que Europa y Estados Unidos entendían la representación, y su sonrisa burlona generaba la apariencia de que su arte fluía espontáneamente y sin esfuerzo. En este sentido, su ruptura con los estándares europeos era fácilmente traducible en declaraciones políticas contra el malestar del arte mundial: «¿Cómo podemos no interesarnos en otros hombres y en virtud de qué fría indiferencia podemos separarnos de la abundante vida que nos ofrecen?», garabateó una vez en un papel en medio de una entrevista. «No, la pintura no está hecha para decorar departamentos. Es un arma ofensiva y defensiva contra el enemigo».

En muchos sentidos, este punto de vista era el resultado de toda la infancia de Picasso en España durante la transición y de su prodigiosa reputación en la escuela. Influenciado por su compatriota Francisco Goya, cuya obra explícitamente política cubrió los períodos barroco y moderno, Picasso comenzó pintando campesinos españoles, artistas de circo y músicos de formas no idealizadas, temas no suficientemente destacados en el mundo premoderno.

Después de mudarse a Francia, Picasso esquivó la obligación legal de servir en el ejército, pero muchas de sus obras maestras representan la miríada de conflictos que estaban desarrollándose a su alrededor. En su serie La mujer que llora (1937), que retrata a la prolífica artista francesa y amante del pintor, Dora Maar, Picasso utilizó un trazo errático y colores que desentonan para representar la manifestación física de la pena durante la guerra civil española. En términos similares, el enorme Guernica (1937), considerado hasta hoy como la obra antibélica más popular del mundo, fue una respuesta ante el bombardeo del régimen de Franco y de sus aliados fascistas italianos y alemanes contra un pueblo republicano.

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Esta pintura, entre otras, llevó a Hitler a definir a Picasso como un artista «degenerado». Cuando las autoridades nazis golpearon la puerta de su casa y le preguntaron, «¿Usted hizo esto?», Picasso contestó: «No, ustedes lo hicieron». Picasso había leído sobre estos acontecimientos en los periódicos comunistas como L’Humanité, y las obras monocromáticas como el Guernica o El osario (1944-45), homenaje al Holocausto de estilo similar, parecen una extensión de la prensa clandestina.

A pesar de la aversión soviética contra el modernismo, Picasso recibió el Premio Lenin de la Paz dos veces en 1950 y en 1961 por su compromiso con el Mouvement de la Paix, al que contribuyó con su paloma. Más tarde, en 1953, a pedido de su amigo y editor de Les Lettres Françaises, Louis Aragon, Picasso hizo un bosquejo del perfil de Iósif Stalin honrando su muerte. Este tributo llevó a una serie de llamadas y cartas furiosas del PCF y de las autoridades soviéticas que criticaron el «privilegio» de Picasso a la hora de apartarse del realismo socialista.

Aunque no le permitieron hacer una exhibición en Moscú, Picasso portó la tarjeta de afiliación al PCF hasta su muerte, en 1973. Sin embargo, con los años Picasso tuvo roces tanto con los líderes del mundo capitalista como con los del mundo comunista, y aunque hizo muchas obras políticamente comprometidas, nunca dejó de amasar sus millones. Por este motivo, muchos consideran que esta etapa de Picasso fue solo un «interludio» en una carrera más bien apolítica, o la búsqueda de una «paz abstracta» por encima de la lucha de clases. De hecho, como destacó la curadora Lynda Morris, las élites del mundo del arte todavía sostienen una interpretación no política de la obra de Picasso.

¿Genio individual o artista del pueblo?

En Éxito y fracaso de Picasso, el crítico de arte John Berger nota que Picasso era «capaz de percibir y de imaginar más sufrimiento en la simple cabeza de un caballo del que muchos artistas encontraron en toda la crucifixión». Sin embargo, Berger también sostiene que la posición de «dudoso privilegio» del artista evitó que trascendiera su interés egoísta. El control de su legado y el distanciamiento de la España revolucionaria, argumenta Berger, metieron a Picasso en un loop de retroalimentación:

Imaginemos a un artista exiliado de su propio país, que pertenece a otro siglo, que idealiza la naturaleza primitiva de su propio genio con el fin de denunciar la sociedad corrupta en la que vive, que se hizo autosuficiente, pero que tiene que trabajar sin cesar para probarse a sí mismo frente a sí mismo. ¿Qué dificultades terminará enfrentando? […] No perderá la emoción, ni el sentimiento, ni la sensación, pero terminarán faltándole los sujetos capaces de contenerlas. Y esta fue la dificultad de Picasso. Tener que haberse planteado la pregunta: ¿Qué debería pintar? Y tener que responder siempre solo.

Berger también argumenta que el cubismo fue «el único ejemplo del materialismo dialéctico en la pintura» que eventualmente fue conocido como un movimiento distinto más que como una creación de Picasso (aunque seguro se decepcionaría al enterarse de que Picasso todavía es ampliamente reconocido como el cubista). En cualquier caso, Berger tiene razón cuando exige más que la infatuación del mercado del genio individual.

La trayectoria que traza la carrera de un artista rara vez es lineal. Tomemos, por ejemplo, la consideración de Picasso de una exhibición en la España franquista durante los años 1950, antes de definir su política como una barrera a la posible unificación de España. Como destaca la crítica Jillian Steinhaier, este hecho no debería llevarnos a perder nuestro aprecio por Picasso, sino a «perfeccionar la imagen que tenemos de él y abandonar los mitos artísticos».

La historia de Picasso no es la de un desamparado que trascendió la opresión de las élites. Su evolución estilística deslumbró el mundo entero. Su simbología antibélica y sus aportes a la política durante la Guerra Fría, cuando los artistas enfrentaban la represión estatal por cualquier aspiración revolucionaria, conservan su vigencia. Casi cincuenta años después de su muerte, la influencia de Picasso está llamada a sobrevivir, no en el marco de la búsqueda solitaria de la excelencia, sino en la búsqueda colectiva de un mundo mejor.

 

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