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Bruno Latour fue un inclasificable: su pensamiento no se deja reducir ni a la filosofía ni a la antropología ni a la sociología, pero cruza esas y otras disciplinas.

Adiós a un compositor de existencias

El 9 de octubre falleció Bruno Latour, filósofo, sociólogo y antropólogo francés. Latour no era marxista; pero cualquiera que se tome en serio la palabra socialismo se nutrirá de sus afilados diagnósticos y su llamado a construir una democracia distinta de la liberal.

El pasado 9 de octubre murió en su departamento parisino, a los 75 años, el inclasificable Bruno Latour. Somos conscientes de una doble limitación: por un lado, es imposible resumir su pensamiento y las distintas etapas del mismo en estas pocas palabras; por el otro, tal vez sea demasiado pronto para decir algo, y quizás sean las próximas décadas las que arrojen luz sobre la relevancia de sus escritos y sobre sus posibles usos políticos. Dicho esto, lo que sigue es una versión posible entre tantas otras sobre su legado.

Sociología de las ciencias, antropología de los modernos

Si decimos inclasificable, es porque su pensamiento no se deja reducir ni a la filosofía, ni a la antropología, ni a la sociología, pero cruza esas y otras disciplinas. Creador, junto a Michel Callon, de la Teoría del Actor-Red, la «sociología de las ciencias» realizada por Latour se dedicó a devolverle su encarnadura empírica a las prácticas científicas, haciéndolas aterrizar desde el cielo abstracto en que cierta epistemología las había colocado.

Mediante investigaciones sobre el trabajo efectivo de quienes se dedican a las ciencias, Latour y muchos de sus colegas dieron impulso a los llamados estudios sobre ciencia y tecnología (STS, por sus siglas en inglés), en tanto disciplina alejada de la epistemología. En este punto, Latour no fue ni «internalista» ni «externalista». Mientras que los primeros se concentran en el llamado contexto de justificación —la coherencia interna de una teoría—, los segundos lo hacen en el contexto de descubrimiento, subrayando las determinaciones empíricas, históricas y situadas de las teorías científicas.

Si bien una primera lectura poco atenta puede dar la impresión —debido a su interés en las particularidades de una investigación científica, e inclusive en toda la burocracia y las relaciones de poder involucradas en ella— de que Latour pertenecería al segundo grupo, existe un elemento en su teoría que nos obliga a redefinir las coordenadas. Se trata del hecho de que, para Latour, los objetos científicos no pueden ser reducidos a construcciones sociales. Alguien que, desde las humanidades, intente abordar, digamos, los quarks, no puede tomarlos como una quimera producida por relaciones sociales, sino que lo que debe hacer, más bien, es rastrear todas las conexiones a través de las cuales los quarks llegaron a ser entidades admitidas por un determinado colectivo —lo cual equivale a mostrar el peso de la entidad quarks, su realidad, a partir de su buena construcción—.

Por eso, su propuesta es la de un constructivismo, pero que justamente no es social, sino socionatural o naturocultural, para usar el término que toma de Donna Haraway. Hay una ontología plana en la cual quarks, helechos, libros y dioses son todos igualmente actores en la medida en que desvíen los movimientos y fuerzas existentes, es decir, en tanto hagan algo o cambien algo: todo lo que actúa es real.

Fundamental en el pensamiento latouriano es la caracterización de lo que llama, a falta de un término mejor, «los modernos»: no hacen lo que dicen. Dicen que hay una división absoluta entre naturaleza y cultura, pero basta con estudiar un poco la historia de las ciencias y técnicas para darse cuenta de que los modernos hicieron exactamente lo contrario: sus grandes éxitos consisten precisamente en mezclar naturaleza, cultura, política, derecho, etc. Su libro sobre Pasteur (1984) ya lo deja bien en claro: el científico francés es extremadamente hábil para conectar intereses y preocupaciones con experimentos y pruebas, hasta el punto de volver irrefutable la existencia de esa nueva entidad que fueron los microbios.

Uno de los puntos más importantes de la teoría latouriana de las ciencias pasa por su noción de traducción, que es algo así como la hegemonía gramsciana llevada a los laboratorios: el éxito de una teoría viene dado por el hecho de que sus actores propulsores consiguen el apoyo de otros actores, tanto científicos como extra científicos. Si no hay ahí ningún reduccionismo sociológico es porque entre esos actores se cuentan algunos de los catalogados habitualmente como sociales, pero también otros de los considerados naturales. Para continuar con el ejemplo, las relaciones de fuerza movilizadas por Pasteur involucran vacas enfermas, un laboratorio, el movimiento higienista, el bacilo carbuncoso, papeles abigarrados, etc. Su constructivismo solo es social si entendemos «sociedad» —como propuso alguna vez Latour siguiendo a Gabriel Tarde— como asociación, de tal modo que el concepto no se limite a los humanos y que se pueda hablar de sociología de plantas o de sociedades estelares.

Latour y lo político: modernizar o ecologizar

Ahora bien, ¿cuál fue su posición política? Según Graham Harman (2014), Latour construye un pensamiento político que no puede ser ubicado en ninguno de los dos ejes que usamos para definir una posición: izquierda y derecha, y basado en la verdad o basado en el poder. El segundo eje, más propio de la teoría, plantea dos opciones: o bien la política parte del conocimiento de lo verdadero y por ende sabe cuál es el bien político, o bien la política es una lucha de intereses donde prima el más poderoso.

El conocido debate entre Foucault y Chomsky en la televisión holandesa podría ser una clara ejemplificación de ambas posiciones (o bien el debate entre Calicles y Sócrates, si se quiere ir más atrás en el tiempo). Para resumir con trazo grueso, entonces: ni Calicles, Nietzsche y Foucault, ni Sócrates, Chomsky o Hempel. El primer eje, por su parte, es bien conocido, y es prudente desconfiar de quien no se asume como «ni de derecha ni de izquierda». Por eso, dado que no concordamos con Harman (ni con el propio Latour) en cuanto carácter superado del eje izquierda-derecha, daremos algunas razones por las cuales la izquierda puede aprovechar el pensamiento de Latour.

En primer lugar, su libro más importante, Nunca fuimos modernos (1991), es, entre otras cosas, una acusación al neoliberalismo triunfante luego de la caída del Muro por no haber actuado en relación a la crisis ecológica. Se acababa la competencia y el capitalismo triunfaba, era el momento para hacer algo con respecto al problema subyacente que venía creciendo: el ecológico. Y no se hizo nada, sino que se empeoraron las cosas, hasta el punto de que, como sostendrá más adelante en otro gran libro que es Cara a cara con el planeta (2015), la crisis quedó en el pasado: lo que hay ahora es una mutación irreversible.

El momento de actuar ya pasó, y el capitalismo de la era Thatcher-Reagan no estuvo a la altura del desafío. Tampoco lo estuvo el posterior: mientras que este año se cumple medio siglo de la primera Cumbre de la Tierra en Estocolmo y treinta años de la segunda en Rio, el llamado mundo libre se volvió cada vez más predatorio con el lugar que habitamos. Ya en 1992 se estableció la Convención Marco de las Naciones Unidas para el Cambio Climático, en la cual la ONU «reconoce la existencia de un cambio climático debido a la actividad humana y atribuye a los países industrializados la responsabilidad principal para luchar contra este fenómeno». Pero nuestros sistemas económico-políticos, como sabemos, no solo no hicieron nada al respecto, sino que las emisiones de gases de efecto invernadero siguieron aumentando.

Segunda razón por la cual es útil para la izquierda: Latour forja, a través de su diagnóstico de la modernidad, una concepción de la política. Según él, la modernización es una consigna: «¡modernícense! No sean arcaicos y miren hacia adelante, pero para eso abandonen sus tierras, sus creencias, todo aquello a lo cual están aferrados». Ese imperativo de modernización afectó y sigue afectando a las comunidades colonizadas de una manera mucho más violenta que a las colonizadoras. Los pueblos colonizados sufrimos la modernización en carne viva: en nuestra región, modernización significó siempre extractivismo, y con él violencia hacia los pueblos afectados.

Aún en el escenario más amable posible, este imperativo de modernización pide demasiado. ¿Por qué la gente debería abandonar tan rápidamente las cosas que le importan? ¿No hay respeto por eso? Ahí, en todo caso, hay un problema pedagógico-filosófico: educar al soberano, ¿significa imponerles una doctrina, o establecer una relación entre las instituciones y las personas de modo tal que se enriquezcan mutuamente? (Esto último, creo, sería tal vez una buena definición de democracia).

Si el imperativo de los modernos es modernizar en el sentido de abandonar el pasado y el territorio, Latour le contrapone otro imperativo que es el de ecologizar. ¿Qué significa esto? Componer, creando alianzas que respeten los distintos modos de existencia. El pasado no se puede romper tan fácilmente, y además ¿en nombre de qué deberíamos renunciar a las cosas que más nos importan? Nuestros apegos pueden mutar, pero no desaparecen de la noche a la mañana, y esto es un hecho que hay que aceptar. No construir a partir de eso es un error.

De ahí la diplomacia latouriana, consistente en respetar la experiencia de los demás, lo cual equivale simplemente a no evadir el problema geopolítico de las diferencias entre los pueblos. Y aquí es momento para pasar al punto siguiente: ya decir «pueblos» implica pensar que hay diferentes sociedades humanas con una naturaleza común. Pero ¿cuál es esa naturaleza? Evidentemente, va a ser siempre la mía.

Esta crítica al concepto de naturaleza implica una puesta en relieve de la violencia epistémica ejercida sobre pueblos como los americanos, y es a partir de ahí que surge una noción clave en la obra de Latour: la de cosmopolítica. No se trata ya del cosmopolitismo ilustrado, porque los cosmopolitas, de Kant a Ülrich Beck y más allá, siempre exigieron que los pueblos dejaran sus creencias en la puerta de entrada de la mesa de negociación. Por el contrario, la propuesta cosmopolítica —para retomar la expresión de Isabelle Stengers, colaboradora cercana de Latour— demanda, como imperativo diplomático, una puesta entre paréntesis del supuesto de que el mundo es siempre uno y el nuestro. Solo así podemos relacionarnos con otros colectivos sin ejercer una violencia epistémica que redunde en violencias corporales y territoriales.

El último Latour: del Antropoceno y Gaia a los terrestres y la nueva clase ecológica

En la última década aparecen en el pensamiento de Latour dos conceptos importantes: Antropoceno y Gaia. El Antropoceno es una época geológica propuesta —la actual—, en la cual la especie humana se convierte en un agente geológico determinante. Antes transformábamos el mundo que nos rodeaba, pero no el sistema Tierra. Si Latour, a diferencia de autores ecomarxistas como Jason W. Moore o Andreas Malm —pero al igual que otros como John Bellamy Foster o Ian Angus—, prefirió usar el término Antropoceno en vez de Capitaloceno, no es solo porque los socialismos realmente existentes no se hayan distinguido en este aspecto del capitalismo, sino sobre todo para generar ese contragolpe mediante el cual el devenir antrópico de la Tierra es al mismo tiempo el devenir geológico de la humanidad —si la Tierra se humaniza, entonces también la humanidad se «compostiza»—.

Si la idea de Antropoceno significa que ya no hay nada natural, puro e intocado bajo el cielo, también implica que nosotros, que nos pensábamos separados del aire y del suelo, formamos complejos de acciones y reacciones con todo lo perteneciente a este ámbito sublunar o «zona crítica», esa fina capa que se extiende solo unos kilómetros hacia abajo y unos hacia arriba, y que corresponde a la casa que la propia vida se creó para sí misma.

Todas las relaciones ecológicas que se dan en esa zona crítica no solo nos hacen posible la existencia, sino que definen quiénes somos. De ahí su interés por el otro concepto antes mencionado, esto es, el de Gaia, creado por James Lovelock y desarrollado junto a Lynn Margulis, que plantea el sistema Tierra como un entramado de bucles de retroacción o feeback loops entre materia orgánica e inorgánica. No obstante las equivocaciones que pueda sugerir el nombre de una deidad, Gaia no implica teleología, sino que extrae las consecuencias del hecho, biológica y químicamente constatable, de que la vida construye su propio hábitat, el cual a su vez influye en la vida, de tal modo que la separación entre individuo y ambiente —como en otra figura que nos es más cercana, la Pachamama— es una abstracción. Vivir es siempre vivir-en y vivir-con. En este punto, la oposición entre Latour y la metafísica atomista del liberalismo es total (tercera razón).

Desde Antropoceno y Gaia, el último concepto importante que fue profundizándose en su obra fue el de terrestres. En sus últimos años, su respuesta a la pregunta por la orientación lo llevó a esbozar este nuevo sujeto político definido por la capacidad de cuidar aquello de lo que depende. Los terrestres son quienes aceptan todo aquello —todas las «agencias»— que necesitan para vivir, y se distinguen de los humanos, que son básicamente los colonizadores modernos, europeos o europeizados (de ahí que el tuit de Emmanuel Macron diciendo que Latour era un humanista fuese bastante errado). Los terrestres son el sujeto político que afina el mundo en el que vivimos con el mundo del que vivimos. Cuarta razón, entonces: Latour define un sujeto político caracterizado por no ocultar y descuidar aquello de lo que depende —es decir, lo contrario de lo que hizo históricamente el capitalismo—.

Según Latour, hay una suerte de cambio de paradigma desde el problema de la emancipación al de la dependencia. Probablemente esto hable de nuestra precariedad: tenemos que preguntarnos aun quiénes somos, dónde estamos y de qué dependemos. Aquí se podría plantear la pregunta: pero lo importante, ¿es aquello de lo que verdaderamente dependemos o aquello de lo que creemos que dependemos? Es acaso un problema moderno —propio de lo que Harman llama «Truth Politics»—, pero no por ello menos válido y merecedor de una respuesta, y Latour la da implícitamente. En una entrevista reciente dice que, para comprender la cuestión de la habitabilidad en Bretaña, hay que pasar por la soja de Brasil. O sea que se trata de seguir caminos, pero estos llevan a aquello de lo que verdaderamente dependemos.

Con lo cual se vuelve a plantear el problema de partida: ¿no era que la cosmopolítica se tomaba en serio las creencias de los otros? ¿Y si hay gente que cree que depende de un asno dorado que le da energía, o de sus 4×4, o de sus jefes? Hay ahí una ambivalencia entre un punto de vista descriptivo y uno prescriptivo que sigue sin resolverse como problema político en Latour. En una charla de hace algunos años, le preguntó a su público de qué (¿creían que?) dependían. Una mujer respondió: «De France Culture», una estación de radio. Latour, evidentemente, se quedó estupefacto.

Sin embargo, este problema se vuelve explícito y adquiere determinación cuando Latour se pregunta por la posibilidad de construir aliados. La apertura hacia la cosmología del otro propia de la cosmopolítica encuentra allí un límite claro: sólo son amigos, en el sentido schmittiano, quienes respetan las condiciones de habitabilidad de la Tierra. Trazar este límite equivale a establecer la definición política por excelencia entre amigos y enemigos.

En su último libro, Latour habla de una nueva clase ecológica, aunque no usa «clase» en el sentido marxiano sino en el de Norbert Elias. Para este nuevo sujeto, el problema no es (agrego: solo) la producción o la distribución, sino la habitabilidad —en tanto condición de posibilidad de toda producción y distribución—. Si el capitalismo dependiente de energías fósiles continúa destruyendo estas condiciones, no parece forzado decir —más allá del propio Latour— que esta «clase», aunque transversal desde un punto de vista socioeconómico, debe ser necesariamente anticapitalista. Como mínimo (quinta razón), es algo a tener en cuenta desde un punto de vista interseccional: a la explotación y las opresiones ya conocidas hay que sumar, cada vez más, la violencia ejercida indirectamente sobre inundados, hambreados por sequías, refugiados climáticos, etc.

No hay ninguna necesidad de hacer de Latour un marxista. No lo era. Para Latour el problema ecológico subsume el de la producción y el de la distribución, con lo cual hace de la economía un problema ecológico —en eso sí se acerca a la idea de ecología-mundo de Jason W. Moore, aunque con un trabajo más anclado en la antropología que en la historia económica—. Pero hace un llamado a construir una democracia distinta de la liberal, y quien se tome en serio la palabra socialismo se puede nutrir de sus afilados diagnósticos y de su modo de pensar la relación entre política y ecología, que va mucho más allá de los osos panda.

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