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La era de la inestabilidad

El historiador del pensamiento económico Adam Tooze, que se especializa en el estudio de la influencia de las crisis económicas en la reconfiguración del mundo moderno, nos cuenta cómo la pandemia cambiará drásticamente la política y el comercio mundiales en las próximas décadas.

El historiador del pensamiento económico Adam Tooze, que se especializa en el estudio de la influencia de las crisis económicas en la reconfiguración del mundo moderno, nos cuenta cómo la pandemia cambiará drásticamente la política y el comercio mundiales en las próximas décadas. En su opinión, estas transformaciones serán aún más importantes que las que produjo la crisis financiera de 2008 y darán comienzo a una época de inestabilidad.

DF

Antes de la pandemia, muchos analistas anticipaban una repetición del colapso financiero de 2008 fundada en los mismos factores que la primera. En cambio tuvimos una crisis de muy distinto tipo. En tu libro, Shutdown: How Covid Shook the World’s Economy, escribiste que la amenaza de enfermedades infecciosas capaces de generar una pandemia había sido identificada hace mucho tiempo por distintas instituciones y especialistas. ¿Qué nos enseña sobre el sistema mundial el hecho de que no se haya adoptado ninguna medida preventiva? 

AT

Está en juego la naturaleza de la amenaza. Las enfermedades infecciosas pertenecen a la misma categoría que el cambio climático, son una amenaza poco convencional. Esto no significa que no haya saturado el discurso científico durante décadas antes de haberse vuelto un hecho. Pero sigue estando lejos de la imaginación de las personas que ocupan su tiempo pensando en los riesgos financieros. Recién ahora las instituciones que regulan las finanzas y los bancos centrales están asimilando temas como el cambio climático. 

Un teórico como Niklas Luhman diría que la eficiencia de los sistemas modernos depende en gran medida de su naturaleza cerrada. Esto permite que funcionen eficientemente. Las cosas deben aparecer en el código del sistema para ser registradas. Una vez que lo hacen, son procesadas de un modo hipereficiente. En un sentido, tanto el riesgo del cambio climático como el de la pandemia son difíciles de comprender.

En términos más concretos podríamos decir que todos los estudios sobre el riesgo de una pandemia anteriores a 2020 tendían a asumir que afectaba a los países pobres. Como dice Andreas Malm en su panfleto Corona, Climate, Chronic Emergency, la magnitud de la respuesta a la crisis está muy vinculada con el hecho de que los países ricos necesitaban salvarse a sí mismos. Esto fue parte del impacto de 2020: en pocos meses golpeó a China, luego a Europa y después a Estados Unidos, que representan el 60% del PIB mundial, en cuestión de pocos meses.

Podemos agregar un tercer elemento —más banal— a la explicación, que es que los sistemas fundados en el mercado tienen dificultades para interiorizar una externalidad como esta. Es una externalidad, no solo desde la perspectiva de los actores privados que sistemáticamente generan este tipo de riesgos (el desarrollo inmobiliario, la expansión urbana o el complejo alimentario agroindustrial), sino también desde el punto de vista de los Estados nación. Es fácil para ellos hacer pasar esto como un problema ajeno.

Así terminamos con una institución como la Organización Mundial de la Salud, que está terriblemente subfinanciada en relación con las necesidades del sistema mundial. Quedé pasmado cuando descubrí que su presupuesto anual es más pequeño que el de algunos hospitales de Nueva York. Por supuesto, son instituciones dedicadas a cosas bien distintas, pero la comparación brinda una idea de la desproporción entre la medicina privada altamente capitalizada y la salud pública mundial.

Basta pensar en los ejemplos recientes. El más importante de los últimos treinta años es, por supuesto, la total pasividad y negligencia con la que los países ricos respondieron a la epidemia de VIH/SIDA de África subsahariana. Simplemente la dejaron crecer. En última instancia esto terminó provocando un cambio de actitud y de políticas en cuanto a la medicación del VIH, pero solo después de que millones de personas hubieron muerto y enfrentando la resistencia legal de las empresas farmacéuticas.

DF

Durante las primeras etapas de la pandemia circulaba la idea de que terminaría siendo el equivalente chino de Chernobyl. Dos años después, está claro que esta predicción pegó muy lejos del blanco: en vez de perder apoyo popular a causa de sus primeros errores, la dirección comunista china ganó legitimidad en contraste con el archivo de los gobiernos occidentales. ¿Por qué China fue relativamente exitosa en el combate contra el COVID-19?

AT

La salud pública es una de las cosas con las que el régimen comunista chino está comprometido. Es una de las grandes promesas que hace a su población desde la época maoísta. En los años 1980, cuando China empezaba a abrirse a los expertos occidentales, los primeros estudios del Banco Mundial lo confirmaron: China e India eran países extremadamente pobres, pero China había alcanzado estándares sanitarios y educativos similares a los de un país de ingresos medios. Parte de ese compromiso comunista con la salud pública es que tratan los riesgos epidémicos con mucha seriedad. Aunque en un primer momento no lograron comprender la dimensión de este brote particular por temas vinculados a la cadena de información, en Pekín nunca confundieron el COVID-19 con la influenza.

Una vez aclarada, la identificación del riesgo es el punto de referencia relevante en toda comparación. Es verdad que queda el tema de por qué fracasó el sistema de informes. Pero después, el 20 de enero de 2020, cuando el asunto fue públicamente reconocido, ¿qué pasó? La respuesta en China fue muy distinta de la de cualquier otra parte. En febrero nos dormimos. Deberíamos haber reconocido que si estaban aislando Pekín de Wuhan, teníamos que reconsiderar las posiciones de Tokio, de Londres, de Nueva York, de Los Ángeles y de todos los otros grandes aeropuertos, que deberían haber sido sometidos inmediatamente a un sistema de control intensivo.

Cuando Pekín arrancó de nuevo, vimos en acción el patrón consistente de inversión del Partido Comunista de China durante los últimos diez o quince años en el mantenimiento, la expansión y la modernización de su aparato partidario en esta enorme y rápidamente cambiante sociedad. Era fácil imaginar un partido comunista vuelto casi obsoleto a causa de la enorme urbanización y mejora social de China. Pero las autoridades lograron actualizar continuamente las estructuras del partido y su control sobre la sociedad china. Los nuevos y lujosos complejos de viviendas tienen células del partido comunista con miembros activos.

Esto es lo que entró en acción en aquel momento. Es análogo a varios proyectos y perspectivas de revitalización, estímulo y orientación de conducta de los gobiernos locales y del sector de la gestión pública que vimos en Occidente desde los años 1990 y 2000, como por ejemplo el esfuerzo por desarrollar enfoques coordinados frente a «problemas familiares» definidos por rasgos de conducta. Además de desarrollar con diligencia las estructuras partidarias que condicionan todos sus movimientos, eso es lo que está haciendo el Partido Comunista de China, a una escala todavía más amplia. 

Es fácil imaginar a China como un monolito gigante y homogéneo, pero en realidad es una enorme masa de localismos y particularidades, con dialectos regionales fuertes y un sentido bastante pronunciado de identidad regional. Una de las cosas que ayudó a impulsar el cierre fue el hecho de que las personas de Wuhan y Hubei tienen acentos regionales bastante fuertes, por lo que fue fácil identificarlos para las medidas de cuarentena. 

En febrero, en un par de semanas, Pekín tuvo que emitir órdenes antidiscriminación contra los comités locales y las organizaciones partidarias de China, que básicamente habían adoptado medidas de expulsión agresiva, control y vigilancia contra las personas que supuestamente habían llegado desde el sitio de la infección. A mediados de febrero, el régimen tuvo que compensar el volantazo hacia el confinamiento que había iniciado antes. 

Todo esto configura un mecanismo muy efectivo para contener un virus que, en su primera variante, no era tan contagioso. Ahora nos damos cuenta de que nos contagiamos cuando estamos encerrados respirándonos en la nuca los unos a los otros. La gente no se enferma cuando está en la calle, al aire libre. Pero esta primera oleada de drástico distanciamiento social bastó para interrumpir la pandemia en seco a mediados de febrero. 

DF

En términos más amplios, ¿cómo se compara el impacto económico mundial inmediato de 2020 con el de 2008? 

AT 

El impacto inicial fue mucho más salvaje, mucho más dramático y tuvo un alcance mucho más grande. La situación de 2008, más que como una crisis financiera mundial, se describe mejor como una crisis financiera noratlántica. Causó estragos en partes de la economía del Atlántico Norte. Lo que sucedió en 2020 fue bastante más amplio. La mayor parte de la fuerza de trabajo mundial interrumpió su actividad. El desempleo aumentó, con certeza, más del 20% de India; en China los números están menos claros, pero dada la situación precaria de la enorme fuerza de trabajo migrante de ese país, 20% es una estimación razonable durante el período de finales de febrero o comienzos de marzo. En 2008 no vimos nada ni remotamente parecido.

Cuando llegó la segunda semana de abril, los cálculos indican que el PIB mundial había caído un 20%. Es la contracción más grave de la historia del capitalismo. No hubo nada como eso en 1929, 1907 o 1893. La verdad es que nada en la historia del capitalismo es comparable con este shock.

Pero también es impresionante la velocidad a la que se deshizo, en parte a causa de la naturaleza del shock, que fue una retirada deliberada del trabajo y del contacto social, en gran medida voluntario. Casi todos los datos, especialmente los de las economías avanzadas, sugieren que el aislamiento empezó a concretarse antes de las directivas gubernamentales. No voluntario en el sentido de que todo el mundo haya tenido la posibilidad de decidir libremente aislarse en el confort de un hogar bien equipado y comenzar a practicar nuevos hobbies. Pero las personas tomaron la decisión más o menos condicionada de que esta era la mejor alternativa dadas las circunstancias.

Esto cambió bastante rápido. Después, por supuesto, tuvimos la combinación de estímulo fiscal y monetario más grande que hayamos visto, sobre todo en Estados Unidos. En promedio, el estímulo terminó reemplazando el ingreso de las familias, especialmente las que viven con ingresos relativamente bajos. La renta disponible aumentó en un momento en que el mercado de trabajo sufría un shock histórico, debido a la enorme escala de las asignaciones del Congreso

Ambas cosas son increíblemente inusuales. Aunque la recuperación está siendo un poco más decepcionante de lo que habíamos pensado, Estados Unidos terminó quedando por encima de la tendencia general, mientras que después de 2008 el proceso de recuperación fue dolorosamente prolongado. En un sentido, nunca volvimos a alcanzar la tendencia de crecimiento anterior a 2008. Pero esta vez parece que no es eso lo que estamos viviendo.

La experiencia de las economías de mercado emergentes y de bajos ingresos también fue bastante distinta. Después de 2008, en ninguna parte el impacto fue tan dañino como en 2020. En aquel entonces, estas economías se beneficiaron del boom de China, que continuó su curso hasta 2014 y arrastró a países como Brasil.

En cambio, esta vez las economías de mercado emergentes y de bajos ingresos recibieron cada golpe con la misma fuerza con la que lo recibieron los países de altos ingresos, y su recuperación hasta ahora viene siendo mucho más lenta. Aunque el año pasado en los países ricos mermó la desigualdad de los ingresos —lo hizo sin duda en Estados Unidos, a pesar de los beneficios exorbitantes que obtuvieron los sectores más acomodados a través de estímulo monetario—, el shock agravó la desigualdad en términos generales.

DF

En referencia a Daniela Gabor, usted habla en el libro sobre el «Consenso de Wall Street» que según ella y otros estaría en marcha, y que aseguraría que hay suficiente crédito disponible para los mercados emergentes a pesar de la crisis. ¿En qué se diferencia este modelo del antiguo Consenso de Washington y cuáles son sus implicaciones políticas?

AT

Es una modificación sutil y está cambiando constantemente. Todo el tiempo vemos nuevas iteraciones. Aunque no lo creas, existe algo denominado el «Consenso de Cornwall», bautizado así después de la cumbre del G7 del verano pasado, que reemplazó el Consenso de Washington. Todos estos conceptos intentan captar algo que está vinculado fundamentalmente con la esfera mundial.

Recién hablábamos de las intervenciones de la Reserva Federal en los mercados financieros estadounidenses. El Consenso de Washington fue un conjunto de prescripciones dirigidas a todo el mundo que tenían como fin regular la balanza de pagos y la cuenta financiera de las economías de mercado emergentes. Pienso que el concepto de Daniela intenta captar el desplazamiento a partir de un régimen orientado a disciplinar a los soberanos para que encajen con un marco dictado por normas de conductas financieras aceptadas y modos de integración con la economía mundial diseñados en Washington. «Washington», por supuesto, significa el Tesoro de Estados Unidos, el Departamento de Estado de Estados Unidos, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, todas instituciones que funcionan, de hecho, en Washington, D. C. Hubo un desplazamiento que llevó de ese marco a un conjunto de modelos definidos por los intereses de ciertas personas que trabajan a cuatro horas de Washington en el no tan veloz tren de Estados Unidos, en Wall Street. 

En contra de lo que suele asumirse, Wall Street no quiere la política de austeridad fiscal clásica. Está interesado sobre todo en que el FMI y el Banco Mundial funcionen prácticamente como consultores o administradores que habilitan la emisión como respaldo y el crédito sin riesgo en los países de bajos ingresos y mercados emergentes. El desplazamiento nos aleja de un mundo en el que el objetivo principal es disciplinar a los deudores soberanos —como en el caso de Argentina, que es el fósil del Consenso de Washington y todavía suele acaparar los titulares de los diarios— y nos conduce a un modelo en el que el objetivo del juego es organizar respaldo público para la eliminación del riesgo en los créditos privados. Eso por un lado. Por otro lado, este modelo fortalece a los soberanos precisamente para que puedan tomar más deuda. 

Esto significa que deben tener mercados de bonos en moneda nacional amplios y bien aceitados. No toman el riesgo insensato de endeudarse en dólares. En cambio, toman deuda en la moneda nacional y los inversores extranjeros absorben parte de ese riesgo mediante préstamos en moneda nacional. Hace un tiempo que los inversores extranjeros están dispuestos a hacer esto a gran escala porque estamos en un mundo en el que las tasas de interés son escasas. 

Entonces, la pregunta es, ¿cómo equipar el Banco Central y el Ministerio de Finanzas de Indonesia con herramientas y habilidades que los conviertan en administradores confiables de un sistema como este? 

Por un lado, tendrían que acumular una cantidad considerable de divisas extranjeras para amortiguar las devaluaciones. Por otro lado, Indonesia adoptó un régimen financiero bastante bien alineado con los criterios de Maastricht que utilizaron los europeos en 1992 para estabilizar el camino hacia la eurozona: límites de deuda, límites de déficit y todo el paquete. Es un ejemplo típico del modelo del Consenso de Washington. 

El punto es alcanzar un entendimiento entre los grandes prestamistas de Wall Street y los gobiernos locales. Y los intermediarios del FMI y del Banco Mundial aceleran los acuerdos y permiten que funcionen como destinatarios de capital mundial. Por supuesto, esto requiere la colaboración de las élites locales, muchas de las cuales están formadas en las universidades de Estados Unidos o de Europa. Pero aun así no es más el modelo de los «Chicago Boys»: es una fusión de mucho más alto calibre entre las élites financieras de los mercados emergentes y sus colegas de Occidente. 

En 2020, cada vez que esperábamos una crisis, la crisis no llegaba. En las economías de los mercados emergentes hubo una crisis de salud pública y un desastre macroeconómico, causados en parte por la resiliencia de este sistema. Si leemos las publicaciones del FMI o del Banco de Pagos Internacionales, reconocen que está desarrollándose algo parecido a este modelo, liberado de las ataduras de la panacea del Consenso de Washington. El nuevo modelo exige que de vez en cuando los países realicen intervenciones bastante importantes para conservar su viabilidad como deudores. Tuvieron éxito en evitar la erupción de una crisis financiera abierta o de una enorme crisis de deuda en 2020. 

DF

¿En qué medida la pandemia aceleró la reconfiguración de las relaciones de fuerza entre China y los Estados Unidos? 

AT

Lo hizo de modos bastante evidentes: la economía de China creció muy rápido y la crisis sacó a descubierto las profundas debilidades de la política nacional de Estados Unidos. Pero creo que lo más significativo, con diferencia, es que la crisis interna del último periodo de la administración de Trump se desbordó hacia una escalada externa, una escalada de las relaciones de Estados Unidos con China. La iniciativa vino del lado estadounidense y no parece encontrar un techo. Los demócratas pusieron toda su autoridad a disposición de esta lógica de recrudecimiento del conflicto. 

Evidentemente, este proceso estaba en marcha. Remonta a las primeras etapas de la administración de Obama, más específicamente a 2009, cuando la primera visita del presidente a China salió muy mal y empezó a crecer la tensión. El giro a Asia fue anunciado en 2011, cuando Hillary Clinton era secretaria de Estado, y está claro que los militares estadounidenses empezaron a avanzar en esta dirección una vez que el agotamiento de la guerra mundial contra el terrorismo se volvió evidente en 2013 o 2014. 

Trump heredó todo esto, pero está claro que los acontecimientos de 2020 imprimieron una torsión propia. La crisis del orden político nacional escaló a una retórica antichina y a un discurso reaccionario y represivo dirigido incluso contra los Estados Unidos. Este discurso apuntaba contra los liberales de Hollywood mediante una asociación cultural entre el antirracismo en Estados Unidos y la conciliación con el Partido Comunista de China. Tal vez el ataque contra los liberales y contra la izquierda no haya sido tan sorprendente, pero sí lo fue la presión que ejerció la administración Trump sobre el empresariado estadounidense. El procurador general William Bar lanzó amenazas increíbles contra el lobby de negocios de China.

Estamos observando una fisura profunda en la estructura de poder de los Estados Unidos entre la rama de la seguridad nacional y el aparato de gobierno económico y financiero, por un lado, y negocios e intereses económicos muy poderosos y bien arraigados, por el otro, que siguen profundamente apegados a profundizar su relación con China. Los acontecimientos de 2020 llevaron esta tensión a un nuevo nivel.

A la administración Biden le ha resultado difícil dar marcha atrás, y Pekín ha empezado a reaccionar. Si bien la iniciativa inicial correspondió, en términos generales, a Estados Unidos, ahora está claro que Pekín recogió el guante. Los Estados Unidos declararon una especie de guerra económica a China a través de sanciones tecnológicas, tratando de definir las áreas de desarrollo tecnológico que China no debe cruzar. Obviamente, esto es completamente inaceptable para Pekín.

Lo que estamos viendo ahora es un movimiento hacia el dominio del poder duro en su sentido más extremo. En aquel momento escribí un artículo sobre la retirada de Afganistán donde insistí en que bajo ningún punto de vista indicaba el giro hacia un mundo posestadounidense, sobre todo teniendo en cuenta el presupuesto del Pentágono y su compromiso con las operaciones militares costosas, de alta tecnología y a gran escala. La escalada de la retórica sobre la competencia nuclear del jefe del Estado Mayor Conjunto Mark Milley lo confirmó. Está claro que este es el rumbo adoptado, y es muy difícil compatibilizar una verdadera integración de las finanzas y de las cadenas de suministro con una carrera armamentística nuclear entre China y Estados Unidos.

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Publicado en Basurero and Número 7

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