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Lenin, Foucault, Poulantzas

Traducción: Rolando Prats

Poulantzas ofrece un fecundo punto de equilibrio entre las reflexiones de Lenin y Foucault. Algún día quizás el siglo XX llegue a ser poulantziano; pero para que eso ocurra su contribución tendrá que conocer nuevos desarrollos en el siglo XXI.

El texto que sigue es el prefacio de Razmig Keucheyan al libro de Nicos Poulantzas L’État, le pouvoir, le socialisme (París, Éditions Amsterdam, 2013)[1].

«El Estado no es un bloque monolítico, sino un campo estratégico» (Nicos Poulantzas)

 

Rescatar de la «inmensa condescendencia de la posteridad» los acontecimientos ignorados de otras épocas. En esos términos define E. P. Thompson el papel del historiador crítico. La historia oficial es siempre la de los vencedores y al registro de los hechos históricos le es inherente el olvido de las clases subalternas, ya sea porque tradicionalmente la casta de los historiadores ha pertenecido al campo de las clases dominantes o —lo cual tiene un peso aun mayor— porque a menudo la historia se escribe como en un juego de suma cero, donde quien gana se lo lleva todo. El historiador crítico, en cambio, debe operar desde el interior de la «tradición de los vencidos». No por deleitarse morbosamente en la derrota y el martirologio revolucionario, sino para demostrar que lo real y lo posible han estado siempre disociados, que son concebibles otras realidades que las que han acontecido. Elaborar una historia de los posibles: es ese el objetivo primordial del historiador crítico.

No se podría imaginar condescendencia mayor por parte de la posteridad, ni más injusta, que en el caso de Nicos Poulantzas, aunque a renglón seguido se tenga que añadir que esa condescendencia concierne exclusivamente a Francia. En el resto de los países —en el mundo anglosajón, o en América Latina o en Alemania, por ejemplo— comúnmente se tiene a Poulantzas por uno de los principales teóricos sobre el Estado de los últimos tiempos[2]. De hecho, hoy se importan a Francia corrientes de pensamiento crítico influidas por Poulantzas, luego de haberse olvidado quién era Poulantzas. Así, no es posible en modo alguno comprender la obra de Stuart Hall, uno de los fundadores de los estudios culturales y a quien ahora se estudia en todas las universidades francesas, sin tener en cuenta la deuda de Hall con Poulantzas. Hall, además, es autor de una conocida entrevista con Poulantzas, publicada en julio de 1979 en la revista británica Marxism Today, meses antes de que Poulantzas se suicidara, en la que este hace un recuento de toda su trayectoria política e intelectual[3]. En los años sesenta y setenta, en Francia se llegaron a vender decenas de miles de ejemplares de las obras de Poulantzas —40.000 en el caso de Poder político y clases sociales en el Estado capitalista, su primera gran obra, publicada por Maspero en 1968[4].

Poulantzas es, después de Gramsci, el más importante teórico marxista del Estado. Tras unos inicios marcados por la impronta de Sartre y, más tarde, de Althusser, su concepción del poder no dejó de acercarse a la del autor de los Cuadernos de la cárcel, sin que por ello hayan dejado de persistir, hasta el último momento, desacuerdos o, más bien, malentendidos[5]. La obra de Poulantzas es la culminación de un siglo de debates en el seno de la tradición marxista sobre la cuestión del poder y del Estado. Por un lado, su obra sintetiza esos debates y, por el otro, abre nuevas vías para proseguirlos en contacto con un capitalismo en constante evolución. También engloba una discusión de las principales teorías no marxistas de la época acerca del poder —como las de Michel Foucault, Pierre Clastres, Claude Lefort, Gilles Deleuze, Raymond Aron o Talcott Parsons— y reconoce la importancia de algunas de ellas; en particular, la de Foucault.

Estado, poder y socialismo (EPS), la última y la más importante de las obras de Poulantzas, que ahora reeditamos, no ha terminado de revelar su potencial crítico. Le corresponde leerla hoy a una nueva generación de activistas e intelectuales radicales. La crisis del capitalismo por la que estamos atravesando, cuyo origen se remonta generalmente a la quiebra de Lehman Brothers en septiembre de 2008, no es una crisis puramente financiera. Se trata, como diría Gramsci, de una «crisis del Estado en su conjunto», que ha contaminado todas las esferas sociales, en particular las instituciones políticas. La fuerza de la teoría marxista del Estado, en la que Poulantzas ocupa un lugar de cabecera, estriba en su capacidad para ayudarnos a comprender cómo interactúan las diferentes dimensiones de la crisis. También nos permite concebir diversos escenarios para salir de la crisis, lo que Poulantzas llama, en la conclusión de EPS, una «vía democrática hacia el socialismo». Ante la devastación social y ecológica generada por el capitalismo, no hay tarea más importante en este momento que explorar de nuevo ese camino.

Coyuntura

EPS es una obra de gran refinamiento teórico. Pero también es un texto de intervención en una coyuntura política concreta, la de la segunda mitad de los años setenta del siglo pasado. «La urgencia que se encuentra en el origen de este texto —dice la primera frase del libro— concierne, ante todo, a la situación política en Europa: si la cuestión de un socialismo democrático está lejos de hallarse a la orden del día en todas partes, se plantea, no obstante, en varios países europeos». [Estado, poder y socialismo (trad. Fernando Claudín), México, Siglo XXI, 1980, p. 1] EPS se publicó por primera vez en 1978. La Unión de la Izquierda se había disuelto unos meses antes, cinco años después de la firma del Programa común en l972[6]. Poulantzas la escribió cuando el programa aún estaba en vigor. Quienes hoy sabemos del festival de renuncias que representó el mitterrandismo, podemos estar tentados de ver la década que precedió a su llegada al poder como preludio de esas renuncias. Ello sería ceder a la condescendencia de la posteridad. Para Poulantzas, la cuestión del socialismo se plantea en Francia en la segunda mitad de los años setenta. Mayo del 68 no quedaba lejos y aún sigue buscando una salida política. En muchos aspectos, EPS trata de responder a una sola pregunta: ¿en qué condiciones una Unión de la Izquierda que llegue al poder podría poner en marcha un proceso de transformación social radical?

En aquella época, la cuestión del socialismo no estaba sobre el tapete solamente en Francia. En Chile, el gobierno de la Unidad Popular de Salvador Allende, que había llegado al poder en 1970, fue derrocado por el golpe de Estado de Pinochet en septiembre de 1973. La experiencia de la Unidad Popular tuvo un enorme influjo en la generación de Poulantzas y en EPS aparecen una serie de referencias a Chile en puntos claves de la argumentación. Allende llegó al poder a través de las urnas y al frente de una coalición, lo cual lo convertía en un posible modelo para Francia. Estaba flanqueado, a su izquierda, por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), que no pocos en la extrema izquierda francesa tomaron como ejemplo[7]. A ojos de Poulantzas, el trágico final de la Unidad Popular demuestra, sin embargo, que si bien el respeto de las instituciones representativas es una condición del socialismo democrático, ello no es suficiente. Un gobierno de izquierda radical debe poder contar con movilizaciones extraparlamentarias, no solo para llegar al poder, sino durante toda la transición al socialismo. Se trata de contrarrestar las fuerzas conservadoras que actúan en la sociedad, pero también de luchar contra las tendencias de esa propia izquierda a la burocratización, lo que Poulantzas llama «tecnocracia de izquierdas», de la que ya había observado manifestaciones en el aparato del Partido Socialista francés.

La Revolución de los Claveles de 1974 en Portugal es otra de las experiencias en las que encuentra apoyo el pensamiento de Poulantzas. Esa revolución tenía como rasgo distintivo el hecho de que su principal fuerza motriz hubiese sido el ejército. Más concretamente, el impulso inicial había provenido del seno de las fuerzas armadas, las cuales después confluyeron con un movimiento y unas aspiraciones populares de profundo aliento. De una u otra manera, las fuerzas armadas se han visto involucradas en todas las revoluciones modernas. La diferencia, en el caso portugués, es que las primeras rupturas que dan lugar al proceso revolucionario tienen lugar en el seno del ejército. No dejó de impresionar a Poulantzas el hecho de que una revolución de esa magnitud pudiera haberse originado en el ya de por sí más conservador y represivo de los «aparatos del Estado» —concepto althusseriano que hace suyo Poulantzas. Su crítica de la estrategia leninista de la «dualidad de poderes», para la cual el enfrentamiento con el Estado y el ejército es algo inevitable en todo proceso revolucionario, encontró en la experiencia portuguesa una de sus fuentes. Esa experiencia demostraba que, a veces, podía haber en el ejército elementos favorables a la revolución.

Si un país europeo le sirve de repositorio a Poulantzas mientras escribe EPS, ese país es Italia. El Partido Comunista Italiano (PCI) —el mismo de Bordiga, Gramsci y Togliatti— era entonces el mayor partido comunista de Europa Occidental —uno que había llegado a contar con hasta dos millones de afiliados en la década de 1960—, y una fuente inagotable de inspiración y análisis para los marxistas de la posguerra. En 1969, Enrico Berlinguer asume la dirección del PCI. Al mismo tiempo, en pleno «mayo reptante» italiano [Maggio strisciante], se expulsa del Partido a parte de su ala izquierda, agrupada en torno al periódico Il Manifesto. Toma cuerpo entonces la estrategia del «compromiso histórico», que presuntamente habría de permitir al PCI llegar al poder sobre la base de un acuerdo con la Democracia Cristiana. La trágica experiencia de Chile desempeñó un papel decisivo en el despliegue de esa estrategia por Berlinguer. A sus ojos, la izquierda italiana jamás obtendría una mayoría electoral en el país, por profundas razones sociológicas. Por tanto, era necesario llegar a un compromiso con la Democracia Cristiana. El asesinato de Aldo Moro —demócrata cristiano partidario del acuerdo con el PCI— por las Brigadas Rojas en 1978, así como la oposición del Vaticano y de la embajada estadounidense, darán al traste con el histórico compromiso.

Como podrá observarse, la coyuntura política en que se elabora EPS era ambivalente, fluida, se manifestaban en ella posibilidades tanto revolucionarias como conservadoras y, por tanto, se requería desplegar un pensamiento estratégico renovado. En el discurso de Poulantzas también se observa la huella de otras coordenadas de ese período. Por ejemplo, el debate sobre el «totalitarismo», reabierto con la publicación de Archipiélago Gulag, de Solzhenitsyn, en 1973, y con la aparición, en la escena mediática, de los llamados «nuevos filósofos». Es esa, además, la época del fin de las dictaduras en Europa: en el Portugal de Salazar, pero también en España, donde Franco muere en 1975, y en la Grecia natal de Poulantzas, donde la dictadura de los coroneles, establecida en 1967, es derrocada en 1974.

La militancia política de Poulantzas data de antes de su llegada a Francia, de la época en que ingresó en el Partido Comunista griego. En l968, Poulantzas tomó parte en la escisión del Partido Comunista llamado «del interior», el cual se proponía emanciparse de la tutela de Moscú, y algunos de cuyos protagonistas pertenecen hoy de la coalición de izquierda radical Syriza (de hecho, el instituto de investigación de Synaspismos, uno de los principales componentes de Syriza, se llama «Instituto Poulantzas»). En 1975, Poulantzas consagró una obra a La crisis de las dictaduras[8]. Al tiempo que desaparecían del continente europeo, las dictaduras proliferaban en otros lugares, como en América Latina, África y Asia.

Las teorías críticas de hoy en día nos han desacostumbrado a un pensamiento tan firmemente anclado en las cuestiones estratégicas de su tiempo como el de Poulantzas. Leer a Poulantzas hoy nos permite calibrar hasta qué punto la política brilla por su ausencia en la mayor parte de esas teorías[9]. En ese sentido, Poulantzas pertenece a un ciclo de elaboración crítica profundamente diferente del nuestro.

El estado capitalista

De fines de la Segunda Guerra Mundial a la primera mitad de los años setenta, el capitalismo atravesó por un período de prosperidad sin precedentes, lo cual no se ha repetido. El compromiso a que había dado lugar el fordismo propició la redistribución de los frutos del crecimiento económico y brindó acceso a los bienes de consumo a sectores de la población hasta ese momento relativamente pobres. En cuanto a las instituciones políticas, el período se caracterizó por la preponderancia del Estado intervencionista y por una cierta estabilidad del orden social hasta la segunda mitad de los años sesenta. El crecimiento generaba ingresos fiscales, lo que a su vez proporcionaba al Estado el margen de maniobra que necesitaba para organizar la economía y construir sistemas de protección social eficaces.

Como consecuencia de la crisis que se propaga durante la primera mitad de los años setenta, marcada en particular por la aparición de un desempleo estructural, el Estado se ve abocado a un rápida merma de sus capacidades. Es lo que el marxista estadounidense James O’Connor —el conocimiento de cuyas tesis rezuma a lo largo de EPS— denominó «crisis fiscal del Estado» en una obra publicado en 1973[10]. El Estado del que se habla en EPS es un Estado en crisis. Los primeros análisis por Poulantzas del Estado se remontan a mediados de los años sesenta. Son, por tanto, anteriores al punto de inflexión de la década siguiente. Pero a partir de entonces, Poulantzas reevaluó su enfoque del Estado, al punto de elaborar una teoría general del Estado capitalista como Estado en crisis. A juicio de Poulantzas, el Estado es, de manera indisociable, factor de crisis y solución a la crisis.

La teoría del Estado de Poulantzas se basa en un conjunto de ideas firmemente articuladas. La primera de ellas es la relativa autonomía del Estado respecto de las clases dominantes[11]. El Estado capitalista —dice Poulantzas— es autónomo respecto de los intereses de la burguesía, pero lo es solo relativamente. La tesis de la autonomía relativa del Estado a menudo se ha malinterpretado. Es ese el caso, por ejemplo, de Pierre Bourdieu, quien la menciona varias veces en los cursos sobre el Estado que impartió en el Collège de France de 1989 a 1992, publicados recientemente bajo el título Sur l’État[12]. En un curso de enero de 1991, Bourdieu se preguntaba: «¿Tiene el Estado un carácter dependiente, como dicen los marxistas, aun cuando se trate una dependencia relativa, como decía Poulantzas?»[13] Más adelante, en el mismo curso, se refiere al «atasco Skocpol/Poulantzas». Theda Skocpol es una politóloga estadounidense conocida por su sociología de las revoluciones modernas y su teoría neoweberiana del Estado como actor autónomo en relación con los distintos sectores de la sociedad. Para Bourdieu, el «atasco Skocpol/Poulantzas» remite a la disyuntiva —que él considera falaz— entre la tesis de la dependencia del Estado respecto de las clases dominantes (presuntamente propuesta por Poulantzas) y la tesis de su independencia respecto de ellas (presuntamente propuesta por Skocpol).

Bourdieu es a veces un lector apresurado. Porque si se lee a Poulantzas con un mínimo de concentración, se dará uno cuenta de que toda su obra está, precisamente, orientada a salir del «atasco» que Bourdieu cree haber sido el primero en detectar. La «autonomía relativa» del Estado —expresión que el propio Bourdieu utilizaría más tarde en relación con los campos sociales— se propone abordar ese mismo problema. En el régimen capitalista, el Estado es siempre un Estado de clase. No obstante, mantiene una relación de autonomía respecto de las clases dominantes, y ello por dos razones. La primera es que las clases dominantes no son homogéneas, nunca lo han sido y no pueden serlo. La división del trabajo es la esencia del capitalismo y afecta a todos los sectores de la sociedad, incluidas las clases dominantes. Estas últimas se dividen, en otras palabras, en fracciones del capital: el capital industrial, el capital financiero, el capital comercial, el ejército, el personal político, los intelectuales dominantes… Los intereses de esas fracciones no necesariamente coinciden entre sí. Por consiguiente, para establecer su dominio y constituir lo que Poulantzas llama un bloque en el poder, deben poder contar con un instrumento suficientemente flexible que se encargue de coordinar sus intereses —la mayoría de las veces bajo la hegemonía de uno de esos capitales (por ejemplo, en la era neoliberal, el capital financiero). Ese instrumento no es otro que el Estado. Este obra en favor de la dominación de la burguesía, al mismo tiempo que es independiente de los intereses de tal o cual fracción del capital. La relativa autonomía del Estado, en suma, es consecuencia del carácter plural y diferenciado de las clases dominantes.

A menudo se ha reprochado al marxismo —toda la carrera de Claude Lefort giró en torno a esa idea— carecer de una teoría de la política. Ese reproche, como muestra el pensamiento de Poulantzas, es profundamente erróneo. El marxismo explica por qué no puede no haber política, por qué la política es necesaria. Donde otras corrientes de pensamiento postulan de manera abstracta la existencia de «lo» político, el marxismo muestra que la política es producto de la falta de congruencia entre los intereses de las distintas fracciones de las clase dominantes y de las relaciones de fuerza que hacen que esas fracciones se opongan a las fracciones de las clase subalternas. Es en ese espacio social no determinado que se aloja la política.

Una segunda explicación de la relativa autonomía del Estado capitalista es que la burguesía no siempre es la mejor situada para defender sus propios intereses. Las clases dominantes no suelen tener claros sus propios intereses. A menudo buscan satisfacer sus intereses a corto plazo a expensas de sus intereses a largo plazo. Probablemente, incluso, ello sea la regla; a ese respecto los escritos políticos de Marx hacen referencia a numerosos episodios en que la burguesía hubo de cometer errores, algunos de ellos graves. La crisis actual del capitalismo, la incapacidad de los Estados europeos para resolver el impasse institucional de la Unión Europea, son ejemplos contemporáneos de esa incapacidad. La existencia de un Estado relativamente autónomo es una forma de contrarrestar esa tendencia de la burguesía a cometer errores. El Estado organiza los intereses a largo plazo de las clases dominantes, si es necesario reprimiendo su propia tentación a satisfacer sus intereses inmediatos. Al menos es lo que se supone que haga un Estado que funcione como es debido. Ya que uno de los aspectos de la crisis del Estado es que este se muestra cada vez menos capaz de organizar de forma racional y duradera la hegemonía de las clases dominantes, en parte, como sugiere Poulantzas, porque ya no es suficientemente autónomo respecto de esas clases.

Es importante señalar que esa capacidad de organización del Estado es independiente de la cuestión de si el Estado está dirigido o no por representantes de las clases altas. En su polémica con Poulantzas —una de las grandes polémicas del marxismo— Ralph Miliband sostiene que, contrariamente a lo que postula la ciencia política dominante, el Estado capitalista, lejos de ser neutral, es un Estado de clase[14]. El argumento que Miliband esgrime en apoyo de esa tesis consiste en que la clase política y la alta administración están compuestas esencialmente por representantes de la burguesía. Poulantzas no objeta ese postulado. Para Poulantzas, sin embargo, lo que hace que el Estado capitalista sea un Estado capitalista no guarda relación con el origen de clase de sus dirigentes. La dirección de ese Estado podría estar por entero en manos de trabajadores y no dejar por ello de ser un Estado capitalista. Lo que hace que el Estado sea capitalista es el hecho de ejercer una función de cohesión y reproducción del sistema. Es sobre esa base que Miliband le reprocha a Poulantzas su «funcionalismo», es decir, que para Poulantzas el Estado capitalista sea reconocible por la función que ejerce. Por su parte, Poulantzas le reprocha a Miliband su «instrumentalismo», es decir, el hecho de que a sus ojos el Estado sea un instrumento en manos de la clase dominante. En resumen, para Poulantzas, el Estado es de utilidad para la clase capitalista solamente si es autónomo. Si la distancia a la que el Estado se encuentra de esa clase se reduce demasiado, la situación se vuelve peligrosa para el sistema en su conjunto.

El Estado como relación

Sobre esa base, Poulantzas formula su definición del Estado como «condensación material de una relación de fuerzas entre clases y fracciones de clase» (EPS, p. 191/[ed. esp.: p. 154]). Es esa una de las definiciones del Estado más reputadas en toda la tradición marxista. Quizá lo más importante a la hora de leer a cualquier autor sea prestar atención a las metáforas que emplea. En el marxismo clásico —digamos del propio Marx a Gramsci—, la doctrina militar constituye un acervo casi inagotable de conceptos y metáforas. Esa generación de marxistas estaba compuesta por asiduos lectores de Clausewitz, Jomini, Delbrück y otros estrategas militares del siglo XIX[15]. Por citar solo un ejemplo, la distinción gramsciana entre «guerra de movimiento» y «guerra de posición», que permitió al autor de Cuadernos de la cárcel concebir una estrategia revolucionaria adaptada a Europa occidental, se remonta a la obra de Clausewitz Sobre la guerra.

Con la transición del marxismo clásico al marxismo «occidental» en la década de 1930[16], la doctrina militar dejó de ser acervo de metáforas. Estas provendrían ahora de diversas fuentes, diversidad que se puede observar en Poulantzas. La idea de «condensación» que emplea en su definición del Estado proviene de la química. La condensación es el paso de un gas o un líquido al estado sólido. En ese sentido, el Estado es producto de la «solidificación» de las relaciones de poder entre clases y fracciones de clases. A veces, Poulantzas también emplea metáforas anatómicas, como cuando se refiere al «esqueleto» o a la «osatura» del Estado capitalista. Asimismo echa mano a un vocabulario arquitectónico al referirse al «marco» o a la «arquitectura» del Estado. Química, anatomía y arquitectura permiten a Poulantzas pensar la «materialidad» del Estado, es decir, el hecho de que el Estado tome forma en «aparatos» —represivos, ideológicos o de otro tipo— que encajan unos en otros y lleven a que la lógica estatal refleje el cuerpo social y a la vez lo permee.

¿Cómo entender entonces la definición de Estado formulada por Poulantzas? Que el Estado moderno sea un Estado de clase no significa que sea un bloque monolítico totalmente bajo el control de la burguesía. El Estado es un campo estratégico en que las clases y las fracciones de clases libran una lucha constante. En el fondo, la cuestión fundamental es la siguiente: «¿Por qué en general la burguesía recurre, con fines de dominación, a ese Estado nacional-popular, a ese Estado representativo moderno con sus instituciones propias, y no a otro?» (EPS, p. 43/[ed. esp.: p. 7]). A esa pregunta responde Poulantzas diciéndonos que no fue la burguesía la que eligió esa forma de Estado y que, si hubiera podido hacerlo, habría elegido otra. Si bien no deja de ser capitalista de un extremo a otro, son las clases subalternas —el proletariado, el campesinado, las clases medias, las mujeres, los pueblos colonizados, etc.— las que le imponen a la burguesía el Estado nacional-popular. Esa forma de concebir el Estado tiene importantes implicaciones estratégicas. La tesis marxista de la «extinción paulatina del Estado» se basa en la idea de que el Estado es un instrumento de dominación y que el derrocamiento del capitalismo acabará provocando su obsolescencia. Si, por otro lado, como piensa Poulantzas, el Estado capitalista ha sido en parte moldeado por las luchas populares, la necesidad de su extinción paulatina en la transición al socialismo se hace mucho menos evidente.

Poulantzas elabora una teoría relacional del Estado. A su juicio, el Estado no es una sustancia, sino una relación. Más concretamente, consiste en un conjunto de relaciones entrelazadas, algunas de ellas de manera más conflictiva, otras de manera más funcional. Según cuál sea el régimen político —democracia, dictadura, «totalitarismo»—, esas relaciones cambian de naturaleza. La concepción del Estado de Poulantzas puede compararse con la teoría de las clases sociales de E. P. Thompson. En La formación de la clase obrera en Inglaterra (l963), Thompson sostiene que las clases sociales no son esencias, sino procesos y que se constituyen en función de las experiencias de los individuos y grupos implicados, en oposición mutua; es decir, la identidad de unos se forja en contacto con la identidad de los otros. Lo que Thompson dice sobre las clases sociales, Poulantzas lo afirma sobre el Estado. Lo interesante de ese planteamiento es que entraña el supuesto de que el poder no aparece nunca concentrado por completo en el Estado. En otras palabras, las fronteras del Estado no dejan de desplazarse. Entraña también que todo Estado está empotrado en «matrices» espaciales y temporales, la más importante de las cuales es, en nuestra época, la nación.

Poulantzas, teórico de la globalización

El Estado que Poulantzas somete a observación en los años setenta no es solamente un Estado en crisis. Es un Estado en proceso de globalización. En l973, Poulantzas publicó en Les Temps modernes, la revista de Sartre —con la que colaboraba periódicamente— un sonado artículo titulado «La internacionalización de las relaciones capitalistas y el Estado-nación». Ese texto será reeditado en la colección Las clases sociales en el capitalismo actual[17] y contiene una de las más importantes contribuciones a la teoría del imperialismo desde los debates clásicos entre Kautsky, Lenin, Rosa Luxemburgo, Rudolf Hilferding… También es una referencia fundacional para los teóricos contemporáneos que se propongan elaborar un enfoque crítico de las relaciones internacionales. Leo Panitch, en Canadá, y Alex Demirovic, en Alemania, entre otros, han enriquecido las tesis de Poulantzas.

En la tradición marxista, la cuestión del imperialismo remite a dos problemas relacionados entre sí pero diferenciables. En primer lugar, ¿cuál es la relación entre el centro y la periferia del sistema, es decir, entre los países tempranamente industrializados y las regiones que sufren un desarrollo desigual y combinado? En particular, ¿en qué medida la industrialización de los primeros depende del no desarrollo o del desarrollo inadecuado de los segundos? Por otro lado, ¿qué tipo de relaciones mantienen entre sí las potencias imperialistas? En su texto El imperialismo, fase superior del capitalismo (1916), Lenin sostiene que el imperialismo conlleva una rivalidad entre las potencias del centro por el reparto del mundo, susceptible de desembocar en guerras. Lenin se opone a Kautsky, quien afirma que la cooperación entre los países imperialistas es posible e incluso inevitable, o, más concretamente, que el surgimiento de una «santa alianza de imperialistas», o «ultraimperialismo», es la tendencia en marcha a finales del siglo XIX y principios del XX.

Esas dos posiciones clásicas —conflicto interimperialista o ultraimperialismo— fueron objeto de reformulación en las décadas siguientes. En la época de Poulantzas, el economista trotskista Ernest Mandel hizo suya la posición de Lenin. En particular, Mandel vio en la construcción europea la aparición de un capital que competía con el de los Estados Unidos, lo que a la larga podría desembocar en una nueva rivalidad interimperialista[18]. En cambio, tercermundistas como Paul Sweezy, Immanuel Wallerstein y André Gunder Frank ven en la oposición entre el centro y la periferia un factor determinante en el capitalismo de su época. Es esa una de las dimensiones de la noción de «capital monopolista» utilizada por Baran y Sweezy en la obra homónima que publicaron en 1966[19].

Poulantzas considera que ambas posturas son igualmente erróneas y que no son suficientemente creativas en relación con el marxismo tradicional. Pasan por alto lo que constituye el dato más importante de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial: el carácter sin precedentes de la hegemonía estadounidense. Esa hegemonía se ejerce sobre el Tercer Mundo, América Latina, Oriente Medio y Asia, pero también sobre Europa. Sin embargo, no es del mismo orden en ambos casos, ya que el viejo continente ni está en una relación neocolonial con los Estados Unidos, como los países del Tercer Mundo, ni es independiente de Washington. Tras la Segunda Guerra Mundial, el capital estadounidense penetró en Europa, con la venia de las élites europeas. Como resultado de la devastación causada por las dos guerras mundiales, el Viejo Continente se encontraba en ruinas. Fue abriéndoles las puertas al capital estadounidense que esas élites encontraron una manera de rehacerse, económica y políticamente. Fue esa también una forma de defender los intereses del capital en general, frente a la consolidación del campo soviético y el avance de las luchas de liberación nacional en el Tercer Mundo[20].

Las inversiones directas estadounidenses en Europa aumentaban a un ritmo vertiginoso. Esas inversiones provenían de los sectores productivos más dinámicos del capitalismo estadounidense. La mayoría de las veces, las ganancias de esas inversiones no se repatriaban a los Estados Unidos, como habría cabido esperar en una relación imperialista clásica entre una metrópoli y sus colonias, sino que se reinvertían en Europa, donde las multinacionales estadounidenses disponían de sucursales. Tenía lugar una fusión cada vez mayor —si bien desigual según el sector de que se tratara— entre capital estadounidense y capital europeo. Los Estados europeos se hacían cargo de la administración: transformación de los marcos jurídicos, establecimiento de condiciones tributarias ventajosas, conducción de negociaciones salariales, represión de los sindicatos, etc. Es en ese contexto que se inicia la construcción europea, la cual resulta totalmente incomprensible si no se tiene en cuenta que ocurría bajo la hegemonía estadounidense. Los problemas a que hoy hace frente la Unión Europea se remontan en parte a esa configuración inicial. Un ejemplo de ello es el papel que el Tesoro estadounidense y, en particular, su Secretario Timothy Geithner, desempeñan en la solución de la crisis que afecta a Europa[21]. Para Poulantzas, la globalización del capital, lejos de debilitar a los Estados, transcurre bajo su égida y bajo la de un Estado en particular, el estadounidense.

Es entonces que Poulantzas plantea uno de sus conceptos más fecundos: el de burguesía interior. La teoría marxista clásica del imperialismo reconoce dos tipos de burguesía: la burguesía nacional y la burguesía compradora. Toda burguesía nacional es independiente, tiene sus propios intereses y cultura y su existencia está vinculada con un Estado-nación. En cambio, toda burguesía compradora aparece supeditada al capital extranjero, del que suele ser mero intermediario respecto de algún territorio. Es ese un fenómeno típico de los países colonizados. Como su nombre lo indica, la burguesía compradora deriva su posición dominante de su capacidad para comerciar con el extranjero.

Con el término de burguesía interior se designa a la burguesía europea de posguerra en su relación con los Estados Unidos. Por un lado, esa burguesía se aleja cada vez más del ideal-tipo de burguesía nacional, llegando a perder su autonomía frente al capital estadounidense. Como dice Poulantzas, «a causa de la reproducción del capital estadounidense en el seno mismo de esas formaciones (…) [la burguesía interior] se encuentra imbricada, por múltiples lazos de dependencia, con el proceso de división internacional del trabajo y de concentración internacional del capital bajo la dominación del capital estadounidense»[22]. Por otra parte, la burguesía interior no es una burguesía compradora, que haya perdido toda independencia. Persisten contradicciones —y estas pueden manifestarse periódicamente— entre el capital estadounidense y el capital europeo. En algunos casos — por ejemplo, en Francia durante la época de Gaulle—, el capital europeo también puede haber conservado cierta autonomía política. Burguesía «interior» significa que ha interiorizado en su propio cálculo económico-político los intereses de un capital extranjero, en este caso el estadounidense, el cual —dice Poulantzas— obliga al capital europeo a reestructurarse, lo que a su vez implica una reestructuración de la forma del Estado. Si es cierto que la globalización tiene lugar bajo la égida de los Estados, también lo es que la globalización repercute en la naturaleza de estos últimos.

Estatismo autoritario

La globalización del capital va acompañada de un creciente autoritarismo estatal. La cuarta parte de EPS se titula «El ocaso de la democracia: estatismo autoritario». Esta última noción, junto con la de burguesía interior, es una de las más interesantes de las nociones propuestas por Poulantzas, y una de las que mejor se corresponden con el mundo en que vivimos. En El Estado y la Revolución (1917), Lenin sostiene que la democracia es la mejor forma política posible para el capitalismo. Una vez que el capital se ha arraigado en ese régimen, es este realmente el más estable que pueda existir. Visto así, el capitalismo que los revolucionarios se proponen derrocar está empotrado en las instituciones democráticas.

Lo que Poulantzas intuye es que desde el último tercio del siglo XX nos hemos ido alejando de la alianza, revelada por Lenin, entre el capitalismo y la democracia. La democracia se convierte en un impedimento para el capitalismo, sobre todo porque permite que se escuchen nuevas demandas sociales (sanidad, pensiones, seguro de desempleo, etc.), que son costosas y ejercen una presión a la baja sobre la tasa de ganancia. El capitalismo evoluciona hacia una forma no democrática, proceso que hoy va acompañado de lo que Poulantzas llama estatismo autoritario. A ese respecto, Poulantzas vuelve una vez más sobre los pasos de Gramsci. En Cuadernos de la cárcel, Gramsci sostiene que en tiempos de crisis, las instituciones menos democráticas —el ejército, las finanzas, la burocracia, la iglesia— pasan a primer plano, en detrimento de los órganos democráticos, especialmente el parlamento. Gramsci da a esa tendencia el nombre de «cesarismo».

Poulantzas distingue el estatismo autoritario de lo que llama «Estados excepcionales», noción de la que se vale para designar a los regímenes no democráticos, principalmente las dictaduras militares y los regímenes «totalitarios» del siglo XX, cuyos fundamentos se diferencian de los de regímenes democráticos. El estatismo autoritario, en cambio, es una tendencia endógena de las democracias representativas. No tiene nada de excepcional, pues ese ha sido el destino de todos los regímenes democráticos desde los años setenta, es decir, desde que se inició la crisis del capitalismo. Más concretamente —como dice Poulantzas— en la estructura de los Estados democráticos coexisten ahora elementos ordinarios y elementos excepcionales.

Paradójicamente, los Estados autoritarios no son Estados fuertes, sino Estados débiles. Precisamente porque son débiles, se vuelven autoritarios. Un Estado fuerte se basa en una hegemonía sólidamente constituida, una «hegemonía blindada con coerción», para decirlo en palabras de Gramsci. Es entonces, precisamente cuando se debilita la hegemonía, que se impone la coerción. La debilidad de los Estados autoritarios hace que sus políticas a menudo sean incoherentes. El autoritarismo evoluciona de forma inversamente proporcional a la coherencia ideológica. En cuanto comienza a echarse en falta la coherencia ideológica, la línea política se vuelve vacilante y contradictoria. Es lo que observamos hoy en el marco de la gobernanza de la Unión Europea, pero también a nivel de cada Estado-nación, en particular en Francia. Como dice Poulantzas de manera penetrante —frase sobre la que deberían reflexionar presidentes de ayer y de hoy de la República—: «Esas contradicciones atraviesan forzosamente el punto focal representado por el jefe supremo del ejecutivo: no hay un presidente, sino varios en uno» (EPS, p. 32l/[ed. esp.: p. 280]).

Con el estatismo autoritario, disminuye el peso del parlamento y aumenta proporcionalmente el del ejecutivo. El parlamento se limita a refrendar las decisiones del ejecutivo, que suelen adoptar la forma de decretos y aprobarse en los gabinetes ministeriales. Aumenta del mismo modo el peso de la burocracia. La administración se convierte en el lugar en que se tejen los compromisos entre fracciones del capital y entre el capital y las clases subalternas. El problema —dice Poulantzas— es que la burocracia no es lo suficientemente flexible y ágil para que la coordinación de los intereses de las clases dominantes se lleve a efecto en las condiciones adecuadas. Ello agrava aún más la falta de coherencia de las políticas aplicadas. Como vemos, Poulantzas está lejos de considerar al Estado capitalista como una entidad omnipotente. Aunque ese Estado siga disponiendo de importantes recursos y mantenga una cierta unidad, la crisis entorpece su funcionamiento y acentúa las contradicciones subyacentes, contradicciones que en períodos de normalidad el Estado es capaz de asumir.

A medida que se desarrolla el capitalismo, el Estado avanza en la sociedad. Interviene en la gestión de las condiciones de producción y reproducción del capital: transportes, educación, sanidad, urbanismo, protección de los recursos naturales, etc. De ahí que, en caso de crisis, el Estado sea parte de la solución tanto como parte del problema. El propio Estado no es ajeno a la crisis, el Estado la produce. Al intervenir para solucionarla, es probable que la agrave, por ejemplo, subvencionando ciertos sectores improductivos de la economía, o viéndose obligado a pagar subsidios de desempleo que pesan sobre su presupuesto y sobre los tipos de interés a los que podrá pedir préstamos en el futuro. El Estado se ve entre la espada y la pared: no intervenir es imposible y si interviene corre el riesgo de profundizar la crisis. El autoritarismo es consecuencia de esa contradicción.

Contra la dualidad de poderes

En EPS, Poulantzas emprende una crítica de la «dualidad de poderes». Esta noción aparece en el contexto de la Revolución Rusa, pero llevó a los marxistas que la elaboraron, en primer lugar Lenin y Trotsky, a releer a través de ella toda la historia de las revoluciones modernas, de la Revolución Inglesa en adelante. La versión más elaborada de ese concepto se encuentra en Historia de la Revolución Rusa, de Trotsky, cuyo primer volumen le consagra todo un capítulo. Lenin hace referencia a la dualidad de poderes en tres textos: Tesis de abril (19l7), un artículo también publicado en abril de l9l7 en Pravda titulado «Sobre la dualidad de poderes» y en el folleto Las tareas del proletariado en nuestra revolución, que data de abril-mayo de l9l7. Lenin reflexionó sobre ese problema en el fragor de la batalla, entre las dos revoluciones —la de febrero y la de octubre— de 1917, circunstancia que imprime a sus escritos un carácter menos elaborado que los de Trotsky, quien escribió su Historia de la Revolución Rusa durante su exilio en Turquía a principios de los años treinta.

Trotsky define la dualidad de poderes de la siguiente manera: «(…) la preparación histórica de la insurrección conduce, en el período prerrevolucionario, a una situación en la cual la clase llamada a implantar el nuevo sistema social, si bien no es aún dueña del país, concentra efectivamente en sus manos una parte importante del poder del Estado, mientras que el aparato oficial [de este último] sigue en manos de sus antiguos poseedores. Es ese el punto de partida de la dualidad de poderes en toda revolución»[23].

La dualidad de poderes se da en una situación en la que dos poderes entran en pugna por el mismo territorio: el poder existente —en el caso de Rusia, el zarismo— y el movimiento revolucionario. Ese enfrentamiento es de carácter territorial, ya que cada antagonista ocupa una parte del espacio nacional (rural o urbano) y busca conquistar al otro por la fuerza. El propio Estado está del lado del poder dominante, aunque algunas de sus ramas, como sugiere Trotsky en el citado pasaje, puedan haber pasado a estar bajo control de las fuerzas revolucionarias. La dualidad de poderes implica un clímax —un punto culminante— en la confrontación revolucionaria, más allá del cual la revolución toma precedencia sobre la conservación. También conlleva que la identidad de los antagonistas esté claramente delineada, aunque cada bando pueda ser resultado de alianzas entre diferentes sectores sociales.

Desde la Comuna de París hasta la Revolución Sandinista de 1979, pasando por las revoluciones rusa, china, vietnamita, cubana y argelina, el modelo de la dualidad de poderes ha desempeñado un papel determinante en el siglo XX, en la teoría y en la práctica. Por supuesto, cada una de esas revoluciones tiene características propias. Pero cada una de ellas dio lugar a la fragmentación de un territorio, seguida de la transferencia de poder de una a otra de las fuerzas (armadas) en lucha. En última instancia, la distinción entre reforma y revolución, que ha configurado los movimientos de emancipación desde la segunda mitad del siglo XIX, dimana de esa concepción del cambio social. De todo movimiento que parta de la idea de que el cambio no debe tomar el camino de la dualidad de poderes se dice que es «reformista», y de todo aquel otro que propugne esa estrategia se dice que es «revolucionario».

Para Poulantzas, la dualidad de poderes es, como mucho, adecuada para los países no democráticos, en que las instituciones representativas y la sociedad civil son frágiles. De hecho, la historia de las revoluciones del siglo XX demuestra que esa estrategia ha tenido éxito solamente allí donde existían regímenes autoritarios[24]. En los países de tradiciones democráticas de larga data, un movimiento que ponga en práctica una estrategia de ese tipo se verá, de seguro, abocado al desastre. Lo cual ya había empezado a reconocer Gramsci, cuyas nociones de «Estado integral» y de «guerra de posición» se proponían romper con una concepción simplista del proceso revolucionario. Esa concepción no era, por demás, la que tenían Lenin y Trotsky, sino que había sido resultado de la insuficiente contextualización y de la osificación de su pensamiento en décadas posteriores.

El Estado capitalista no es una «fortaleza» —dice Poulantzas. No está situado en el exterior de los conflictos sociales y, en cuanto tal, no se ha de tratar de conquistar como se conquistaría una fortaleza situada en territorio extranjero. En cuanto condensación de una relación de fuerza entre clases y fracciones de clases, el Estado está preñado de contradicciones. Todos sus «aparatos» lo están en mayor o menor medida. Por consiguiente, es un error imaginar que el Estado se sitúa solo en un lado, el conservador, de la dualidad de poderes. Se encuentra a ambos lados de la línea del frente, a tal punto que la línea del frente en realidad no es una. Más concretamente, existen múltiples frentes y algunos de ellos pasan por el interior mismo del Estado.

Esa constatación lleva al marxismo por un camino hasta ahora inexplorado. En primer lugar, revolución deja de ser sinónimo de enfrentamiento armado con el Estado. No se trata, por supuesto, de que el Estado haya dejado de ser garante del orden existente, incluso — de ser necesario— mediante la violencia. En ese sentido, toda revolución entraña momentos de contra-violencia. Se trata, en cambio, de que esos momentos dejan de considerarse decisivos y de que así nos alejamos de una visión militar del cambio social. Al mismo tiempo, se renuncia al clímax, a la idea de un punto culminante del proceso revolucionario. El Estado no desaparece en la transición al socialismo, está presente también en el propio socialismo. Por cuanto el Estado ha dejado de ser mero instrumento en manos de los capitalistas, no tiene por qué desvanecerse con la desaparición de ese sistema. Los marxistas han prestado poca atención al problema de la forma del Estado en el socialismo, ya que para ellos el socialismo habrá de abolir el Estado. Ahora bien, según Poulantzas, esa cuestión debe estar a la orden del día en las investigaciones marxistas.

También se mantiene la democracia representativa. «El socialismo será democrático o no será» —dice Poulantzas en la conclusión de EPS. Entre las críticas que Rosa Luxemburgo —una de las principales fuentes de inspiración de Poulantzas— dirigió a Lenin en La revolución rusa (l9l8) estaba la de haber suprimido la democracia representativa en favor de los consejos obreros. La ausencia de vida democrática —prensa independiente, elecciones generales, libertad de conciencia y de reunión— termina por asfixiar al proceso revolucionario. El único organismo que, en ese contexto de decadencia política, logra mantenerse a flote es la burocracia. La burocratización de la URSS, que habrá de desembocar en el estalinismo, se debió en parte a la suspensión de las libertades democráticas. Como no deja de recordarnos Poulantzas, esas libertades son fruto de conquistas populares en épocas anteriores y, en cuanto tales, deberán defenderse.

En la «vía democrática hacia el socialismo» propugnada por Poulantzas se conjugan la radicalización de la democracia representativa y experimentos de autogestión en la sociedad civil, especialmente —pero no solo— en el lugar de trabajo, tanto en el sector industrial como en la administración o los servicios públicos. Por esa vía se busca tener peso en las contradicciones del Estado capitalista desde dentro y desde fuera, es decir, tanto participando en las instituciones existentes, siempre que en ellas se pueda lograr avances, como ejerciendo presión sobre el aparato estatal desde espacios que escapen a su control o que se mantengan a distancia del poder estatal. El «eurocomunismo crítico» que Poulantzas reivindicó en los años setenta consiste en ese doble movimiento[25]. Para Poulantzas, sin desaparecer del todo, se relativiza la idea de un «interior» y un «exterior» del Estado, como consecuencia del abandono de la dualidad de poderes.

La cuestión de las alianzas de clase es crucial en ese proceso. En los años setenta, Poulantzas consagró una serie de textos a la «nueva pequeña burguesía», lo que hoy llamaríamos «clases medias»: funcionarios, técnicos, oficinistas, directivos, profesores[26]. En aquella época tuvo lugar un intenso debate —en que participaron Serge Mallet, Alain Touraine, Pierre Bourdieu, André Gorz, Erik Olin Wright— sobre la cuestión de si esa clase era una nueva clase social o un epifenómeno en la estructura de las sociedades capitalistas. Esa problemática deberá relacionarse con la aparición de «managers» o de «directivos» en el capitalismo de la época y con la creciente disociación de la propiedad respecto de la gestión del capital.

Poulantzas es uno de los que sostienen que la «nueva pequeña burguesía» es una clase por derecho propio. Es de importancia vital —añade— que el movimiento comunista reconozca que esa clase tiene sus propios intereses y que estos no necesariamente coinciden con los de la clase obrera. Sobran las razones para creer que las futuras revoluciones, en Europa y en otros lugares, provendrán de la alianza de la clase obrera y esa nueva pequeña burguesía, susceptible siempre de caer hacia el lado de la reacción, como demuestra el caso de Chile. De ahí que la hegemonía de las organizaciones revolucionarias en el seno de la nueva pequeña burguesía sea una de las cuestiones estratégicas en la actual coyuntura. A ese respecto, la situación no ha cambiado mucho desde la época de Poulantzas.

Después de Foucault

Las dos teorías críticas del poder más influyentes del siglo XX son las de Lenin y Foucault. Dentro del pensamiento crítico contemporáneo, el enfoque foucaultiano ha terminado por destronar al leninismo —dominante hasta el último tercio del siglo como la teoría del poder más debatida. Ambas concepciones están supradeterminadas por el contexto del que surgen. Lenin se proponía derrocar al zarismo, régimen en que el Estado concentraba la mayor parte del poder y en que —como decía Gramsci— la sociedad civil era «primitiva» y «amorfa». Es precisamente eso lo que confirió a la teoría leninista del poder su característica principal: su estatocentrismo, es decir, el hecho de que se centrara en la toma del poder del Estado. Ese estatocentrismo no era integral. Por supuesto, Lenin era consciente de la existencia de formas de poder extraestatales. Trabajos recientes sobre Lenin muestran que la cuestión de la cultura en su relación con la política llegó a ser crucial para él, especialmente al final de su vida[27]. El hecho es que en un contexto absolutista Lenin no podía sino elaborar una concepción estatocéntrica del poder.

El enfoque foucaultiano se elabora en oposición a Lenin y, en sentido más general, al marxismo[28]. Destaca la parte del poder que escapa al Estado, es decir, no la concentración del poder en el Estado, sino su dispersión en el cuerpo social. La «microfísica del poder» de Foucault supone una concepción difusa y reticular del poder. Lo cual no quiere decir que Foucault haya desatendido la cuestión del Estado. En cierto modo, Foucault no hacía sino hablar del Estado. En las conferencias que impartió en el Collège de France en la segunda mitad de la década de 1970, apareció el concepto de «gubernamentalidad», a través del cual Foucault se propuso comprender un tipo de poder que había llegado a manifestarse en el siglo XVII y que había tomado las riendas del Estado «administrativo» de los siglos XV y XVI. La gubernamentalidad ya no se ejerce sobre un territorio, sino sobre las poblaciones, cuyas condiciones de existencia —salud, trabajo, medio ambiente— trata de preservar con fines de dominación y lucro. De ahí que Foucault diga que es esa una forma de «biopoder», un poder que tiene como objeto la vida.

Si Foucault se interesa por el Estado, es siempre desde el punto de vista de la dispersión y el descentramiento. La preservación de las condiciones de existencia de las poblaciones lleva al Estado a elaborar saberes sobre ellas: demografía, economía política, estadística o sociología. Esos saberes moldean a los individuos poniendo en circulación categorías (por ejemplo, la racial) y regulando las prácticas. El gobierno de las poblaciones va acompañado de un «gobierno de sí», por medio del cual las tecnologías del poder desencadenan procesos de subjetivación. Uno de los blancos del enfoque foucaultiano es la concepción «jurídica» del poder, presente al menos desde Hobbes en la filosofía política. Esa concepción hace del Estado un órgano centralizado, que se deriva de la sumisión de los individuos a la ley.

Poulantzas fue el primero que se tomó en serio el desafío que la obra de Foucault representaba para el marxismo. En EPS abundan las referencias al autor de Vigilar y castigar, al punto de aparecer casi como un libro dentro de otro libro. Poulantzas no deja de reconocer la contribución de Foucault y se vale de ella para enriquecer el marxismo. El enfoque foucaultiano nos permite, por ejemplo, ir más allá de la idea de que el poder consiste únicamente en el doblete represión-ideología. Desde la perspectiva del marxismo, el poder o reprime mediante la violencia o engaña mediante la ideología. Lo que Foucault muestra es que, además de esas dos operaciones, el poder produce lo real, el poder posee una dimensión performativa. Esta última se materializa, en particular, poniendo en circulación categorías como las mencionadas hace un momento. Los marxistas siempre han asimilado —y subvertido— la perspectiva de pensadores no marxistas —la de Max Weber en el caso de Lukács, la de Benedetto Croce en el caso de Gramsci— y, en cierto sentido, Foucault es el Weber o el Croce de Poulantzas. Que la deuda de Poulantzas con el estructuralismo althusseriano haya ido decreciendo a lo largo de los años, en beneficio de una creciente influencia de la «filosofía de la praxis» de Gramsci, se explica en parte por el hecho de que esta última permite sostener un debate constructivo con Foucault.

Lo cual no obsta para que Poulantzas dirija críticas radicales a Foucault. En primer lugar, la de no haber escapado a una concepción metafísica del poder, que hace de este una «sustancia». Para Foucault el poder se ha dispersado a tal punto que está en todas partes y, al mismo tiempo, en ninguna. Existe el poder, sin que sepamos cuál es su origen, y existe la resistencia al poder, sin que comprendamos qué es lo que la desencadena. En ese respecto, el marxismo es más preciso y analítico que el enfoque foucaultiano. En el capitalismo, la principal fuente de poder es la explotación. Desde luego, no es la única, pero es la que configura todas las demás, la que hace que el sistema capitalista constituya precisamente un sistema. La explotación se origina en el ámbito de la producción (el concepto de «economía» en su sentido actual es demasiado estrecho para apresar todo lo que los marxistas llaman «producción»), allí donde el trabajo es monopolizado por una clase que no lo realiza. La explotación oprime a sus víctimas, pero también propicia su resistencia, por cuanto el explotador necesita del explotado y de este depende su bienestar material y su condición de poseedor. De ahí que la explotación tenga siempre un límite y que permita a los oprimidos extraer de la explotación misma un contrapoder. No diluir la explotación en una categoría abstracta de «poder», como hace Foucault, es darse los medios para pensar tanto la dominación como la resistencia a la dominación.

Foucault también pasa por alto el hecho de que gran parte de los saberes elaborados desde el siglo XVIII para gobernar a las poblaciones no hayan surgido en la esfera estatal propiamente dicha, sino en el ámbito de la producción[29]. El capitalismo profundiza permanentemente la división del trabajo, cuya forma matriz es la división entre trabajo manual y trabajo intelectual. El propio Estado es un ejemplo de centralización del trabajo intelectual. Como nos recuerda Poulantzas, «los intelectuales, en cuanto cuerpo especializado y profesionalizado, han sido constituidos en su funcionarización-mercenarización por el Estado moderno» (EPS, p. 99/[ed. esp.: p. 63]). Comprender la interacción entre el saber y el poder presupone en ese sentido dilucidar los efectos de la división del trabajo en el cuerpo social, algo que Foucault nunca hizo.

Circunstancia que llevó a Foucault a subestimar la violencia del Estado contemporáneo, haciendo suyo el «gran relato» de que la historia de la modernidad es la historia de la pacificación de las relaciones sociales. Una influyente versión de ese gran relato en la época de Foucault y Poulantzas se puede rastrear en la obra de Norbert Elias El proceso de la civilización (publicada confidencialmente en los años treinta, pero reeditada a finales de los sesenta). Para Poulantzas, «la violencia física monopolizada por el Estado subyace permanentemente a las técnicas del poder y a los mecanismos del consentimiento (…), incluso cuando esa violencia no se ejerce directamente» (EPS, p. l29/[ed. esp.: p. 93]). La violencia del Estado es determinante —dice Poulantzas—, lo cual significa que esa violencia actúa incluso —y tal vez sobre todo— cuando no se materializa. Por tanto, la importancia del aspecto represivo del poder no ha mermado en absoluto. Sin embargo, esa violencia se concentra ahora en el Estado, algo que Lenin —y, más tarde, Max Weber— había comprendido perfectamente. La incapacidad de Foucault para pensar la violencia colectiva, desde ese punto de vista, es un corolario de su incapacidad para pensar la centralización del poder por el Estado.

Lenin, Foucault, Poulantzas. Esta secuencia teórica encierra una genealogía de la cuestión del poder en el último siglo. Su tercer término, Poulantzas, ofrece un fecundo punto de equilibrio entre las contribuciones respectivas de los dos primeros. Algún día, quizás, el siglo XX llegue a ser poulantzasiano. Sin embargo, para que eso ocurra, la contribución de Poulantzas tendrá que conocer nuevos desarrollos en el siglo XXI.

 

Notas

[1] Todas las citas que figuran en el texto de Keucheyan —ya sean de Poulantzas o de otros autores— se han cotejado con su original en francés y/o con traducciones anteriores al castellano y, en algunos casos, se han retraducido. Todas las demás notas son de Keucheyan. Se han añadido —tanto en el cuerpo del texto como en las notas— hiperenlaces y, entre corchetes, referencias terminológicas y bibliográficas en español cuando se ha creído pertinente hacerlo para la mejor comprensión del texto de Keucheyan y de la obra y el pensamiento de Poulantzas y otros pensadores anteriores a él o contemporáneos. [Nota del T.]

[2] En Francia, algunos representantes de la escuela reglamentaria [l’école de la régulation], como Bruno Théret, Bruno Amable y Stefano Palombarini, remiten hoy a Poulantzas. Véase, por ejemplo, Bruno Amable y Stefano Palombarini, “A Neorealist Approach to Institutional Change and the Diversity of Capitalism”, en Socio-Economic Review, 7, 2009.

[3] Véase Stuart Hall y Alan Hunt, “Interview with Poulantzas”, en Marxism Today, julio de 1979 (publicado en francés en Nicos Poulantzas, Repères, hier et aujourd’hui: textes sur l’État, París, Maspero, 1980). Léase también la entrevista de Poulantzas con Henri Weber, “El Estado y la transición al socialismo”, en Critique communiste (revista de la Ligue communiste révolutionnaire), núm. 16, junio de 1977.

[4] Véase François Dosse, Histoire du structuralisme, t. 2, París, La Découverte, 1992, p. 205.

[5] Sobre la relación entre Gramsci y Poulantzas, véase Peter Thomas, “Conjuncture of the Integral State? Poulantzas’s Reading of Gramsci”, en Alexander Gallas et alii, Reading Poulantzas, Londres, Merlin Press, 2011, volumen en que figuran excelentes debates sobre los principales temas abordados por Poulantzas en su obra. También cabe destacar la antología de textos de Poulantzas publicada por Verso: véase James Martin (ed.), The Poulantzas Reader. Marxism, Law and the State, Londres, Verso, 2008.

[6] Sobre ese período, véase Alain Bergougnioux y Gérard Grunberg, “L’Union de la gauche et l’ère Mitterrand (1965-1995)”, en Jean-Jacques Becker y Gilles Candar (eds.), Histoire des gauches en France, t. 2, París, La Découverte, 2005. Véase también Alain Bergougnioux y Danielle Tartakowsky (eds.), L’union sans unité. Le programme commun de la gauche, 1963-1978, Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2012.

[7] Sobre la importancia del modelo chileno en Francia en aquella época, véase Daniel Bensaïd, Une lente impatience, París, Stock, 2004 [Una lenta impaciencia, Buenos Aires, Sylone, 2018].

[8] Nicos Poulantzas, La crise des dictatures. Portugal, Grèce, Espagne, París, Maspero, 1975.

[9] Véase a ese respecto Razmig Keucheyan, Hémisphère gauche, op. cit.

[10] James O’Connor, The Fiscal Crisis of the State, Nueva York, Transaction, 2001.

[11] La noción de “autonomía relativa” es de origen althusseriano y puede encontrarse, por ejemplo, en el artículo dedicado a los “aparatos ideológicos de Estado”: Louis Althusser, “Idéologie et appareils idéologiques d’État (Notes pour une recherche)”, en La Pensée, núm. 151, junio de 1970, o en la contribución de Althusser a Lire le capital (1965), titulada “L’objet du ‘Capital’”, París, Maspero, 1965. [ed. esp.: Louis Althusser, Étienne Balibar [et al], Para leer El capital (trad. Marta Harnecker), México, Siglo XXI, 2004 (vigesimoquinta edición)]

[12] Pierre Bourdieu, Sobre el Estado. Cours au Collège de France, 1989-1992, París, Seuil, 2012 [ed. esp. : Sobre el Estado. Cursos en el Collège de France (1989-1992), Barcelona, Anagrama, 2014]

[13] Ibíd., p. 175.

[14] Sobre el debate entre Poulantzas y Miliband, al que se suma por el camino la posición de Ernesto Laclau, véase, por ejemplo, Elisabeth Nash y William Rich, “The Specificity of the Political: The Poulantzas-Miliband Debate”, en Economy and Society, vol. 4, núm. 1, 1975. Ese debate tuvo lugar principalmente en las páginas de New Left Review. La obra principal de Miliband sobre el Estado es The State in Capitalist Society, Londres, Weidenfeld & Nicolson, 1969. [ed. esp.: El Estado en la sociedad capitalista (trad. Francisco González Aramburu), México, Siglo XXI, 1991 (decimoquinta edición)]

[15] Véase Bernard Semmel (ed.), Marxism and the Science of War, Oxford, Oxford University Press, 1981.

[16] Véase Perry Anderson, Considerations on Western Marxism, Verso, 1976. [ed. esp.: Consideraciones sobre el marxismo occidental (trad. Néstor Míguez), México, Siglo XXI, 1979]

[17] Nicos Poulantzas, Les classes sociales dans le capitalisme aujourd’hui, París, Seuil, 1974. [ed. esp.: Las clases sociales en el capitalismo actual (trad. Aurelio Garzón del Camino), México, Siglo XXI, 1976]

[18] Posición expresada por Mandel en particular en “International Capitalism and ‘Supra-Nationality'”, Socialist Register, vol. 4, 1967. La oposición entre Poulantzas y Mandel continúa hasta hoy sirviendo de punto de articulación de los debates marxistas sobre la naturaleza de la construcción y la crisis europeas, tal como señala Magnus Ryner, “Financial Crisis, Orthodoxy and Heterodoxy in the Production of Knowledge about the EU”, Millennium: Journal of International Studies, vol. 40, núm. 3, 2012.

[19] Paul Baran y Paul Sweezy, Monopoly Capital: An Essay on the American Economic and Social Order, Nueva York, Monthly Review Press, 1966. [ed. esp.: El capital monopolista: ensayo sobre el orden económico y social de Estados Unidos (trad. Arminda Chávez de Yañez), México, Siglo XXI, 1982 (decimoséptima edición)]

[20] En ese respecto, Leo Panitch y Sam Gindin, en The Making of Global Capitalism. The Political Economy of American Empire, Londres, Verso, 2012, se basan explícitamente en Poulantzas.

[21] Véase a ese propósito Jean Pisani-Ferry, “Tim Geithner and Europe’s phone number”, informe del Instituto Bruegel, 4 de noviembre de 2012, disponible en https://www.bruegel.org/blog-post/tim-geithner-and-europes-phone-number

[22] Nicos Poulantzas, Les classes sociales dans le capitalisme aujourd’hui, op. cit., p. 71. [ed. esp.: p. 68]

[23] León Trotsky, Histoire de la révolution russe, t. 1, París, Seuil, 1995, p. 252. [Traducción al español accesible electrónicamente en https://www.elsoca.org/pdf/libreria/Historia%20de%20la%20revolucion%20rusa.pdf, p. 186]

[24] Véase Jeff Goodwin, No Other Way Out. States and Revolutionary Movements, 1945-1991, Cambridge, Cambridge University Press, 2001.

[25] Véase Stuart Hall y Alan Hunt, “Interview with Poulantzas”, op. cit., p. 196. Étienne Balibar vuelve sobre las cuestión de la oposición entre el eurocomunismo crítico de Poulantzas y su “neoleninismo” de la época en “Communisme et citoyenneté: sur Nicos Poulantzas”, en La proposition de l’égaliberté, París, PUF, 2010.

[26] Véase Nicos Poulantzas, Social Classes in Capitalism Today, op. cit.

[27] Véase Lars Lih, Lenin, Londres, Reaktion Books, 2011.

[28] Sobre la relación de Foucault con Marx, véase el capítulo que le dedica Isabelle Garo en Foucault, Althusser, Deleuze & Marx, París, Demopolis, 2011.

[29] Véase a ese respecto Bob Jessop, “Pouvoir et stratégies chez Poulantzas et Foucault”, en Actuel Marx, vol. 2, núm. 36, 2004.

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