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Jean-Luc Godard y Jean-Paul Belmondo en el set de Pierrot Le Fou en Hyères, Francia, 1965. (Foto: Reporters Associes / Gamma-Rapho vía Getty Images)

Es imposible imaginar el cine moderno sin Godard

Traducción: Valentín Huarte

Godard fue el último revolucionario del cine en una época en la que las películas todavía eran capaces de conmovernos.

El cine de Jean-Luc Godard, el gran cineasta francés que murió hace dos semanas a los 91 años, conserva toda su singularidad. La obra de Godard encarna la idea de que lo personal es político porque la política de Godard, durante un tiempo, estuvo completamente entrelazada con sus películas. Su desarrollo personal, que lo llevó de tábano provocador de la ciudad a humanista marxista, fue casi tan sorpresivo como la narrativa de algunas de sus películas. Pero lo cierto es que el enfoque radical que puso en acto en el cine cambió completamente el modo en que pensamos este arte y es un punto de referencia fundamental para muchos de los grandes cineastas que vinieron después.

Odiemos o amemos a Godard —y a veces es bastante fácil hacer ambas cosas en el curso de una de sus películas—, nadie puede negar que cambió las reglas del juego para siempre. Aun si a veces lo hacen simplemente por habernos exasperado, sus películas permanecen en nuestra cabeza mucho tiempo después de que terminaron de pasar los créditos.

La obra de Godard, un poco como su autor, se nos presenta como una serie de contracciones. Vástago de una familia pequeño burguesa, Godard fue crítico de cine, después cineasta y más tarde propagandista maoísta, antes de terminar siendo una especie de documentalista humanista del conflicto humano. En todo este recorrido, Godard sostuvo su actitud agresiva y confrontativa, y sus películas intentaban complacer y exasperar a las audiencias en igual medida. La misma actitud tenía en su vida personal, donde su crítica sagaz abrió importantes grietas que lo separaron de amigos y colegas.

El deseo de agitar las aguas y provocar una respuesta emocional está en el corazón de sus obras más clásicas. La tendencia pareció disiparse a medida que Godard tuvo más en claro su ideología. Amo y señor de los márgenes, probablemente adoptó la política revolucionaria como parte de una pose, pero terminó descubrieron que era realmente significativa.

Habiendo empezado como crítico en 1951, Godard es recordado por sus trabajos en el marco de la revista de cine Cahiers du Cinéma. Comprobada su afinidad con otros dos futuros cineastas, el protolynchiano Jacques Rivette y el más terrenal François Truffaut, Godard formó parte de un movimiento de crítica del cine francés que miraba más allá de las típicas películas consagradas y defendía el cine de género europeo y estadounidense, especialmente el cine noir, el western y el policial. Entre los héroes de Godard están Howard Hawks, Otto Preminger, Fritz Lang y Jean-Pierre Melville (que tuvo una aparición tan breve como célebre en la primera película de Godard, À bout de souffle). Al mismo tiempo, desdeñaba a los cineastas más explícitamente «artísticos» por su falta de atractivo popular. Notemos al pasar que muchas veces, estos cineastas que Godard no quería eran los mismos que defendía el fundador de los Cahiers (y empleador de Godard), André Bazin.

En parte, el objetivo de Godard era democratizar los gustos de los críticos de cine, pero dada su innata sensibilidad confrontativa, también es probable que sus decisiones estéticas surgieran del deseo de nadar contra la corriente.

Godard terminó abandonando su dedicación exclusiva a la teoría del cine y pasó a la acción con la realización de una serie de películas breves durante los años 1950, antes de estrenar su primera película importante, À bout de souffle, en 1960. Su sentido de la oportunidad fue impecable y la película fue la punta de lanza de la Nouvelle Vague.

À bout de souffle pone en escena a un joven y apuesto Jean-Paul Belmondo en el papel de Humphrey Bogard, un criminal obsesivo que, mientras huye después de matar a un policía, termina enamorándose de una estudiante estadounidense interpretada por Jean Seaberg. La película logra ser entretenida, melodramática, un poco filosófica y nunca abandona cierto sentido inminente de tragedia griega. Sube y baja, con guiños al cine estadounidense clase B, a las obras de William Faulkner y Rainer Maria Rilke, entre otros, y además hace un uso impresionista de la música y del arte clásicos, que otorgan a la película un peso específico. Después del célebre comienzo, que es una dedicatoria a Monogram Pictures, el conocido estudio hollywoodense «Poverty Row» que albergó las películas noir baratas que tanto amaba Godard, un corte nos lleva directamente a nuestro protagonista, que lee el diario y dice en voz alta, «Después de todo, soy un imbécil».

Más revolucionario fue el uso que Godard hizo de la edición, que incluyó una serie de tomas largas y lánguidas puntuadas por «jump cuts» que aportan a la película una especie de energía vivaz. Otra importante elección estilística fue el uso de las cámaras de mano, que a la vez otorgaba más flexibilidad en la captura de tomas atípicas y daba a la película una calidad que bordeaba el estilo de un documental de guerrillas.

Con esta película, Godard también abandonó muchas de las convenciones narrativas de la época. No solo introdujo el «jump cut», sino que prescindió completamente de la necesidad de hacer concordar la mirada de los personajes, lo que dificultaba posicionarlos interactuando unos con otros en la misma locación. Godard terminó refinando todas estas técnicas a lo largo de su carrera y sin ellas una gran parte del lenguaje contemporáneo del cine es básicamente inimaginable. Aunque estas técnicas terminaron volviéndose dominantes en manos de directores como Martin Scorsese, en aquel momento deben haber sido bastante desconcertantes.

Radicalización temprana

À bout de souffle fue un éxito inmediato, ganó el prestigioso premio Jean Vigo y posicionó a Godard como un director importante. Las películas que hizo después abordaron las relaciones de género (Una mujer es una mujer, 1961), la vida de una trabajadora sexual (Vivir su vida, 1962), el colonialismo francés en Argelia (El soldadito, 1963), y otra fue una fábula antiguerra (Los carabineros, 1963). Estas películas moldearon poco a poco el radicalismo de Godard, sobre todo El soldadito, que fue un golpe contras la educada sociedad francesa que sostenía el colonialismo en África del Norte. Todas muestran un interés por la humanidad y por los más oprimidos, pero en este período Godard todavía era reticente a ser encasillado en un proyecto político más grande.

Después de un breve coqueteo con el melodrama de más presupuesto en El desprecio —con Brigitte Bardot, Jack Palance, Michel Piccoli y uno de los héroes de Godard, Fritz Lang (que actúa de sí mismo)— siguieron tres películas de género que ayudarían a definir el estilo característico de los próximos años: Banda aparte (1964), Alphaville (1965) y Pierrot el loco (1965). Estas películas perfeccionaron el estilo narrativo elíptico de Godard. En las tres, aunque las historias encuentran sus orígenes en los tropos raídos del cine de género, la trama es cada vez más brumosa, pasan cosas imprevisibles y los acontecimientos tienden a obedecer más a la lógica interna de la película que a la coherencia narrativa. Esta sensación de subversión de las expectativas narrativas siempre había estado presente en Godard, pero explotó a partir de fines de los años 1960.

Pierrot el loco también destaca porque Godard volvió a hacer equipo con Belmondo y abrazó completamente el color (aunque El desprecio también tiene color), utilizando como telón de fondo las paletas del mediterráneo francés contra llamativos rojos y azules que corren a lo largo de toda la película. El color simboliza contrastes: el azul sirve como una metáfora de la insuperable crianza burguesa del personaje de Belmondo y el rojo de sus deseos de rechazar esta crianza y conquistar una libertad mayor. Pierrot el loco es una película que trata ampliamente la idea de «libertad», pero que todavía no parece considerarla en un marco político (aunque incluye algunos guiños a la guerra de Vietnam), y concluye con otra puntada irreverente y jocosa de Godard. Esto pronto cambiaría.

En 1967, Godard hizo dos comedias negras que lo hicieron pasar de la mera provocación individual a una crítica marxista más sólida, La china y Weekend. Aunque ambas películas retienen los rasgos del viejo Godard, empieza a meterse a hurtadillas un mensaje político más explícito.

La china trata de las tribulaciones y de los juicios a veces irreverentes de un grupo de maoístas universitarios que pronto deciden que la acción radical terrorista es la única manera de cambiar el mundo. Weekend es un ataque brutal contra el materialismo occidental y contra los valores burgueses, en la que los dos miembros de una pareja adinerada conspiran para matarse el uno al otro y salen en un viaje que es perturbado primero por un embotellamiento, metáfora de la disfunción de la sociedad de consumo moderna, y después por paramilitares de izquierda. La película termina en el canibalismo, un guiño a la vieja consigna francesa que dice que hay que «comerse a los ricos», y cita en términos provocadores a Karl Marx poniéndolo en el mismo nivel que Jesús.

Las dos películas fueron una especie de amalgama del estilo de Godard hasta el momento, con su mezcla típica de referencias a lo más elevado y a lo más bajo de la cultura. Pero con un nuevo propósito político, Godard también empezó a experimentar con decisiones estilísticas revolucionarias. Sus películas empezaron a hacerse cada vez más elípticas, con largos travellings como los que usó en Weekend, en los que la cámara se mueve de atrás adelante con gran amplitud.

También empezó a fusionar aspectos documentales con su narrativa. Esta técnica es característica de Sympathy for the Devil (1968), que pone en escena el montaje de una grabación de los Rolling Stones y alterna el título de la canción con material político, y de Todo va bien (1972). Estas películas son difíciles de ver y algunas veces hacen que incluso una audiencia empática pierda la paciencia cuando las provocaciones de Godard dejar de ser entretenidas y parecen tocar un límite.

Y Godard también se había cansado.

Pionero hasta el fin

Inspirado por las revueltas de mayo de 1968, Godard empezó a trabajar anónimamente con el Grupo Dziga Vertov y trató de hacer películas que eran, según sus propios términos, propaganda marxista. Aunque estas películas abordan temas de peso, con documentales sobre Jane Fonda y el Vietcong, la descolonización en Mozambique y la lucha de clases en general, carecen del carácter jovial de las obras anteriores de Godard. El autor que su propia voz pasara al anonimato para servir mejor a los mensajes políticos que estaba intentando transmitir.

Godard terminó abandonando esta estrategia y empezó a hacer películas personales más mainstream en los años 1980, y más tarde, hacia el final de su carrera, películas sobre el humanismo y sobre el conflicto humano. Siempre mantuvo viva la polémica, por ejemplo, con Salve María (1985), que pone en escena una reelaboración del mito de la virgen y que fue acusada de blasfemia por la Iglesia católica. Nuestra música (2004) es un híbrido humanista entre ficción y documental que trata sobre la guerra (incluyendo la de Sarajevo, el conflicto Israel-Palestina y la guerra civil estadounidense), la violencia y la exhibición de la violencia en las películas. Es una especie de investigación de Godard sobre la consecuencias humanas de todos estos conflictos.

Godard siguió innovando en la técnica cinematográfica utilizando el estilo que había consolidado en los años 1960 y experimentando con nuevas tecnologías, como los experimentos digitales y, en su última gran película, Adiós al lenguaje (2014), con el cine 3D. Sin ceder nunca a las convenciones, Godard utilizó innovadoras formas 3D, entre las que destaca la separación en una misma toma en dos tomas separadas que pueden verse simultáneamente con el ojo izquierdo y con el ojo derecho.

Tampoco perdió nunca su filo político ni sus convicciones, como bien indica el título de su película de 2010, Film socialisme. El tercer acto de esta película nos lleva a una serie de sitios importantes de la civilización y explora algunos temas de nuestra humanidad colectiva, bastante lejos de la archiprovocadora À bout du souffle de cincuenta años atrás.

Al final, Godard vivió más que todos: Truffaut, su viejo amigo de los Cahiers du Cinéma —convertido en compañero de cine y de discusiones—; Anna Karina, su exesposa y tantas veces su estrella; Belmondo, uno de los principales protagonistas de sus películas; Rivette, Alain Resnais, Claude Chabrol, Agnès Varda, Éric Rohmer, Louis Malle y Jacques Demy, todas las almas que lo acompañaron en la Nouvelle Vague. También vivió lo suficiente como para comprobar la popularización de muchas de sus concepciones del cine.

Es imposible imaginar el cine moderno sin Godard, y sentimos genuinamente que su muerte marca el fin de una época. Godard fue el último revolucionario del cine en una época en la que las películas tenían realmente el poder de conmovernos. También fue un artista que vivió de acuerdo con sus convicciones políticas y morales. En tiempos en que los cineastas son cada vez más proclives a una visión empresarial de su trabajo con el objetivo de conquistar grandes audiencias, el camino que eligió Godard nos parece a la vez un poco curioso y absolutamente noble.

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