El pasado 19 de junio las calles de Colombia presenciaron el jolgorio que produjo la victoria de la fórmula presidencial de Gustavo Petro y Francia Márquez. Por primera vez en la historia republicana de Colombia, una fuerza progresista asume los puestos de control al interior del aparato estatal. Lejos de pensar este importante ascenso electoral como una excepcionalidad política, este texto asume la victoria progresista como el resultado de un acumulado histórico de luchas y tensiones sociales presentes tanto al interior de Estado como por fuera del armazón institucional.
El triunfo del Pacto Histórico no puede comprenderse únicamente desde un análisis de coyuntura electoral. La victoria de Gustavo Petro y Francia Márquez no se produjo producto del «error» de la derecha (fundamentalmente del uribismo) por ungir a un presidente mediocre y carente de liderazgo, como sostuvieron algunos análisis.
Desde esa lógica, la incompetencia y el inconformismo social que produjo el presidente Duque es la razón que explica el ascenso de la izquierda en Colombia. Así, la política nacional queda reducida a un conflicto de élites, como si los actores de la sociedad civil fuesen marionetas sin agencia en el tablero político. Un enfoque tal no permite entender el papel que cumplieron los movimientos sociales y las organizaciones sociales y políticas no-partidistas, así como tampoco deja percibir el cambio en la correlación de fuerzas y las tensiones sociales que cristalizaron en la reciente victoria electoral.
Más allá de los retos, ilusiones y odios encoñados que despierta el gobierno de Gustavo Petro, comprender el momento histórico que vive Colombia requiere explorar las condiciones de posibilidad que hicieron posible la emergencia política y electoral del Pacto Histórico (PH), tomando en consideración, sobre todo, las transformaciones en el modelo productivo y en la correlación de fuerzas (con modificaciones en el bloque social dominante y reordenamientos de las disputas políticas incluidas) que tuvieron lugar durante los últimos años.
En «El patrón de acumulación en Colombia» (2015), Martínez Casas sostiene que entre las décadas de 1990 y 2010 se produjo un proceso de implantación de un nuevo patrón de acumulación y reproducción de capital en su fase neoliberal. Dicho proceso se produjo por medio de dos «bisagras». La primera bisagra se ubica entre 1990 y 2001: en esta década se producen las reformas neoliberales que alcanzan el rango constitucional. Aquí es cuando tiene lugar la Asamblea Nacional Constituyente (1991) y cuando se empiezan a ejecutar las grandes transformaciones en busca de fortalecer los dispositivos de acumulación de capital.
La reforma laboral y la tributaria no hacen otra cosa que recostar la crisis de la tasa de ganancia sobre los sectores populares, reduciendo sus salarios reales y sus condiciones de vida digna. Todo ello acompañado por una decidida apuesta por la descentralización política, que permitió redirigir los compromisos sociales del Estado central a las entidades territoriales (alcaldías y gobernaciones) como parte de la lógica privatizadora y de estrechamiento estatal. De esta manera, el Estado se desentiende de sus responsabilidades sociales y el mercado funge como nuevo articulador de la vida social en Colombia.
La segunda bisagra se sitúa entre los años 2002 y 2010, cuando la violencia y la guerra contra la insurgencia armada se convierte en el catalizador del nuevo orden neoliberal. En un contexto marcado por los fallidos acuerdos de paz con la Guerrilla de las FARC, la ofensiva paramilitar y el auge de la geopolítica antisubversiva promovida por los Estados Unidos después de 2001, el Plan Colombia se erige como la expresión de estas nuevas coordenadas geopolíticas.
La guerra contra la «subversión armada» le permite al Estado colombiano fortalecer su aparato militar y redireccionar la función estatal en vista de dos objetivos: por un lado, perseguir, reprimir y criminalizar el movimiento social; por otro —con ayuda militar extranjera y paramilitar—, repeler y contrarrestar la presencia de la guerrilla en zonas que tiempo después serán de usufructo para el régimen de acumulación neoliberal. Esa es la razón por la que estas intervenciones militares resultan tan importantes para el modelo: permite al capital penetrar en zonas a las que, debido al conflicto armado, no habría podido llegar de otra manera. Para ponerlo en términos de David Harvey, la nueva configuración del régimen neoliberal en Colombia acudió a la «acumulación por desposesión».
En esa dirección, Martínez (2015) ubica al menos tres rasgos novedosos del régimen de acumulación dependiente-neoliberal: 1) el nuevo eje de acumulación ligado al sector externo ya no está representado por el café, sino por la rama minero-energética con todos sus derivados; 2) gracias al sector minero energético, las inversiones extranjeras predominaron sobre el capital nacional (lo contrario a lo que sucedía con el café, donde el que se imponía era el capital nacional); 3) el nuevo eje de acumulación minero-energético favoreció el flujo de excedentes internacionales y la desarticulación del tímido intento de Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI). Por medio de estas tres vías, Colombia asistió a un ciclo de reprimarización de la economía y a una internacionalización de la economía nacional.
Así, el nuevo régimen de acumulación profundiza su vocación rentista y dependentista, solo que esta vez encuentra su pilar en el sector minero-energético, financiero y especulativo. No es precisamente una casualidad que en esos años se hayan incrementado las inversiones directas del extranjero, y mucho menos que el sector minero sea el que más aporte al PIB. Dicho en otros términos: la condición de posibilidad para la implantación del neoliberalismo en Colombia fue la sustitución de las articulaciones cafeteras e industriales internas por articulaciones mineras y financieras internacionales, en complicidad de la intervención militar (extranjera y paramilitar).
La política en la era neoliberal
Los cambios en el sector productivo conllevaron grandes trasformaciones en el plano político; no obstante, esta afirmación no debe confundirse con una especie de determinismo económico; más bien, sugerimos que los cambios en el patrón productivo colombiano implicaron un nuevo clima político, nuevos sectores en pugna, nuevas demandas sociales, así como un cambio en el bloque social dominante en la conducción del Estado. Es por esa razón que para comprender los sectores, las demandas y los antagonismos que hicieron posible la victoria electoral de 2022 debemos mirar el largo plazo, atendiendo al cambio en el patrón productivo, las reformas neoliberales, el gobierno Uribe, la movilización en el plebiscito por el acuerdo de paz, el avance electoral de las izquierdas y el paro nacional de 2021.
El gobierno Uribe fue un nodo clave para la articulación del nuevo armazón productivo, pues Uribe era el candidato de la guerra. Bajo ropajes de supuesto outsider logró convencer a la opinión pública y a las élites regionales y nacionales de la posibilidad de darle una salida guerrerista al conflicto armado. De esa forma, consiguió posicionar y afianzar la lógica del enemigo interno, señalando a la guerrilla como el enemigo público de la sociedad colombiana.
Su vocación antisubversiva, promocionada por la geopolítica norteamericana, le permitió emprender una feroz persecución y represión hacia el movimiento social. Su misión fue dislocar y desarticular al movimiento, tarea que ejecutó reprimiendo al grueso de los sectores populares movilizados y adelantando la reforma laboral, pensional y de salud, que condujeron a la precarización del empleo y el deterioro en las condiciones de vida digna de los y las trabajadoras. Con la caída de los ingresos reales de la clase trabajadora a causa de las reformas neoliberales, el endeudamiento por la vía crediticia fue el instrumento para mantener el consumo, un instrumento de control financiero propio del nuevo régimen de acumulación neoliberal.
Si bien es un hecho que el gobierno Uribe gozó de una alta aprobación en sus dos periodos presidenciales, también es cierto que convivió con resistencias y tensiones que, si bien no alcanzaron a erguirse como mayoritarias, sí expresaron con contundencia un malestar que no solo respondía al autoritarismo gubernamental, sino también al régimen de acumulación en su nueva fase neoliberal.
En este período, la minga indígena se irguió como uno de los principales contradictores del gobierno de la seguridad democrática. En 2004, la minga movilizó más de 60 000 personas que caminaron desde el territorio de convivencia, diálogo y negociación de la María, Piendamó, hasta la ciudad de Cali. El movimiento exigía una salida negociada al conflicto armado, frenar al modelo de acumulación que los estaba despojando de sus territorios ancestrales, atajar el TLC y acabar con la política de seguridad democrática. Aquella manifestación finalizó con el Primer Congreso Indígena y Popular, realizado en la ciudad de Cali, con la participación de diversos sectores sociales movilizados.
Para el año 2005, las comunidades indígenas del Cauca iniciaron un proceso de «liberación de la madre tierra», que planteó ante el país la vigencia del problema agrario y la urgencia de una reforma agraria. Mediante este proceso se impulsaron recuperaciones por parte de las comunidades de las zonas Norte del Cauca, Nororiente, Oriente y Centro, en los que varios reasentamientos demostraron su fortaleza y su capacidad resistir ante el desalojo, fraguando la primera derrota del gobierno Uribe y plantando un germen de articulación del movimiento social. Este hecho toma mayor relevancia si se lo ubica en el marco de un gobierno sumamente autoritario que, sin embargo, se vio obligado por la movilización popular a dialogar con delgados del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC) en el palacio presidencial.
En lo sucesivo, lejos de apaciguarse, los conflictos entre el movimiento indígena y el gobierno de Uribe se prolongaron de forma cada vez más intensa y reiterada hasta el final de su mandato. Lo interesante de esa tensión social es que evidencia la forma en que se empezaba a gestar el malestar y la resistencia del movimiento social contra el régimen de acumulación neoliberal: los primeros actores sociales en percibir el rostro más amargo del neoliberalismo fueron las comunidades indígenas y campesinas. Era en sus territorios donde se iniciaban los primeros proyectos minero-energéticos, por lo que sus asentamientos se convertían en enormes fuentes de capital potencialmente apropiable por las élites transnacionales en asocio con los terratenientes locales.
Las consultas mineras y el auge de la agencia ambiental se convirtieron, durante este período, en un importante catalizador de la lucha contra el neoliberalismo en tanto régimen depredador de la biodiversidad y los ecosistemas. En Idas Y Venidas Vueltas Y Revueltas (2003), el historiador colombiano Mauricio Archila Neira realiza una exhaustiva cartografía del desenvolvimiento de los movimientos sociales, su agenda y su repertorio de movilización entre 1985 1990. Allí ubica la demanda ambiental como una reivindicación transversal a todos los movimientos sociales durante la década de los 90 y primeros 2000. No obstante, Archila pasa por alto el hecho de que, producto de las tensiones y la usurpación territorial que implicó el neoliberalismo, el movimiento ambiental se transformó en un poderoso movimiento social. Este no es un dato menor teniendo en cuenta que, por medio de las consultas mineras y la movilización popular, el movimiento fue capaz de poner un freno a la megaminería, el rostro más depredador del neoliberalismo.
En síntesis, durante la última década del siglo XX y la primera del XXI, período de despliegue del nuevo patrón de acumulación neoliberal en Colombia, fueron los movimientos ambientales, los indígenas y los campesinos los principales catalizadores y articuladores de la batalla contra el modelo, precisamente porque es en sus territorios donde el neoliberalismo ha usurpado y saqueado los recursos naturales, acumulando capital a costa del ecocidio. Resaltar la activación política de estos sectores no implica, empero, que otros movimientos sociales no se hayan politizado o reactivado en este periodo, sino todo lo contrario. Pero aunque muchos movimientos —feminista, estudiantil, obrero— fueron surgiendo progresivamente a la arena del conflicto social, fueron los movimientos de carácter ambiental y territorial los que aglutinaron una agenda de cambio frente al establishment neoliberal.
Ola progresista y acumulados históricos
Asumir la victoria progresista del Pacto Histórico como fruto de un acumulado histórico de luchas, avances y legados adquiridos implica comprender su emergencia electoral al calor de las disputas electorales y sociales que lo antecedieron. En este sentido, resulta fundamental el rol desempeñado por las agrupaciones políticas de izquierda, así como el papel democratizador que jugaron los movimientos sociales.
Respecto a las agrupaciones políticas, el Polo Democrático Alternativo (PDA) fue la primera gran confluencia de diversas fuerzas de izquierdas en Colombia. Conformado tras la fusión del Polo Democrático Independiente (PDI) con el movimiento Alternativa Democrática y otras fuerzas políticas de izquierda minoritarias, el Polo fue el primer intento de articulación de un frente de unidad popular de las izquierdas en Colombia, con la particularidad de que esta vez lo hacía desmarcándose de manera tajante de la lucha armada. En 2006, el Polo presentó al exmagistrado Carlos Gaviria como candidato a las elecciones presidenciales. A pesar de alcanzar resultados históricos, obteniendo más de dos millones de votos (cifra muy superior a los 680 000 que había obtenido solo cuatro años antes el candidato alternativo Luis Garzón), la derrota frente a Uribe fue abrumadora y en primera vuelta.
En las elecciones de 2010 y 2014 el Polo no logró alcanzar la cifra de votantes que obtuvo durante la campaña del 2006. Su presencia electoral fue fundamentalmente urbana, con una composición de clase formada principalmente por estudiantes, intelectuales, capas medias y sectores agrarios afectados por las medidas librecambistas aceleradas por el neoliberalismo (sectores que en 2013 convocarían al Paro Agrario). Más allá de cualquier balance, lo cierto es que, para ese momento, el Polo fue la opción política que mejor supo interpretar las tensiones con el neoliberalismo, evidenciando acertadamente el antagonismo entre proteccionismo y libre comercio.
A diferencia del Polo, el Pacto Histórico consiguió una relación mucho más orgánica con los movimientos sociales y las aspiraciones de las capas populares, no solo por reclutar dirigentes de base para incluirlos en sus listas parlamentarias o por la composición de su votante de periferia y marginados del «éxito» neoliberal, sino porque pudo interpretar con éxito las demandas de las comunidades, de los territorios que han sufrido el conflicto armado y el desalojo neoliberal.
Una de las más importantes victorias del PH fue su capacidad de posicionar la idea de que una agenda de cambio debe ser ante todo una agenda antineoliberal que no se agote en la tensión entre proteccionismo y libre cambio. Así consiguió saltar aquella vieja tensión e imaginar la posibilidad de desarticular de raíz el talante productivo del régimen privatizador, antiempleo y depredador de los recursos naturales. Y fue precisamente el acercamiento del PH a los movimientos ambientales y comunitarios lo que le permitió consolidar y ampliar un programa antineoliberal.
La virtud del PH fue la de ir cosechando, agregando y construyendo un programa antineoliberal que ubicaba el antagonismo fundante del orden social entre los incluidos y los excluidos del sistema. Así, fue el sector político que mejor logró recoger las aspiraciones vitales de la sociedad civil colombiana, sintetizando sus demandas en la lucha contra el neoliberalismo. El voto campesino, por ejemplo, se movilizó en apoyo de las propuestas proteccionistas y de fortalecimiento de la industria nacional del PH. De igual manera, el voto juvenil y universitario —sectores protagonistas del paro estudiantil de 2011, 2018, de las movilizaciones contra la reforma tributaria de 2019 y del Paro Nacional de 2021— se vio interpelado por el discurso del PH contra la mercantilización y privatización de los derechos sociales y las propuestas que apuntaron al control de la inflación y a la estabilidad macroeconómica como objetivos centrales de la política económica nacional.
Lo interesante a destacar es que la demanda universal que permitió aglutinar diversos sectores y demandas en un frente progresista fue la agenda antineoliberal: fue la intención de torcerle el cuello al nuevo patrón productivo, a sus reformas privatizadoras, de precarización laboral y de depredación de los recursos naturales la clave para conformar un programa común (esto explica por qué el PH ganó con una diferencia abrumadora en la costa norte y pacífica del país, así como en el sur y suroccidente, mientras perdió en el centro y oriente del país, regiones estas últimas que se caracterizan por una alta concentración de tierra en pocas manos).
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Párrafo aparte merecen las movilizaciones contra la reforma tributaria del año 2019 y el Paro Nacional de 2021. La reforma tributaria que promovió el presidente Iván Duque y su ministro de hacienda Tomas Carrasquilla se fundaba sobre el objetivo de hacer caer el peso de la crisis económica sobre las espaldas de los sectores populares, privilegiando la estabilidad macroeconómica a costa del hambre generalizada en la sociedad colombiana (por medio de medidas como afectar la canasta familiar con impuesto al valor agregado).
Esas masivas movilizaciones, que terminaron por tumbar la reformar tributaria, sirvieron de basamento clave sobre el que se erigió la convulsión política y social que sacudió al país durante el Paro Nacional de 2021. Sin 2019 no hubiese sido posible el 2021. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido antes de la pandemia, las demandas del Paro Nacional ya no revestían un carácter esencialmente corporativo, sino que se reunían en una misma consigna —a veces más vaga otras más concreta— que manifestaba con rotundidad el malestar social producto del agotamiento del régimen neoliberal. Ya no eran demandas puntuales, sino que expresaban un cuestionamiento radical al patrón de acumulación neoliberal.
Por esta razón, las movilizaciones confirmaron un nuevo momento constitutivo, esto es, un momento en el que el eje gravitacional sobre el que giraba la agenda nacional cambió por completo. Las jornadas del paro pusieron al descubierto que la sociedad colombiana se encontraba ante un punto de no retorno, reflejado en la irrupción de un relato nacional contrario al sostenido por las élites. La hegemonía de las élites se resquebrajaba, y en el imaginario social cristalizaban sentimientos antineoliberales.
Pero este es un punto de partida, no de llegada. Para transformar ese imaginario en realidad, los movimientos sociales deberán seguir movilizados, ejerciendo la crítica y construyendo poder desde abajo. Solo así será posible emprender las reformas radicales y estructurales que el país necesita hace tanto tiempo.
Bibliografía
Archila, M. (2003). Idas Y Venidas Vueltas Y Revueltas . Bogotá: Cinep.
Jiménez, A. C. (2008). Democracia y Neoliberalismo, Divergencias y convergencias en la construcción de la carta política colombiana de 1991. Bogotá: La carreta política.
Martínez, E. A. (2015). El patrón de acumulación en Colombia 1990-2010: características básicas. Anuario en Estudios Políticos Latinoamericanos 2, 191-221.