La escasez de bienes de consumo y la pobre calidad de los productos manufacturados fueron males endémicos de la sociedad soviética. La decepción en los rostros de hombres y mujeres que, luego de esperar horas en interminables filas detrás de las puertas de tiendas y almacenes, se encontraban con anaqueles prácticamente vacíos, era la postal más elocuente de esta situación. Las famosas imágenes de falta de mercancías que presagiaban la debacle de la experiencia gorbachoviana de la segunda mitad de la década de 1980, no eran extrañas para los ciudadanos soviéticos de fines de los años 20s.
Pero estas penurias, que signaron la cotidianidad de los ciudadanos soviéticos como consumidores, no eran más que el reverso de una lucha, reproducida década tras década en el ámbito de la producción industrial, por optimizar la productividad laboral y la calidad del output obtenido en cada taller. Esta cuestión había quedado planteada inmediatamente después de la Revolución de octubre de 1917. Un mayor rendimiento laboral por parte de los obreros en el plano fabril representaba, desde la óptica de la dirigencia estatal y partidaria, una de las condiciones fundamentales para abastecer a la población de una mayor cantidad y variedad de bienes y servicios. Pero ello implicaba seguir un curso de acción nada sencillo en el contexto de la Rusia post-revolucionaria. La primera dificultad se vinculaba con la necesidad de redefinir los patrones de funcionamiento del proceso de trabajo en el ámbito industrial, cuya dinámica interna era refractaria a los objetivos de racionalización económica del estrato dirigente. El segundo aspecto problemático residía en la inevitable colisión entre estos objetivos y las perspectivas de bienestar socioeconómico por las que se movilizaron revolucionariamente las masas obreras de los principales centros urbanos. Una intensificación del esfuerzo exigido al trabajador en el taller, sin una adecuada retribución material, se traducía indefectiblemente en una elevación de su tasa de explotación. En otras palabras, el trasfondo del drama post-revolucionario en la naciente Unión Soviética se hallaba en una dinámica fundada en la pugna entre dos tendencias difícilmente armonizables. Se trata del enfrentamiento de la faceta del socialismo centrada en la satisfacción de las demandas sociales con la contrapuesta arista de un socialismo estatalmente construido.[1] Repasemos los rasgos generales de este complejo escenario.
Los primeros pasos de organización económica: el taylorismo soviético
Las proyecciones programáticas en torno a las cuales Lenin logró un consenso mayoritario entre las filas del partido bolchevique aun antes de Octubre de 1917, contemplaban la consecución de un “capitalismo monopolista de Estado” como el inexorable preludio material para el encauzamiento de la Revolución rusa hacia el socialismo. Ello implicaba una potenciación del proceso —motorizado por la reorganización económica que la Gran Guerra impuso tanto en Occidente como en la propia Rusia— de comando estatal de la economía sobre una producción industrial crecientemente socializada. Implicaba igualmente una asimilación, por parte de la proclamada nueva clase dominante del naciente poder soviético, de la modalidad de organización del proceso de trabajo propia de esta nueva fase de desarrollo del capital.
“El ruso”, explicaba en este sentido Lenin, “es un mal trabajador”, de modo que debe “aprender a trabajar” de acuerdo con las más avanzadas modalidades capitalistas de organización del proceso de trabajo.[2] En este terreno, se destacaba el sistema diseñado por el ingeniero norteamericano Frederick Taylor el cual, “al igual que todos los progresos del capitalismo, reúne en sí toda la refinada ferocidad de la explotación burguesa y muchas valiosísimas conquistas científicas”. “La posibilidad de realizar el socialismo”, concluía Lenin, “quedará precisamente determinada por el grado en que logremos combinar el poder soviético y la forma soviética de administración con los últimos progresos del capitalismo. Hay que organizar en Rusia el estudio y la enseñanza del sistema Taylor, su experimentación y adaptación sistemáticas.”[3]
El máximo dirigente bolchevique apoyó considerablemente al más destacado cultor del taylorismo como modelo de reorganización del proceso de trabajo industrial soviético, Alexei Gastev. Como director del Instituto Central del Trabajo, Gastev promovió enérgicamente la “organización científica del trabajo” —nauchnaya organizatsiya truda—, de acuerdo con la cual, era posible adiestrar a cada obrero de modo que ejecutara su labor en la forma que resultara ser la más eficiente. Para ello, se desarrollaron diversos experimentos en el Instituto Central del Trabajo. Allí, cada tarea productiva era reducida a su más simple modalidad para luego definir científicamente la forma óptima de su ejecución.
No obstante, más allá de la implementación de un sistema de etiquetas adheridas a cada máquina indicando el modo “científicamente” óptimo de su utilización, esta expresión del taylorismo soviético tuvo poca incidencia en la organización de los ritmos de trabajo en el ámbito fabril. Su legado se evidenció más bien en los sistemas de remuneración. Durante los primeros años de la Nueva Política Económica —NEP—, se avanzó en la implementación de un sistema que tendía a ligar al salario con la productividad laboral, sobre la base de normas y tasas de producción respecto de cada taller y de cada categoría de trabajadores que la administración empresarial y los sindicatos acordaban en convenios colectivos. Así, podrían calcularse los premios y pagos extras para los operarios que produjeran por encima de la norma fijada. Estas previsiones, a su vez, debían incentivar los incrementos individuales en la productividad. En 1926, los renovados esfuerzos del estrato gobernante por obtener mayores resultados en la racionalización económica impulsaron un ajuste en este plano. Se dispuso que, desde entonces, la determinación de normas de producción constituyera el monopolio exclusivo de un departamento especial dentro de cada fábrica, el buró de tasas y normas —tarifnonormirovochnye byuro—.[4] Se preveía avanzar con esta medida sobre la discrecionalidad imperante en el ámbito interno de la planta, donde las normas eran fijadas según experiencia o bien, en virtud de acuerdos informales entre brigadas de trabajadores y capataces.
El localismo fabril
El Gran Viraje de industrialización acelerada y colectivización forzosa de la producción rural que, hacia fines de la década de 1920, signó el final de la NEP, se tradujo en una mayor dependencia de los incrementos en los rendimientos de la fuerza de trabajo industrial. Iniciativas oficialmente promovidas para estimular la superación de las normas de producción estipuladas —como la llamada “competencia socialista” o su estadio superior, el estajanovismo—, fueron el reflejo de esta acuciante necesidad. Los obreros industriales demostraron una considerable capacidad para resistir las presiones oficiales conducentes a incrementar la productividad del trabajo, en la medida en que ellas no estuvieran respaldadas por un aumento proporcional en su propio bienestar material. Amplias fracciones del proletariado manifestaron, por diversas vías, la penosa situación material en la que se hallaban. Las manifestaciones típicas denunciaban el desequilibrio entre cada vez mayores exigencias de elevación de la productividad del trabajo y las decrecientes posibilidades de consumo, tanto por la caída salarial como por la baja calidad y cantidad de bienes. Por citar un ejemplo, durante los primeros meses de 1930, una revisión en las tarifas y normas de producción de una planta productora de maquinaria —que implicaría una reducción de entre 5 y 21% del salario real en varios talleres—, suscitó el conflicto entre los obreros y la dirección. Debido a estas condiciones, entre marzo y abril abandonaron su puesto cerca de 400 operarios, de los cuales 132 eran obreros calificados. Quienes permanecieron manifestaban su descontento con expresiones del siguiente tenor: “las tarifas son rígidas, mientras que los precios de los alimentos suben”; “no hay nada, ni carne, ni comida”; “te hacen competir y aumentar la productividad, pero vaya competencia, si cuando vas a casa no tienes nada que comer”.[5]
La endeble paz social se hallaba debilitada en medida aun mayor hacia comienzos de la década de 1930, debido a las condiciones estructurales que trajo aparejado el impulso industrializador. El Primer Plan Quinquenal privilegió la inversión en la industria pesada en desmedro de las ramas dedicadas a los bienes de consumo. La tendencia no varió mayormente en los planes subsiguientes. No obstante, la situación se tornaba dramática en la medida en que, durante estos años, cuantiosos caudales de población rural se incorporaban a las ciudades, aumentando considerablemente la población dependiente del mercado para abastecerse de alimentos y otros productos de primera necesidad.
En este contexto crítico, se evidencia la preponderancia de un rasgo que había caracterizado a los colectivos obreros rusos incluso antes de la Revolución. Se trata del localismo fabril[6], en virtud del cual los obreros organizados en cada taller contaban con una poderosa cohesión interna que podían desplegar en defensa de sus intereses económicos. Bajo estas condiciones, las células de fábrica del partido constituían un enlace fundamental que permitía a la dirigencia bolchevique atravesar la brecha que la separaba del lugar de trabajo, transmitiendo las perspectivas de la “vanguardia” obrera respecto de las tareas que imponía la edificación socialista incluso a los sectores más “atrasados” del taller. No obstante, en numerosas ocasiones eran los mismos militantes comunistas que integraban las células quienes se ponían a la cabeza de los reclamos sectoriales de su propio taller, enfrentando las medidas de racionalización económica.[7]
Estas dificultades por quebrar la resistencia local forzaron a la dirigencia a comunicarse “externamente” con los obreros. El estalinismo —desde su fase temprana hasta sus últimos años—, se fundó en este sentido en un sistema de premios y castigos como medios fundamentales tanto para estimular la productividad como para disuadir posibles medidas de fuerza o resistencia —huelgas, absentismo, cambios de trabajo, etc. Así, para compensar las limitaciones de su predecesor, el Segundo Plan Quinquenal destinó una mayor proporción de recursos a la producción de bienes de consumo, proyectando por esta vía la posibilidad de sentar las bases para la consolidación de un “comercio soviético” capaz de proveer a la demanda de las masas urbanas.[8] Con ello, asimismo, se proveería con bienes de adecuada calidad a aquellos obreros que tuvieran un desempeño extraordinario. Como contrapartida, se estableció una legislación laboral que castigaba con extrema dureza el absentismo, los retrasos, la indisciplina, al tiempo que disponía estrictos límites al derecho a renunciar al puesto laboral. Estas medidas draconianas fueron abandonadas pocos años después de la muerte de Stalin.
De todos modos, se sostuvo una modalidad fundamental de regulación externa, la cual abarcaba tanto a los colectivos obreros de los talleres como al propio estrato gerencial. Se trata de la fijación para cada empresa de los diversos trusts industriales de objetivos de producción de conformidad con la planificación económica, a cuyo cumplimiento quedaba supeditada la continuidad del flujo de recursos suministrados.
La consolidación de una economía de escasez
Era fundamentalmente la necesidad de cubrir los objetivos fijados en los planes estipulados para diversos planos temporales —anuales, mensuales—, lo que determinaba el ritmo de funcionamiento en la fábrica. El cumplimiento del output fijado garantizaba la provisión de insumos para alimentar nuevos ciclos de producción. También determinaba el monto de primas y bonus en los pagos de los obreros y de la gerencia. En este escenario, el director empresarial exitoso era aquel que lograba acaparar los recursos —humanos y materiales— para hacer frente a la producción una vez que estuvieran disponibles los suministros para ello. Las plantas industriales competían entre sí por asegurarse una dotación de medios de producción y de fuerza de trabajo que, en lo posible, fuera superior a las exigencias de su propia actividad productiva. Se establecía así un escenario de escasez generalizada de bienes —tanto de insumos industriales, como de artículos destinados a la reproducción de la mano de obra—, como resultado de esta lucha. Los propios obreros fabriles cayeron en la categoría de bien escaso, de modo que las propias presiones de cumplir con la cuota de producción forzaban a las fábricas a contar, dentro de su nómina de empleados, con cierto número de trabajadores que, sin cumplir con función específica alguna, servían de respaldo para las brigadas regulares de operarios. A su vez, debido a la deficiencia crónica de bienes y materiales, era imposible establecer una dinámica regular de trabajo. Esto forzaba a cada planta a someter a sus cuadrillas de obreros a jornadas de trabajo a contrarreloj — avral— durante períodos específicos del mes para cumplir con el output estipulado, quedando mayormente ociosos el resto de los días laborales o bien ocupados en tareas secundarias.[9]
Estas mismas condiciones explican la deficiente calidad de los productos. La irregularidad en el suministro de insumos, la necesidad de cumplir con la cantidad de producto fijada por el plan, la escasez de bienes y, fundamentalmente, de mano de obra demuestran la irracionalidad de prescindir de cualquiera de estos factores de la producción debido a su ineptitud para servir a la tarea laboral. Principalmente en lo que respecta a los obreros. El carácter escaso de éstos inhibía en la práctica la aplicación de las sanciones previstas en caso de mal desempeño o mala calidad del producto generado. Del mismo modo, las crecientes exigencias por alcanzar cada vez mayores cuotas de producción conducían a descuidar los estándares de calidad de los bienes.
Dinámicas de retroalimentación
Junto con la escasez, la pobre calidad de los productos constituyó una problemática que las administraciones de Khrushchev, Brezhnev y Gorbachov procuraron resolver. Largos debates y experimentaciones en torno a la cuestión a lo largo de los años 50s y 60s, derivaron en la implementación y difusión, en el Plan Quinquenal comenzado en 1976, del “Sistema Complejo de Gestión de la Calidad de la Producción” —KSUKP—.[10] Su principal innovación consistió en el establecimiento de responsabilidades colectivamente compartidas por brigadas de obreros en cuanto al cumplimiento de los requisitos de calidad en la producción dentro de sus respectivas “zonas de operación”.[11] Así, no ya el trabajador individual, sino toda la brigada resultaba responsable por cada defecto en el output entregado. Pero con ello se reforzaba aquel localismo fabril que había forzado al régimen a establecer una comunicación “desde afuera” con cada taller industrial, de modo de concretar los objetivos económicos globales. Las publicaciones soviéticas de la década de 1980 llamaban la atención sobre la prácticamente nula colaboración entre brigadas de producción, debido a que cada una de ellas dirigía sus esfuerzos fundamentalmente a la concreción de sus propias metas de producción.[12]
La escasez de bienes y la función proveedora de la unidad productiva desempeñó igualmente un rol destacado en la intensificación de esta adhesión localista del obrero a su lugar de trabajo. En un escenario generalizado de faltantes de bienes de todo tipo, el acceso —en virtud de la pertenencia a determinado taller o sección de una planta industrial—, a alimentación, salud, educación, vacaciones, así como al otorgamiento, en plazos acortados, de viviendas o automóviles eran un poderoso factor de disuasión frente a medidas de fuerza que pudieran obstaculizar el normal funcionamiento de la producción. Y ello aun frente a condiciones económicas adversas. Un caso emblemático de esta lógica fue evidenciado por la diferenciada modalidad de acción de los obreros metalúrgicos y mineros ante el empeoramiento generalizado de la situación de la clase obrera en vísperas de la disolución de la Unión Soviética. Mientras que los últimos protagonizaron un poderoso movimiento huelguístico, los primeros se abstuvieron de participar en él. De hecho, el salario de los obreros metalúrgicos era inferior al de los mineros. No obstante, obtenían en especie una proporción mucho mayor de su salario que estos últimos, quienes debían esforzarse por adquirir sus medios de vida en el mercado. Desde la perspectiva de los metalúrgicos, las sanciones que conllevaría la huelga anularían el suministro de estos bienes escasos, prefiriendo mantener el —declinante— status quo dentro de su propio ámbito de trabajo.[13]
Las consecuencias de la deficiente calidad de los productos industriales y de su crónica escasez, derivadas en última instancia de la particular modalidad de interacción entre dirigencia gobernante y obreros fabriles, conducían así a un reforzamiento continuo de estas mismas tendencias. La lógica de reproducción de la formación social soviética giraba en torno a esta específica dinámica de retroalimentación.
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Los contornos que, a grandes rasgos, hemos trazado aquí respecto de las principales modalidades de reproducción que rigieron en el ámbito soviético arrojan un panorama ambiguo. Las auspiciosas promesas de bienestar material y mejoras en las condiciones de trabajo que, en los albores del régimen soviético, movilizaron revolucionariamente a las masas obreras y campesinas, fueron constantemente postergadas frente a las perennes necesidades dictadas por la arista productivista del proyecto de transformación socialista. Por otra parte, el consistente desarrollo de esta última dimensión del originario programa del bolchevismo convirtió al atrasado imperio de los zares en la segunda potencia económica del mundo. Igualmente, equiparó a Estados Unidos en terrenos como el de la industria militar, e incluso la superó en la carrera espacial. A su vez, el modelo soviético se presentó como una atractiva vía alternativa de crecimiento para los llamados países subdesarrollados. La experiencia soviética fue un particular proceso histórico en cuya lógica de desenvolvimiento, como tratamos de poner de relieve, desempeñó un rol fundamental la interrelación que se desplegó durante décadas entre los objetivos programáticos de incremento de las fuerzas productivas conducentes a la transición al socialismo y los posicionamientos de resistencia y adaptación que, frente a ello, adoptaron los colectivos obreros desde sus instancias locales de producción. Sea como fuere, los claroscuros de esta experiencia no cuestionan la vigencia de un horizonte en el que, como proyectaba Marx, el proceso material de la vida social pierda su carácter alienante, para someterse al control consciente y sistemático de individuos libremente socializados.
Referencias bibliográficas
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[1]Esta ilustrativa expresión pertenece a Andrea Graziosi. Véase Graziosi, A., “Stalin’s Antiworker ‘Workerism’, 1924–1931”, en International Review of Social History, nº 40 (2), 1995, p. 257.
[2]Lenin, V. I., “Las tareas inmediatas del poder soviético”, en Obras Completas, Tomo XXVII, Buenos Aires, Cartago, p. 254.
[3]Ibídem, pp. 254-255.
[4]Siegelbaum, L., “Soviet Norm Determination in Theory and Practice, 1917–1941”, en Soviet Studies, 36 (1), p. 48. DOI: 10.1080/09668138408411513
[5]TSA FSB F. 2. Op. 8. D. 655. L. 385-387.
[6]Sobre la cuestión, véase Rosenberg, W., “Workers and Workers’ Control in the Russian Revolution”, en History Workshop Journal, nº 5 (1), 1978, p. 94, doi:10.1093/hwj/5.1.89; Sirianni, C., “Rethinking the Significance of Worker´s Control in the Russian Revolution”, en Economic and Industrial Democracy, Vol 6, Nº 1, 1985, 83-84, doi.org/10.1177/0143831X8561004; Koenker, D., Rosenberg, W., Strikes and Revolution in Russia, 1917, Princeton University Press, 1989, pp. 108-109. Para un estudio de caso sobre la resistencia obrera ante las consecuencias de la industrialización acelerada, véase Rossman, J., Worker Resistance under Stalin. Class and Revolution on the Shop Floor, Cambridge, Harvard University Press, 2005.
[7]Kokosalakis, Y., Communist Party in Soviet society: communist rank-and-file activism in Leningrad, 1926-1941, 2017; Rossman, J., op. cit., pp. 6-7.
[8]Véase Randall, A., The Soviet Dream World of Retail Trade and Consumption in the 1930s, Basingstoke, Palgrave Macmillan, 2008.
[9]Van Atta, D., “Why is there no Taylorism in the Soviet Union?”, Comparative Politics, vol. 18, nº 3, 1986, p. 332. Para una aproximación general al funcionamiento de la firma industrial soviética, véanse los clásicos trabajos de Berliner, J., Factory and Manager in the USSR, Cambridge, Harvard University Press, 1957 y Granick, D., Management of the Industrial Firm in the U.S.S.R.: A Study in Soviet Economic Planning, New York, Columbia University Press, 1954. Véase también Christensen, P. T., Russia’s Workers in Transition: Labor, Management, and the State under Gorbachev and Yeltsin, Dekalb, Northern Illinois University Press, 1999 y Clarke, S., The Development of Capitalism in Russia, London, Routledge, 2007.
[10]Goldberg, P., “Economic Reform and Product Quality Improvement Efforts in the Soviet Union”, en Soviet Studies, 44 (1), 1992, pp. 116–117. doi:10.2307/152250
[11]Shulzhenko, E., Reforming the Russian industrial workplace: International management standards meet the Soviet legacy, New York, Routledge, 2017, p. 36.
[12]Ibídem, p. 37.
[13]Crowley, S., “Barriers to collective action: steelworkers and mutual dependence in the former Soviet Union”, World Politics, vol. 46, no 4, 1994, pp. 589-615.