El artículo que sigue es una reseña de The Triumph of Broken Promises: The End of the Cold War and the Rise of Neoliberalism, de Fritz Bartel (Harvard University Press, 2022).
Tras la serie de subidas de tasas por parte de los bancos centrales a ambos lados del Atlántico, la prensa financiera estuvo plagada de artículos que insistían en que, aunque fuera una decisión dura, la labor de cualquier banco central responsable era dar por finalizada la fiesta y enfriar las economías sobrecalentadas de los países occidentales. El lenguaje de la moderación y de la realización de duros sacrificios se ha convertido en algo tan integral en la política contemporánea que es difícil imaginar una alternativa.
Durante gran parte del siglo pasado no fue así. Los gobiernos, tanto capitalistas como comunistas, obtenían su legitimidad de su capacidad para cumplir las promesas de aumentar el nivel de vida y la seguridad de sus ciudadanos. Este mundo parece ahora firmemente superado; en su lugar ha surgido un orden social dirigido por tecnócratas sensatos que ofrecen un curso interminable de píldoras amargas. Este estado de cosas es el resultado de las tendencias a largo plazo que han marcado a Estados Unidos y al resto del mundo, como argumenta brillantemente Fritz Bartel en The Triumph of Broken Promises: The End of the Cold War and the Rise of Neoliberalism [El triunfo de las promesas rotas: el fin de la Guerra Fría y el auge del neoliberalismo].
El fin del milagro económico
El libro de Bartel, que estudia las últimas décadas de la Guerra Fría, detalla cómo la política energética y el capital privado desmantelaron tanto las democracias de bienestar del Occidente de posguerra como las autocracias socialistas del Este. En el proceso, proporciona el mejor relato estructural hasta la fecha del final de la Guerra Fría, el ascenso del neoliberalismo y el surgimiento del actual orden mundial. El libro, un elegante trabajo de análisis histórico crítico, es una lectura esencial para aquellos que desean construir un futuro mejor y más equitativo, aunque Bartel deja que el lector saque sus propias conclusiones políticas.
Su tesis es aparentemente sencilla: el final de la Guerra Fría puede explicarse por un cambio de la «política de hacer promesas» a la «política de romper promesas». Tal vez ejemplificado por excelencia por el infame «Debate de cocina» de 1959 entre el entonces vicepresidente Richard Nixon y el líder soviético Nikita Khrushchev, la primera Guerra Fría fue una contienda de «hacer promesas». Tanto el mundo comunista como el capitalista prometieron ofrecer los beneficios de la modernidad industrial a un número cada vez mayor de sus ciudadanos: Occidente mediante el capitalismo gestionado del New Deal estadounidense y la democracia cristiana europea, y Oriente mediante una economía dirigida socialista. A pesar de las diferencias de método, cada uno de ellos prometía lo mismo: mejores cocinas, mejores electrodomésticos, coches, alimentos, etc.; en resumen, niveles de vida cada vez más altos.
Ambos se opusieron también a los modelos de capitalismo del laissez-faire que se consideraban causantes de la Gran Depresión. Y, lo que es más importante, tanto el Este como el Oeste también se beneficiaron de un período de crecimiento económico explosivo desencadenado por la recuperación de la Segunda Guerra Mundial y la amplia difusión de la industrialización de segunda ola en todo el Norte Global.
Conocidos con muchos nombres —el «wirtschaftswunder» en Alemania Occidental, los «trente gloriesuses» en Francia, el «milagro económico» en Japón—, estos años de crecimiento espectacular sostuvieron los contratos sociales de ambos lados de la Guerra Fría. Como dice Bartel, los gobiernos del Este y del Oeste «fueron capaces de prometer al menos a sus hombres blancos una vida mejor y cumplir esa promesa casi tan rápido como esos hombres podían imaginar lo que era una vida mejor». Aunque Occidente era ciertamente más rico, el Este vio tasas de crecimiento más rápidas en ocasiones y, en general, la época de hacer promesas fue comparable a través de la división de la Guerra Fría. A pesar de todos sus defectos, cada modelo había tenido un éxito real en la consecución de unos ingresos crecientes, el pleno empleo y la seguridad laboral para grandes grupos de población.
Cada uno de ellos vio cómo se agotaban las fuentes de ese éxito casi al mismo tiempo. A finales de la década de 1960 y principios de la de 1970, el crecimiento económico del mundo industrializado comenzó a estancarse (las estimulantes tasas de la era de la posguerra nunca se recuperaron), para luego tambalearse por el meteórico aumento de los precios del petróleo tras la guerra árabe-israelí de 1973. La aparición de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP) marcó el fin de la era de la energía barata y, para Bartel, el comienzo de una nueva era, la de «romper promesas».
Agobiados por el estancamiento de las economías industriales de alto consumo energético y por los pactos sociales basados en el crecimiento, tanto el Este como el Oeste se enfrentaron a la necesidad de una dolorosa transición económica hacia alguna estructura socioeconómica alternativa. Estaba claro que había que romper las promesas; quedaba por saber cuáles y a quiénes.
La clave para determinar la respuesta, según Bartel, fueron los dos mercados transformados y potenciados por la crisis energética de los años 70: el petróleo y el capital. En el caso de este último, los ingresos del petróleo de Oriente Medio engrosaron las bolsas de capital extraterritoriales poco reguladas —conocidas como «euromercados»— que atrajeron cantidades cada vez mayores del exceso de riqueza privada del mundo (que pasó de algo menos de doscientos mil millones de dólares en 1973 a más de novecientos mil millones en 1984) al ofrecer tasas de rendimiento más altas que las de las tenencias nacionales más reguladas.
Sin embargo, para acceder a esta riqueza, había que demostrar a sus gestores que podían esperar una tasa de rendimiento regular de su inversión, es decir, que podían esperar exportaciones de capital de los países deudores. Esto requería imponer lo que Bartel llama «disciplina económica» o, como se conoce más comúnmente hoy en día, austeridad. El capital que se gasta en reforzar los salarios, la inversión pública y el mantenimiento de los puestos de trabajo es un capital que no está disponible para la exportación regular a una tasa fija.
Una carrera para romper el contrato social
Al principio, parecía que el Este estaba haciendo un trabajo mucho mejor para manejar estos desafíos. La Unión Soviética pudo beneficiarse de décadas de inversión en su industria petrolera para proporcionar a los aliados de Europa del Este suministros de combustible subvencionados, todo ello mientras ganaba divisas a través de las ventas de petróleo en el mercado mundial. Mientras tanto, el bloque comunista resultaba bastante atractivo para los banqueros occidentales: los gobiernos autoritarios parecían mejor posicionados para imponer la disciplina económica que sus oponentes democráticos.
¿Qué gobierno democrático, según el argumento, estaría dispuesto a imponer el dolor económico a sus propios electores? «Nuestra situación», dijo con suficiencia el primer ministro soviético Alexei Kosygin a su homólogo de Alemania Oriental en 1976, «es mil veces mejor». Los gobiernos occidentales, que en un principio no estaban dispuestos a imponer la austeridad ni al trabajo ni al capital, observaron cómo la estanflación desgarraba los cimientos de sus sociedades y el capital fluía hacia las arcas de Europa del Este, «financiando el socialismo real existente», escribe Bartel, «a crédito».
Sin embargo, a largo plazo, los regímenes democráticos eran más adecuados para imponer la disciplina económica que requerían los mercados de capitales. Aunque el Occidente de la posguerra había hecho muchas de las mismas promesas que en el bloque soviético, el cumplimiento de estas promesas no era la base de la legitimidad de los gobiernos no comunistas. Por el contrario, los políticos occidentales —empezando por Margaret Thatcher— pudieron emplear una versión sobrecargada de la ideología liberal preexistente, para comercializar la austeridad como una renovación de la «libertad», y mantener así la legitimidad de su sistema.
Mientras que Thatcher abrió la puerta al retorno de la ortodoxia económica, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, Paul Volcker, la abrió de una patada. Al elevar los tipos de interés a niveles astronómicos, resolvió la batalla entre el trabajo y el capital sobre quién llevaría el peso de la transición económica. «El capital», como describe Bartel, «recuperó totalmente la ventaja sobre el trabajo, los salarios cayeron permanentemente por detrás del crecimiento de la productividad y la desigualdad regresó dramáticamente». El crecimiento económico volvió a Europa Occidental y a Estados Unidos, pero a costa de las clases medias y trabajadoras.
Y, como se vio, a expensas del bloque soviético. Como los altos tipos de interés y los enormes déficits presupuestarios del presidente Ronald Reagan, impulsados por la defensa, atrajeron cantidades impresionantes de capital hacia Estados Unidos, dejaron poco dinero disponible para otros prestatarios. Incapaz de imponer la austeridad sin socavar los fundamentos ideológicos del proyecto comunista, con una creciente denegación de acceso a los mercados de capitales occidentales y enfrentándose a la disminución de las entregas de petróleo soviético, el bloque oriental se afrontó la perspectiva de la suspensión de pagos y a un precipitado descenso del nivel de vida de sus ciudadanos, ya de por sí escaso (en comparación con Occidente).
Algunos acudieron a los gobiernos de Europa Occidental en busca de ayuda, otros al Fondo Monetario Internacional, dominado por Estados Unidos, y cada paso aumentó la influencia del lado capitalista de la Guerra Fría. El bloque del Este acabó deshaciéndose bajo la presión. La URSS, más rica pero apenas mejor posicionada, no tardó en seguirle.
Es imposible transmitir aquí la convincente profundidad y amplitud del modelo de Bartel de las dos últimas décadas de la Guerra Fría: no solo proporciona una poderosa explicación del final del conflicto y la llegada del neoliberalismo, sino que también ofrece muchas intervenciones esclarecedoras en los debates historiográficos sobre la época. Esto no quiere decir que The Triumph of Broken Promises sea exhaustivo; como ocurre con muchos relatos estructurales del pasado, es fácil perder de vista la contingencia y dónde pueden haber surgido caminos alternativos al presente.
Bartel reconoce esto, e incluso señala alternativas de pasada —como la forma en que la Guerra de Malvinas debilitó a la oposición en la Gran Bretaña de Thatcher—, pero los contrafactuales no son su objetivo. El público haría bien en combinar el libro con una de las excelentes y más narrativas historias recientes de la era neoliberal, como The Rise and Fall of the Neoliberal Order, de Gary Gerstle, o Reaganland, de Rick Perlstein, para construir una imagen más completa de estas décadas críticas.
Historizar la austeridad
En este sentido, aunque el libro describe hábilmente los procesos que transformaron el mundo y la economía global entre 1973 y 1991, se dedica poco tiempo a explicar cómo surgieron las condiciones estructurales iniciales que impulsaron el final de la Guerra Fría. Se prescinde de estos antecedentes en unas pocas frases. Tampoco se ocupa de cómo se aseguró la hegemonía neoliberal en la década de 1990.
En general, la política del libro es más implícita que explícita: el análisis es crítico en todo el sentido de la palabra, pero se centra en destacar los procesos, no en proponer alternativas. Esto no es un defecto, The Triumph of Broken Promises es inequívocamente más fuerte por su ajustado enfoque. Sin embargo, obliga al lector a situar el libro en un marco más amplio que el propio.
Uno de esos marcos es la historia económica más larga de una economía mundial capitalista cada vez más integrada, que, en la década de 1970, estableció los términos globales en los que se tomaban las decisiones económicas, incluso en los países socialistas. Desde este punto de vista, el libro de Bartel cuenta la historia de otro capítulo de la larga batalla entre el capital y el trabajo, cuando los intereses financieros hicieron retroceder las ganancias que los trabajadores habían conseguido tras la Gran Depresión.
Fueron, decididamente, los trabajadores y el trabajo organizado los que llevaron el peso de los cambios que describe Bartel, alimentando la explosiva desigualdad de principios del siglo XXI. Para construir un mundo más justo, es necesario revertir este proceso, y no se puede exagerar la importancia de restaurar el trabajo organizado para hacerlo (el libro de Gerstle, por ejemplo, hace un gran trabajo enfatizando cómo los momentos más igualitarios del New Deal fueron impulsados por acciones específicas y dramáticas de los sindicatos estadounidenses).
Además, en una época en la que ha vuelto la alta inflación, y en la que los ejecutivos del Bank of America son sorprendidos en prensa deseando una disminución del poder de negociación de los trabajadores, las políticas antinflacionistas que emanan de Washington deberían ser tratadas, aunque sea, con un profundo escepticismo.
Otro relato más amplio en el que se podría situar el libro de Bartel es la historia medioambiental y social de los últimos trescientos años. Se trata de los problemas planteados por la humanidad industrial que ha llegado a los límites de lo que puede arrancar del planeta para garantizar la continuidad de los modelos de consumo capitalistas occidentales, un problema que se ha agudizado con la descolonización y la destrucción de las lógicas del dominio imperial.
Éstas habían negado injustamente al Sur Global el derecho o la capacidad de alcanzar la modernidad capitalista, pero su eliminación no ha abierto ningún camino verdadero para un homo consumptor globalizado. En cambio, está cada vez más claro que el planeta simplemente no puede proporcionar lo suficiente para que todos utilicen los recursos a este nivel, distribuidos equitativamente o no. La crisis del petróleo de los años 70 fue solo el primer aviso de que las cuentas de la humanidad empezaban a estar sobredimensionadas: le seguirán las batallas por otros productos esenciales, aunque cada vez menos, no renovables.
Al situar el libro de Bartel en este contexto más amplio, nos damos cuenta de que, incluso con una mayor justicia e igualdad, un futuro mejor requiere un cambio fundamental en la forma en que se ha conceptualizado la «buena vida» en la modernidad.