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Miles de personas movilizaron este 20 de agosto en Santiago de Chile en favor del "Apruebo" en el plebiscito constitucional del 4 de septiembre. Foto de Alberto Valdes / EFE

La encrucijada chilena hacia la nueva Constitución

Las luchas sociales construyeron el proceso constituyente más democrático de la historia de Chile, que culminará este domingo 4 de septiembre. Pero la contraofensiva de la derecha y las vacilaciones del gobierno amenazan con una regresión.

Serie: Convención Constitucional 2022

La transformación política que vive Chile desde 2019 se plasma hoy en el texto de la nueva Constitución, que va a plebiscito el domingo 4 de septiembre. La propuesta fue redactada por una Convención Constitucional con varias primicias, entre ellas la mayoría de convencionales independientes —activistas e intelectuales sin partido— ajenos a la política profesional, la paridad de género (una experiencia única en el mundo) y la reserva de escaños para los pueblos indígenas.

Se trata del proceso constituyente más democrático y participativo de la historia del país, que nunca había vivido nada parecido. Todas las constituciones chilenas anteriores —las del siglo XIX y las de 1925 y 1980— fueron redactadas por pequeños comités cerrados o cumbres autoritarias centralizadas, compuestas por unos pocos hombres blancos (winkas, dirían los indígenas).

El «plebiscito de salida» del actual proceso constituyente aprobará o rechazará el texto. El documento final es un legítimo heredero del nuevo constitucionalismo latinoamericano e incorpora la plurinacionalidad, los derechos de la naturaleza, la economía solidaria, las agendas feminista y ecológica, así como los derechos sociales y laborales en una perspectiva socialdemócrata. Este plebiscito es, pues, el colofón de un tortuoso camino de reinvención del país para superar su crisis multidimensional (económica, política, social, cultural, simbólica, identitaria e incluso territorial), consecuencia de un modelo de sociedad neoliberal gestionado por un Estado subsidiario diseñado por la dictadura de Pinochet y perpetuado por el pacto de la transición.

Lo que dicen las encuestas

Sin embargo, actualmente, para sorpresa de los analistas, los sondeos indican una victoria del «rechazo» (entre el 45% y el 58% de las intenciones, según la consultora) frente a la aprobación (que oscila entre el 32% y el 42%). Sorpresa porque este resultado va a contracorriente del flujo histórico de los últimos tres años —o incluso de los últimos quince—, marcados por crecientes movilizaciones multitudinarias por los derechos sociales, que culminaron con el agotamiento y el colapso tardío de la Constitución pinochetista de 1980 y su legado dictatorial. 

Expertos y políticos por el Apruebo cuestionan las encuestas que dan la victoria al «rechazo» por las fallas metodológicas y los errores persistentes en los resultados de los sondeos anteriores, como los que indicaron la victoria de José Antonio Kast en el balotaje que eligió a Gabriel Boric como presidente de Chile en diciembre de 2021. Algunos dicen que los sondeos no se corresponden con el clima de las campañas en la calle y las conversaciones puerta a puerta, mucho más favorables al nuevo texto. Señalan que la metodología telefónica en horario comercial tiene un sesgo de exclusión de los más pobres, ampliando el peso de las clases medias en el resultado. Este sesgo es aún más relevante en un voto obligatorio, el primero tras una década de elecciones opcionales, en el que los sectores ausentes en las encuestas serán aún más masivos en las urnas.

El resultado del plebiscito, por tanto, es mucho más incierto de lo que parece. Una victoria del «rechazo» representaría lo contrario de todo lo que el pueblo chileno ha demostrado en los últimos tres años, en las calles —las múltiples revueltas del llamado estallido social— y en las urnas (plebiscito de entrada en 2020, elecciones constituyentes y presidenciales en 2021). Supondría un giro brusco respecto al camino elegido por las mayorías del país y reiterado en muchos momentos históricos recientes. No es imposible, por supuesto, pero sería contradictorio con las señales de voluntad popular de los últimos años. 

Por otra parte, es un hecho que el «rechazo» ha ampliado su popularidad y las fuerzas de la transformación han perdido espacio en el panorama actual de la batalla por la hegemonía. ¿Por qué ha ocurrido esto?

El torpe giro de Boric

Desde la toma de posesión de Boric se ha puesto en marcha una fuerte y sistemática campaña para deslegitimar la nueva Constitución, organizada por poderosos sectores de las clases dominantes y sus conglomerados de prensa. Con la derrota de Kast, la deslegitimación de la Convención fue la principal, si no la única, estrategia política de la derecha contra la ruta abierta por la revuelta social de 2019.

Al no poder impugnar la Convención desde dentro, ya que los derechistas no consiguieron el tercio necesario de convencionales para obstaculizar los programas de los izquierdistas en la nueva carta, solo pudieron correr desde fuera para intentar sabotear el proceso deslegitimándolo. No solo una parte importante de la prensa convencional, históricamente ligada a las familias más ricas de Chile, está involucrada en esta campaña, sino también los dispositivos de las redes sociales de Kast y sus partidarios, los dos partidos tradicionales de la derecha (RN y UDI) y los nuevos (Evópoli y Republicano), así como las grandes empresas y los think tanks de la derecha.

Sin embargo, esto no sería suficiente para invertir los vientos del cambio si no fuera por la crisis de legitimidad del gobierno de Boric frente a su propia base social, que lo eligió para ver un cambio mucho más rápido, profundo y asertivo. En contra de estas expectativas, Boric se ha mostrado como un líder de centro, y no de la «nueva izquierda», que guio su militancia como estudiante y su primer mandato como diputado.

La debilidad del gobierno de Boric se debe a la reproducción de las políticas de la derecha y de la Concertación en temas queridos e innegociables para los movimientos populares. Entre los ejemplos más agudos están la política de estado de excepción y la militarización del sur de Chile en la represión a los pueblos indígenas (continuada desde el gobierno de Piñera, sin interrupción); la demora en presentar una reforma tributaria para financiar su programa de derechos sociales, lo que lo desacredita cada día más; la ausencia de una reforma previsional desprivatizadora y la posición contraria al «quinto retiro» de las cuentas previsionales, favoreciendo a las AFP y contradiciendo los discursos que los mismos Boric, Vallejo y Jackson hacían en el Congreso a favor de los retiros anteriores, hace menos de dos años; la mísera y ornamental reforma de la institución policial (carabineros) que frustró amplias expectativas de avance en la agenda de derechos humanos; por no hablar de la política económica de estabilización neoliberal que en nada difiere de los gobiernos de los últimos 30 años.

Así que el rechazo a la nueva Constitución navega las aguas de la crisis de Boric, una crisis generada por su giro hacia el centro, con guiños cada vez menos creíbles a la izquierda. 

El texto de la nueva Constitución tiene elementos innovadores de un «nuevo progresismo» latinoamericano, que para Chile representa un renacimiento de las cenizas de la Constitución de Pinochet. Si, por un lado, no debemos subestimar el aspecto revolucionario del giro histórico chileno, de vanguardia del neoliberalismo a vanguardia de la transformación social latinoamericana, tampoco debemos deslumbrarnos por el texto, que solo puede aplicarse en su totalidad con arduas luchas que derriben fortalezas de poder económico, de clase, territorial y patriarcal. 

Las líneas de ataque de la derecha

Hay tres líneas principales de ataque de la derecha contra la nueva Constitución, en un torbellino de fake news, pánico moral y desinformación, cocinado en el caldo ideológico conservador con matices a veces extremistas, a veces tecnocráticos.

Primero: la mentira de que la plurinacionalidad significaría la ruptura de la patria, la división del país en diferentes países, es decir: el fin de la chilenidad. El torpe episodio de la ministra Izkia Siches en la Araucanía en la primera semana del gobierno de Boric sirvió perfectamente para este propósito. Al fin y al cabo, dice la derecha, ¿cómo es que un jefe de Estado tiene prohibido circular por el territorio nacional? Para la campaña de desinformación y fake news, la plurinacionalidad impediría a los chilenos circular por el territorio nacional, ahora controlado por otros pueblos.

Segundo: el pánico moral en torno a los derechos sexuales y reproductivos establecidos en la nueva Constitución, así como los derechos a la diversidad sexual, medidas transversales que, en el nuevo texto, permean al Estado en su estructura, desde el sistema judicial y educativo hasta la policía y las fuerzas armadas. Como en Brasil, allí la derecha gana espacio con las distorsiones engendradas por la histeria contra la llamada «ideología de género». El conservadurismo popular y los tabúes religiosos sobre los derechos reproductivos, incluido el derecho al aborto definido en la nueva carta, alimentan la agenda de rechazo de la derecha.

Y tercero: la derecha afirma, como en un viejo disco rayado, que la nueva Constitución generará caos y anarquía, debilitando al Estado nacional porque propone la descentralización de poderes, el fortalecimiento de las regiones, provincias y comunas con presupuestos y autonomías, sin mencionar la promoción de la participación comunitaria en la formulación y deliberación de las políticas públicas. La bandera de la descentralización que marcó la agenda de los convencionales es convertida por la derecha en sinónimo de desintegración de la unidad nacional, debilitamiento del Estado y consecuente inseguridad. Sin olvidar que este paquete vendría acompañado de la desmilitarización de la policía.

El día después

Después de todo, ¿qué pasará el día después del 4 de septiembre? Si gana el «apruebo», se producirá una enorme catarsis democrática contra el legado de Pinochet, un clímax transformador que representa un verdadero ajuste de cuentas con el golpe de 1973. Al mismo tiempo, la aplicación de la nueva Constitución será lenta y exigirá la posterior aprobación de leyes y reglamentos, que seguramente se disputarán palmo a palmo. La aplicación plena y completa del texto implica la pérdida de privilegios y poderes para las clases dominantes y exigirá una movilización popular constante.

Sin embargo, el oficialismo ya pactó «aprobar para reformar». Es poco probable que los aspectos más transformadores del texto entren en la agenda del gobierno en el sentido de impulsar una política de cambio profundo. Los pactos entre la coalición de Boric y los partidos de la Concertación son cada vez más orgánicos y demuestran que los verdaderos nuevos partidos de izquierda, una vez más, lucharán desde fuera, en las calles, contra el telón de fondo del gobierno que eligieron.

¿Y si gana el «rechazo»? Será un profundo trauma para el país, que se ha movilizado intensa y constantemente en los últimos años para construir este texto. En ese caso, la situación es mucho más incierta. El presidente Boric ha defendido públicamente que, en caso de victoria del «rechazo», se debería convocar una nueva elección de diputados constituyentes y a una nueva convención. Parte de la derecha, sin embargo, aboga por un nuevo plebiscito para definir si habrá o no una nueva carta magna y recuperar la oportunidad de reformar la de 1980 a través del Congreso, donde aún es fuerte. Sería como caerse de una escalera de espaldas. ¿Cuál es el destino del texto de la nueva Constitución, cuál es el mecanismo de cambio constitucional y qué ocurrirá con los estatutos de la actual dictadura? Todo esto quedaría abierto y en estado de incertidumbre, con el sabor amargo del retroceso histórico.

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