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Theo van Doesburg y Kurt Schwitters, Small Dada Evening (1922). (Wikimedia Commons)

La política del movimiento dadaísta

Traducción: Valentín Huarte

Surgido en 1916 en Zúrich, el dadaísmo es conocido por sus intervenciones excéntricas en contra de la guerra, de la ideología burguesa y del arte. Pero en Berlín, después de la revolución bolchevique, el movimiento dio un giro político que lo llevó a abrazar más decididamente la propaganda antifascista y la militancia de izquierda.

Pocos movimientos artísticos estuvieron tan a la izquierda como el dadaísmo de Berlín durante la República de Weimar. Surgido de la conmoción de la Primera Guerra Mundial, el «disgusto» encarnado por el dadaísmo de Zúrich se convirtió, después de la revolución bolchevique, en una expresión de la lucha proletaria. Muchos artistas alemanes, como Hannah Höch, Raoul Hausmann, Georg Grosz, Richard Huelsenbeck, los hermanos John Heartfield y Wieland Herzfelde, y Johannes Baader desarrollaron críticas agudas del revisionismo capitalista con sus expresivas pinturas, collages y publicaciones. Su propaganda era tan efectiva que se prohibió exhibir sus obras en público.

Mientras el Partido Socialdemócrata (Sozialdemokratische Partei Deutschlands, o SPD) buscaba construir consenso en torno al reformismo, los dadaístas berlineses decidieron organizarse con el Partido Comunista (Kommunistische Partei Deutschlands, o KPD) y transformaron su juego conceptual en una crítica política definida. Todavía se discuten los orígenes del movimiento dadaísta, pero su historia nos muestra el potencial político del arte.

La apolítica suiza

El dadaísmo creció en la estela espantosa de la Gran Guerra, durante la cual las potencias imperiales desataron la furia de las nuevas tecnologías industriales sobre millones de jóvenes reclutas. En 1914, contrariando a la oposición obrera, la socialdemocracia europea resolvió su vacilación y decidió respaldar abiertamente el conflicto interimperialista: el SPD votó a favor de los créditos de guerra. Mientras la burguesía cerraba filas detrás del terminal gobierno del káiser Wilhelm II, los artistas desertores sentían que la guerra representaba la decadencia de los ideales de la Ilustración. Por eso muchos partieron hacia Suiza, donde buscaron métodos de recuperar el arte que se habían apropiado las clases dominantes y dieron origen a una ruptura decisiva con las formas artísticas tradicionales del siglo anterior.

Retrato de Tristan Tzara de Robert Delaunay, 1923. (Wikimedia Commons)

En Zúrich, los artistas expatriados se reunían en un bar que no sobrevivió mucho tiempo: el Cabaret Voltaire, fundado en 1916 por los poetas Hugo Ball y Emmy Hennings. Emplazado cerca de la casa en la que Vladimir Lenin vivía su exilio, el bar tenía fama de irreverente y absurdo, y se convirtió en la incubadora que promovió la deconstrucción de los símbolos del liberalismo europeo.

Allí leía Tristan Tzara, judío rumano y líder informal del movimiento de Zúrich, su poesía disociativa, que afirmaba que el dadaísmo podía significar todo o nada, y anunciaba el asalto total contra la cultura «oficial». En su manifiesto dadaísta de 1918, Tzara hablaba del «disgusto»:

Estamos hartos de las academias cubistas y futuristas: laboratorios de ideas formales. ¿Es que se hace arte para ganar dinero y acariciar a los gentiles burgueses? Las rimas suenan a la asonancia de las monedas y la inflexión resbala a lo largo de la línea del vientre de perfil. Todas las agrupaciones de artistas han desembocado en este banco cabalgando sobre diversos cometas. La puerta abierta a las posibilidades de revolcarse en los cojines y en la comida.

Aunque no eran declaraciones abiertamente políticas, la energía anárquica de los escritos de Tzara rechazaba las «academias» del cubismo y del futurismo, que habían sido rápidamente absorbidas por las instituciones estatales. Otros dadaístas de Zúrich, como Jean Arp y Sophie Taeuber, se aventuraron en collages abstractos, diseños de indumentarias y marionetas, además de incursionar en la «poesía fonética», que precedió la invención de la música noise. Una noche cualquiera en el Cabaret Voltaire uno habría escuchado la lectura simultánea de múltiples artistas acompañada del repiqueteo azaroso de las teclas de un piano, mientras los espectadores bailaban con máscaras de papel maché y abrían generosamente sus manos a folletos que difícilmente podían leer.

Jean Arp, grabado sobre madera y collage para la tapa de Dada 4-5 1919. (Wikimedia Commons)

«En el Cabaret Voltaire comenzamos a ofender el sentido común, la opinión pública, la educación, las instituciones, los museos, el buen gusto, en síntesis, todo el orden dominante», decía Marcel Janco, cuya pintura de 1916 conserva en sus sombras azules y amarillas aquel legado estridente y escandaloso. Junto con Arp, Janco experimentó con la tipografía, recortando viejos artículos de periódicos y mezclándolos para crear una propaganda absurda. De estas obras surgió uno de los primeros motivos dadaístas, la manecilla, una mano que indica arbitrariamente ciertos símbolos y letras imitando la retórica insensata del capitalismo industrial.

A pesar de que los dadaístas se oponían a la guerra, Tzara no quería que el grupo se involucrara directamente en política y favorecía en cambio una forma de crítica cultural más amplia: «Todo hombre debe gritar: queda mucho trabajo destructivo y negativo por hacer». Sin mensajes u objetivos políticos explícitos, esta crítica calificaba fácilmente como una forma de nihilismo. Sin embargo, en 1917, cuando el Cabaret Voltaire cerró sus puertas, el movimiento empezó a crecer al calor de las revoluciones bolchevique y alemana.

Migración dadaísta

Después de la guerra, los dadaístas de Zúrich, o bien volvieron a sus países de origen, o se aventuraron en grandes ciudades como París y Nueva York. Tzara y Ball inauguraron la exhibición del Salón dadá en los Champs-Elysées y obtuvieron reconocimiento a nivel internacional. En Manhattan, Marcel Duchamp hizo debutar su infame mingitorio en la Sociedad de Artistas Independientes, que aceptó la obra pero se negó a ponerla en exhibición. En Colonia y Hannover, Max Ernst y Kurt Schwitters montaron polémicos shows, que la prensa atacó violentamente, y colaboraron en revistas con El Lissitsky, artista de vanguardia ruso.

Fastidiado por los elementos apolíticos que habían marcado los orígenes del dadaísmo, Richard Huelsenbeck apuntó a radicalizar el movimiento. Volver a Berlín durante la Revolución de Octubre llevó a este artista a ampliar sus miras: pronto empezó a referirse al dadaísmo de Berlín como el «bolchevismo alemán».

En efecto, en esos días Alemania estaba signada por grandes conflictos. Una serie de huelgas de masas, que empezó en el puerto de Kiel y avanzó tierra adentro, hasta culminar con la renuncia de Wilhelm, había sacudido el país. Después, los consejos obreros imitaron a los sóviets y tomaron el control de la ciudad mientras los militares buscaban una solución pacífica. Los intentos de restaurar el capitalismo mediante reformas sociales de poca importancia terminaron llevando al gobierno a reprimir las huelgas obreras por más salario, en un momento en que la riqueza de la burguesía parecía no encontrar límites.

En un libro de 1920, En Avant Dada, Huelsenbeck argumentaba que los dadaístas debían canalizar sus energías artísticas contra la realidad de la Alemania de la posguerra, especialmente en Berlín, donde el colapso económico estaba cerca. Los dadaístas, que «hablaban de energía y voluntad y aseguraban ante el mundo que tenían planes sorprendentes», fracasaban a la hora de realizarlos —escribía Huelsenbeck— porque no se adecuaban a los tiempos que corrían.

George Grosz, El entierro del poeta Oscar Panizza (1917-1918), óleo sobre lienzo. (Wikimedia Commons)

Aunque en 1920 Tzara todavía repetía la frase «Dada ne signifie rien», los dadaístas de Berlín rechazaban el arte por el arte en favor de una forma de propaganda política más directa. En su propio manifiesto de 1918, Huelsenbeck sostenía que el «el arte más elevado será aquel que represente en el contenido de su conciencia los múltiples problemas de la época; el que, si fue sacudido por las explosiones de la semana anterior, recoja sus miembros bajo la amenaza del último día». También critica la complacencia de los expresionistas, que «se han unido en una generación que ya está puliendo en la actualidad la apreciación de la historia, la literatura y el arte, y presenta su candidatura para una honorable aprobación burguesa».

El manifiesto sirvió de inspiración a los artistas alemanes que criticaban la prensa dominante aunque, a diferencia de los artistas liberales, seguían interesados en ella, lo mismo que en la publicidad y en la vida urbana. Fundando el Club Dadá —modelado vagamente a imagen del Cabaret Voltaire—, los dadaístas asumieron un compromiso más firme con la propaganda antifascista y con las organizaciones comunistas y buscaron transformar el disgusto en un dispositivo retórico que promoviera el cambio social.

Arte comunista

Los dadaístas de Berlín aseguraron su posición política mediante la formación del Dadaistischen Zentralrat der Weltrevolution (Consejo Central Dadá de la Revolución Mundial), una organización militante que apoyó el levantamiento espartaquista dirigido por Rosa Luxemburgo y Karl Liebknecht. En su lista de reivindicaciones, publicada en la revista Der Dada 1, llamaban a «todos los hombres y mujeres intelectuales y creativos» a «unirse sobre los fundamentos del comunismo radical». Entre otras reivindicaciones, destacaban también la automatización del trabajo para liberar tiempo para el arte, la expropiación de la propiedad privada, la solidaridad y la propiedad comunitaria del espacio público.

En el verano de 1920, los dadaístas de Berlín celebraron la Erste Internationale Dada-Messe (Primera Exposición Internacional Dadá), que reunió en la galería Otto Burchard más de ciento setenta obras de veintisiete artistas. Con buena cobertura en los medios de Nueva York, Londres, París y Milán, los representantes del movimiento aprovecharon la exposición para anunciar que el «dadaísmo es político». Por si no hubiera quedado claro, colgaron del techo de la galería un muñeco a escala real de un oficial alemán con cara de cerdo, titulado «Arcángel prusiano». Esa obra irreverente, realizada por Heartfield y Rudolf Schlichter, hizo que los militares denunciaran la exhibición.

Hannah Höch, Corte con cuchillo de cocina a través de la barriga cervecera de la República de Weimar (1919), collage de papel con pegamento. (Wikimedia Commons)

Yuxtaponiendo imágenes de autoridades políticas y recortes caricaturescos de máquinas enormes y titulares de periódicos, el fotomontaje exponía fantástica y satíricamente las contradicciones de la vida bajo Weimar. «Corte con cuchillo de cocina a través de la última época de la cultura de panza cervecera de Weimar» (1919) de Hannah Höch agrupa las cabezas sin cuerpo de los oficiales de Weimar y de Albert Einstein junto a un mapa de Europa, destacando los países con derecho de voto femenino y palabras como «dadá» y «anti». El cuadro se completa con bailarines, mujeres desnudas, piezas de metal y animales salvajes, y la artista deja porciones vacías a lo largo de una composición vertical, pretendiendo imitar la retórica visual de un periódico y denunciar así la corrupción de la república.

Los fotomontajes de John Heartfield parodian el ascenso al poder de Adolf Hitler y Joseph Goebbels. Sus diseños para el semanario comunista Arbeiter-Illustrierte Zeitung (Periódico Ilustrado de los Trabajadores) exponen la apropiación vulgar que hicieron los nazis del marxismo con fines meramente económicos. «El sentido del saludo de Hitler» de Heartsfield muestra un empresario enorme a espaldas del Führer poniendo dinero en sus manos, mientras que otra ilustración muestra a Goebbels colocando una falsa barba de Karl Marx en el mentón del dictador. Los afiches de campaña realizados por Heartfield eran más sutiles, como queda claro con «La mano tiene cinco dedos». Una mano sin cuerpo, que representa a los cinco candidatos del KPD que disputaban las elecciones, surge de las profundidades de un póster blanco para tomar al enemigo.

Para George Grosz, compañero de Heartfield en las filas del KPD, la pintura dadaísta reflejaba el supuesto ocaso de la burguesía. Los paisajes urbanos escarpados y angulares de «El funeral» (1917-1918) retratan a unos pelados sacudiéndose en medio de una multitud de caras retorcidas, con sombras rojas y verdeazuladas que parecen una forma macabra de vitral. Otras obras, como «Autómatas republicanos», muestran a los partidarios liberales de Weimar como robots sin rostro que portan banderas alemanas. Grosz y Otto Dix, otro pintor compañero, suelen inclinarse hacia lo grotesco, anticipando la nueva objetividad, movimiento que retomaría el legado del dadaísmo.

Afiche La mano tiene cinco dedos de John Heartfield en Berlín antes de las elecciones del Reichstag de 1928. (Wikimedia Commons)

Como habían hecho en Zúrich, los dadaístas de Berlín publicaban sus propias revistas y panfletos, enriqueciendo la propaganda política con sus collages impresos. Aunque algunas de estas publicaciones, como Die Pleite (La bancarrota) y Jedermann sein eigener Fussball (Un fútbol para cada uno, título que hace referencia a las declaraciones de Enrique IV de Francia, que dijo que los campesinos disfrutarían de «un pollo cada domingo»), gozaron de una amplia distribución, la verdad es que tuvieron una vida corta. Muchas veces, los dadaístas irrumpían en las reuniones del gobierno y difundían su literatura, como cuando Baader lanzó desde el techo copias del panfleto «Los dadaístas contra Weimar» durante una reunión de la Asamblea Nacional.

A pesar de sus orígenes radicales, el SPD —que a esa altura representaba los intereses de la clase capitalista— tomó medidas contra los dadaístas y censuró sus publicaciones. Artistas de renombre, como Oskar Kokoshka, condenaron el levantamiento espartaquista culpando de la violencia a los dos bandos y argumentando que había que proteger las obras de arte de las galerías circundantes. En respuesta, Heartfield y Grosz firmaron un ensayo titulado «El sinvergüenza del arte», donde decían:

¡Saludamos que la lucha entre el capital y el trabajo tenga lugar allí donde la cultura y el arte desvergonzado está en casa; cultura que siempre sirvió para amordazar a los pobres, que levantó el domingo al burgués para que pudiera dar cabida con tanta más tranquilidad a su peletería, a su explotación el lunes!

Ambivalencia de posguerra

El dadaísmo de Berlín mostró una gran ambición política que nunca llegó a materializarse. Sus críticas estéticas del capitalismo y del complejo militar-industrial eran pertinentes, pero a falta de una estrategia coherente para construir oposición, lo único que los artistas lograron hacer fue incrementar gradualmente el impacto de su propaganda. Y además empezaron a perder dinero: solo vendieron una obra de la feria dadaísta de 1920. El último estertor vino con el fracaso del levantamiento de Hamburgo de 1924, que resultó en el asesinato de muchos militantes del KPD en manos de la policía y suscitó un sentimiento anticomunista que se manifestó en las urnas. La censura de Weimar precipitó el desprecio de Hitler por los dadaístas y la subsecuente restauración del arte «oficial».

Muchos dadaístas alemanes volvieron a Berlín Occidental después de la muerte de Hitler, pero su espíritu comunitario no sobrevivió a la guerra. A fines de los años 1960, el cineasta Helmut Herbst dirigió un documental sobre el movimiento, con entrevistas a un Huelsenbeck desilusionado que se niega a hablar inglés ante las cámaras. «Queríamos cambiar el mundo, pero sin ninguna idea particular», insiste.

En el momento más álgido de la Guerra Fría, su candor remitía a las tensiones todavía irresueltas entre el Cabaret Voltaire y el Club Dadá, además de a la represión del arte comunista que habían concretado en igual medida los gobiernos liberales y los fascistas. En esta época de decadencia neoliberal y neofascismo incipiente, los artistas están viviendo un despertar político y los militantes tenemos la difícil tarea de articular sus objetivos.

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