La actual crisis del Partido Conservador produjo el pasado martes su cambio de personal más dramático hasta la fecha, ya que el secretario de Sanidad, Sajid Javid, y el ministro de Hacienda, Rishi Sunak, dimitieron con pocos minutos de diferencia. Tras el remolino de terribles acusaciones y el incesante drama de las redes sociales, sus salidas reforzaron el aprieto estratégico en el que se encuentran ahora los conservadores.
Las tensiones en el seno del Partido Conservador llevaban tiempo esperando a estallar. Boris Johnson ha sobrevivido hasta ahora, a pesar del caos cada vez mayor de su administración, en gran medida porque ningún otro aspirante ha sido capaz de ofrecer una alternativa coherente y estratégica a la incoherencia táctica de Johnson. Y cuando se vaya del Número 10 de Downing Street, sin una alternativa obvia (hay fácilmente cinco o seis tories de alto nivel que podrían dar un paso adelante), es probable que esas divisiones se agudicen.
Dichas tensiones derivan del eventual fracaso de la resolución de Cameron y Osborne a la crisis de 2008, que dependía de la restauración del poder y el estatus del sistema financiero (principalmente a través de una realineación hacia China), de la pertenencia continua de Gran Bretaña a la UE para proporcionar un fácil acceso a los mayores mercados del planeta y de la austeridad doméstica para proporcionar la garantía de que el Estado británico siempre podría rescatar el sistema en caso de una nueva crisis.
Ninguna parte de ese proyecto sigue en pie, y la «solución» de Johnson ha demostrado ser, en el mejor de los casos, totalmente temporal, impulsada por el oportunismo del Brexit y el frenético deseo (como señalaron tanto Javid como Sunak en sus cartas de dimisión) de detener a Jeremy Corbyn.
Johnson fue elegido con un programa pobre, que en sí mismo fue diseñado en gran medida para rechazar los elementos más populares del proyecto económico interno de Corbyn (el segundo anuncio de Johnson luego de convertirse en primer ministro en el verano de 2019, por ejemplo, fue prometer una mayor financiación para las escuelas, lo que neutralizó la ofensiva de los laboristas). La aversión de Johnson a la austeridad —declarando, en 2019, que siempre se ha opuesto a ella en secreto— y su predisposición a ignorar las reglas neoliberales cuando le convenía lo señalaron como alguien dispuesto a romper con décadas de dogma tory, aunque solo fuera por los objetivos de su propia carrera política.
Las tensiones dentro del nuevo gobierno se hicieron evidentes muy pronto. Dirigido por el entonces asesor principal Dominic Cummings, uno de los principales cometidos de Johnson en los primeros meses de su gobierno fue subordinar el Tesoro a las exigencias de su gobierno, intentando controlar a los asesores políticos de Javid —haciendo que uno de ellos fuera expulsado de Downing Street por la policía— y empujando a Javid a dimitir. Rishi Sunak fue nombrado por Boris Johnson a principios de 2020, aparentemente en la creencia de que sería una figura más maleable.
Cummings, al menos, tenía una especie de visión estratégica para el Estado británico: admirador del modelo de gobierno de Singapur, durante muchos años, ha defendido la existencia de un Estado más intervencionista económicamente, capaz de apoyar a las nuevas industrias y las nuevas tecnologías, operando al margen de pesadas instituciones transnacionales como la UE.
Esta no ha sido la visión dominante dentro del Partido Conservador durante un largo periodo de tiempo, al menos desde Margaret Thatcher. Pero después del Brexit, y ante un mundo mucho menos estable y con gobiernos mucho menos inclinados a ceñirse a las reglas neoliberales, posiciones de este tipo han pasado a ocupar un espacio importante en el pensamiento conservador. Ben Houchen, alcalde metropolitano de Teesside, ha dado quizás la formulación más clara al hablar de la necesidad de apoyo gubernamental a nuevas industrias como la de captura y almacenamiento de carbono.
Pero este conservadurismo nunca ha tenido un apoyo mayoritario en el partido. Golpeado ahora también por la pandemia y la «crisis del coste de vida» que anuncian un futuro mucho más incierto, no hay ningún plan económico fácilmente disponible y ampliamente apoyado que el Partido Conservador pueda cumplir de forma plausible. El ala Sunak-Javid está pregonando el conservadurismo fiscal, lo que supone hacer énfasis en el endeudamiento del gobierno y la amenaza de la austeridad en lugar de más gastos o recortes de impuestos. Pero la nueva e inestable base de los tories en el «Muro Rojo» no tolerará más austeridad (como han dejado en claro varios diputados) y la antigua base en los condados no tolerará más impuestos para pagar el gasto.
La alternativa es que el gobierno pida más préstamos, y Nadhim Zahawi, Liz Truss y el propio Johnson se han mostrado dispuestos a conceder toda la generosidad que puedan. Pero si no se reforman las instituciones del Estado —sobre todo el Tesoro— hasta el punto de que puedan centrarse de forma realista en la inversión a largo plazo, este gasto adicional se convertirá probablemente (como ya ha ocurrido) en un confuso embrollo de promesas a medio cumplir e intereses particulares frustrados.
En los últimos días Johnson y Zahawi habían estado hablando de la perspectiva de reducir los impuestos este año, y Johnson culpaba a Sunak por no satisfacer las demandas de los parlamentarios independientes. No había indicios de un programa más allá de ese punto. En su carta de dimisión, Sunak señaló que los preparativos para un discurso clave que él y Johnson debían pronunciar sobre la economía la semana que viene no hacían más que poner de manifiesto lo amplia que era la distancia entre ambos.
Un canciller cínico podría esperar llegar a 2023 con unos sensatos recortes de impuestos para complacer a la base tory, algún gasto adicional limitado en causas populares (la educación sería una opción obvia para Zahawi: la falta de financiamiento ha estado sobre la mesa en las recientes elecciones locales) y confiar en que las previsiones oficiales de descenso de la inflación se cumplan a finales de año, cosechando los aplausos —inmerecidos— por haber controlado las subidas de precios. Esto no resolvería ningún problema a largo plazo, pero al menos haría que los próximos seis meses fueran manejables, suponiendo que las nuevas olas de COVID puedan ser más o menos contenidas.
Sin embargo, un nuevo y dramático factor ha entrado en juego en la creciente ronda de huelgas y acciones industriales en reclamo de mejoras salariales. El paro de la RMT [Unión Nacional de Trabajadores Ferroviarios, Marítimos y del Transporte] ha sido la chispa, con la creciente popularidad de la medida y los visibles y tempranos éxitos de los huelguistas actuando como un sólido ejemplo para otros.
Al final del verano, con los trabajadores de callcenter, maestros, cerveceros y varios más votando la huelga o listos para iniciar acciones, la política británica podría cambiar considerablemente, con el retorno evidente de la lucha de clases al centro de la escena. Al llegar en un momento de máxima confusión y desorganización entre los tories, y bajo el liderazgo sindical, existe la posibilidad de atestar un gran golpe a la insistencia del gobierno en los recortes salariales en términos reales en todos los ámbitos. Si queremos reconstruir la izquierda, es desde aquí desde donde se empieza.
Un Partido Laborista inteligente debería ser capaz de expresar algunos de los intereses de clase que están en juego aquí, poniéndose al lado de los huelguistas e insistiendo en la necesidad de aumentos salariales que combatan la inflación como camino de vuelta al gobierno. Pero la lógica del nuevo líder de los laboristas, Keir Starmer, centrada en el establishment, trabaja duramente contra cualquier intento de que el partido adopte algo parecido a una postura inteligente y de oposición, reduciendo los debates políticos de largo aliento a meras disputas parlamentarias.
Pase lo que pase con los tories —o incluso con los laboristas—, lo más importante ahora no es Westminster, sino el movimiento obrero que lucha desde fuera.