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Delegados en el Segundo Congreso Mundial de la Internacional Comunista, Petrogrado, 1920. (Wikimedia Commons)

Cuando tu jefe es la Internacional Comunista

UNA ENTREVISTA CON
Traducción: Loren Balhorn y Valentín Huarte

Los agitadores y activistas siempre tuvieron dificultades para encontrar y mantener un buen trabajo. Pero durante el período de entreguerras, la Internacional Comunista —empresa de jefes difíciles, que exigía horas extra y ofrecía muchas oportunidades de viaje— contrató a diez mil personas con ese perfil.

Entrevista por Marcel Bols

Brigitte Studer es una de las historiadoras del socialismo más reconocidas del mundo de habla alemana. Su último libro, Reisende der Weltrevolution: Eine Globalgeschichte der Kommunistischen Internationale —publicado el año pasado en alemán y anunciado por Verso Books entre sus traducciones— ofrece un retrato detallado de un grupo de comunistas transnacionales al que sigue desde los años 1920 en adelante. Oficiales y agentes de la Internacional Comunista, o Komintern, de Moscú a Berlín y de Taskent a Wuhan, estos comunistas obstinados hicieron todo lo que estuvo a su alcance para hacer avanzar la revolución mundial.

¿Qué nos queda de su lucha un siglo después? ¿Y por qué estudiar la Komintern en un mundo que cambió tan radicalmente desde los años gloriosos del movimiento comunista? Marcel Bois conversó con Studer sobre las esperanzas y las decepciones de esos militantes que encontraron en la Komintern, no solo el sentido de su vida, sino también un trabajo.

 

MB

Tu nuevo libro, Reisende der Weltrevolution, estudia la Internacional Comunista de los años 1920 y 1930 como un lugar de trabajo. ¿Era una buena empresa? Ser revolucionario profesional, ¿era una actividad lucrativa?

BS

No, definitivamente no en términos salariales. Los ingresos no eran altos, y ni hablar de la posibilidad de ahorrar. Trabajar en el aparato de la Komintern era atractivo porque ofrecía la posibilidad de comprometerse en un activismo político full-time con un cierto grado de seguridad financiera.

No es fácil encontrar fuentes fiables, pero los documentos que tenemos sugieren que, en principio —al menos hasta mediados de los años 1930—, los funcionarios de la Komintern ganaban salarios equivalentes al de los trabajadores calificados. También muestran que las actividades —por ejemplo, el nivel de gastos extra y las condiciones bajo las que el personal podía participar de viajes— estaban reguladas con mucho detalle. En ese sentido, la Komintern era una empresa bastante moderna.

MB

¿Cómo era el trabajo de un funcionario de la Komintern?

BS

La Komintern creció rápidamente hasta convertirse en un aparato con muchas ramas. Había muchos departamentos en Moscú, entre los que destacaba una enorme sección de traducción. El trabajo estaba dividido entre tareas técnicas y políticas. En general, las últimas quedaban en manos de hombres y las primeras en manos de mujeres, aunque había excepciones.

Sorprende el ritmo con el que las personas eran capaces de cambiar de rol dentro del aparato, siempre de acuerdo a las necesidades del momento. Había enviados que ocupaban tareas de supervisión política y también había instructores sobre cuestiones más técnicas. Las mujeres solían ser descifradoras de códigos, carteras, estenotipistas y secretarias, pero también trabajaban como editoras o espías. La mayoría debían llenar miles de informes, sobre todo concernientes a misiones extranjeras.

MB

Sabemos, a partir del trabajo de otros historiadores, que los militantes que trabajaron para el Partido Comunista de Alemania en los años 1920, tuvieron muchas dificultades cuando quisieron encontrar un trabajo común y corriente después. ¿Sucedió lo mismo en otros países?

BS

Sí, definitivamente. Eran personas estigmatizadas. Estaban marcados como comunistas —digamos, como extremistas— así que no eran muy populares entre los empleadores.

Como si eso fuera poco, trabajar para la Komintern conllevaba seguir una serie de reglas bastante singulares y condiciones de trabajo que alienaban a sus funcionarios de una vida de clase media normal. Aunque solían trabajar muchísimo, a diferencia de cualquier obrero corriente, los trabajadores de la Komintern no estaban sometidos a horarios estrictos. Los agentes extranjeros, por ejemplo, no tenían ningún horario de trabajo regular. En ese sentido, eran mucho más libres en cuanto a la organización de sus vidas cotidianas (aunque, por supuesto, no era el caso en términos ideológicos).

Hasta cierto punto, la precariedad y la falta de certezas del trabajo en la Komintern hacía que las vidas de sus trabajadores fueran similares a las de los artistas: un día estaban en un lugar, otro día estaban en otro. Un día había que trabajar temprano por la mañana, otro día había que trabajar durante la noche. Había que tomar muchas decisiones y colaborar con muchas personas distintas. En ese sentido, el trabajo exigía muchas habilidades. Al mismo tiempo, dependiendo del contexto, las tareas también dejaban espacio para mantener cierto grado de autonomía.

MB

Por lo que nos contaste hasta ahora, parece que tu enfoque sobre la Komintern es muy distinto del que adoptan los estudios previos.

BS

Es verdad. La mayoría de las historias de la Komintern están centradas en las resoluciones políticas, las reuniones y las estructuras orgánicas. Sus autores quisieron definir cómo se estructuraba la organización o cuántos miembros tenía. No cabe duda de que es un trabajo importante y necesario, pero en mi caso quise mostrar los modos que adoptó esta forma histórica de activismo político tan específica. ¿Cómo lo vivían sus participantes?

Quería saber, no solo cuáles eran sus convicciones, sino también cómo las traducían a la práctica (y en tantos contextos distintos). ¿Cómo lidiaban con las directivas políticas y los planes de acción estipulados en el marco de una misión extranjera? En ese sentido, mi libro es una historia de las prácticas comunistas.

MB

¿Qué fue lo que más te sorprendió?

BS

El alto nivel de improvisación. Mucho de lo que percibimos en retrospectiva como ordenado y estructurado, fue realizado a título bastante experimental por las personas involucradas en las actividades de esa época. Los protagonistas debían analizar su misión y preguntarse: ¿De qué se trata y cómo puedo actuar aquí?

Además, tenían que negociar constantemente la forma adecuada de llevar una resolución política a la práctica (con sus compañeros, con el contexto y con el resto del personal de la Komintern). No había modelos que seguir y no había ningún entrenamiento formal, salvo, tal vez, la Escuela Internacional Lenin de Moscú, pero eso llegó recién en 1926. En un principio, aunque siempre en un marco colectivo, reinaban los procesos de aprendizaje individuales.

MB

La perspectiva de tu libro está centrada en los actores del proceso. ¿Qué significaba ser comunista en los años 1920?

BS

Depende del país donde se militara. Mi investigación está centrada en los activistas internacionales de la Komintern, no en los funcionarios de los partidos nacionales. En aquellos casos, la actividad militante conllevaba una especie de alienación respecto a los países de origen. Los activistas debían definirse a sí mismos como internacionalistas en la práctica, pero también actuar en consecuencia.

Al mismo tiempo, el trabajo implicaba formar parte de una comunidad. Esto explica en gran medida por qué muchos siguieron siendo comunistas a pesar de todas las dificultades y adversidades que enfrentaron. Pertenecían a una comunidad y encontraban en ella mucha solidaridad, pero también conflictos y envidia (como sucede en cualquier medio cerrado). Esa pertenencia dotaba sus vidas de sentido.

Para algunos, el trabajo también garantizaba un estatus profesional que de otra forma no hubiesen alcanzado. Trabajar para la Komintern era bastante distinto de trabajar en una fábrica. Era una oportunidad de crecer, de obtener reconocimiento, y, como diría Pierre Bourdieu, de acumular capital político. Aunque, por otra parte, hay que decir que todas las personas involucradas tenían algún capital político previo. Nadie se unía a la Komintern siendo un novato. Tenían experiencia en conflictos políticos, huelgas o revoluciones, como la de la República Soviética de Baviera en Múnich.

MB

En ese sentido, ¿podemos decir que los intelectuales que tenían perspectivas de carrera más allá de la Komintern eran más proclives a romper con el aparato que los que no tenían otra opción más que volver a la fábrica?

BS

No necesariamente. Después de todo, el trabajo implicaba un compromiso personal profundo. Por consiguiente, para muchos, romper con el comunismo representaba romper consigo mismos. La ruptura era vivida como una traición a sus ideales, equivalente a un fracaso personal. Tantos años de compromiso y de sacrificio que terminaban siendo en vano.

En ese sentido, no era necesariamente más fácil para los intelectuales romper con la Komintern, especialmente porque estaban políticamente marcados y hubieran tenido problemas para encontrar otra posición profesional. Tal vez era más fácil para un músico que para un escritor.

Básicamente, hay que decir que esta forma de activismo implicaba a una persona en todo su ser. No era una actividad política cualquiera como, por ejemplo, afiliarse al Partido Socialdemócrata (SPD) hoy. Si uno renuncia al SPD, la vida sigue. Pero al dejar la Komintern una persona no solo perdía el sentido de su existencia, sino que su mundo entero se evaporaba. Eso es difícil para cualquiera.

MB

En tu libro, la historia de la Komintern está narrada en función del entrecruzamiento de alrededor de veinticuatro individuos, que tienen, en tus palabras, una «biografía transnacional». Uno de ellos es Willi Münzenberg, empresario de los medios berlinés, y otra es Tina Modotti, la fotógrafa italiana… Y también está el comunista indio, Manabendra Nath Roy. ¿Cómo elegiste a los protagonistas?

BS

Mi idea original era escribir la historia de la Komintern en función de tres revoluciones del período de entreguerras: la revolución alemana de 1923 —fracaso estrepitoso—, la Revolución china de 1927 y la guerra civil española. Entonces, empecé a buscar protagonistas que hubieran estado activos en cada uno de esos escenarios. Pero resultó que los militantes no solían permanecer mucho tiempo en un mismo lugar. Muy pocos individuos de alto rango estuvieron activos en los frentes de batalla durante el período de la Komintern.

Por lo tanto, decidí añadir más militantes a mi muestra. Debían ser personas sobre las que pudiese rastrear fuentes y literatura académica, preferentemente en una lengua que hablara. El costado chino de mi libro está evidentemente narrado desde el punto de vista occidental, pues soy incapaz de leer las fuentes en su lengua original.

Más allá de eso, busqué personas que reflejaran la diversidad de los primeros años de la Komintern. Y, por último, aunque no menos importante, intenté que mis protagonistas fueran personas que se hubieran cruzado en distintas ocasiones. De esa manera, garantizaba que su presencia en distintos lugares del libro.

Yo misma terminé sorprendida con los espacios en los que se cruzaban sus caminos. Por ejemplo, la casa del sexólogo alemán Magnus Hirschfeld. Willi Münzenberg y Babette Gross vivieron un tiempo con él, y muchos otros comunistas importantes, como Heinz Neumann, Georgi Dimitrov y Manabendra Nath Roy, iban y venían. Todos se conocían y en ciertos casos hasta se enamoraron. Me pareció muy interesante.

MB

¿Amor entre comunistas? ¿Qué decir de esas relaciones?

BS

Cultivaban un estilo de vida bastante libre, que no solemos asociar tanto al comunismo, sino más al feminismo de los nuevos movimientos sociales de los años 1970. No me refiero únicamente a que las mujeres gozaban de mayor libertad sexual, sino que tenían relaciones poco tradicionales. Por ejemplo, Ruth Werner, agente secreta soviética, tuvo hijos con tres hombres distintos y dos estaban a cargo de su primer esposo. En ese sentido, practicaron anticipadamente formas de vida bastante modernas.

Creo que estudiar esta primera fase de la Komintern es relevante para la historia del siglo veinte porque en ese marco se pusieron en práctica muchos modelos culturales que luego fueron retomados (no directamente, por supuesto, pero tuvieron cierto impacto).

MB

Vamos un poco más atrás. ¿Cómo surgió la Komintern?

BS

La Internacional Comunista fue fundada poco después de la Primera Guerra Mundial (es decir, en una época de enorme agitación social y conflicto). Millones de personas habían muerto en la guerra y muchos de los que sobrevivieron cayeron en la pobreza. Por lo tanto, el rechazo hacia la guerra era muy fuerte: muchas personas pensaban que los regímenes que habían causado la guerra eran también responsables de las condiciones que sus países estaban atravesando entonces. Eso llevó a la radicalización de porciones considerables de la población de Europa central, especialmente en el movimiento obrero (inspirado también por la Revolución rusa de 1917).

Emergieron movimientos sociales fuertes y derrocaron a la monarquía en Alemania y en el Imperio austrohúngaro. Los bolcheviques vieron una oportunidad de consolidar su propio régimen (o, en términos menos geopolíticos, de transformar las condiciones sociales a través de una revolución proletaria mundial). Fue el momento político previo a la fundación de la Komintern.

MB

¿Qué rol jugó el colapso de la Internacional Socialista?

BS

Fue muy importante. Los bolcheviques supieron leer la situación y se lanzaron a construir un nuevo internacionalismo en el momento indicado, pues la Internacional Socialista se había dividido durante la guerra, luego de que sus miembros pusieran la solidaridad nacional por sobre la internacional.

El Segundo Congreso de la Komintern, celebrado en Moscú en 1920 —desde mi punto de vista, el verdadero congreso fundacional— encontró en ese momento un vacío preciso al que se arrojó sin dudar. Participaron delegados de todo el mundo, que a veces tuvieron que enfrentar enormes dificultades para estar presentes, y se comprometieron con esta nueva forma de internacionalismo. No deberíamos subestimar este momento: la internacional no fue fruto de su proclamación en sí misma, sino de la experiencia colectiva de Moscú, de ese punto de encuentro internacional.

MB

¿Cómo definir la composición del Congreso?

BS

La diversidad de los participantes era enorme. El espectro iba de militantes pequeños y desconocidos, como Hilde Kramer, hasta Lenin y Trotski. Es decir, de estenógrafas e intérpretes hasta los dirigentes más reconocidos del movimiento obrero internacional.

Un elemento que recibe poca atención de parte de los investigadores es que participaron muchas mujeres del Congreso. Eran una minoría, cerca del 10% de los delegados según las actas, aunque esos números no reflejan fielmente la realidad. Por ejemplo, Kramer, que asistió sin ser delegada, no está reflejada en las estadísticas.

MB

En general, tu muestra da cuenta de la presencia de un gran número de mujeres. ¿Por qué el género es tan importante cuando estudiamos la historia de la Internacional Comunista?

BS

Conocemos los nombres de 30 000 empleados de la Komintern. De ese total, 1/6, o el 16%, eran mujeres. En primer lugar, creo que es importante como recordatorio de que el comunismo también acarreaba la esperanza de la igualdad de género. Hoy tal vez usaríamos el término «feminismo», aunque los comunistas de esa época no se percibían así. La palabra estaba reservada al movimiento de mujeres calificado de «burgués».

Quise retratar las vidas de muchas mujeres porque tienden a estar subrepresentadas en los estudios sobre la Komintern. Las mujeres no suelen aparecer en las fuentes primarias y pasan desapercibidas en los estudios históricos académicos. Denomino a ese proceso «mimetismo historiográfico»: los historiadores reproducen la ceguera de sus fuentes y hasta cierto punto la duplican. Quise corregir y compensar esa perspectiva.

Además, quise mostrar que, si queremos estudiar la Komintern como un aparato, como una organización mundial, es imposible ignorar a las secretarías del Comité Ejecutivo. Es necesario considerar todas las funciones que existían en su interior y todas las tareas con las que había que lidiar. Las mujeres jugaron roles fundamentales en ese sentido, aunque, en esa jerarquía funcional, fundada en una forma de división del trabajo, recibían las denominadas «tareas técnicas», es decir, funciones subordinadas (que no obstante eran indispensables para el funcionamiento de la organización).

MB

En septiembre de 1920 se celebró en Bakú el Congreso de los Pueblos del Este, del que participaron 1900 delegados de Asia y de Europa. Tu libro advierte que no hay que subestimar el impacto de este hecho, pues «plantó los cimientos para la integración de nuevos grupos a la lucha del movimiento obrero. En ese congreso, la Komintern, hasta entonces centrada en la categoría de clase, se abrió a las categorías de género y de “raza” y a sus interacciones». Entonces, ¿la Komintern abogaba por una política interseccional antes de que existiera?

BS

[risas] Bueno, no explícitamente. Diría que la dirección de la Komintern tuvo muchas dificultades a la hora de pensar en conjunto todas las categorías que hacían a la discriminación. Desde su punto de vista, la clase siempre fue central, pero también percibían que la opresión fundada en el género o en la etnicidad jugaba un rol importante y querían integrar a los grupos sociales afectados por ella.

El Congreso de Bakú es interesante porque fue una especie de acción afirmativa: muchas mujeres fueron elegidas para ocupar cargos en el Ejecutivo, siguiendo una política de paridad, pues eran una minoría bastante pequeña. Además, el Congreso otorgó una importancia considerable a las cuestiones de igualdad de género. La perspectiva asumida es extraordinaria, especialmente cuando consideramos el contexto en el que se desarrolló el congreso: una parte del mundo signada por una cultura islámica, en gran medida conservadora y patriarcal.

Medir el éxito del encuentro es otra cosa. Pero, en cualquier caso, los bolcheviques echaron a andar la máquina. Era momento de unir a los movimientos de liberación de Oriente y de Occidente, aunque más no fuera mediante un acto voluntarista.

MB

Una buena parte de tu libro está dedicada al tema del antimperialismo y a sus redes transcoloniales. ¿Qué rol jugaron en la política comunista del período de entreguerras?

BS

El antimperialismo era un elemento teóricamente importante en la política y en la teoría bolcheviques, pero bastante abstracto, sobre todo porque los vínculos entre los protagonistas de la resistencia anticolonial y los centros de gravedad de la Komintern eran prácticamente inexistentes. Por ejemplo, en Francia había muchos activistas anticolonialistas, que pasaron mucho tiempo sin tener ningún contacto con los comunistas. Era algo deseado en la teoría, pero la mayoría de los militantes tenía otras prioridades. Se necesitaban mediadores entre las ambiciones de la Komintern y las resoluciones y la práctica política.

Uno de estos mediadores fue Willi Münzenberg, que se comprometió con la causa y llegó bastante lejos. Logró establecer redes que surcaban todo el mundo. Pero siempre tuvo que justificar sus iniciativas y pedir permiso (y muchas veces se topaba con un aparato que decía: «No, no estamos haciendo eso ahora»).

En parte, estaba en juego el miedo a tomar una decisión política equivocada. Pero a veces se trataba de cuestiones muchísimo más banales, como los costos económicos. Otras veces no había suficientes recursos humanos, o el aparato había decidido concentrar sus energías en otra parte. Todas estas conexiones entre los ideales y las cuestiones pragmáticas que los bajan a tierra me parecen muy interesantes.

MB

Hace mucho tiempo que los historiadores estudian la estalinización del movimiento comunista de los años 1920 (la erosión de la democracia interna, el anquilosamiento burocrático y la dependencia creciente de Moscú). ¿Qué efectos tuvo ese proceso en las vidas de los activistas retratados en tu libro?

BS

Bueno, muchos vivieron en la Unión Soviética y murieron a causa del terror estalinista. Sin duda, es la parte más trágica.

Pero incluso antes, su trabajo empezó a volverse cada vez más difícil. Por ejemplo, la dirección restringió las discusiones al interior de la Komintern. No todas las posiciones eran aceptadas, así que los protagonistas debían analizar el asunto y averiguar bien qué podían decir o proponer.

Asimismo, una jerarquía cada vez más rígida estrechó sus posibilidades de acción. Queda claro en el caso de M. N. Roy. Aunque quería trabajar en la India, Stalin no se lo permitió y finalmente fue enviado a China.

El contraste con los años 1920 es impactante. Por ejemplo, el Segundo Congreso Mundial fortaleció las veintiuna Condiciones de Admisión a la Internacional Comunista para los participantes no rusos. En cualquier caso, en ese momento los bolcheviques todavía tenían que negociar. Pero a comienzos de los años 1930 ni siquiera eso. Todo el mundo seguía las directivas de Moscú y, en caso contrario, la Komintern cortaba el financiamiento.

Sobre el entrevistador

Marcel Bois es historiador y coeditor de Margarete Schütte-Lihotzky. Architektur. Politik. Geschlecht. Neue Perspektiven auf Leben und Werk.



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