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Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner. (Foto: CEDOC)

La pasokización del peronismo

Argentina lleva a cuestas una larga y multifacética crisis. La retirada de Martín Guzmán del ministerio de Economía y la asunción de Silvina Batakis no tuerce el rumbo de austeridad y sumisión al FMI escogido por el gobierno. ¿Es el fin del peronismo?

El domingo 4 de octubre de 2009, el centro de Atenas se había teñido de banderas verdes. PASOK, el gran partido de masas de la socialdemocracia griega, había ganado las elecciones de forma rotunda, aplastando a la derecha bajo la promesa de dar vuelta de página a las políticas de austeridad que habían comenzado a implementarse un año atrás. Poco menos de tres años después, la imagen se revirtió por completo. En las elecciones de mayo de 2012, el PASOK sufrió uno de los mayores descalabros electorales de la historia política reciente: perdió 7 de cada 10 de sus votantes y llegó apenas al 13% de los votos. Un mes después confirmó su descomposición, cayendo al 12% de los votos, para llegar al 4% de los votos en las elecciones de 2015, la última elección del PASOK como tal. 

A este rápido y fulminante proceso de declive lo conocemos como «pasokización», es decir, el agotamiento histórico, la caída política y la descomposición institucional de un partido de masas, usualmente ubicado ideológicamente en la centroizquierda. ¿Cómo pasó esto? PASOK, a fin de cuentas, fue el principal partido político de Grecia desde la caída de la dictadura de los coroneles (1967-1973). Fue el partido que, bajo el lema de Independencia Nacional, Soberanía Popular y Emancipación Social, construyó el nada despreciable «Estado de bienestar» griego, firmemente apoyado en el movimiento sindical. La respuesta es simple: PASOK incumplió las promesas electorales que lo llevaron al poder en 2009. Giorgos Papandreou, primer ministro y líder del partido, gobernó contra su propia base de sustentación y contra la historia misma de su propio partido.

Cuando la crisis griega terminó por reventar en abril de 2010, el PASOK pactó con el Eurogrupo y con el Fondo Monetario Internacional un programa de austeridad que se ubica entre los más draconianos de la historia económica. Al gran partido del Estado de bienestar y de los grandes sindicatos griegos no le tembló el pulso para reducir un 20% el salario de los trabajadores del sector público, para privatizar el 66% de las empresas estatales, subir la edad jubilatoria y promover una reforma laboral para flexibilizar las condiciones de contratación y despido.

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Es sabido que las comparaciones son odiosas, que dejan puntos ciegos y que difícilmente reflejen cabalmente realidades políticas, sociales y económicas que tienen más puntos de quiebre que de contacto. Aun así, repasar otras experiencias sirve para extraer algunas lecciones.

En efecto, resulta tentador analizar la actualidad de la crisis política en la que se encuentra sumergida la Argentina desde el prisma ofrecido por la crisis griega. Primero, porque hay aspectos que coinciden de forma evidente: tanto la contundente victoria como la paupérrima imagen de desconcierto del PASOK frente al estallido de la crisis mantiene una llamativa similitud respecto al gobierno de Alberto Fernández y al Frente de Todos. Segundo, porque el desenlace trágico de la crisis griega en una espiral de desasosiego permanente —que se extiende hasta hoy— es un buen espejo en el que podemos mirar cómo será el futuro si no logramos torcer el rumbo.

Grecia cumplió sus acuerdos con el FMI y la austeridad se impuso como paradigma incontestable mediante la sumisión de los sucesivos gobiernos y la desarticulación de las resistencias. En Argentina, la imposición del programa político, económico y social del FMI todavía —y a pesar de todo— puede ser disputada. 

El peronismo y la «primera incorporación»

Se dice que nadie que no haya vivido en Argentina es capaz de entender al peronismo. A pesar de que buena parte de América Latina han emergido durante la segunda posguerra movimientos de masas predominantemente urbanos y centrados en la clase obrera que intentaron modernizar los capitalismos periféricos mediante la sustitución de importaciones, la experiencia peronista se narra como una singularidad absoluta. Es probable que algunos de los problemas actuales para definir al peronismo radiquen en el mito de ese excepcionalismo. También, es probable que algunos de los problemas del actual gobierno peronista radiquen asimismo en un error de lectura: intentando traer al presente una imagen del peronismo histórico que es, al menos, incompleta.

Como señaló la investigadora canadiense Louise Doyon, el peronismo ha sido usualmente presentado como una experiencia de regimentación política de la clase obrera. Esto significa que si bien los trabajadores lograron revertir la situación de exclusión en la que se encontraban durante el período de la historia argentina conocida como el orden oligárquico (1880-1916) y la restauración conservadora (1930-1943), el costo de ello fue su encuadramiento en sindicatos patrocinados por el Estado que, sin ningún tipo de autonomía, reconocieron solo parcialmente sus intereses. 

Para esto, según la tesis de Gino Germani y Torcuato Di Tella, el peronismo se concentró en representar a los migrantes internos que se trasladaron del interior rural del país hacia los cordones industriales de la provincia de Buenos Aires. Estos migrantes internos, sin experiencia política previa, desarraigados de sus lugares de origen y acostumbrados a relaciones más cercanas al patronazgo agrario que a las relaciones capitalistas, encontraron en el liderazgo carismático de Juan Domingo Perón a un líder capaz de suplir el desconcierto en el que se encontraban, y convirtiéndose en una masa disponible para el populismo peronista.

Frente a esto, Doyon nos presenta una visión alternativa acerca del peronismo, cuestionando la centralidad de los migrantes internos en su origen, así como también menguando la brecha de estos con los trabajadores industriales de las décadas anteriores. En efecto, buena parte de los migrantes internos contaban con algún tipo de experiencia urbana antes de migrar hacia Buenos Aires; por otro lado, los sindicatos promovidos desde el Estado contaron con la participación activa de trabajadores que contaban con —al menos— una década de trabajo fabril. En resumen, que la clase obrera argentina estuviera dispuesta a incorporarse a un nuevo movimiento político se corresponde no con la pasividad de su composición orgánica, sino a la situación de relegamiento político por parte de los partidos mayoritarios que se convirtieron en cómplices de un orden social excluyente. 

Lo anterior se complementa con lo señalado por Miguel Murmis y Juan Carlos Portantiero, quienes señalan que el núcleo de trabajadores con experiencia sindical previa cumplió un rol fundamental tanto en el origen del peronismo como movimiento popular de masas, otorgando al peronismo una dinámica interna marcada por la interlocución entre los cuadros estatales y las bases obreras movilizadas.

Así, la lógica política del primer gobierno peronista se basó, a grandes rasgos, en una dialéctica de presión de las bases y dirigismo estatal, donde las bases obreras lucharon por sus intereses de clase, aunque a costas de su plena independencia política y organizacional; lo que no significa para nada haber renegado de su protagonismo político. Los intentos de centralismo y subordinación de los trabajadores ejecutados por Perón como la disolución del Partido Laborista en 1946 y la supresión del derecho a huelga en la Constitución de 1949, fueron consecuentemente contestados por la clase obrera con una enorme oleada de movilización y huelgas entre 1946 y 1948, que tensionaron la coalición interna de un movimiento político que pretendía garantizar una alianza de hierro entre capitalistas industriales y los sindicatos. 

Estas tensiones entre Perón y los trabajadores quedaron manifestadas de forma evidente durante su segunda presidencia, cuando las condiciones internacionales que habían permitido la expansión del capitalismo con un progreso material simultáneo para empresarios y trabajadores se volvieron materialmente insostenibles. A pesar que el peronismo intentó por todas las vías la supresión de la independencia de clase trabajadora y se enfrentó con dureza al movimiento comunista y socialista con métodos que van desde la represión abierta hasta la promoción del nacionalismo –vale recordar que durante el gobierno de Perón se implementó el izamiento de la bandera y el canto del himno nacional hasta en los partidos de fútbol–, ese objetivo nunca fue logrado.

Paradójicamente, la salvaguarda de algunos elementos de autonomía para la clase obrera fue la clave para la continuidad del peronismo sociológico, durante los dieciocho años de proscripción. Cabe destacar también, que la resistencia peronista tampoco fue un bloque monolítico a las órdenes de Perón. Por ejemplo, la tendencia hacia la independencia de la clase obrera quedó demostrada en las elecciones de 1958, cuando a pesar de las órdenes de Perón de votar a uno de los candidatos habilitados por el régimen, el radical Arturo Frondizi, el voto en blanco alcanzó el 9%, lo que señala que una fracción no despreciable del voto obrero que se negó a votar por un partido «antiobrero».

El peronismo, entonces, más que un simple fenómeno populista o de liderazgo carismático, responde a una realidad sociopolítica compleja en la que los trabajadores cumplieron un rol central. Aquí también vale aclarar que la hegemonía que alcanzó el peronismo original no se basó en ningún tipo de mito productivista, ni de convertir a Argentina en una potencia mundial. Muy por el contrario, el peronismo se consolidó a base de mejorar las condiciones mínimas de existencia de una gran masa de trabajadores, quienes pelearon por esas conquistas y fueron mayoritariamente reconocidos por el gobierno del Estado en esas reivindicaciones. No hay peronismo triunfante sin movilización y presión constante de una fracción mayoritaria de la clase obrera.

Por otro lado, el gran objetivo político del peronismo, el ideal de una sociedad sin conflictos entre el capital y el trabajo, jamás fue logrado, ni siquiera en el cénit de su hegemonía. Más bien todo lo contrario: de 1946 a 1955 los conflictos de clase se agudizaron de una forma inédita en la historia argentina. Más aún, desde 1952, buena parte de las críticas fueron hacia la propia dirigencia estatal peronista, proceso que alcanzó su punto cúlmine durante el ciclo de movilización entre 1969 y 1971, cuando el capitalismo argentino fue cuestionado mediante la acción de masas. Incluso es posible pensar en el golpe de estado de 1955 —ejecutado por las facciones más reaccionarias de la burguesía y del ejército— como un intento desesperado para frenar la dinámica de la presión y la movilización obrera que el peronismo traía aparejado por su propia dinámica sociopolítica. En ese mismo escenario, la resistencia peronista (1955-1973) debe ser leída como la pelea descarnada de la fracción mayoritaria de la clase obrera por defender la posición política conquistada durante los dos gobiernos de Perón.

La caída del paradigma peronista

Cuando en 1973 Juan Domingo Perón volvió al país luego de su exilio, las tensiones que habían resquebrajado su coalición durante su segunda presidencia, veinte años atrás, habían llegado a su punto más alto. La clase obrera argentina había llegado a su pico de lucha y organización. A pesar de que el peronismo mantenía la hegemonía política dentro de los trabajadores, las izquierdas habían conquistado importantes sindicatos, surgieron partidos revolucionarios de masas y hasta organizaciones guerrilleras. El retorno mismo de Perón, que terminó en la masacre de Ezeiza, mostró los límites para recrear la añeja alianza peronista. Frente a esto, Perón tomó una decisión: abrió un proceso de represión abierta hacia las izquierdas —inclusive a la izquierda peronista, que reivindicaba su figura como un líder revolucionario—, incluyendo la persecución paramilitar por parte de ministros de su propio gobierno. La nueva escalada de represión ilegal sentó las bases para el inicio de la represión ilegal a gran escala durante el gobierno de su esposa, Isabel Martínez (que lo sucedió en el gobierno luego de su muerte), y que se espiralizó posteriormente con la instauración de la dictadura militar (1976-1983), que rediseñó a la sociedad argentina mediante el terrorismo de Estado.

El fracaso orgánico del «tercer peronismo» (1972-1976), significó la transformación del principal movimiento de masas de Argentina en lo que el histórico dirigente trotskista Jorge Altamira llamó un «cadáver insepulto». Esto significa la pérdida de la perspectiva histórica, de adecuación lógica a las condiciones materiales de la sociedad y la economía, y el agotamiento de un paradigma político ideacional capaz de hacer progresar las relaciones sociales capitalistas, mediante el empuje de un grupo social o fracción de clase que aporte algún tipo de sustancia dinámica a ese proceso. Para el caso argentino, esto significa que el peronismo continuó existiendo en tanto una identidad política petrificada en buena parte de la memoria colectiva de la clase obrera, quienes siguieron ligadas a buena parte de sus símbolos, organizaciones y estructuras político discursivas arraigadas en el corolario del peronismo clásico, pero sin ningún programa ni perspectiva política que pudiera aportar una salida popular o progresista a la actualidad de un capitalismo argentino en crisis. 

A final de cuentas, el modelo que el peronismo como su objetivo último —la sociedad organizada— no era más que una reedición de un tipo particular de democracia social semicorporativa, donde un Estado benefactor adquiría la tarea de limitar la lucha de clases mediante el dirigismo tanto de las asociaciones patronales como de los sindicatos mayoritarios. La tendencia propia del capitalismo mundial desde la década de los 70 se mostraba en franca contradicción con cualquier perspectiva de construcción de un capitalismo «de rostro humano». 

El cierre de ese paradigma y la desestabilización del sistema de ideas consecuente para el peronismo es uno de los factores que explica la razón por la que haya sido un peronista, Carlos Menem, el que ejecutó el programa de reformas neoliberales más extenso y ambicioso de toda América Latina en la década de los 90. Que el peronismo se haya revelado como «cadáver insepulto» es una arista importante que nos permite pensar porqué en Argentina el neoliberalismo se instaló mediante la adopción del paradigma liberal de parte de un partido popular y no mediante la popularización de un partido liberal. En este punto es donde la vacancia ideológica del peronismo se encontró frente a un escenario global de reestructuración de las relaciones capitalistas en clave neoliberal. 

Si el peronismo clásico logró una expansión de la clase obrera mediante un proceso de industrialización por sustitución, el peronismo menemista dejó como resultado final un nuevo piso de pobreza estructural, pauperización y desempleo crónico que Argentina no ha logrado revertir hasta hoy en día. Como el PASOK de Papandreou, el peronismo de Menem gobernó contra los intereses colectivos de la base de sustentación de su gobierno. Su modelo de ultra ortodoxia neoliberal mostró señales tempranas de alarma en la periferia argentina, para convertirse en una crisis general desde 1998. El peronismo perdió las elecciones legislativas de 1997 y fue expulsado de la presidencia en 1999. 

Pero ¿por qué el peronismo no encontró su pasokización luego del menemismo? Hay tres elementos que nos permiten explicarlo. Primero, el factor consensual del menemismo descansó en una importante expansión del consumo a todos los sectores de la sociedad gracias a la sumamente costosa paridad cambiaria artificial entre el peso y el dólar, un apoyo que además debe ser contextualizado en el pánico social generalizado durante el proceso hiperinflacionario de 1989/1990. Un sector relativamente importante de la sociedad —principalmente las clases medias con capacidad de ahorro y capitalización— continuó apoyando al menemismo inclusive luego de la exteriorización de la crisis de la convertibilidad en 1998, lo que explica el apoyo posterior a la candidatura presidencial de Menem en el año 2003. 

Segundo, ninguna fuerza política se encontró en condiciones de aglutinar el descontento popular producido por décadas de austeridad, y de un cambio en la situación orgánica de la clase obrera. Cuando el peronismo menemista fue derrotado electoralmente de forma directa en 1997 y de forma indirecta en 1999, el gobierno argentino fue capturado una vez más por una fuerza política agotada, el radicalismo, que no tenía ninguna capacidad para abrir un nuevo proceso de desarrollo ni, mucho menos, plantear una alternativa que contradijera la dependencia estructural de un capitalismo argentino en ruinas. Conviene recordar que, la desorientación del radicalismo fue tal que en la campaña presidencial recordó en cada uno de sus spots la continuidad de la convertibilidad, en medio de una recesión brutal. La constante crisis hegemónica y los quiebres sucesivos de la representación política argentina son el resultado lógico de la falta de energía vital de las principales fuerzas políticas del país. 

Por último, el menemismo no logró sostener la plena unidad del movimiento peronista a lo largo de su ciclo de hegemonía interna. En un principio, el peronismo menemista sufrió una pequeña pero ruidosa ruptura en el congreso, cuando abandonó sus promesas originales de aumentar el valor los salarios y generar una «revolución productiva» por un primer paquete de reformas laborales, privatizaciones de empresas públicas, y cuando decretó el indulto de los militares condenados por crímenes de lesa humanidad, y que se efectivizó con la formación de un bloque independiente —el Grupo de los Ocho— dando origen a la proliferación de grupos neoperonistas que desafiaron al menemismo reivindicando las banderas históricas del peronismo.

A pesar de que la oposición de estos grupos fue en los hechos pocos efectiva, sí funcionó para generar un espacio de referencia de una suerte de peronismo en los márgenes que fue clave para la generación del locus kirchnerista (recordemos, por ejemplo, la reversión de la marcha peronista hecha desde kirchnerismo que reza «resistimos en los 90, volvimos en 2003»). Por otro lado, como recopilan los estudios del grupo PIMSA, el período menemista también fue un periodo marcado por la conflictividad obrera, a pesar de la adhesión al menemismo de una parte importante del movimiento sindical, en particular de la CGT. Pero, de la misma forma, que fue la unidad del movimiento sindical en 1996, con la convocatoria a dos huelgas generales y la amenaza de una tercera por tiempo indeterminado, fue crucial para enterrar el proyecto del menemismo de una reforma laboral integral en favor de los empleadores. Si bien luego de la derrota electoral del menemismo en 1997, el movimiento huelguístico entra en reflujo, y la unidad del movimiento obrero se diluye.

Lo importante aquí es señalar que, primero, el activismo sindical también funcionó como un salvoconducto para la ligazón del peronismo a la defensa de los trabajadores y, más importante todavía, la derrota de la reforma laboral significó un resorte de contención involuntario para vincular definitivamente al peronismo con la destrucción integral de los derechos colectivos de los trabajadores. Cabe decir que, unos años después, una reforma laboral parcial se lograría implementar únicamente mediante el soborno a los legisladores e inclusive con el escándalo inclasificable de un «diputado trucho» votando en el recinto, bajo el gobierno de la Alianza, comandado por la Unión Cívica Radical (1999-2001)

El kirchnerismo y la «segunda incorporación»

Luego de la expulsión del presidente De la Rúa del poder, Argentina tomó juramento a cinco presidentes en el transcurso de una semana, revelando la descomposición total de la dirigencia política. En ese contexto, la presidencia cayó fortuitamente en las manos de Eduardo Duhalde, quien inició un nuevo proceso de represión de la protesta social callejera. Esto marcó el declive de las movilizaciones populares, lo que coincidió con el agotamiento de las asambleas populares que se habían diseminado a lo largo del país luego de diciembre de 2001. Los argentinos volvieron a las urnas en el 2003, donde Menem volvió a ganar las elecciones con el 25% de los votos, en un escenario de fraccionamiento tanto de los partidos como de las identidades políticas. A pesar de haber ganado la primera vuelta, el profundo rechazo social que producía su figura lo imposibilitaba de cualquier perspectiva de triunfo en una segunda vuelta. Así, Menem se retiró del ballotage y Néstor Kirchner, quién había salido segundo con el 21% de los votos, se convirtió en presidente de la nación, sin haber ganado elección alguna. 

Con Kirchner en el poder, el peronismo ensayó su último intento de regeneración. Si el peronismo clásico había incorporado a la clase trabajadora a la vida democrática del país, el kirchnerismo inició una «segunda incorporación», reconociendo la agencia política de las organizaciones de desempleados y de los nuevos movimientos sociales que se organizaron como producto del desgarro social producido durante el menemismo. Kirchner logró un proceso exitoso de renegociación de la deuda externa que se encontraba en default desde 2001, inició una política de asistencia social de emergencia para los desempleados, y disfrutó de un rápido empujón fiscal gracias al inicio del boom de las exportaciones agropecuarias. Sumado a esto, Kirchner derogó las leyes de impunidad con respecto a los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura militar, ganándose la simpatía de todo el progresismo argentino. 

Durante los años del kirchnerismo (2003-2015) se produjo una modificación discursiva del peronismo en la que se reconoció la agencia de las organizaciones de desempleados, pero sin actualización programática. En lugar de eso, se volvió a insistir con la misión imposible de construir un «capitalismo popular» donde los trabajadores –empleados y desempleados– y empresarios gozaran de los beneficios del crecimiento económico. El peronismo kirchnerista chocó así contra los mismos obstáculos del peronismo clásico.

Luego de un primer periodo de «contra reformas» que comprendieron la recuperación de empresas públicas y la estatización del sistema privado de jubilaciones y pensiones, los límites del modelo económico basado en la captación estatal de la renta diferencial generada por las exportaciones agropecuarias comenzaron a crujir en 2008, cuando la crisis financiera internacional volvió a modificar la lógica del crecimiento económico a escala global, deteniendo el crecimiento de la economía y reactivando las tensiones distributivas entre el capital y el trabajo. El fin del boom de los precios de las materias primas como producto de la pérdida del dinamismo del crecimiento económico en la República Popular China, recordaron el rol dependiente del capitalismo argentino que se quedó sin muchas herramientas para hacer frente a una crisis en puertas. 

Como señaló Adrián Piva, la economía argentina entró desde 2012 en un largo proceso de estancamiento económico con una clara tendencia hacia la crisis. Sin el esplendor de los años anteriores, el kirchnerismo buscó evitar un ajuste ortodoxo que castigara a su base de sustentación, pero sin una alternativa para iniciar un nuevo ciclo de expansión económica. El intento de llevar adelante un ajuste de rostro humano durante la segunda presidencia de Cristina Fernández de Kirchner mediante la «sintonía fina» llevó a una ruptura entre el gobierno y los sindicatos mayoritarios lo que postergó los planes y forzó a continuar con la tendencia de estancamiento. Producto de esto, la coalición kirchnerista continuó con su proceso de desgaste hasta la elección de 2015, cuando se optó por una salida conservadora a la crisis con la candidatura de Daniel Scioli, quien fue derrotado por Mauricio Macri luego de una ciertamente pobre performance electoral en la primera vuelta electoral. 

Alberto Fernández y la crisis de la identidad peronista

Luego del desastre social y económico generado por el gobierno de Mauricio Macri, Alberto Fernández llegó al poder con una coalición que selló la unidad de todos los sectores del peronismo (kirchneristas, no kirchneristas e inclusive antikirchneristas). Con una campaña tanto popular como populista, Fernández sintonizó con el profundo malestar de la sociedad, prometió defender el valor de los salarios revirtiendo las políticas de ajuste sobre los ingresos y renegociar con firmeza la insoportable deuda heredada con el FMI. 

Lejos de eso, el gobierno ha incumplido con el mandato electoral que recibió y contradice sus dichos con sus actos de gobiernos. Durante la pandemia, el gobierno de Fernández fue reticente a sostener las políticas extraordinarias de transferencia de ingresos hacia las familias pobres, en un contexto de destrucción del empleo precario, es decir a las capas de trabajadores pobres que no cuentan con ningún resorte de resistencia para evitar su empobrecimiento. El «rebote» de la economía y de los niveles de empleo se produjeron con una profundización de la precariedad, y en medio de una nueva espiral inflacionaria que asesta otro mazazo a los ingresos. Por otro lado, y luego de dos años de idas y vueltas en las que la gestión económica de Martín Guzmán logro poco y nada, el gobierno rechazó todas las posibilidades para investigar el carácter fraudulento del préstamo otorgado por el FMI a la gestión de Mauricio Macri, firmando un Memorándum de Entendimiento (MdE) ruinoso para la economía argentina y de estricto carácter recesivo. 

En 2021, con los efectos de la pandemia todavía a flor de piel, el gobierno del Frente de Todos recibió una auténtica paliza electoral en las elecciones de medio término, sufriendo la fuga de cuatro millones de votos en las elecciones primarias, algo que pudo revertir parcialmente en las elecciones generales, consiguiendo una «derrota digna» en las elecciones generales un mes después. Aun así, el golpe a la gestión del Frente de Todos fue certero, abriendo una pelea interna profunda desde lo discursivo, pero vacía tanto en el contenido como en los hechos. La derrota electoral forzó a hacer cambios en el gabinete nacional, aunque sin más efecto que la rotación de los cuadros dirigenciales del peronismo. Inclusive, el recambio de algunas figuras dentro de varios ministerios efectivizó un giro conservador más que un avance de los sectores más progresistas del peronismo, como ocurrió en la Jefatura de Gabinete, y en los ministerios de Seguridad, Producción y Agricultura. Este último, clave en la relación con los sectores ligados a la exportación agropecuaria es hoy directamente controlado por representantes de las patronales agrarias, en un acto pleno de sumisión a la élite económica del país. 

A diferencia de lo ocurrido en los años de Menem, esta vez todos los sectores del peronismo se encuentran estructuralmente comprometidos en la administración del gobierno del Estado. Esto alcanza no solo al Partido Justicialista y a las organizaciones kirchneristas, sino a una gama amplia de movimientos sociales y sindicatos, que se mantienen en una costosa pasividad frente a la continuidad de una política económica que sacrifica el valor de los salarios y el poder adquisitivo de la gran mayoría de la población. Esta vez, el peronismo no tiene válvula de escape. A pesar de las declaraciones, los comunicados y las cartas publicadas por referentes kirchnerismo, en particular por la vicepresidenta y su hijo Máximo Kirchner, ex jefe de bloque del Frente de Todos en la Cámara de Diputados, y presidente del PJ de la provincia de Buenos Aires, la unidad se del frente electoral se mantiene a pesar de las «insalvables» diferencias con la gestión económica del presidente Fernández.

Inclusive, esta instancia del peronismo nos ha regalado la imagen patética de diputados que fingieron su voto negativo al acuerdo de Guzmán con el FMI, en un acto inaudito de cinismo. Es probable que el pobre resultado de las elecciones de medio término funcione como un aglutinante del peronismo para conservar la unidad, ante la posibilidad de que una hipotética división genere un daño todavía mayor en todos los distritos electorales y en todas las escalas del Estado. Aun así, y a pesar de todas las estrategias desplegadas, el peronismo se encamina hacia una debacle electoral generada por una incompatibilidad cada vez más amplia entre su paradigma de representación simbólico y su actual forma óntica. Desde una perspectiva ideológica diferente, Juan Carlos Torre se pregunta por el fracaso del gobierno del Frente de Todos y llega a una conclusión similar, catalogando a este proceso en curso como «el 2001 del peronismo».

Para nosotros —por el origen, las características y la profundidad de este proceso— el peronismo se acerca a su pasokización. Esto es el resultado de que, una vez más, el mayor campo de identificación de las clases populares en Argentina revela su carácter de «cadáver insepulto», ya que no hay ningún sector del peronismo que ofrezca a la sociedad una alternativa clara al rol de sumisión y dependencia que la argentina cumple en el concierto del capitalismo global. Inclusive desde el kirchnerismo, y a través de la vicepresidenta, se sigue con alegando una y otra vez a la voluntad del peronismo para reeditar la fantasía de un capitalismo popular donde trabajadores y capitalistas ganen por igual. La reedición del mito jamás logrado por el peronismo clásico deviene tanto anacrónico como incompatible con la realidad objetiva. No hay en Argentina ninguna fuerza social comprometida con ese tipo de empresa. 

El peronismo, más allá de funcionar como una herramienta electoral de bloqueo para las pretensiones de la derecha de consolidar su rol al frente del aparato de Estado, ofrece una y otra vez algo con lo que no puede cumplir. Aquí hace falta volver a ser claro: el rol de Argentina dentro del orden global capitalista radica en convertirse en un productor de recursos primarios producto de la actividad minería, la extracción de gas y petróleo, y la producción de granos y cereales, a lo que se puede agregar a lo sumo el rubro de la producción de los servicios digitales. Un orden socioeconómico en el que solo entramos, con suerte, un tercio de quienes habitamos en Argentina.

Torcer ese lúgubre destino requeriría de un amplio movimiento de reivindicación de la dignidad nacional, que contradiga las presiones del sistema financiero internacional que se ejercer mediante el eterna espiral de la deuda y la presión constante del FMI, a los designios del imperialismo para la región y de los sectores locales que se encuentran plenamente integrados a las cadenas internacionales de producción de valor. El peronismo no está interesado en esa empresa, y al apostar a todo o nada por la construcción de un capitalismo «de rostro humano» en un contexto en el que esa vía está completamente clausurada, su carácter históricamente agotado sale inexcusablemente a flote. 

La caída de Martín Guzmán, el ministro de economía y la estrella del gabinete de Alberto Fernández, y su reemplazo por Silvina Batakis debe leerse en ese mismo sentido. Un cambio estético y discursivo, más que sustancial. Por eso, no es de sorprenderse que menos de veinticuatro horas se haya diluido la probada heterodoxia de la flamante ministra, en un discurso que pareció mucho más un pliego de rendición ante los mercados que el inicio de un camino alternativo para el destino de la Argentina.

El recambio en el ministerio de economía muestra la confirmación de una nueva forma de estatalidad en Argentina, lo que Wolfgang Streeck llamó el Estado de Consolidación, es decir la concentración de toda la actividad del Estado para asegurar el repago de la deuda externa mediante las políticas de ajuste fiscal y presupuestario, cueste lo que cueste y caiga quien caiga. Esta etapa de estatalidad en Argentina había comenzado con Mauricio Macri, y se consolidó con el gobierno de Alberto Fernández cuando el cambio de signo político no coincidió con una transformación en esa perspectiva. Todo indica que el próximo gobierno será un capítulo más de esa fase de estatalidad ligada al endeudamiento externo crónico. 

Por otro lado, que el peronismo —y también parte de la oposición— pueda leerse como un «cadáver insepulto» no significa su desaparición del panorama político argentino. Mientras los sectores populares no cuenten con una herramienta política capaz de enfrentar el avance de la ofensiva contra sus intereses, puede recaer una y otra vez en optar por la opción que interprete como «menos dañina». Obviamente, esa estrategia tiene un límite claro, y probablemente lo estamos viendo ahora mismo. Que estemos ante la competencia de fuerzas políticas agotadas explica en buena medida por qué Argentina se encuentra en una situación de estancamiento crónico, en un proceso de decadencia social que lleva, al menos, desde mediados de la década de los 70.

Por otro lado, contra todo excepcionalismo, este tampoco es un fenómeno únicamente argentino. El PRI mexicano se convirtió en un cadáver insepulto desde la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. El APRA peruano se transformó en un cadáver insepulto desde la primera presidencia de Alana García y se arrastró por décadas el sistema político peruano hasta su desaparición de hecho. El peronismo, el PRI y el APRA fueron enormes movimientos populares marcaron un sentido de época, fueron un canal para la consecución de conquistas obreras y mejoras objetivas en las condiciones de vida de las mayorías, pero, cada una a su tiempo, terminaron por agotarse. 

Puede parecer paradójico, pero lo más probable es que, hasta este momento, sean los sectores más radicalizados de la ultraderecha los únicos que se encuentran plenamente adaptados a la realidad histórica del país, adoptando abiertamente la postura de los sectores más dinámicos de las élites agroexportadoras que presionan por un rediseño de la sociedad argentina a costa de los derechos colectivos de los trabajadores, mediante una reforma laboral, fiscal y previsional.

Si frente a esta ofensiva, que también está siendo recogida por un sector cada vez más amplio de la derecha mayoritaria, la única estrategia de contención que disponemos es rogar clemencia, estamos en serios problemas. Construir una alternativa real costará sangre, sudor y lágrimas. Que valga la pena.

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