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Una multitud se reúne en una reunión revolucionaria en San Petersburgo durante la Revolución Rusa, 1917. (Hulton Archive / Getty Images)

Las grandes revoluciones abrieron el camino de la libertad

Traducción: Valentín Huarte

El estudio de las revoluciones modernas que emprende Enzo Traverso es un logro monumental, y debería convertirse en una piedra de toque para la izquierda contemporánea. No podemos construir un futuro más allá del capitalismo sin saldar cuentas con la compleja historia a la que nos enfrenta esta obra.

Reseña de Revolution: An Intellectual History de Enzo Traverso (Verso, 2021)

 

¿Qué es esta cosa que llamamos «libertad»? Si uno es Wayne LaPierre, CEO de la Asociación Nacional del Rifle, el derecho a portar armas es la «idea más preciada, más valiosa, insustituible de la libertad». Al mismo tiempo, según la lógica actual de la mayoría de derecha de la Corte Suprema de los Estados Unidos, la decisión adoptada en 1973 en el caso Roe vs. Wade, «ratificó que el poder judicial impusiera ilegítimamente […] una regla de viabilidad que mermó la libertad de los estados para regular el aborto de la que gozan la mayoría de las democracias occidentales».

Entonces, por un lado la libertad en acto parece implicar la posibilidad de que un chico de dieciocho años compre armas de asalto de calibre militar con las que eventualmente asesinará a diecinueve niños y dos adultos. Por otro lado, los jueces conservadores pueden invocar la libertad contra el derecho de las mujeres a ejercer la autonomía sobre sus cuerpos. En términos más generales, la libertad puede implicar a la vez la libertad de los individuos en relación con el Estado y la libertad del Estado para imponer su voluntad sobre los individuos.

Terremoto

«Libertad es sin duda una de las palabras más ambiguas y polémicas de nuestro léxico político», dice Enzo Traverso en su meritorio y extenso libro, Revolution: An Intellectual History:

Todo el mundo la pronuncia, pero nadie le otorga el mismo sentido. Desde la época de la Ilustración, la libertad es un ideal casi universalmente aceptado, pero sus definiciones son muy distintas —en muchos casos incompatibles— y su terreno conceptual está plagado de paradojas.

La dexteridad semiótica de la palabra «libertad» permite que encaje en las perspectivas políticas contradictorias de Adam Smith y de Karl Marx, de Benito Mussolini y de León Trotski, de John Maynard Keynes y de Friedrich Hayek.

Marx creía que «el reino de la libertad sólo comienza allí donde cesa el trabajo determinado por la necesidad y la adecuación a finalidades exteriores». Sin embargo, en 1979, Milton Friedman, intelectual público y economista liberal, argumentó que «una sociedad que pone la igualdad antes de la libertad no obtendrá ninguna de las dos. Una sociedad que pone la libertad antes de la igualdad obtendrá un nivel más elevado de ambas».

Supuestamente, con la afirmación de Friedman como mantra orientador, el neoliberalismo iba a ser el ápice de la libertad. Pero como nos recuerda Wendy Brown, «la revolución neoliberal se desarrolla en nombre de la libertad —mercados libres, países libres, hombres libres— pero destroza el fundamento que la libertad encuentra en la soberanía tanto en el caso de los Estados como en el de los sujetos».

Las revoluciones tratan sobre la libertad: libertad de la monarquía, del autoritarismo, del colonialismo, del capitalismo. Pero las libertades que instituyen nunca son tan evidentes como parecía antes y durante el momento revolucionario. La libertad emancipatoria de la revolución puede manifestarse en última instancia en el terror. Y tal vez sea este el gran mérito de la historia de la revolución de Traverso: su capacidad de captar la ambigüedad de la libertad en el momento revolucionario, de mantener abierto el potencial de la revolución tanto para la emancipación como para el terror sin menospreciar el concepto de revolución en sí mismo.

Pero precisamente porque la revolución trata sobre la libertad —concepto escurridizo y paradójico— su definición es difícil de asir. En primer lugar, la revolución puede tomar formas variadas: política, social o cultural. Traverso apunta directamente a las revoluciones políticas, que entran en el mundo como «un terremoto que los seres humanos viven y encarnan colectivamente, que las personas individuales pueden, en mayor o en menor medida, influenciar y dirigir». Son «vividas intensamente» y «disponen una cantidad de energías, de pasión, de afectos y de sentimientos que supera con mucho el estándar individual de la vida ordinaria».

A lo largo del libro, las revoluciones aparecen casi como un tipo de providencia secular, sublime o incluso abominable; son experiencias elevadas de la vida humana. Sin embargo, Traverso también se cuida de evitar la asociación entre las revoluciones y la simple espontaneidad, y recuerda con frecuencia ante el lector que las revoluciones son «logros conscientes» realizados por «sujetos conscientes». Las revoluciones son a la vez pensadas y vividas, organizadas y espontáneas.

Locomotoras y frenos

En su núcleo, las revoluciones tratan sobre la historia. Son, dice Traverso, «historia que inhala y que exhala». En este sentido, también influyen en la práctica de escribir la historia. Tomando su temple metodológico de Marx y de Walter Benjamin, y su inspiración narratológica de Trotski, Revolution «apunta a rehabilitar el concepto de revolución como clave interpretativa de la historia moderna».

Con este fin, el libro de Traverso critica la versión teológica de la historia que está presente en el esquema del marxismo clásico, donde los procesos se despliegan siguiendo una progresión lineal y natural como resultado del choque entre las fuerzas productivas y las relaciones de propiedad. De acuerdo con Traverso, esta creencia de que las revoluciones «pertenecen al tiempo regular y acumulativo del progreso histórico fue una de los más grandes malentendidos de la cultura de izquierda del siglo veinte, que con frecuencia tuvo que cargar con el legado del evolucionismo y la idea de Progreso».

Aquí sobrevuela ampliamente el espectro de 1989. La caída del Muro de Berlín no solo parece haber terminado con la perspectiva teológica de la historia, dice Traverso, sino que también terminó con la idea misma de la revolución. Contra la visión lineal y progresiva de la historia, Traverso propone una versión alternativa de la historia y de la revolución fundada en la obra de Marx, que pone menos énfasis en el determinismo económico y más en la agencia política y en la capacidad de los seres humanos de dirigir la historia según su voluntad.

Esta aversión a la historia lineal se refleja en la estructura del libro, que rompe con el enfoque historiográfico cronológico en favor de un marco temático. Esto crea en gran medida una experiencia de lectura agradablemente caleidoscópica, que muestra las envidiables cualidades de escritor de Traverso y su capacidad constante de vincular acontecimientos en el plano geográfico y temporal. En efecto, el subtítulo «una historia intelectual» menosprecia la amplitud teórica y el alcance analítico del libro. Aunque el punto de apoyo del relato son las revoluciones europeas, el enfoque temático permite que Traverso establezca vínculos novedosos entre las tradiciones revolucionarias de América Latina, el Caribe y Asia.

En el primer capítulo, Traverso discute la cuestión de los trenes y los ferrocarriles como metáforas y como realidades materiales de la revolución. Nos brinda un ejemplo excelente del potencial narratológico del enfoque temático por el que opta a la hora de estudiar las revoluciones. La lectura de Traverso nos muestra las formas en que este nuevo modo de transporte moldeó la imaginación revolucionaria de mediados y fines del siglo diecinueve, pero también que fue un elemento fundamental en la ejecución de las revoluciones rusa y mexicana.

Con todo, los trenes y los ferrocarriles también sirven como un prisma a través del cual pensar la relación teórica más amplia entre la revolución y la historia. Traverso cierra el capítulo con una lectura de esta relación, que contrasta la tesis que Marx sostiene en Las luchas de clases en Francia de 1848 a 1859 (1850), a saber, que «las revoluciones son las locomotoras de la historia», con la réplica de Benjamin —escrita en una nota complementaria a sus famosas Tesis sobre filosofía de la historia (1942)— que afirma que las revoluciones son, de hecho, un intento de «activar el freno de emergencia».

Por un lado, el ferrocarril puede simbolizar la linealidad y el progreso. Por otro lado, también permite que los seres humanos se muevan de un lugar a otro y conecten personas dispares y a grupos de modos que podrían cambiar el curso de la historia.

La revolución como totalidad

Revolution también contiene capítulos inventivos y esclarecedores sobre los cuerpos —tanto físicos como metafóricos— y el rol de los conceptos y de los símbolos de las revoluciones en la formación de la memoria presente. Aunque estos capítulos muestran los beneficios del enfoque temático, permitiendo que el lector piense la historia en términos conceptuales más que cronológicos, el largo capítulo sobre los intelectuales revolucionarios muestra también sus dificultades.

Esta sección sepulta el entusiasmo y la imprevisibilidad del enfoque conceptual a la historiografía bajo una amplia taxonomía de intelectuales, que termina con una serie de tablas que detallan sus formaciones, sus ascensos al poder, sus detenciones y sus muertes. Aunque este conjunto de datos puede resultar útil para algunos historiadores, el capítulo parece fuera de lugar en la estructura del libro y termina interrumpiendo lo que hasta ese momento había sido un relato fascinante.

Sin embargo, la lectura del capítulo final es indispensable para cualquier historiador del comunismo del siglo veinte. Según Traverso, el discutido legado de la Revolución bolchevique coloca a la historiografía del siglo veinte entre dos polos: octubre de 1917 como la «imagen icónica de aspiraciones utópicas» y como la «encarnación de las potencialidades totalitarias de la modernidad». La desintegración de la Unión Soviética hizo que la segunda de estas posiciones se volviera mucho más dominante.

Traverso argumenta que si debemos aprender algo del comunismo del siglo veinte, debemos analizarlo como una «totalidad dialéctica» que abarca tanto sus aspectos utópicos como totalitarios:

Historizar el comunismo implica inscribirlo en una «aventura gigantesca» tan vieja como el capitalismo. El comunismo fue un camaleón imposible de circunscribir como una experiencia insular o separada de sus precursores y de sus herederos.

En otros términos, es imposible separar las conquistas y los crímenes del comunismo, porque  ambos forman parte de su lógica interna.

Tal vez más interesante sea la cartografía que hace Traverso del rol del comunismo en la formación del capitalismo y en la limitación de sus peores excesos a mediados del siglo veinte. El Estado de bienestar solo fue posible, sostiene, por la URSS. Esta conclusión vuelve a poner el énfasis en 1989 como «fin de la historia», para retomar la famosa frase de Francis Fukuyama, momento en que el capitalismo descubrió su «rostro salvaje, redescubrió el élan de sus épocas heroicas y desmanteló el Estado de bienestar en todas partes». Sin comunismo, la izquierda socialdemócrata terminó adoptando el neoliberalismo, argumenta Traverso.

No caben dudas de que el colapso de la Unión Soviética brindó una legitimidad injustificada al capitalismo, y el ascenso de la «izquierda de la tercera vía», encarnado en personajes como Bill Clinton y Tony Blair, parece confirmar el argumento de Traverso. Sin embargo, su conclusión distorsiona la historia intelectual, institucional y política del neoliberalismo, que se remonta bastante más atrás que 1989, incluso en la izquierda.

El derrocamiento del gobierno socialista de Salvador Allende en 1973 marcó en términos efectivos el comienzo del neoliberalismo como proyecto político. En 1989, Ronald Reagan había ido y venido y Margaret Thatcher estaba llegando al final de su mandato. Sus gobiernos habían empezado a desmantelar el Estado de bienestar en los Estados Unidos y en el Reino Unido antes de la destrucción del Muro de Berlín.

Además, durante los años 1980 los gobiernos formados por los partidos socialdemócratas en Australia y en Nueva Zelanda habían propuesto una especie de «neoliberalismo de izquierda» varios años antes del colapso de la Unión Soviética. Es decir que la socialdemocracia había girado hacia el neoliberalismo antes de 1989.

Desbloquear el futuro

¿Cómo podría una lectura más comprometida y crítica de la historia de la revolución ayudarnos a crear un futuro para la izquierda que evite caer en el neoliberalismo de izquierda o en algo parecido? Después de todo, como escribe Traverso, las revoluciones «rescatan el pasado inventando el futuro». En un momento en que el avance del progreso capitalista nos conduce de cabeza a la catástrofe climática, ¿cómo hacemos para alcanzar el freno de emergencia? Si, como sugiere Traverso, la revolución pude ser una «clave interpretativa de la historia moderna», ¿cómo puede ayudarnos esta llave a desbloquear el futuro?

Revolution evita responder. Esta observación no es una crítica, dado que un historiador no puede elaborar el pasado, el presente y el futuro de una vez. Sin embargo, el autor sí critica a la izquierda contemporánea (o a la izquierda pos 1989) con argumentos considerables. Destaca que los «nuevos movimientos anticapitalistas de los últimos años no resuenan con ninguna de las tradiciones del pasado. Carecen de una genealogía».

No cabe duda de que esto es cierto en el caso de movimientos como Occupy Wall Street, que muchas veces se presentaron como una versión alternativa del anticapitalismo, en contraste con la imagen jerárquica del comunismo del siglo veinte. Pero es menos cierto en el caso de los levantamientos de 2019 en Chile, que Traverso enumera como otro movimiento sin genealogía. Es imposible separar los acontecimientos de 2019 de los de 1973 y de sus consecuencias, porque el derrocamiento violento de Allende marcó el comienzo de la época neoliberal en Chile contra la que combatían los manifestantes. Fue la historia inhalando y exhalando, y, en el proceso, el movimiento inventó un nuevo futuro.

Más allá de estas críticas mínimas, Revolution es un logro monumental y un ejemplo de la estimulante capacidad de la historiografía inventiva. Si queremos rehabilitar la revolución, abordar de frente su problemática historia en un intento de imaginar y construir un futuro más allá del capitalismo, el libro de Traverso es un buen punto de partida.

No trivializa ni endulza las monstruosas potencialidades de la revolución. Pero, sobre todo, no sepulta la revolución en las criptas de la historia. En cambio, exige que nos enfrentemos a la historia y que nos reconozcamos en ella. Si queremos inventar el futuro, tenemos que empezar por el pasado.

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