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Ilustraciones: Diego Prestes

Su libertad y la nuestra

UNA ENTREVISTA CON
Traducción: Valentín Huarte

Étienne Balibar comparte con nosotros sus ideas sobre la libertad en el socialismo.

Entrevista por Viviane Magno Ribeiro
Alexandre Pinto Mendes

Todos valoran la libertad. ¿O no?

Después de décadas de luchar para ganarse la vida, sin tiempo libre y con un sentimiento generalizado de impotencia, podemos disculpar a la clase trabajadora si olvidó un poco el sentido de la palabra «libertad». O, peor todavía, si reencontró una parte de ese sentido en esa versión siniestra, deformada como por un laberinto de espejos, de las libertades individuales que promueve la derecha libertaria.

El filósofo marxista Étienne Balibar defiende desde hace años la tesis de que la libertad y la democracia son las verdaderas líneas de combate de la lucha socialista. Más que abrazar la política democrática, Balibar convoca a la izquierda a insistir en que un proyecto socialista renovado tendrá que revivir también la misma idea de libertad, corrompida por décadas de hiperindividualismo y consumismo neoliberales. Conversamos con él acerca de las constituciones, la democracia y sobre por qué los socialistas debemos poner más atención a estos temas.

 

VM / AP

Durante la pandemia, la derecha política, sacando ventaja de las medidas de aislamiento, parece haberse apropiado de la idea de «libertad». La izquierda, mientras tanto, puso el eje en defender valores como el «cuidado» y la «seguridad». ¿Qué podemos esperar del desarrollo futuro de esta polarización?

EB

La idea de libertad ha sido combatida y desafiada desde sus mismos orígenes en la época moderna, porque la noción de «libertad» es una noción dividida o, como dice sugerentemente W. B. Gallie, filósofo analítico británico, es un «concepto esencialmente disputado». Es imposible unificar o subsumir esos conceptos, que además de tener una relevancia política inmediata, conservan siempre una dimensión filosófica o metafísica, bajo una definición única y universalmente aceptada. Son el sitio de un desacuerdo permanente.

 

 

Por eso, el conflicto en política no enfrenta a los que valoran la libertad contra los que la niegan o los que prefieren otro principio. En cambio, opone dos conceptos antitéticos de libertad. Tampoco es la clásica distinción entre un concepto «negativo» de libertad y uno «positivo», sino más bien una distinción entre un concepto individualista, preferido por la tradición liberal, y uno democrático, que implica la agencia colectiva: los ciudadanos se «liberan» unos a otros o se conceden mutuamente la libertad.

Sin embargo, cierta tradición de izquierda, especialmente bajo la influencia de Marx en algunos de sus textos, sostiene la idea de que la libertad es per se un valor «burgués». Afirma que la libertad no es más que la combinación entre la libertad económica, bajo las formas de la libre competencia y la propiedad privada, y las libertades políticas o jurídicas, a las que estima como realidades puramente «formales». Aunque es una tesis históricamente errada y está fundada en una confusión teórica, tuvo efectos catastróficos y de larga duración en la izquierda. De hecho, la derecha supo sacar una enorme ventaja de esa confusión.

Consideraciones similares valen en los casos de las ideas de «cuidado» o de «seguridad», que también son ideas divididas. La experiencia de la pandemia desencadenó procesos interesantes. Planteó debates acerca de si deberíamos considerar antidemocráticas las medidas restrictivas «impuestas» por el Estado sobre las libertades individuales o colectivas con la excusa del «cuidado» frente a la diseminación del virus.

Pienso que las teorías de la conspiración —promovidas sobre todo por la extrema derecha, pero también por ciertos sectores de la extrema izquierda—, que sugieren que la pandemia es una invención del Estado o de los capitalistas para imponer una «sociedad de control», son delirantes y muy peligrosas. Pero también creo que medidas coercitivas como el aislamiento, la cuarentena y la vacunación obligatoria, en vez de imponerse de forma autoritaria, deberían discutirse democráticamente con la sociedad, en el ámbito de la medicina y en los distintos niveles del gobierno. Incluso si admitimos que debe existir una norma general, el peligro de que los controles sanitarios terminen amalgamándose con otras formas de vigilancia policial y prolongándose sin necesidad no deja de ser real. Esto plantea la necesidad de una intervención y de una supervisión democráticas.

 

VM / AP

A veces la izquierda asume que «democracia verdadera» y «socialismo» son prácticamente sinónimos, y que las realidades que estos términos designan encontrarán su realización en la expansión de la democracia más allá de las fronteras de lo político, especialmente hacia el reino de la economía. ¿Es demasiado ingenuo o simplista suponer que existe esa relación intrínseca entre «socialismo» y «democracia»?

EB

Yo creo que efectivamente existe una relación intrínseca entre socialismo y democracia. O, mejor dicho, considerando el hecho desastroso de que, en el pasado, la idea de «socialismo» estuvo vinculada a una abolición más o menos completa de la democracia, lo que llevó finalmente al colapso del socialismo, creo que debemos trabajar con vistas a una combinación «orgánica» entre socialismo y democracia. Por supuesto, eso influye en nuestra comprensión de lo que significa «socialismo», pero tiene el mismo peso en nuestra concepción de la «democracia».

En otra parte argumenté que la historia enseña que existen tres formas principales de instituciones democráticas: la representación, la participación directa y el conflicto social. En el programa «comunista» de Marx, sobre todo después de la Comuna de París, el acento está puesto especialmente en la democracia o en la participación «directas» contra la «representación», que Marx —o sus seguidores— tendió a reducir a la democracia «parlamentaria». Tal vez se apresuró demasiado, y, en lo que respecta a la conflictividad social, puede ser una suposición peligrosa. Después de todo, la forma directa de la democracia es concebida según el modelo de las comunidades pequeñas. En un momento en que los problemas políticos y sociales empiezan a plantearse cada vez más a nivel mundial —basta pensar en las consecuencias del cambio climático, que se convirtió en el problema central de la humanidad— necesitamos varios grados de socialismo y varias combinaciones de instituciones democráticas que operen en diferentes niveles y que abarquen de lo local a lo mundial.

Por eso no soy muy fan de la fórmula «la libertad verdadera es la que se extiende más allá del reino de la política», que parece conservar sin modificaciones la definición de lo político. La libertad verdadera es la que revoluciona lo político en sí mismo, empezando por su «aislamiento» ficticio de las esferas económica y social. No es cuestión de incluir la política o la agencia política en la praxis revolucionaria, sino de practicar la política de una forma distinta, más igualitaria y creativa. Los partidos socialistas rara vez tuvieron éxito a la hora de preservar esa idea en el largo plazo.

 

VM / AP

Pasó más de una década desde que acuñaste el término «igualibertad». Entonces, en un momento en que no estaba para nada de moda, lograste colocar la cuestión de los derechos en el primer lugar de la agenda de la izquierda. ¿Ese concepto puede servirnos para desenmarañar un poco las relaciones entre democracia y socialismo a las que hiciste referencia?

¿Podríamos decir que pretendías, en cierto modo, pensar más allá de los límites impuestos por una tendencia cada vez más estéril a cortar la democracia en dos mitades, una socialista, «buena», que esperaría en un futuro distante, y una burguesa, «mala», en el presente?

EB

Acuñé la palabra compuesta «igualibertad» (en francés, égaliberté) en la época del bicentenario de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y en el marco de un debate sobre el sentido de los principios de la «revolución burguesa». Pero no es del todo una invención mía: existe una larga tradición filológica a la que hice referencia explícita, que remonta a los términos romanos aequum ius y aequa libertas, renovada no hace tanto tiempo por filósofos «liberales» como John Rawls, que insisten en la importancia de la «libertad igual».

Sin embargo, Rawls canceló inmediatamente la simetría sugerida por la fórmula, explicando que debía existir un «orden lexicográfico» entre «igualdad» y «libertad». En ese sentido, Rawls sostiene que, en caso de existir un conflicto entre los dos valores, la libertad debe prevalecer sobre la igualdad, a la que él considera el valor socialista por excelencia. Yo quería reestablecer la simetría completa en toda su claridad.

Después de publicar mi ensayo, gracias al comentario de Frieder Otto Wolf, filósofo marxista alemán, me llevé la grata sorpresa de que «igualibertad» había sido la expresión clave de los discursos de los Niveladores, el ala radical de la Revolución inglesa. Por supuesto, esto reforzó considerablemente mi argumento.

 

 

Mi intención no era sugerir que no existe tensión entre «igualdad» y «libertad», o que nunca puede surgir ningún conflicto. Todo lo contrario. Quería describir una relación dialéctica: por un lado, los conflictos son permanentes y es imposible evitarlos, pero deben encontrar una resolución dinámica en cada coyuntura, a través de invenciones institucionales y de prácticas sociales que son inestables por definición.

Por otro lado, es imposible dejar de buscar una resolución, porque la historia demuestra que no puede existir una sociedad o un régimen político que sea efectivamente igualitario y que destruya la libertad. El «socialismo realmente existente» es un buen ejemplo. Y tampoco puede existir un régimen que proteja universalmente las libertades pero permita la desigualdad. En este caso, el ejemplo son las democracias capitalistas. Esta «doble negación» es lo que llamé elenchus o «refutación» en el sentido de la lógica antigua (griega).

Pero también quería demostrar que la forma tradicional —liberal o marxista— de separar la idea de los «derechos humanos» de la idea de los «derechos políticos» —o los «derechos del hombre» de los «derechos del ciudadano», según los términos de la Declaración— no era una buena interpretación de los principios clásicos, que de hecho no separan las dos categorías de derechos o no definen explícitamente los derechos fundamentales como si fueran una realidad separada de los derechos civiles o políticos. Esta lectura coincide con la noción arendtiana de «derecho a tener derechos». La «igualibertad» sería el núcleo de esta unidad dialéctica.

Por lo demás, la idea de «igualibertad» también estaba asociada a tres debates distintos aunque vinculados entre sí. En primer lugar, estaba la polémica que había surgido de la crítica de los regímenes socialistas de tipo soviético, que reprimían las libertades, pero también del «intervencionismo humanitario» occidental y estadounidense. En esencia, el debate era: ¿puede existir algo así como una «política de los derechos humanos», o, por el contrario, el discurso de los «derechos humanos» es un discurso puramente moralista capaz de disfrazar políticas imperialistas? En Francia, Claude Lefort defendía la primera posición y Marcel Gauchet la segunda. En este punto me puse del lado de Lefort, dejando abierta, por supuesto, la cuestión de la aplicación justa del principio.

Un segundo debate concernía a la posibilidad de reconciliar los «derechos del hombre» con los «derechos del ciudadano». En otros términos, el punto era explicar que los derechos fundamentales son siempre ya políticos y que el estatus jurídico del ciudadano (es decir, su identificación con una «nacionalidad», denominada por ciertos teóricos estadounidenses como «ciudadanía atribuida») no restringe necesariamente la universalidad de los «derechos humanos». Por el contrario, esto significa que, en términos históricos, la reivindicación o el «descubrimiento» de los derechos humanos o fundamentales, en la medida en que son políticos, tienen un carácter «insurreccional». La institución deriva de la insurrección, y no a la inversa. O, mejor dicho, la insurrección implica una «imaginación institucional», un pouvoir instituant (según la terminología de Saint-Just, jacobino francés).

Por último, la idea de «igualibertad» plantea una rectificación de la interpretación «marxista estándar» de las revoluciones burguesas y un retorno a la lectura del joven Marx (1843) y a la idea de la revolución permanente: en el núcleo de las insurrecciones «burguesas», o en sus componentes populares, hay una tendencia de eso que denominé «igualibertad». Creo también que esta tendencia es una dimensión clave del comunismo, que siempre subvierte y supera las limitaciones de las constituciones burguesas, ya sea que estén fundadas en la propiedad privada o en las jerarquías raciales o de género. Por lo tanto, la «igualibertad» es una forma de evitar caer en una visión «lineal» de la historia de las revoluciones, según la cual el momento burgués pertenece al pasado y el momento socialista-comunista pertenece al futuro: es en el presente —en cada nuevo presente— que este conflicto debe ser recreado.

 

VM / APM

Salvo excepciones notables, como Toni Negri, la izquierda del siglo veinte no mostró tener mucho interés por las constituciones ni por el constitucionalismo. Dicho eso, las últimas dos décadas en América Latina —en Bolivia, en Ecuador y, más recientemente, en Chile— atestiguaron un nuevo ímpetu por traducir la imaginación política radical a las instituciones existentes y a la creación de nuevos derechos.

¿Podemos afirmar que profundizar la relación entre poder constituyente y poder constituido es uno de los desafíos principales del socialismo del siglo veintiuno?

EB

Creo que la respuesta afirmativa a esta pregunta está implicada en lo que acabo de decir. Por supuesto, no resuelve los problemas concretos y prácticos de las revoluciones, y todos sabemos que las revoluciones están expuestas a todo tipo de amenazas externas y perversiones internas.

Sin embargo, pienso que el proceso constitucional de Chile, sumado a la victoria del presidente Gabriel Boric, son la manifestación de una combinación de fuerzas extremadamente frágil, aunque esperanzadora, que pone en juego un nuevo constitucionalismo en términos a la vez «materiales» —es decir, de derechos y reconocimiento de intereses populares, especialmente de los pueblos indígenas, las mujeres y los trabajadores— y «formales», a saber, procedimientos de discusión y de representación democráticas.

El poder constituyente de Toni Negri es un libro que admiro mucho. Pero me temo que la terminología jurídica que propone termina planteando un dilema: o privilegiamos el «poder constituyente» y la multitud, o privilegiamos el «poder constituido» del Estado, o, alternativamente, concebimos el poder constituido como el fin —en los dos sentidos del término— necesario hacia el que apunta todo poder constituyente.

La conclusión, evidente en el caso de Negri, es que debemos evitar que el poder constituyente avance hacia una constitución real. Por mi parte, prefiero el término pouvoir instituant («poder instituyente») que remite a una capacidad de «crear instituciones» que es inherente a toda insurrección.

 

VM /AP

En tus escritos aparece la idea de que la precarización laboral y la fragmentación de la clase obrera tienen su corolario en una concepción más bien desarraigada de la ciudadanía y en un individualismo negativo. Esta tendencia también parece operar tras lo que suele denominarse la crisis de la forma partido o del partido de masas en las democracias modernas. ¿Existe una manera de recuperar la forma partido que signifique algo más que un simple proselitismo para volver a los viejos partidos de masas de la socialdemocracia? ¿Tal vez un partido movimiento?

EB

Los partidos de masas con una dimensión democrática siempre han trabajado en articulación con «movimientos», más aún si no son meras «correas de transmisión» (infame metáfora estalinista). Si retomamos el sentido original que tenía la categoría «partido» en El manifiesto del Partido Comunista de Marx y Engels, comprendemos que no hacía referencia a una organización separada. Es una doctrina que combina una visión de la historia, el rol revolucionario del proletariado y el programa de transición política y social hacia una sociedad sin clases. Y esa doctrina puede volverse «hegemónica» en muchos movimientos, creando así algo semejante a un «movimiento de movimientos».

La idea de la «forma partido» como organización separada y disciplinada es posterior. Surgió en un momento en que el imperativo era reunir fuerzas —sobre todo, y pese a los compromisos «internacionalistas», a nivel nacional— para «tomar el poder del Estado», fundamentalmente en términos electorales, después en términos revolucionarios y, más tarde, en el marco de una combinación estratégica de ambos: es la noción gramsciana de «guerra de posiciones».

Creo que, por una serie de motivos históricos y sociales, las dos formas quedaron obsoletas, aun cuando debemos conservar ciertos elementos constitutivos de ambas (por ejemplo, el problema de la «hegemonía» política o el problema de la «organización» política). En primer lugar, me parece que si creemos que en una sociedad de antagonismos profundos los cambios solo pueden surgir de la lucha en sus múltiples formas —de ahí la expresión de «parcialidad» o «partidismo»— y, en segundo lugar, si pensamos que en un momento en que el poder está concentrado en las manos de una élite corporativa y tecnocrática contra la que debe emerger un amplio contrapoder popular, entonces debemos buscar o inventar una nueva «forma partido» en el marco de las experiencias existentes. Pero las formas no están predeterminadas, no existe un «modelo» del partido por venir.

No obstante, esto plantea una serie de cuestiones. Primero: el partido socialdemócrata tradicional es un partido que organiza elementos de la «sociedad civil», sea directamente o sea a través de organizaciones subsidiarias, con vistas a controlar o tomar el aparato de Estado. Por lo tanto, está fundado en una representación dualista de la sociedad y de la nación, donde la «sociedad civil» y el «Estado» mantienen un vínculo de exterioridad. Gramsci percibió los límites de esta representación cuando analizó la emergencia del «Estado de bienestar». En la misma dirección, Poulantzas llegó más lejos.

Debemos comprender que la lucha política permea tanto el Estado como la sociedad, incluso en los casos en que el Estado de bienestar es ineficaz —es decir, fuera del «Norte»— o es progresivamente desmantelado por las políticas neoliberales. En este caso, cuando está en juego, por ejemplo, la democratización de los «servicios públicos», son los movimientos civiles y no los «partidos» en el sentido parlamentario, ni mucho menos las organizaciones «subversivas», los que suelen dirigir mejor la lucha.

Segundo: tienen razón cuando enfatizan en su pregunta el «individualismo negativo». Yo no inventé esa fórmula. La tomé de un libro de Robert Castel, gran sociólogo francés, titulado Las metamorfosis de la cuestión social: una crónica del salariado. Él terminó abandonando la fórmula porque sus connotaciones «negativas» hacían que fuese difícil utilizarlas en conversaciones con trabajadores precarizados (en general, jóvenes), que la rechazaban por considerarla estigmatizante.

Por mi parte, aunque soy consciente de ese problema, decido sostener la expresión porque creo que toca una cuestión importante: las formas de organización política del movimiento obrero estaban vinculadas a un sentido y a prácticas concretas de solidaridad, fundadas en parte en las condiciones del proceso de trabajo y en parte heredadas y transpuestas de las tradiciones «comunitarias» y de la memoria de los obreros desplazados de las comunidades agrícolas. E. P. Thompson y otros historiadores exploraron esta dimensión.

Las políticas neoliberales desmantelan sistemáticamente las condiciones que hacen posibles estos lazos de solidaridad y en ese sentido son conscientemente contrarrevolucionarias: crean precariedad absoluta y promueven lo que Castel denomina «desafiliación». Estas formas de precariedad tienden a chocar con otras formas de precariedad, como por ejemplo, el déracinement [desarraigo] de los trabajadores migrantes respecto a sus propias formas de solidaridad étnica, cultural, racial y hasta religiosa. Ninguna forma de partidismo democrático socialista o comunista surgirá sin que antes enfrentemos y resolvamos estas «contradicciones en el seno del pueblo». Y no es una tarea fácil.

Tercero: hablar de «partido de masas» y de la articulación entre el «partido» y los «movimientos» es también, inevitablemente, plantear la polémica cuestión de las diferencias y analogías entre las tradiciones socialista y fascista. Aunque no las confundo, pienso que tenemos que analizar con mucha seriedad, en términos históricos y también en el presente, la cuestión de la circulación de estos modelos y las posibilidades de perversión de uno por el otro. Es una enseñanza del siglo veinte que no deberíamos olvidar. También es uno de los motivos por los que es tan importante insistir en combinar el proyecto socialista con formas de compromiso y prácticas de democracia radicales. Aquí se plantean cuestiones clave de la institución de la «forma partido» como la disciplina interna, la función del «líder», etc. También creo que es absolutamente inevitable pensar este tema si nos aferramos a la idea y a los principios del internacionalismo: un socialismo no «internacionalista» terminará siendo «nacionalista» porque no existe ningún término medio.

La cuestión del internacionalismo es fundamental por muchos motivos y está vinculada inextricablemente con la cuestión del «movimiento de movimientos». Fue uno de los ejes que intentó renovar el Foro Social Mundial. En primer lugar, está el tema fundamental del racismo, En primer lugar, está el tema fundamental que es el racismo. Aunque tengan diferentes expresiones y niveles de intensidad, todas las formas del racismo tienen en común una representación exclusivista de la «nación» (y esto no es meramente una característica del supremacismo blanco, por más importante que sea este en los países occidentales del norte). En segundo lugar, está el tema de la paz, del desarme, de la oposición a la guerra, que deben seguir siendo posiciones de principio, aun en los casos en que debemos apoyar la resistencia de un pueblo contra la invasión o contra la ocupación, como sucede ahora en Ucrania. Y, en tercer lugar, está la cuestión del calentamiento global, es decir, de organizar campañas exitosas para presionar a los gobiernos y a las empresas y para popularizar nuevas formas de vida. Es una lucha gigantesca, que tal vez parezca desesperada, pero es inevitable. Hoy todo «socialismo» está obligado a ser un «ecosocialismo».

 

VM /AP

Hace poco, en Histoire Interminable. D’un siècle l’autre. Écrits I (La Découverte, 2020), volviste, con un punto de vista novedoso, sobre un viejo debate: la transición socialista. Recuperando el viejo adagio de Bernstein —«El objetivo final no es nada, el movimiento lo es todo»—, tu intención parece ser pensar la cuestión de la transición librada de las trabas tradicionales del «etapismo» y del «estatismo». ¿Cómo es una transición socialista en la que «el objetivo final no es nada»? 

EB

Para evitar toda confusión, aclaro que saqué de contexto la fórmula de Bernstein, es decir, el alegato de 1899 en favor del «gradualismo» y el subsiguiente «debate Bernstein» que involucró a la socialdemocracia europea. Citando la fórmula de Bernstein, no pretendo sugerir que no hay objetivos finales, o que los objetivos finales no son importantes, sino que son inmanentes al movimiento y que entonces se redefinen y aclaran a medida que el movimiento se desarrolla, que sus fuerzas se unen y que se identifican y superan los distintos obstáculos.

Por lo tanto, considero que la fórmula es en lo esencial un sinónimo de la famosa definición del comunismo propuesta por Marx en La ideología alemana (1845): un movimiento que transforma/abole (el término en alemán es aufhebt, categoría clave de la dialéctica) el «estado de cosas» existente, es decir, la forma actual de la sociedad. También asocié la fórmula de Bernstein con la idea de que el conflicto y la democracia conflictiva no es solo un instrumento, sino que seguirá siendo «eternamente» la característica intrínseca de una sociedad cuyo fin no es un régimen institucional determinado sino la capacidad permanente de transformarse y regenerarse. Por este motivo digo que no hay «objetivo final», es decir, no hay ningún objetivo capaz de representar un fin absoluto.

Hoy, sin abandonar la referencia a Marx, añadiría, tal vez con un espíritu más crítico, que esta tesis implica rechazar el supuesto metafísico que encontramos en el prólogo de 1859 a la Contribución a la crítica de la economía política. «La humanidad se propone siempre únicamente los objetivos que puede alcanzar, porque, mirando mejor, se encontrará siempre que estos objetivos solo surgen cuando ya se dan o, por lo menos, se están gestando las condiciones materiales para su realización». Esto está mal. Cuando están en juego los «objetivos» más importantes, la humanidad justamente no cuenta con las condiciones de la solución. Debe inventarlas y crearlas, y ese es un proceso «aleatorio» —como escribió mi maestro Althusser en sus últimos ensayos— que se despliega en el curso del movimiento. De hecho, la metafísica evolucionista está estrechamente vinculada con lo que ustedes definieron como «etapismo».

Pero renunciar al etapismo y al estatismo no es renunciar a la idea de la transición, mucho menos a la idea de una transición revolucionaria. Hoy este problema está a la orden del día, y debemos explorarlo en sus múltiples formas, desde los objetivos más inmediatos y urgentes, hasta las nuevas formas de organización y las instituciones radicalmente democráticas, todo lo cual quiere decir que no se trata simplemente de «utilizar» las formas de poder existentes sin antes «deconstruirlas».

En el libro al que hacen referencia propuse generalizar la consigna de Lenin: el Estado en la «dictadura del proletariado» es una unidad de opuestos, un «Estado no Estado» o un Estado que comienza inmediatamente a «extinguirse». Por supuesto, no es eso lo que sucedió en la historia real de la Unión Soviética, pero la idea de que la «transición» es un movimiento que transforma sus propias fuerzas y formas constitucionales contiene una intuición fundamental. Por eso propongo analizar la transición como un proceso que involucra instancias de «Estado no Estado», «mercado no mercado» y hasta «industria no industria» (que sugiere una revolución en la idea misma de «productividad»).

 

VM /AP

Con el debate de la transición, la izquierda también abandonó en gran medida las discusiones sobre el uso legítimo, democrático o incluso revolucionario de la violencia. Aunque muchos años después del denominado ejército popular maoísta sigue habiendo ejemplos de políticas comunitarias —entre los kurdos, o en México—, la cuestión de la gestión democrática del conflicto parece haber desaparecido del discurso de la izquierda. Ya que gran parte de su pensamiento gira en torno a la cuestión de la violencia política, ¿no deberíamos pensar más profundamente el significado de la democratización de las instituciones sociales responsables del uso de la violencia?

EB

La cuestión del uso de la violencia y de la fuerza plantea una cuestión metafísica y una cuestión política. La función y las condiciones del ejercicio de la violencia, especialmente de la violencia «militarizada», están todo el tiempo generando divisiones.

Discutir el tema en toda su complejidad implicaría abrir un debate muy largo, pero creo que vale la pena mencionar algunos puntos. En primer lugar, no puede haber una doctrina política indiferenciada y universal sobre el uso de la violencia en el marco de transformaciones sociales, porque nadie elige libremente las condiciones de su acción. No es cierto que en toda situación política solo existe una posibilidad, que es reaccionar a la violencia del orden social dominante con una «violencia revolucionaria» simétrica. La característica universal de las sociedades de clase, y en general de todos los Estados fundados en la opresión, es que los sectores dominantes hacen uso libre de una violencia contrarrevolucionaria preventiva y están dispuestos a recurrir abiertamente a la violencia para proteger sus privilegios. Por lo tanto, es imposible deducir exclusivamente a partir de sus intereses los límites a los que son capaces de llegar cuando un movimiento democrático desafía su dominación. Esa es una cuestión que remite a la relación política de fuerzas. Y ese es el punto donde comienza la política concreta.

En segundo lugar, cada vez que se recurrió a la violencia —incluso a la guerra— con fines auténticamente revolucionarios, se lo hizo bajo formas igualitarias que difieren de las de la tradición militarista de los ejércitos nacionales o imperiales. Con todas sus diferencias, es lo que muestran los ejemplos de Rojava o de Chiapas a los que hicieron referencia en su pregunta. El caso del «ejército popular» maoísta y la «larga marcha» ameritan un análisis crítico porque, por un lado, tal vez sean el ejemplo más importante de todo el siglo veinte de una movilización popular de masas y de campesinos pobres que resistió contra una invasión imperialista-fascista y que tuvo como fin su propia emancipación social y la realización de los ideales comunistas de la igualdad. Es cierto que probablemente nada de eso hubiera ocurrido sin la «dirección» y la «disciplina» impuestas por el Partido Comunista. Digo probablemente porque también estuvo en juego el «aprovechamiento» de toda una tradición antigua de rebeliones campesinas contra los propietarios de la tierra y contra los caudillos militares, etc. Pero, en retrospectiva, es imposible no preguntarse si en la historia moderna de China, que tiene casi un siglo, es el nacionalismo el que sirvió a los fines del comunismo o, a la inversa, el comunismo el que sirvió a los fines del nacionalismo. Es un caso típico de la «astucia de la razón» hegeliana.

En tercer lugar, volviendo a la filosofía marxista de la historia contenida en el prefacio de 1859, notamos que la representación evolucionista, etapista y también determinista del progreso social, combinada con la idea «dialéctica» de que el motor de la historia es el conflicto, el «poder de la negación», etcétera, también generó la idea —formulada explícitamente en un pasaje famoso de El capital— de que la violencia es la «partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva» (fórmula que remite, de hecho, a una vieja alegoría mesiánica). De aquí la convicción metafísica de que, en «situaciones revolucionarias», la violencia puede acelerar el curso de la transformación o de la transición, pero nunca desviarlo ni invertirlo. Y la convicción, también metafísica, de que la fuerza revolucionaria (partido, movimiento, clase, etc.), en busca de conquistar sus objetivos, podría servirse de la violencia, incluso de la violencia extrema, sin ser afectada internamente por los efectos disolventes de esa violencia.

 

 

Un caso donde vemos la consecuencia de este razonamiento es la Revolución rusa, que empezó con la famosa reivindicación de «transformar la guerra imperialista en guerra civil» y terminó con la construcción de un sistema político totalmente militarizado, temiendo la rebelión de sus ciudadanos y eliminando a sus propios activistas. Es cierto que todo sucedió en el marco de una contrarrevolución violenta, pero lo cierto es que la revolución no estaba ideológicamente preparada para analizar estas retroacciones. Lenin y Gandhi permanecieron completamente ajenos el uno al otro. Estas son las cuestiones que traté de discutir en mi libro Violencias, identidades y civilidad (Gedisa, 2009), donde intenté trazar una línea de demarcación problemática entre violencia y «violencia extrema», es decir, la que ya no funciona como “instrumento” con su propia racionalidad política en el sentido clausewitziano.

En cuarto lugar, la coyuntura actual, incluidas las formas de violencia extrema de Oriente Medio —tantos las internas como las que generan las intervenciones imperialistas extrajeras— y la guerra desatada ahora en Europa, ilustra el hecho deprimente de que la «economía de la violencia extrema» no es una excepción, sino la normalidad o, más bien, que es un «estado de excepción normalizado». Achille Mbembe habla del «embrutecimiento» de nuestras sociedades. Como sea, es imposible reglar de antemano el uso de la violencia o de la contraviolencia en un proceso revolucionario, pero todo esto debería ser una advertencia de que, en ciertos casos, la contraviolencia puede terminar simplemente sumándose a esa escalada generalizada de violencia a la que me refiero con el título de cementerio de la política. Ese es el problema que intento pensar con la categoría de «civilidad», que no defino ni como «no violencia» ni como «contraviolencia», sino como «antiviolencia».

 

VM /AP

Todo indica que, parafraseando a Rosa Luxemburgo, deberíamos pensar el socialismo como una construcción histórica más que como un futuro garantizado. Pero en ese caso muchas veces parece que a nuestro socialismo le falta una mayor dosis de utopía.

EB

La utopía es un ingrediente esencial y orgánico de toda acción y proceso que apunten a la transformación de este mundo invivible e inaceptable. No me opongo a la idea de «imaginar el futuro». Más bien todo lo contrario, siempre que no se identifique con la elaboración de planes detallados para la organización de la «sociedad socialista». Aunque, incluso ahí, los proyectos más extraordinarios del «socialismo utópico» del siglo XIX, como los de Fourier u Owen, encarnaron de hecho una rica imaginación insurreccional. Sin embargo, prefiero un utopismo con la capacidad de subvertir las normas y las instituciones existentes, fundado en prácticas de resistencia reales y en modos de existencia alternativos. Tal vez «experimentación del futuro» sea una buena fórmula: un «futuro» que puede modificarse mientras emerge vigorosamente.

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Publicado en Número 6 and Primera Plana

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