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Los manifestantes de 2021 pidieron el fin de un sistema desigual en Colombia que sólo puede mantenerse a punta de pistola. (LUIS ROBAYO/AFP vía Getty Images)

Sin vuelta atrás en Colombia

La derecha regional y global va a mirar las elecciones de Colombia con el mismo nerviosismo con que las seguiremos los socialistas alrededor del mundo. El resultado es incierto, pero hay algo claro: se ha cerrado una larga etapa histórica. Falta abrir la nueva. Que sea ahora.

La pregunta que debe hacerse hoy no se refiere ya tanto a la incidencia o a la intensidad del cambio socioeconómico, o a sus etapas de despegue y de autosostenimiento: sabemos que esto no ha producido sino resultados ambiguos y un desarrollo sin rumbos. Ahora el problema toca a la esfera de los valores sociales y morales: cómo definir la calidad del cambio que queremos y en qué dirección queremos que avance.

Orlando Fals-Borda, Las revoluciones inconclusas.

Seamos claros: la izquierda está en problemas en Colombia. Sus aciertos, que han sido muchos y sostenidos a lo largo de los últimos años, pueden quedar opacados por un capricho de la historia: la contracara del mismo proceso social que permitió la ruptura de su cerco y que la sitúa en su mejor momento histórico es lo que puede ahora asestarle una derrota completamente desalentadora.

Gustavo Petro estaba listo para dar la pelea final por el gobierno del Estado contra un uribismo decrépito. Petro podía mirar a la cámara y decir al pueblo colombiano que tuvo razón hace cuatro años. Denunció que Duque era el rostro más incompetente del uribismo, incapaz de gobernar un país que había iniciado un proceso de transición. La historia confirmó el diagnóstico de Petro. La candidatura y la rápida derrota de Fico Gutiérrez, el candidato «menos uribista» del uribismo, fue la expresión de la depresión histórica de la derecha radical colombiana y la confirmación de su declive.

Hoy, el contendiente no es el ultraderechismo uribista ni la derecha «con rostro humano» de Santos, sino algo con una morfología mucho más compleja de describir. ¿Es Rodolfo Hernández el Trump colombiano? ¿Es una figura más en la familia de los liderazgos de derecha radical latinoamericana como Jair Bolsonaro, Antonio Kast o Nayib Bukele? Nuestra respuesta a estas dos preguntas es que no, a pesar de lo tentador que resulta responder por la afirmativa.

Para entender el extraño caso de Rodolfo Hernández y el nuevo escollo que la izquierda colombiana tiene que atravesar para llegar al poder, lo mejor es pensar las derechas colombianas en perspectiva histórica. Como señaló el historiador Charles Bergquist, la izquierda colombiana ha sido históricamente débil en relación al resto de América Latina. Las élites lograron mantener la dominación política en un «bipartidismo de matices» en el que el Partido Liberal y el Partido Conservador mantuvieron el monopolio de la representación política de las masas, y por consiguiente del dominio del Estado.

La violencia como estrategia

Una verdadera particularidad hemisférica está relacionada con la sólida hegemonía de la élite blanca colombiana durante el primer siglo de existencia del país, hegemonía que se mantuvo a lo largo del siglo XX gracias a las condiciones de propiedad de la economía cafetera, en la que la penetración de los capitales extranjeros fue limitada, manteniéndose además el predominio de pequeños propietarios rurales.

La dificultad de la izquierda para ganar adhesiones en un «país de propietarios» fue descrita con mucha simpleza en las crónicas del exmilitante comunista Nicolás Buenaventura compiladas en el libro ¿Qué pasó, camarada?, que revela cómo liberales y conservadores canalizaron las demandas campesinas por la propiedad de la tierra y así desinflaron de origen cualquier capacidad de presión de la izquierda en su fase embrionaria.

A diferencia de buena parte del continente, la crisis global de la década del 30 no permitió la expansión del trabajo asalariado como efecto social de la industrialización por sustitución de importaciones, presionando a la emergencia de alguna forma de laborismo político en el país.

En cambio, en Colombia, la crisis global tensionó el marco de la disputa entre liberales y conservadores e introdujo la violencia política como mecanismo de resolución del conflicto entre ambas fuerzas. Con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, la lógica violenta entró en una espiral que terminó en la apertura del período conocido como La Violencia.

Diez años más tarde, en 1958, conservadores y liberales se dieron la mano para clausurar la etapa, en un cierre desde arriba que comprendió la unión de ambos partidos en el Frente Nacional, que no fue otra cosa que un nuevo reparto del Estado entre las élites. La experiencia del Frente Nacional duró varios años, pero luego de 1974 la alianza entre liberales y conservadores se quebró, con lo que volvió a instalarse el bipartidismo.

Pero la contracara a la debilidad política de izquierda colombiana no significó su ausencia, sino su traducción en el movimiento armado más longevo del continente. En cierto sentido, existió una suerte de retroalimentación entre ambas características de la izquierda colombiana: la incapacidad del Partido Comunista para penetrar en una clase campesina hegemonizada por el patrimonialismo sobre la tierra llevó La Violencia al campo y dio origen a las primeras autodefensas campesinas, que luego confluyeron en las FARC. De la misma manera, la derrota electoral de Gustavo Rojas Pinilla en 1970 generó un nuevo ciclo de descontento en la izquierda que llevó a la formación del Movimiento 19 de abril (el M-19), movimiento guerrillero al que perteneció Gustavo Petro.

El retorno del bipartidismo a Colombia, entonces, no significó el fin de la violencia política, sino una redirección: las guerrillas liberales fueron reemplazadas por guerrillas comunistas. A lo largo de las décadas, el movimiento guerrillero se mostró incapaz de atacar frontalmente al Ejército colombiano, mientras que el Ejército nunca tuvo la fuerza para derrotarlas de forma definitiva.

La permanencia de las FARC complejizó el conflicto armado, que fue respondido desde la ultraderecha por medio de la extensión del fenómeno del paramilitarismo, un recurso que la representación política de élite colombiana utilizó sin el más mínimo complejo, eliminando físicamente a cualquier persona que ellos identificaran como parte del movimiento guerrillero, y utilizando esa excusa para deshacerse de la izquierda partidaria en el mismo movimiento.

A lo largo del conflicto armado, liberales y conservadores se mimetizaron en su estrategia para abordar la guerra. Cuando el gobierno de Andrés Pastrana fracasó en sus negociaciones con las FARC, a la par que se extendía la presencia del paramilitarismo de ultraderecha, tanto liberales como conservadores descartaron el diálogo como estrategia para terminar con las guerrillas.

Luego de las negociaciones fallidas, Pastrana contactó a Bill Clinton, y juntos activaron el «Plan Colombia». De nuevo, liberales y conservadores se unieron en el nuevo abordaje para elegido para poner fin al conflicto interno. El uribismo aparece así como la coronación de ese proceso: de la hegemonía del militarismo en tanto única estrategia para clausurar el conflicto armado, de la adopción del paramilitarismo para evitar la formación de una izquierda antiguerrillera y de la ausencia de un enfoque alternativo desde los partidos tradicionales.

La victoria de la derecha militarista cumplió su objetivo: permitió la intervención de los Estados Unidos y acorraló a las FARC en una ofensiva cuya principal víctima fueron los derechos humanos, pisoteados por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez. Sin la posibilidad institucional de buscar una segunda reelección, Uribe dejó la presidencia del país con niveles de popularidad inauditos y nombró como sucesor a Juan Manuel Santos, su ministro de Defensa, quien prometió continuar la ofensiva militar hasta llevar a la guerrilla hacia su rendición incondicional.

Dos años después de ser electo, Santos hizo exactamente lo contrario: inició el proceso más profundo de negociaciones con las FARC. Estas últimas, por su parte, y en una situación de completa debilidad, vieron la desmovilización negociada como la única salida no humillante. El giro de Santos quebró la hegemonía del uribismo y desató una nueva pelea entre derechas que redefinió otra vez el horizonte político del país. El clivaje entre la «paz» y la continuidad de la «guerra» se convirtió en el parteaguas principal de las derechas en Colombia, pero también del sistema político en su conjunto, que ambas derechas contribuyeron a estructurar.

Efectos colaterales

Hasta aquí se mantiene de la tendencia histórica: la política colombiana marcha al compás de las peleas de las diferentes fracciones de las élites por el dominio del Estado. Pero todo proceso tiene su reverso y, el apogeo del uribismo significó también el principio del declive de la hegemonía de las derechas en Colombia.

Y es que el «éxito» militar del uribismo tuvo dos efectos relevantes aquí: primero, llevó a las FARC a abrazar de forma definitiva la perspectiva de la desmovilización como única estrategia viable para garantizar su metamorfosis y subsistencia, mientras que la profundización de la guerra interna empujó a buena parte de la población colombiana —principalmente en la región Pacífico, la región Caribe y la región de la Amazonía— a la búsqueda genuina de la paz, algo que se apreció en la distribución geográfica del voto por el «Sí» en el referéndum de 2016.

El fin del conflicto armado (o por lo menos la merma sustancial de su intensidad) despojó al uribismo de su razón de ser, con la desgracia adicional de que fue su exministro y actual opositor quien pasó en la posteridad como el principal artífice de la desmovilización definitiva de las FARC.

Por otro lado, y más importante todavía, el agotamiento del clivaje entre la guerra y el diálogo y la pérdida de centralidad del conflicto armado permitió la emergencia de profundas demandas socioeconómicas en una sociedad empobrecida, desigual y podrida desde sus cimientos por la extensión de la economía política del narcotráfico. En el segundo país más desigual de América Latina, la guerra funcionó como catalizador para impedir la politización de la miseria (en un país donde la movilidad social entre generaciones tiende a cero). La ausencia de una izquierda «desarmada» explica, en parte, este derrotero.

Ambas hondas demandas sociales —la paz y la justicia social y económica— confluyeron primero en las masivas protestas de 2019 y 2020 y luego en el Paro Nacional de 2021, el primer movimiento de protesta popular, progresista y transgeneracional de la historia de Colombia que logró desmarcase de cualquier resabio de las identidades políticas tradiciones y que reformularon el alcance y los objetivos de la lucha social en ese país. El Paro Nacional hirió de muerte a todas las facciones de la derecha colombiana y también enterró a los partidos tradicionales.

Al mismo tiempo, el Paro transformó la imagen de Colombia: la constitución de la paz en tanto demanda popular y la emergencia en primer plano de la lucha «de clases» fueron dos elementos nodales que, de una manera u otra, aparecieron en las protestas. Una vez roto el cerco sobre la izquierda prolijamente construido alrededor del conflicto armado, además, cualquier intento de la derecha por reciclarse a sí misma (como la tentativa de Santos, quien procuró erigir una derecha con «conciencia social») apareció como una operación inviable.

Hernández, un desafío a nuestra comprensión política

Luego del Paro, la derecha —tanto la uribista como la antiuribista— quedó hecha añicos. Y Roldofo Hernández es el más fiel reflejo de ello. Sin programa, sin partido y sin base social a la que responder, Hernández dice solamente lo que le parece de cada tema sobre el que le preguntan. Dice «Adolf Hitler» cuando quiere decir «Albert Einstein». Desconoce la geografía de su propio país y amaga con convocar a un referéndum con cada tema que pueda ser divisorio de la opinión pública. Tiene como candidata a la vicepresidencia a una mujer, pero dice que la política no es cosa de mujeres. Es ignorante, pero en lugar de esconder su ignorancia la asume sin tapujos.

Rodolfo Hernández es la mejor radiografía de la situación histórica de la derecha en Colombia. Esto es lo que lo separa de otras experiencias recientes, desde Donald Trump a Jair Bolsonaro, pasando por el salvadoreño Nayib Bukele. Comparte con ellos, sin dudas, lo que Dylan Riley llamó una «forma extrema de hibridez», que hace inútil asignarle etiquetas generales y rígidas como pueden ser el fascismo, el autoritarismo o el populismo. Por otro lado, Hernández sí parece tener importantes puntos de contacto con fenómenos electorales que surgieron como un «factor sorpresa» en sociedades sacudidas por estallidos sociales que cuestionaron las identidades políticas y pusieron en jaque al sistema de partidos: Pedro Castillo, el presidente por accidente del que los medios extranjeros no disponían ni siquiera su fotografía, la inexplicablemente buena performance de Franco Parisi en Chile y quien es sin dudas el personaje político más parecido a Rodolfo Hernández, y el sorpresivo desempeño de Yaku Pérez en Ecuador, quien de la noche a la mañana se convirtió en el actor más importante para la definición de la segunda vuelta entre Guillermo Lasso y Andrés Arauz. Todos ellos, con sus salvables diferencias, muestran la respuesta errática de sistema políticos que muestran como incompatibles con la exteriorización de la insatisfacción popular.

Hernández encarna un fenómeno todavía indefinible, no por sí mismo sino por la singularidad histórica en la que emergió su figura. Hay algo de la posmodernidad capitalista que se cuela en personajes como él. Y es ese halo de posmodernidad el que lo habilita a publicar un desconcertante hilo de Twitter en el que promete ir más allá de lo que cualquier izquierdista en la región ha ido (dijo que iba a prohibir los agrotóxicos y el fracking, implementar una Renta Básica y legalizar el uso de drogas sin restricción alguna), al tiempo que provoca que ninguna de sus «promesas» resulte en absoluto creíble.

Hernández levanta únicamente dos banderas de forma consecuente: la primera es la lucha contra la corrupción para parar la robadera. El partido que lo puede llevar a la presidencia es la Liga de Gobernadores Anticorrupción, un enigma político compuesto por una serie de gobernantes más bien anónimos (aunque el hecho de estar implicado el mismo Hernández en un escándalo de corrupción dice más que cualquier caracterización que podamos hacer aquí sobre su partido).

Pero más importante es su segunda bandera: la austeridad. Hernández promete un gobierno acotado, con pocos ministerios —propuso, por ejemplo, unificar el ministerio de Educación con el de Ambiente— y con un serio ajuste del gasto, a pesar de que tal enfoque sea totalmente inconsistente con sus propuestas de política social. Allí tiene un punto importante, puesto que la construcción de un discurso que popularice la austeridad puede resultar un buen punto de partida para la reconstrucción de la derecha colombiana, poniéndola en sintonía con el resto de las derechas latinoamericanas. Es probable que su imagen autoritaria sea el vínculo de identificación más importante con aquella parte de su electorado que, compuesta por jóvenes varones de la región andina y de la Orinoquia, indica una posible base social y generacional para la galvanización de un nuevo conservadurismo.

Una diferencia fundamental

A pesar de todo esto, Hernández puede ganar la elección. Inclusive, buena parte de la prensa lo pinta como favorito. La derecha puede estar electoramente descompuesta, pero se jugará el todo por el todo para impedir la victoria de Gustavo Petro, de Francia Márquez y de todo el Pacto Histórico. La principal fuerza que impulsa a Hernández a la presidencia es lo que la periodista colombiana María Jimena Duzán llamó la petrofobia: no son las virtudes propias sino la demonización del adversario lo que lo llevó a donde está ahora. Por esa razón su campaña resulta tan confusa, desordenada y contradictoria: porque, al menos por ahora, carece de programa.

La derecha regional y global va a mirar las elecciones de Colombia con el mismo nerviosismo con que las seguiremos las y los socialistas alrededor del mundo. Si el Pacto Histórico gana las elecciones y llega al poder, habrá una lección que aprender para el resto de las fuerzas populares de la región. Si es Hernández quien triunfa, entonces las derechas también extraerán sus enseñanzas, y es probable que el tipo de liderazgo que encarna Hernández intente ser emulado en otras latitudes.

Pero existe una gran diferencia: si Hernández pierde, caerá fulminado instantáneamente, sin pena ni gloria. Si el que resulta perdedor es el Pacto Histórico, por el contrario, estará obligado a continuar el camino señalado por las masivas protestas de los últimos años. Gustavo Petro, el Pacto Histórico y el Paro Nacional derrumbaron la narrativa del excepcionalismo colombiano, aquel que pintaba al país como el paraíso de la democracia liberal latinoamericana, y no hay vuelta atrás.

Colombia ya cambió, y cerró una larga etapa histórica. Falta abrir la nueva. Que sea ahora.

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