En el libro The Last Neoliberal: Macron and the Origins of France’s Political Crisis, Bruno Amable se propuso desentrañar el proceso de transformación del sistema político francés, así como el proceso de la dislocación de las ideologías de los «treinta gloriosos» en los que tanto la centroderecha como la izquierda reformista cayeron en un declive irrefrenable.
El resultado político de esa crisis de representación —producto de una crisis general de un tipo específico de relaciones capitalistas— fue el establecimiento de gobiernos de unidad de los sectores del capital que, o bien significaron la constitución de grandes coaliciones (como en el caso alemán o italiano), o bien reflejaron la conformación de un nuevo tipo de liderazgo que se pretendía tanto «pospolítico» como «posideológico», cuyo mayor exponente es el recientemente reelecto presidente francés Emmanuel Macron.
Pero, por fuera de lograr suturar la fractura, el resultado fue la confirmación de la fragilidad hegemónica en tanto una característica propia del panorama político europeo. Esto se debe a que quienes quedaron fuera del sistema y vieron caer sus condiciones de existencia, luego de ser excluidos de las nuevas alianzas sociales y relaciones capitalistas codificadas por la eurozona, se encontraron seducidos por un nuevo tipo de radicalismo de derechas que intentó popularizarse sintonizando con el nacionalismo reaccionario.
En contrapartida, solo allí donde la socialdemocracia se derrumbó la izquierda logró reafirmarse, aunque con resultados muchos más magros que los esperados y, en muchos casos, estrellándose justamente con la barrera de los nacionalismos —como le ocurrió a Podemos en España luego de la crisis de secesión catalana y como fue el caso de las incongruencias en la posición del laborismo de izquierda dirigido por Jeremy Corbyn frente al proceso del Brexit—.
Esta Europa del nuevo milenio sirve como ejemplo global de que el «centrismo» político se encuentra en crisis: cada vez le resulta más difícil contener a la ultraderecha y, en consecuencia, cada vez depende más —como en el caso francés— de la memoria histórica de la sociedad para evitar que el esperpento de la derecha radical llegue al poder.
Esta crisis de hegemonía de «baja intensidad» se revela elección tras elección, cuando la tarea se vuelve cada vez más titánica y el apoyo a la ultraderecha se conjuga con la caída de la participación electoral, principalmente por la desafección con la democracia de las clases populares. Macron, por ejemplo, ha sido reelecto, sí, pero su capital político es el más limitado para un presidente en la historia francesa. Contamos con datos suficientes para concluir que han sido más los franceses que han votado con la nariz tapada que quienes apostaron genuinamente por la reelección del presidente francés.
Alberto Fernández en cambio, parece extraer una conclusión diferente de la situación política europea. Su cuarta visita al continente (lo que convierte a Europa en su destino favorito) puede leerse como la más importante en términos de construcción política personal del presidente. No por el —¿fallido?— primer anuncio público de aspirar a la reelección, ni tampoco por su polémica a distancia con la vicepresidenta Cristina Kirchner. Alberto Fernández busca algo en Europa, pero lo que busca no es un programa político y tampoco la voluntad —aunque ganas no le falten— de convertirse en el presidente latinoamericano favorito de la socialdemocracia europea.
A pesar de que el motivo oficial de la gira presencial sea escudado en los intereses comerciales y la atracción de las inversiones en el marco de la invasión rusa a Ucrania, estos parecen objetivos grandilocuentes que terminarán por otorgar un resultado en los hechos más bien nulo. La Europa que Fernández elige visitar no es cualquiera, y el diseño de sus encuentros da muestras de cuál será el perfil de su gobierno de cara al final de su gestión y sobre cuál será la apuesta tanto de él como de su espacio de cara a las elecciones de 2023.
Además de su paso por Francia (destino que se agregó como producto de la victoria de Macron), el presidente comenzó su gira por España. Ahí, Fernández solo apareció públicamente con el presidente del gobierno Pedro Sánchez y con el Rey Felipe VI. Esta vez, no hubo ningún encuentro público —hasta donde se sabe, tampoco privado— con nadie de Unidas Podemos, un giro más que interesante en relación a sus anteriores visitas al Estado español.
En Alemania, el país europeo donde el centro es más hegemónico, la asimetría entre los Jefes de Estado entre ambos países pudo apreciarse a simple vista. El plegamiento sin reservas de la política exterior europea frente a Rusia, al rol de China en la región y, principalmente, el «reimpulso» del acuerdo entre el MERCOSUR y la Unión Europea, deben ser leídos menos como una señal de claudicación de las banderas ideológicas del nacionalismo popular peronista por parte del presidente y más como un intento de adquirir el carnet de pertenencia al club del «extremo centro» europeo, como lo llamó Tariq Alí. Se trata de una búsqueda que conduce al presidente a cometer los reiterados actos de eurocentrismo revulsivo a los que ya nos hemos acostumbrado.
Fernández desea mirarse en el espejo europeo, ya que es el único que puede devolverle una imagen con la que se siente a gusto. Con la irrupción de la ultraderecha en la política argentina y con la izquierda todavía ausente en la discusión, el realineamiento de Fernández parece ser claro: su única posibilidad para salvar su proyecto político ya maltrecho radica en la emulación sui generis del escenario político europeo que se caracteriza por la gestión de la crisis de hegemonía persistente desde la crisis global de 2008.
Con algo de astucia, Fernández intenta polarizar nuevamente con Mauricio Macri, quien representa al sector de Juntos por el Cambio más permeable a la radicalización luego de la emergencia de un competidor por derecha. En este contexto «la ultraderecha o yo» comienza a mostrarse como el único escenario donde Alberto Fernández podría llegar a tener alguna chance concreta de no pasar sin escalas de la Casa Rosada al basurero de la historia. El presidente y su círculo lo saben, y esta gira europea es el punto de inicio para la construcción de ese escenario.
El problema es que, a diferencia de lo que ha funcionado hasta el momento en Europa, en Argentina —aunque esto podría extenderse a buena parte de América Latina— no existe hoy ninguna condición objetiva que permita pensar en la formación de un «cordón sanitario» tanto contra la ultraderecha a secas (Javier Milei y la Libertad Avanza), como tampoco contra una «centroderecha» que se ha radicalizado tanto en su discurso como en su programa luego de la derrota electoral en 2019.
Las masas de votantes de ambas fuerzas conservadoras son casi completamente intercambiables en el caso argentino: los sectores ligados a la exportación de materias primas, principalmente en el sector agropecuario, una parte relevante de las clases medias, y todos los grupos sociales permeados por alguna variante del conservadurismo social. Si estos sectores tuvieran que tomar una decisión “electoral”, la migración de una expresión a la derecha hacia otra sería, más que seguramente, completa. Esto aplica, inclusive, si dentro de Juntos por el Cambio termina por imponerse un liderazgo más “moderado” como el que intenta construir, no sin incongruencias, Horario Rodríguez Larreta.
A pesar de que sea usualmente subestimado, el fenómeno del antiperonismo en Argentina conserva una tendencia histórica hacia la unidad de sus distintas expresiones, y el coqueteo de Juntos por el Cambio, la derecha más liberal, con la ultraderecha es una muestra clara de eso. Una vez identificado un enemigo a vencer, el espacio ideológico y representativo del antiperonismo se alineará en bloque con la expresión electoral de ese universo que se encuentre con mejores posibilidades para imponerse. Por eso, agitar el fantasma de la derecha como única estrategia puede ser en Argentina la forma más directa de allanar el camino al cementerio.
Lo más difícil de la situación radica en que ese escenario, más allá de su desenlace, significaría una profunda derrota política para la clase obrera. Mientras que la victoria de la derecha —sea en su versión ultra o en su versión soft— traerá aparejada la búsqueda por reinsertar el programa de reestructuración de la sociedad argentina en virtud de la maximización de las ganancias capitalistas a costa de los derechos colectivos de lxs trabajadorxs, es necesario remarcar que la victoria de un gobierno á la Macron, en un contexto como el argentino, en el que la puja distributiva parece tener un ganador claro (y no son las mayorías), solo puede significar la contención parcial de la derrota colectiva de la clase obrera, pero no el final de la ofensiva.
Lo único que puede frenar este escenario es la irrupción por izquierda de un elemento que disloque el escenario político y le arrebate el momentum a las fuerzas conservadoras. La dificultad radica en que no hay fenómeno televisivo ni discurso grandilocuente que pueda generar o agilizar ese proceso. En última instancia, solo el pueblo salvará al pueblo.