La segunda vuelta de las presidenciales francesas de este domingo enfrentará al neoliberal acérrimo Emmanuel Macron con la ultraderechista Marine Le Pen. En la primera vuelta del 10 de abril, cada uno se llevó alrededor de un cuarto de los votos (27,4 y 23,1 por ciento, respectivamente); para ganar la segunda vuelta, ambos necesitan atraer un apoyo más amplio, en particular entre el electorado de la izquierda. Aunque su principal candidato, Jean-Luc Mélenchon, no consiguió pasar a la segunda vuelta por poco, su impresionante resultado del 22% impulsó el voto global de la izquierda (32%) y le situó en una posición estratégica para la siguiente etapa de la carrera. A diferencia de los partidos de izquierda derrotados (verdes y socialistas), Mélenchon no apoyó a Macron, aunque sí hizo hincapié en que ninguno de sus votantes debería votar a Le Pen.
Los principales medios de comunicación se apresuraron a rechazar la posición de Mélenchon por considerar que trivializaba la amenaza de la extrema derecha. Pero él es consciente de que respaldar a Macron sería muy divisivo entre su propio electorado. Una votación online entre los partidarios de Union Populaire -el movimiento que apoyó su campaña- confirmó la división. Dos tercios de los 215.000 participantes optaron por el voto en blanco (o nulo) o por la abstención (37,6% y 29%, respectivamente), mientras que sólo un tercio (33,4%) se inclinó por el voto al gobernante actual; el movimiento ni siquiera se planteó apoyar a Le Pen. El diario de centroizquierda Le Monde comentó que «entre los partidarios de Mélenchon, la papeleta de Macron es minoritaria para la segunda vuelta».
Aunque el periódico expresó su sorpresa, esta tendencia no es nueva. Ya en 2017, por primera vez en la historia de las elecciones presidenciales francesas, la abstención aumentó entre las dos vueltas (en 1,6 millones de votos), y el número de votos en blanco y nulos (es decir, emitir una papeleta para expresar el rechazo a ambos candidatos) pasó de 960.000 a más de 4 millones. Según las estimaciones, entre el 24% y el 36% de los votantes de Mélenchon se abstuvieron en esa segunda vuelta, y el 17% optó por el voto en blanco o nulo; entre los votantes del entonces candidato socialista/verde, Benoit Hamon, la abstención se situó entre el 17% y el 24% y el voto en blanco o nulo en el 10%. Incluso una pequeña, pero no despreciable, minoría del voto de izquierdas fue a parar a Le Pen: entre el 7 y el 19 por ciento del electorado de Mélenchon, según diversos sondeos.
Hay, sin embargo, una diferencia importante: en 2017, las posibilidades de que Le Pen ganara las elecciones eran casi nulas. Este no es el caso hoy: las encuestas disponibles dan todas a Macron una ventaja, pero es mucho más estrecha que hace cinco años. Por primera vez en la historia de Francia, la extrema derecha está a las puertas del poder. Sin embargo, parece que la opción de un voto para «parar a Le Pen» –utilizar la boleta de Macron– es aún menos popular entre el electorado de izquierdas que entonces. Los sondeos disponibles muestran que entre el 60 y el 70 por ciento del electorado de Mélenchon piensa abstenerse, votar en blanco o nulo, o incluso por Le Pen. El lema «ni Macron ni Le Pen» que floreció durante la ocupación de la Sorbona y otros edificios universitarios la semana pasada sugería algo parecido.
Ugo Bernalicis, diputado del movimiento Francia Insumisa de Mélenchon, resumió su posición:
Nuestro punto es que no debe haber ningún voto para Le Pen. Pero no podemos estar en un frente común con la Republique en marche [el movimiento de Macron]. Es políticamente imposible. Después de los cinco años que acabamos de tener, no se entendería. Corresponde a Macron convencer a los electores que nos han votado.
Esta es la verdadera cuestión: «después del lustro que acabamos de tener» es políticamente insostenible que la principal formación de izquierdas pida el voto para Macron. Esta imposibilidad se refleja en el hecho de que una parte importante de su electorado –incluso una clara mayoría, según los indicadores disponibles– se niega a respaldar al presidente saliente.
La política del miedo
En el debate público esta posición se descarta de plano. Para los de izquierda, se nos dice que negarse a votar a Macron significa sucumbir a la «ira», ser prisionero de las «emociones» y, por tanto, «allanar el camino» a la extrema derecha. Estar del lado de la «Razón« implica, según esta lógica, optar por el «mal menor» -por lo tanto Macron- ya sea para «detener el fascismo», en la versión de la izquierda, o para «defender la República», en el lenguaje corriente.
Ciertamente, uno podría presentar argumentos racionales para un voto táctico a Macron. Pero está claro que el razonamiento que acabamos de mencionar también se basa en las emociones. Incluso se trata de la emoción maestra de la política moderna: el miedo.
En palabras de Maquiavelo para el soberano «es mucho más seguro ser temido que amado». Y también sabemos que cuando este miedo ya no opera, el miedo que se apodera del poder soberano cuando se enfrenta a los súbditos insurgentes, exhibiendo así su verdadero origen: la fuerza bruta. El «mal menor» también puede leerse como una reacción a «lo que más nos asusta».
En la historia del pensamiento político, el miedo juega un papel ambivalente, un factor necesario para el surgimiento de cualquier poder soberano y, al mismo tiempo, uno que concentra su inestabilidad interna. Para Hobbes, el miedo a la muerte empuja a los humanos a decidir instituir un poder soberano como única forma de escapar de la «condición natural» de «guerra de todos contra todos». Cualquier orden político, incluso el más autoritario, parece así preferible al caos que se apodera de la vida social cuando el poder soberano se derrumba, provocando una guerra civil como la que Hobbes vio en Gran Bretaña durante la década de 1640. Para él, consentir al poder soberano es una acción voluntaria, pero también un acto de autodesposesión, por el que el sujeto, movido por el miedo a la muerte, transfiere su «libertad natural» a una autoridad que garantiza la autoconservación de todos. Cuando esta garantía deja de ser efectiva, los ciudadanos recuperan su libertad natural, hasta que el miedo a la muerte les lleva a decidirse por un nuevo pacto de soberanía.
La idea de Le Pen como el «peligro» supremo está, por tanto, previsiblemente en la primera línea de todos los llamamientos a votar por Macron en la segunda vuelta. Por poner un ejemplo, el sábado 16 de abril, día del principal mitin de su campaña en Marsella, el presidente-candidato comenzó su discurso elaborando una larga lista de temas en los que considera que la extrema derecha representa un «peligro para nuestro país». El mismo día, el presidente del sindicato patronal MEDEF de Hauts-de-France declaró que «el programa de Marine Le Pen es un peligro para Francia», mientras que a nivel nacional, la misma organización declaró que su programa «llevaría al país a un retraso con respecto a sus vecinos y lo situaría al margen de la Unión Europea». Este lenguaje suena muy similar al utilizado para caracterizar a los candidatos considerados «hostiles a las empresas». Según el MEDEF, el programa de Le Pen «dañaría la confianza de los agentes económicos, reduciendo así la inversión y la creación de empleo. El aumento muy fuerte y sin financiación del gasto público podría llevar al país a un punto muerto».
Durante años, los encuestadores han construido una especie de «índice de miedo» a Marine Le Pen, diseñando encuestas para medir el «peligro» que representa según la opinión pública. En este discurso basado en el miedo, el adversario debe ser demonizado esencialmente por su «imagen» y mucho menos por el contenido de las políticas que propone. La respuesta de la extrema derecha juega, pues, al nivel de esta imagen pública, buscando «desdemonizar» a la persona individual sin cambiar realmente sus posiciones; un juego que Le Pen ha jugado con bastante habilidad. El éxito de su estrategia de «desdemonización» se basa sobre todo en la debilidad de la estrategia contraria, que no pretende dar a conocer el carácter real de su política, sino suscitar el miedo. En su versión más cínica –promovida por Macron– esta emoción se manipula para chantajear a los votantes reticentes, la única forma de que una fuerza minoritaria como la suya se imponga electoralmente.
Un candidato antisocial
Sí, es perfectamente cierto que Le Pen representa un «peligro» , o, más exactamente, que la aplicación de su programa es incompatible con todo lo que hace posible una vida en común digna de ese nombre. Este punto no puede ser suficientemente señalado, y debe hacerse con todo el rigor y la fuerza necesarios. Sin embargo, para llegar más allá de los que ya están convencidos de la maldad de Le Pen, también es necesario subrayar el carácter profundamente antisocial de su programa, y el hecho de que lejos de atacar sólo a las «minorías», ataca los derechos y los intereses vitales de la gran mayoría.
Para la izquierda, el reto es deconstruir lo que hace atractivo su discurso para una parte considerable del pueblo trabajador, a saber, la promesa de una mejora de su condición material y de su estatus social mediante la institucionalización de la discriminación –la exclusión– de «extranjeros» y de todos aquellos considerados como amenazas para la nación, siendo los musulmanes el primer objetivo.
Para ello, hay que demostrar, en particular, que, aunque las grandes empresas apoyen mayoritariamente a Macron, el programa económico y social de Le Pen es profundamente neoliberal, basado en recortes fiscales que benefician sobre todo a los más ricos. Es una agenda para destruir todo lo que queda de servicio público sin ofrecer ninguna mejora para los salarios y la protección social; aparte de excluir a toda una parte de los que contribuyen a ellos con su trabajo.
Pero también estos argumentos apelan a todo tipo de emociones. Centrarse en el miedo mientras se pretende hablar sólo en nombre de la «razón» podría no ser el argumento político más eficaz. Si las emociones no están sólo en un lado, si no están desconectadas de la racionalidad, y si las ideas emancipadoras también implican una dimensión emocional, podría ser que la «ira» no sea necesariamente un mal consejo. Inspirándose en Albert Camus, la filósofa Sophie Galabru afirmaba recientemente que, al contrario que el miedo -que incita a la pasividad y a la renuncia más que a la rebelión-,
la ira es una emoción que nos empuja a actuar, a tomar iniciativas, tanto en lo íntimo como en lo colectivo. La ira, al fin y al cabo, es una emoción hermosa y noble, ligada a la libertad, a la justicia, a la esperanza de un mundo mejor. Si permanece conectada a esta alegría, puede conducir al éxito.
La deriva autoritaria
La pregunta es entonces: ¿qué revela la inmensa cólera suscitada por Macron? ¿Qué tipo de síntoma es la negativa de los votantes de izquierda a apoyarle, incluso a riesgo de ver ganar a Le Pen?
La declaración del diputado Ugo Bernalicis, citada anteriormente, ofrece una respuesta: apoyar a Macron para la segunda vuelta estaría en contradicción con la experiencia de su presidencia. Esta experiencia suscita ciertamente un enfado generalizado, pero también da lugar a algunos argumentos claramente racionales. Empezando por éste: el primer mandato de Macron no ha sido una continuación lineal de las políticas llevadas a cabo antes, como una presidencia neoliberal «ordinaria» más. Más bien, ha superado umbrales cualitativos en el proceso de construcción de un régimen neoliberal autoritario. El término esencial para entenderlos es «violencia», social, física y simbólica.
La represión del movimiento de los Gilets jaunes fue el punto de inflexión de la presidencia de Macron, que resume el cruce de este umbral cualitativo. Se derramó sangre –literalmente– y la magnitud de la represión desatada en ese momento provocó una ruptura en la conciencia colectiva. La forma en que se organizó y justificó este estallido de brutalidad reveló la magnitud del odio que se apoderó de las clases dirigentes y sus representantes, y su determinación de recurrir a una violencia potencialmente ilimitada para reprimir un movimiento popular.
Más que figuras siniestras como el entonces ministro del Interior, Christophe Castaner, o el jefe de la policía de París, Didier Lallement, fue Luc Ferry, filósofo y antiguo ministro de Educación, quien mejor expresó la sed de sangre de la burguesía francesa, al declarar: «Que [la policía] use sus armas de una vez por todas. ¡Ya es suficiente!. …. Tenemos el cuarto ejército del mundo y es capaz de acabar con esta escoria». A partir de entonces, la idea de estar de alguna manera «del mismo lado» con esta gente se volvió simplemente impensable para amplios sectores de la sociedad, sobre todo –pero no sólo– entre la clase obrera.
La «abstención activa» defendida por los portavoces de los Gilets Jaunes radicalmente opuestos a la ultraderecha, como Priscillia Ludosky o Jérôme Rodríguez, atestiguan la popularidad de esta posición en amplias capas sociales. Al igual que estas palabras de un joven activista de France Insoumise, recogidas por Le Monde:
«Está descartado que vote a Le Pen. Pero también lo está apoyar a Macron”. En 2017, sin embargo, este activista sí votó al candidato de En marche! [Macron]. «Y luego, durante las manifestaciones de los Gilets Jaunes, vi a este gobierno neoliberal, con su violencia, atacar y mutilar a la gente, lo que despertó sentimientos de culpa».
Voces similares se escuchan en las «banlieues» multirraciales, donde Mélenchon tuvo un apoyo masivo en la primera vuelta. El rechazo a Macron ha alcanzado tal nivel que la causa «anti-Le Pen» no funciona ni siquiera entre los más directamente afectados por el discurso de la extrema derecha.
Revuelta electoral
Esta ruptura entre el cuerpo social y el régimen de Macron no se ha producido en un momento puntual. Ha sido cuidadosamente preparada y reactivada por la avalancha de brutalidad policial y represión judicial que la precedió y la siguió. La represión cayó tanto sobre los masivos movimientos sociales de los últimos cinco años como sobre los individuos ordinarios atrapados en su vida cotidiana. Se ha unido a una llamativa serie de leyes liberticidas que perpetúan los dispositivos del estado de emergencia, apuntan a los inmigrantes, restringen drásticamente el derecho a manifestarse y otorgan a la policía y a las agencias de inteligencia poderes exorbitantes.
La islamofobia de Estado ha alcanzado un nuevo nivel con la ley «antiseparatista», que arroja sospechas sobre todos los musulmanes y permite la disolución y el cierre de cientos de sus asociaciones, negocios y lugares de culto; no menos de 718, según el periodista Widad Ketfi.
La escalada de autoritarismo también se dirigió a las organizaciones antifascistas y ha continuado con la grotesca campaña lanzada por los ministros de Educación Jean-Michel Blanquer y Frédérique Vidal contra el «islamoizquierdismo», una «gangrena» que supuestamente se está apoderando de las universidades del país. Por último, uno de los rasgos más distintivos del mandato de Macron fue la muestra de arrogancia y desprecio –en realidad una mezcla de odio y miedo al pueblo– que animó al presidente saliente y a sus ministros.
Esta violencia simbólica ininterrumpida no es más que la otra cara de la violencia física que ha marcado estos años. Comentando este famoso concepto acuñado por Pierre Bourdieu, el antropólogo Emmanuel Terray observó con lucidez a principios de los años 2000
la violencia simbólica no constituye una especie de violencia distinta, autónoma y autosubsistente que pueda oponerse a la violencia física y al uso de la fuerza brutal. Más concretamente, no puede utilizarse de forma independiente [de otras formas de violencia]. En su origen y, si se me permite decirlo, en su núcleo central, es y sigue siendo la violencia física… La violencia física y la violencia simbólica son dos caras de la misma moneda.
Viniendo de los partidarios del programa radical de Mélenchon, la negativa a votar a Macron –o incluso, en algunos casos extremos (y afortunadamente minoritarios), el voto a Le Pen– debe entenderse como una revuelta electoral contra la violencia experimentada por el cuerpo social, directa o indirectamente, durante su presidencia. Para ellos, constituye una especie de transgresión, el último acto de autodefensa contra el mecanismo que impone esta elección imposible mediante el ejercicio de una violencia multiforme. Así que, sí, también hay que considerar sus posibles consecuencias: esta vez, Le Pen podría ganar la presidencia, aunque, a estas alturas, no sea el escenario más probable. Si lo hace, la responsabilidad recae enteramente en Macron y su gobierno, y ciertamente no en Mélenchon y esa izquierda que se niega a rendir pleitesía al bloque gobernante.
Cualquiera que sea la posición individual o colectiva ante la segunda vuelta –abstención, voto en blanco/nulo o voto táctico a Macron– es crucial que la izquierda no se aísle de los sectores sociales que se niegan a dejarse chantajear por el juego electoral que hoy se ofrece. Para ello, es necesario deshacerse de las habituales posturas moralistas, e ir más allá de la mera repetición de referencias históricas que tienen poco sentido para amplios sectores de la población, precisamente a los que hay que convencer. Es igualmente crucial salir de la cultura del miedo, y en su lugar confiar en la inteligencia colectiva para explicar cuál es la verdadera política de la extrema derecha.
En este punto, no es menos urgente empezar a pensar seriamente en la estrategia a seguir si Le Pen gana. Está claro que los llamamientos incantatorios a la «sublevación» o a la «resistencia» no servirán. Levantarse a escala masiva contra un resultado electoral –y mucho menos crear las condiciones para revertirlo– no es una empresa fácil. La movilización popular debe construirse, paso a paso, y su éxito depende también de una estrategia de alianzas y luchas a nivel institucional, político y electoral.
Las elecciones parlamentarias de junio aparecen ya como un momento crucial en este sentido. Sea cual sea el resultado de las presidenciales, la izquierda puede transformar esta próxima contienda en una «tercera vuelta» electoral, una cita decisiva para derrotar tanto al bloque macronista como a la ultraderecha, para la que es el terreno menos favorable. Este es exactamente el argumento de Mélenchon. Ha pedido a los franceses que lo elijan como primer ministro para encabezar una mayoría parlamentaria sea quien sea el presidente electo. Lo que está por ver es si esta audaz apuesta, contra la lógica del miedo, puede continuar la movilización que llevó a su Union Populaire al mejor resultado de la historia de la izquierda radical en unas elecciones presidenciales.