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Geraint Rowland / Flickr

La oportunidad constituyente

La convocatoria a un referéndum constitucional en Perú ha alineado las fuerzas en pugna, abriendo una ventana de oportunidad política. Corresponde ahora a los sectores en disputa desplegar sus esfuerzos para convocar y convencer a la población.

Los últimos años Perú vive una profunda crisis resultado de la descomposición del régimen impuesto tras el autogolpe de Alberto Fujimori. En abril de 1992 se instaló un orden económico, político y social ampliamente favorable a los grupos de poder. Dicho orden contó con la Constitución de 1993 como el «candado» necesario para frenar cambios sustantivos. Así lo entendieron los sucesivos gobiernos de derecha electos en democracia, manteniendo el régimen y haciendo negocios con los recursos y el aparato público.

En 2016, la desigualdad generada por el modelo, la precariedad política y la trama de corrupción develada por el caso Odebretch gatillaron el inicio del actual ciclo de inestabilidad, que contó con una seguidilla de cuatro presidentes en cinco años, todos acusados de corrupción. El hartazgo de la población con la clase política se agudizó con la pandemia, avivando las demandas de cambios estructurales. Esas demandas incluyeron siempre la redacción de una nueva Constitución.

La elección de Pedro Castillo como presidente canalizó la expectativa de cambio de los pueblos excluidos, pero no resolvió la crisis de régimen. La disputa sigue abierta, configurando un escenario complejo en el que sectores golpistas conspiran permanentemente para destituir al presidente y desprecian las legítimas demandas de transformación de buena parte de la población. De otro lado, las organizaciones sociales se movilizan demandando que el gobierno lleve adelante los cambios prometidos, incluyendo la nueva Constitución.

En respuesta a esta tensión, el viernes 22 de abril, desde Cusco, el presidente Castillo comunicó que presentaría un Proyecto de Ley para convocar a referéndum constitucional en octubre de 2022, cosa que hizo tres días después. Este hecho ha abierto una ventana de oportunidad política. La redacción de una nueva Constitución representa un paso fundamental para comenzar a clausurar el ciclo político de la Constitución de 1993, que significó una salida autoritaria favorable a las élites político-empresariales. El actual proceso constituyente podría encauzar democráticamente la crisis de régimen y generar un nuevo pacto social.

La Constitución de 1993: salida autoritaria y empresarial a la crisis

A inicios de los 90 el Perú vivía también una profunda crisis: el régimen instaurado en 1978 colapsaba en medio de la violencia, la hiperinflación y la debacle de los partidos políticos. Esta crisis se resolvió de manera autoritaria con el autogolpe de 1992 liderado por Fujimori y su socio Montesinos, que contó con el aval de las Fuerzas Armadas y de los grupos de poder económico.

Meses después, para legitimar la medida y ante la presión internacional, Fujimori convocó a un cuestionado Congreso Constituyente Democrático (CCD) del que participaron 80 representantes (contando apenas 7 mujeres y ningún indígena o afroperuano). La propuesta de Constitución que redactó el CCD fue sometida a un Referéndum, en el cual el 52,2 % votó por el «Sí» y el 47,8% por el «No». Los resultados fueron objetados por diversas organizaciones políticas y sociales, pues la ONPE estaba controlada por el Fujimorismo. Pero la fuerza de los tanques y la maquinaria montesinista, comprando políticos y medios de comunicación, silenciaron los cuestionamientos.

La Constitución aprobada en 1993 sobrevivió a la caída de Fujimori en 2001, reorganizando la vida nacional en ejes básicos como la economía, el trabajo y los derechos sociales. El capítulo económico de la Constitución, que comprende básicamente todo el Título III limita el rol de Estado a «promotor de la actividad de mercado», anulando su competencia para combatir la desigualdad social. La implementación del modelo económico facilitó lo que Francisco Durand (2004) denomina «la captura del Estado» por parte del sector privado, las corporaciones nacionales, oligopolios y multinacionales, allanando el camino hacia la extrema concentración del poder económico poru una pequeña élite empresarial involucrada generalmente en corruptelas y negociados.

En lo que respecta al régimen laboral, contenido en el Capítulo II, existen importantes diferencias respecto a la constitución de 1979, que asignaba un valor prioritario al trabajo y al trabajador, considerándolos fuente principal de la riqueza. La Constitución de 1993 borra de un plumazo ese carácter, reduce importantes conquistas —como la estabilidad laboral, la sindicalización o la negociación colectiva— e instaura la tercerización y los «regímenes laborales especiales». Dicho texto constitucional incluye también la reforma del sistema de pensiones e impone las Asociaciones de Fondos de Pensiones (AFP), emulando la Constitución pinochetista chilena.

Con la Constitución del 93, los derechos sociales pasan a ser responsabilidad del individuo o las familias, minimizando el rol del Estado. El derecho a la salud dejó de ser reconocido como tal y fue reemplazo por un ambiguo «Todos tienen derecho a la protección de su salud». Asimismo, el derecho a la vivienda fue eliminado, de modo que el Estado dejó de ser garante para convertirse en «promotor», lo que abrió paso al negocio de las inmobiliarias. En educación, el texto que reconocía explícitamente el deber del Estado fue cambiado por uno según el cual «el Estado reconoce y garantiza la libertad de enseñanza». Este marco constitucional liberalizó el mercado educativo, favoreciendo la creación de colegios y universidades privados de bajo costo y pésima calidad.

También los derechos de los pueblos indígenas fueron recortados por la Constitución del 93, pues se eliminó el carácter imprescriptible, inembargable e inalienable de las comunidades campesinas y nativas. Solo quince años después, tras férreas luchas e incluso muertos por parte de las organizaciones indígenas, se logró la aprobación de la Ley de consulta previa, la misma que lamentablemente este año fue desconocida por el actual Tribunal Constitucional, de mayoría fujimorista.

Luego de 30 años, el orden constitucional impuesto en 1993 ya no garantiza estabilidad política, crecimiento económico ni justicia social. Por el contrario, en momentos duros, como el que vivimos recientemente con la pandemia, deja a los peruanos desarmados ante clínicas buitres. Hoy, en medio de una crisis energética mundial, el modelo limita la intervención del Estado, afectando las economías populares.

El proceso constituyente: una oportunidad democrática ante la crisis de régimen

En su afán por desvirtuar el proceso constituyente, los grupos de poder han dicho que en la actual crisis política es mejor realizar cambios puntuales a la actual Constitución. Por el contrario, creemos que el proceso constituyente puede ser una salida a la crisis y abrir paso a la reforma política tan necesaria desde que en 2016 el Fujimorismo alcanzó mayoría en el Parlamento, iniciando una serie de reformas constitucionales de espaldas a la ciudadanía.

Los últimos cinco años la Constitución ha sido sucesivamente modificada, con resultados mediocres a conveniencia del proponente de turno. Lo vimos en 2019, con el Referéndum convocado por Martín Vizcarra, que no cambió nada sustantivo ni del sistema político ni del sistema de justicia. Peor aún, desde julio de 2021, la Constitución ha sido modificada por el Congreso para romper el equilibrio de poderes. En la práctica, cambios como limitar el derecho a referéndum, restringir la cuestión de confianza o abusar de la «vacancia por incapacidad moral» nos colocan en un régimen parlamentarista sin que exista regulación, pues los miembros del Tribunal Constitucional son designados por el Parlamento.

A estas alturas, queda claro que las reformas parciales no funcionan; corresponde una discusión integral de la Constitución que incluya las principales las reglas de juego políticas, económicas y sociales de convivencia nacional, y es oportuno que esa tarea la asuma no un grupo de congresistas, sino una Asamblea plurinacional y paritaria.

Otro argumento levantado contra el proceso Constituyente cuestiona la idoneidad y calidad de los representantes que podrían resultar electos como miembros de la Asamblea. Se argumenta que serían los grupos conservadores de derecha o los representantes de la izquierda tradicional quienes tendrían mayoría, o que los partidos políticos actuales ocuparían nuevamente la mayor parte de los escaños. Pero estos argumentos expresan una visión reaccionaria que prefiere no tomar riesgos y mantener un statu quo decadente antes que disputar la elección de representantes acordes con sus expectativas.

Vale anotar además que, según el Proyecto de Ley, solo el 40% de los integrantes de Asamblea Constituyente correspondería a partidos políticos, mientras que el 30% pueden ser asambleístas independientes, cupo en el que podrían resultar electos líderes sociales, académicos o incluso representantes de gremios empresariales. Además, en un hecho histórico, esta Asamblea contemplaría la paridad y la diversidad cultural, reservando un 26% de representantes a pueblos indígenas y 4% de afroperuanos. Claramente, la idoneidad de todos los constituyentes no está asegurada; pero el proceso de discusión abierto permitirá a la ciudadanía evaluar, discernir y definir quiénes son los representantes que pueden defender sus demandas e intereses.

No han faltado tampoco quienes han manifestado su disconformidad con la propuesta de Referéndum Constitucional afirmando que «no es el momento». Para la derecha no es momento porque generaría «inestabilidad», afectando el modelo político y social que los beneficia. Para un sector de la izquierda urbana, por otro lado, no es buen momento porque la propuesta habría sido lanzada por Castillo de forma «oportunista», con el objetivo de desviar la atención de los graves problemas del país. Más allá de los parámetros subjetivos con que estos grupos dictaminan lo bueno o malo del momento, lo real es que esta iniciativa ha alineado las fuerzas en pugna y ha abierto una «estructura de oportunidad política», entendida como el grado de probabilidad que tienen los grupos de acceder, influir y orientar favorablemente el curso de un proceso histórico.

La ventana de oportunidad está abierta. Corresponde a los sectores en disputa desplegar sus esfuerzos para convocar y convencer a la población. La nueva Constitución no será la salvación mágica a todas las crisis ni eximirá al gobierno de trabajar en la agenda de transformaciones por las que fue electo, pero sí puede generar procesos de diálogo y entendimiento. Negar el Referéndum sería desconocer las demandas de un sector de la población que legítimamente reclama ser atendido, profundizando brechas que polarizan y erosionan la convivencia. Esperemos que esta vez el Perú no cierre la posibilidad de dirimir la crisis democráticamente y más bien la aproveche, transitando por un nuevo camino de protagonismo popular y ciudadano.

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Publicado en Crisis, Historia, homeCentroPrincipal, homeIzq, Perú and Política

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