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Cochabamba (Bolivia), 4 de julio 2013. Movimientos sociales y comunidades indígenas de Cochabamba se congregaron en el coliseo de Las Coronillas para respaldar al Presidente Evo Morales. (Foto: Wikimedia Commons)

La disputa estratégica en Bolivia

La polarización política y social que atravesó al país desde noviembre de 2019 ya no muestra la virulencia de ayer, pero continúa. Hoy asistimos a una nueva fase, en la que una serie de fisuras internas parecen anticipar divisiones más profundas.

En Bolivia acostumbrábamos a vivir terremotos políticos con cada cambio de orientación económica; nuestros hábitos mentales establecían una causalidad casi lineal entre la economía y la política. La crisis política desatada a fines de 2019, que dio lugar a un peculiar golpe de Estado, trituró tal esquema. El descontento y la desconfianza de una parte de la sociedad hacia el gobierno del MAS no estaba movilizado por la carestía material.

Había, ciertamente, cifras algo menores de crecimiento macroeconómico. También existía un descenso de las exportaciones clave (sobre todo el gas). Pero de ninguna manera se podía hablar de una crisis económica. El núcleo social que articuló la oposición callejera al entonces gobierno de Evo Morales surgió de la pequeña burguesía urbana blanca y mestiza. Y aunque esta clase media haya podido sumar a algunos sectores más plebeyos a la histeria antimasista, no hubo demandas económicas levantadas durante sus movilizaciones. La articulación política giró en torno al «Fuera Evo».

Aquel 2019 mostró un país fracturado en dos. Ante el desgaste del proyecto hegemónico del MAS, el bloque social de la burguesía agroindustrial, la burguesía financiera y las clases medias desató una ofensiva animada por la aspiración de patrimonializar —otra vez— el Estado.

La derecha social y política logró tomar el gobierno con favor de la policía, el Ejército y las fábricas de opinión pública que son los grandes medios de comunicación, pero su instinto oligárquico le jugó en contra. En lugar de desarrollar una política inteligente hacia los sectores populares, la gestión gubernamental del golpismo concentró rápidamente a trabajadores, campesinos e incluso la pequeña burguesía plebeya en su contra, mostrando su completa estulticia estratégica. Por su lado, el Movimiento Al Socialismo, que vio a sus líderes huir y su aparato desbandarse, logró reencauzar su camino no tanto en virtud de algún mérito propio sino a partir de la capitalización de los errores de la derecha.

La polarización política y social que atravesó al país desde noviembre de 2019 ya no muestra la virulencia de ayer, pero continúa. Hoy asistimos a una nueva fase, en la que una serie de fisuras internas parecen anticipar divisiones más profundas.

La crisis del MAS

El pasado mes de marzo, en la ciudad de Oruro, el MAS convocó a un acto masivo para conmemorar los 27 años de su fundación. Al centro de la tarima se acomodaron David Choquehuanca (Vicepresidente del Estado), Luis Arce Catacora (Presidente del Estado) y Evo Morales (Presidente del partido), queriendo reflejar en el escenario la imagen de un MAS que, lejos de agrietarse, se encuentra «más unido que nunca».

La escenificación no es gratuita. Por medio de declaraciones subidas de tono y amplificadas por la prensa opositora, se han ido ventilando públicamente una serie de conflictos internos. Un diputado suplente de Santa Cruz, por caso, llamó «vieja rosca» a la cúpula partidaria, resultando en su expulsión del partido. 

La bancada oficialista de la Asamblea Legislativa Plurinacional, para poner otro ejemplo, ha programado una interpelación (una lectura de informe en el pleno de la Asamblea) contra su propio Ministro de Gobierno, Eduardo del Castillo, debido a sus declaraciones públicas acerca de «algunos dirigentes cocaleros» que «se hacen ricos con el negocio de la coca» (el propio Morales, dirigente de los campesinos productores de coca además de presidente del partido, salió a pedir explicaciones). 

Está claro que la interpelación funciona como escarnio público contra el Ministro. A todo el escándalo deben sumarse las recientes declaraciones de Morales, quien sostuvo que «hay que tener cuidado con el Ministerio de Gobierno», sugiriendo el involucramiento de altos funcionarios de ese ministerio y de oficiales de alto rango de la policía en actos de encubrimiento al narcotráfico. 

Las tensiones del «grupo Choquehuanca» (liderado por el actual Vicepresidente del Estado) con Evo Morales, finalmente, no son nuevas ni desconocidas. Aunque estos signos de crisis interna del MAS todavía pueden ser disimulados con declaraciones públicas y escenificaciones para la pantalla, lo cierto es que son indicio de la existencia de una serie de tensiones irresueltas, que obedecen a conflictos políticos de mayor alcance. La derecha política y mediática, por demás interesada en profundizar las grietas en el oficialismo, asume posturas que en lo posible procuren aislar y menoscabar la imagen del líder cocalero y ex presidente del Estado.

¿Masismo sin Evo?

El MAS es una articulación de bloques sociales y políticos. Durante los 15 años de gestión del gobierno, la figura del caudillo fue fundamental para fungir como pegamento de ese conjunto de corporaciones que conforman el «instrumento político»: Confederaciones de campesinos indígenas, clase media «profesional» que copa gran parte de los cargos públicos, dirigencia de gremios laborales, etc.

Fundado sobre la base de organizaciones sociales campesinas e indígenas, el MAS obtuvo como recurso importante para la construcción de hegemonía sobre las clases subalternas la capacidad de monopolizar simbólicamente la representación de los indios como un hecho de proyección nacional, es decir, más allá de las propias corporaciones que lo conforman orgánicamente.

Este recurso funcionó bien en momentos en los que el MAS desarrolló, negoció e impuso a la oligarquía su proyecto de Estado plurinacional, etapa que duró desde el año 2006 al 2010, aproximadamente. En este recorrido, la amplia base social y el aparato político del MAS entrevieron que la unidad era su único camino para mantenerse en el gobierno. 

Además, el equilibrio entre acumulación de capital y consumo de las clases subalternas que materializó la tan mentada estabilidad económica se expresó en una política y un discurso que aunó ideológicamente al bloque. La necesidad del proceso de cambio como política capaz de reconstruir un Estado quebrado económicamente por el neoliberalismo fue la argamasa que selló tal comunidad de intereses.

Actualmente, el sentido común dominante dentro del MAS es que el periodo de transformaciones ha concluido. Queda mucho por hacer, se dice, pero la visión de conjunto es administrativa antes que transformadora. Se pueden reconocer «errores» o «limitaciones», pero lo que queda es avanzar sobre los cimientos que ya han sido establecidos. Tales cimientos giran en torno a dos cuestiones: la bien intencionada lista de deseos llamada Constitución Política del Estado, de un lado, y la participación del Estado en la captación y reparto de recursos provenientes de la explotación en bruto de recursos naturales, de otro. La noción general es que ambos factores alcanzan para seguir empujando adelante el «proceso de cambio». 

De lo que se trata, entonces, es de mantener la estabilidad política y «reactivar» la economía del capitalismo semicolonial boliviano. Brilla por su ausencia una estrategia política, emocional y simbólica que le dé sentido a la amenazada unidad del partido. En tiempos de paz —que son los tiempos que desean los militantes del MAS— cualquiera puede ser el líder; el actual gobierno de Arce, hasta ahora eficiente gestionando la crisis sanitaria y sus efectos económicos, es la muestra.

La figura del caudillo ya no parece ser imprescindible; casi todos en el partido reconocen (a posteriori, por supuesto) que las maniobras reeleccionistas fueron un error, y los susurros de «renovación» que recorrían los pasillos ahora son gritos en los micrófonos de la prensa. Para una importante porción de la militancia, evismo ya no es sinónimo de masismo.

Adiós a los «grandes relatos»

En su discurso para conmemorar el aniversario del partido, Evo Morales aludió la necesidad de comenzar una «segunda revolución democrática y cultural». Acto seguido, giró hacia Arce Catacora para decirle: «hay que discutir con los técnicos, hermano presidente». Recapituló también la agenda de la «primera revolución», señalando la «recuperación de los hidrocarburos» y la Asamblea Constituyente como sus puntos más altos. ¿Cuál sería la agenda política de la hipotética «segunda revolución»? «Hay que debatir, hermanos y hermanas…», fue la respuesta que ofreció al interrogante.

Este fragmento de la intervención de Evo retrata muy bien la situación política del MAS y del gobierno. Tienen mucho trabajo en la gestión: una agenda económica que apuesta por la «sustitución de importaciones», invirtiendo recursos fiscales para el desarrollo de empresas industriales que agreguen algún valor agregado a materias primas, y se proponen además aumentar significativamente el autoabastecimiento alimentario. Los objetivos fundamentales del gobierno estriban en los datos macroeconómicos: de ahí que la lógica política del MAS tenga un sesgo tecnócrata. 

Esta lógica, además, supone que el Estado interviene en la economía para evitar la inestabilidad social y política, pero no para iniciar procesos de transformación más profundos. Allí donde la presión social es débil o no es lo suficientemente significativa, como en el mundo laboral, el Estado sigue siendo «la junta de administración de los negocios de la burguesía».

Miles de trabajadores de todo el país, pese a tener respaldo legal, no pueden cobrar salarios devengados ni ser reincorporados en su fuente laboral debido a la acción de consorcios en los juzgados, apadrinados por la patronal, que hacen uso de toda artimaña para impedir el ejercicio de derechos laborales ganados. De la misma forma, el propio sistema judicial ha sido puesto en evidencia al ejecutar acciones que favorecen la intensificación de la violencia machista en el país, dejando libres a feminicidas sentenciados (por hablar de lo peor).

Aunque el escandaloso manejo de la justicia ha provocado manifestaciones callejeras y mucha indignación de la opinión pública, no se ha conformado un movimiento social que ponga en agenda la transformación del podrido sistema judicial boliviano. Si bien el gobierno central promete reformarlo, hasta ahora no ha delineado ninguna orientación progresiva para llevar a cabo tal reforma, y mantiene una complicidad activa y pasiva con la corrupción institucionalizada de los tribunales de justicia.

El modelo neodesarrollista de capitalismo semicolonial del MAS no tiene hasta ahora ninguna presión por izquierda. En el sector de la minería, por ejemplo, las exportaciones de oro en 2021 superaron a las del gas, sumando 2500 millones de dólares, y dejaron como regalías al Estado solo 70 millones, cifra muy inferior a lo que dejan los hidrocarburos. La minería en Bolivia sigue estando en manos privadas bajo un circuito mal llamado «cooperativista», que se trata en realidad de empresas tercerizadas que trabajan para grandes capitales nacionales y extranjeros. En un rubro donde la intervención del Estado sería clave para enfrentar los embates de las fluctuaciones del capitalismo global, el gobierno del MAS no tiene la intención de cambiar nada.

Toda crisis es, por definición, ambigua en su devenir y soluciones. Más aún si hablamos de una crisis —que denominamos «estratégica»— del Movimiento Al Socialismo boliviano, un actor político de una dimensión tal que, literalmente, su presente y futuro definen a corto y mediano plazo los escenarios sociales y políticos del país. 

Un factor determinante del «Instrumento» son las organizaciones populares de base que lo sustentan. De hecho, la derrota electoral del golpismo, que devolvió al poder al MAS con el 55% de los votos, solo fue posible gracias a la derrota callejera del gobierno de facto. En un contexto internacional altamente inestable, la apuesta tecnócrata del gobierno de Arce de gestionar «con estabilidad» el Estado puede ser un castillo de naipes. Pero tal debacle estratégica, que puede llegar a significar el cierre del ciclo antioligárquico abierto hace dos décadas, puede ser evitada. Todo depende de la capacidad política de quien lo inició y motorizó: el movimiento de masas.

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