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La izquierda y la guerra

Traducción: Valentín Huarte

Uno de los aportes más convincentes de la teoría socialista está en haber sacado a luz el nexo que vincula la multiplicación de las guerras con el desarrollo del capitalismo.

Mientras que la ciencia política indaga las motivaciones ideológicas, políticas, económicas e incluso psicológicas que movilizan a la guerra, uno de los aportes más convincentes de la teoría socialista está en haber sacado a luz el nexo que vincula la multiplicación de las guerras con el desarrollo del capitalismo. 

En los debates de la Primera Internacional, César de Paepe, uno de los dirigentes más importantes, formuló una tesis que se convirtió en la posición clásica del movimiento obrero sobre el tema, a saber, que las guerras son inevitables bajo un régimen de producción capitalista. En la sociedad contemporánea no es la ambición de los monarcas ni la de otros individuos la que provocan las guerras: es el modelo socioeconómico dominante. La enseñanza del movimiento obrero, que tuvo enormes consecuencias civilizatorias, surgió de la creencia en que toda guerra debía ser considerada una «guerra civil», es decir, un choque violento entre trabajadores que carecen de los medios necesarios que garantizan su supervivencia.

Karl Marx no dejó ningún escrito donde desarrolle su concepción —fragmentaria y a veces contradictoria— de la guerra, ni estableció pautas de acción que definieran los márgenes de una posición política correcta ante este tipo de conflictos. Aunque en El capital argumentó que la violencia era una potencia económica, «la partera de toda sociedad vieja preñada de una nueva», no pensaba que la guerra pudiera convertirse en un atajo que llevara a la transformación revolucionaria de la sociedad, y dedicó gran parte de su actividad política a comprometer a los trabajadores con el principio de la solidaridad internacional.

En cambio, la guerra era una cuestión tan importante para Friedrich Engels, que este terminó dedicándole uno de sus últimos escritos. En «¿Es posible que Europa deponga las armas?» notó que hacía más de veinticinco años que cada potencia intentaba superar militarmente a sus rivales. Eso había conducido a una producción de armamento sin precedente y colocaba el Viejo Mundo ante la posibilidad de «una guerra de destrucción de magnitudes nunca antes vistas». Según Engels, «el sistema de ejércitos permanentes llega a tales extremos en toda Europa que debe, o bien provocar una catástrofe económica en los pueblos que enfrentan el enorme gasto militar que implica, o bien degenerar en una guerra de exterminio generalizada». En su análisis, Engels no dejó de destacar que los Estados mantenían a los ejércitos permanentes tanto por motivos políticos internos como por motivos militares externos. De hecho, afirmó que que los ejércitos estaban hechos para «brindar protección, no tanto contra el enemigo externo, como contra el interno», y el desarrollo de sus instrumentos y de sus habilidades tenía por fin principal la represión de las luchas obreras y del proletariado en general. Como los costos de la guerra recaían principalmente, por medio de los impuestos y del reclutamiento, sobre las espaldas de los sectores populares, el movimiento obrero debía luchar por la «reducción gradual de los plazos del servicio [militar] mediante un tratado internacional» y por el desarme como única «garantía de paz» efectiva.

Experimentos y colapso

No pasó mucho tiempo hasta que este debate teórico pacífico se convirtió en el asunto político más apremiante de la época. Los representantes del movimiento obrero tuvieron que oponerse concretamente a la guerra en muchas ocasiones. En el conflicto franco-prusiano de 1870 (que antecedió a la Comuna de París), Wilhelm Liebknecht y August Bebel, diputados socialdemócratas, condenaron los objetivos anexionistas de la Alemania de Bismarck y votaron contra los créditos de guerra. Su decisión de «rechazar el proyecto de ley que concedía más fondos para continuar la guerra» los llevó a cumplir una condena a prisión de dos años por alta traición, pero también sirvió para mostrarle a la clase obrera una forma alternativa de intervenir en la crisis.

Mientras las principales potencias europeas continuaban con su expansión imperialista, la polémica sobre la guerra adquiría cada vez más peso en los debates de la Segunda Internacional. Una resolución adoptada durante el congreso fundacional había consagrado la paz como «precondición necesaria de toda emancipación obrera». Cuando la Weltpolitik —la agresiva política de la Alemania imperial, que buscaba incrementar su poder en la arena internacional— empezó a modificar la configuración geopolítica, los principios antimilitaristas fortalecieron sus raíces en el movimiento obrero y acrecentaron su influencia en los debates sobre conflictos armados. La izquierda dejó de pensar que la guerra era un fenómeno que abría oportunidades revolucionarias y anunciaba el colapso del sistema (idea que remontaba a la máxima de Robespierre, «Ninguna revolución sin revolución»). En cambio, empezó a concebirla como un peligro y a temer las consecuencias penosas que tenía sobre el proletariado: hambre, miseria y desempleo. 

La resolución «Sobre militarismo y conflictos internacionales», adoptada por la Segunda Internacional en el Congreso de Stuttgart de 1907, recapitulaba todos los puntos clave que a esa altura se habían convertido en la herencia común del movimiento obrero. Destacaban el voto contra los presupuestos que incrementaban el gasto militar, la antipatía frente a los ejércitos permanentes y la preferencia por un sistema de milicias populares. Con el paso de los años, la Segunda Internacional perdió poco a poco su compromiso con una política de acción pacífica y la mayoría de los partidos socialistas europeos terminaron apoyando la Primera Guerra Mundial. Las consecuencias fueron desastrosas. Con la idea de que no había que dejar que los capitalistas monopolizaran los «beneficios del progreso», el movimiento obrero llegó a compartir los objetivos expansionistas de las clases dominantes y hundió sus pies en el pantano de la ideología nacionalista. La Segunda Internacional demostró ser completamente impotente frente al conflicto y fracasó en uno de sus objetivos principales: la conservación de la paz. 

Rosa Luxemburgo y Vladimir Lenin fueron quienes se opusieron más firmemente a la guerra. Luxemburgo amplió la comprensión teórica de la izquierda y mostró que el militarismo era una aspecto clave del Estado. Dando muestras de una convicción y coherencia con pocos parangones en el movimiento comunista, argumentó que la consigna «¡Guerra contra la guerra!» debía convertirse en la «piedra angular de la política de la clase obrera». Como escribió en La crisis de la socialdemocracia, la Segunda Internacional había estallado porque no había logrado que el proletariado aplicara en todos los países «una táctica y una acción comunes». De ahí en adelante, el «objetivo principal» del proletariado debía ser «luchar contra el imperialismo y evitar toda conflagración, en tiempos de paz y en tiempos de guerra». 

En El socialismo y la guerra, igual que en muchos otros textos escritos durante la Primera Guerra Mundial, Lenin tuvo el mérito de identificar dos cuestiones fundamentales. La primera concernía a la «falsificación histórica» mediante la cual la burguesía intentaba atribuir un «sentido progresivo de liberación nacional» a lo que en realidad eran guerras de «saqueo», llevadas a cabo con el único objetivo de decidir cuál de los países beligerantes tendría derecho a oprimir a más pueblos extranjeros, incrementando así las desigualdades del capitalismo. La segunda era el enmascaramiento de las contradicciones en el que incurrían los reformistas, que habían dejado de lado la lucha de clases con la intención de «morder un poco de las ganancias que sus burguesías nacionales obtenían del pillaje de otros países». La tesis más famosa de este panfleto —que los revolucionarios debían «convertir la guerra imperialista en una guerra civil»— implicaba que aquellos que realmente querían una «paz democrática duradera» debían llevar a cabo «una guerra civil contra sus gobiernos y contra la burguesía». Lenin estaba convencido de una idea que la historia terminó refutando: que toda lucha de clases conducida de manera consistente en tiempos de guerra suscitaría «inevitablemente» el espíritu revolucionario entre las masas.

Líneas de demarcación 

La Primera Guerra Mundial no solo produjo divisiones en la Segunda Internacional: también enfrentó a distintas tendencias en el interior del movimiento anarquista. En un artículo publicado poco tiempo después del estallido de la guerra, Piotr Kropotkin escribió que «la tarea de cualquier persona que confíe mínimamente en la idea de progreso humano es aplastar la invasión alemana de Europa Occidental». En respuesta a Kropotkin, el anarquista italiano Enrico Malatesta argumentó que «la victoria alemana seguramente conllevaría el triunfo del militarismo, pero que el triunfo de los aliados garantizaría la dominación ruso-británica en toda Europa y Asia».

En el Manifiesto de los dieciséis, Kropotkin planteó la necesidad de «resistir a un agresor que representa la destrucción de todas nuestras expectativas de liberación». Argumentó que, aun si no dejaba de atentar contra las libertades existentes, la victoria de la Triple Entente contra Alemania representaba el mal menor. Del otro lado, Malatesta y los compañeros que firmaron con él El manifiesto antiguerra de la Internacional Anarquista, declararon: «Es imposible establecer una distinción entre guerras ofensivas y guerras defensivas». Además, añadieron que «Ninguno de los países beligerantes tiene derecho de reivindicar la civilización, igual que ninguno puede afirmar que actúa en defensa propia».

Las actitudes frente a la guerra también despertaron debates en el movimiento feminista. La necesidad de reemplazar a los hombres en empleos que durante largos años habían sido un monopolio masculino, alentó la propagación de una ideología chauvinista en buena parte del recién nacido movimiento sufragista. La exposición de la hipocresía de los gobiernos —que bajo la excusa de que el enemigo estaba a las puertas de la ciudad, utilizaban la guerra para eliminar reformas sociales fundamentales— fue uno de los logros más importantes de Rosa Luxemburgo y de las comunistas feministas de aquella época. Fueron las primeras en aventurarse con lucidez y coraje en el camino que enseñó a las generaciones venideras la relación que guardan la lucha contra el militarismo y la lucha contra el patriarcado. Más tarde, el rechazo de la guerra se convirtió en una parte distintiva del Día Internacional de la Mujer y la oposición contra los presupuestos de guerra cada vez que hubo un nuevo conflicto se convirtió en una constante de las muchas plataformas del movimiento feminista internacional. 

La escalada de la violencia del frente nazi-fascista, en su país de origen y en el extranjero, y el estallido de la Segunda Guerra Mundial, crearon un escenario todavía más oscuro que el de la guerra de 1914-1918. Después de que, en 1941, las tropas de Hitler atacaron la Unión Soviética, la Gran Guerra Patria que culminó con la derrota del nazismo se convirtió en un elemento tan importante de la unidad nacional rusa que sobrevivió a la caída del Muro de Berlín y sigue vigente en la actualidad. 

Con la repartición resultante de la posguerra, que segmentó el mundo en dos bloques, Iósif Stalin pretendió mostrar que el objetivo principal del movimiento comunista internacional era proteger a la Unión Soviética. Uno de los pilares centrales de esa política fue la creación de un área de defensa que incluía a ocho países de Europa Oriental. A partir de 1961, bajo dirección de Nikita Jrushchov, la Unión Soviética adoptó un nuevo rumbo político que terminó siendo conocido como la «coexistencia pacífica». Sin embargo, el programa de cooperación constructiva no apuntaba solamente a Estados Unidos y a los países del «socialismo realmente existente». En 1956, la Unión Soviética había aplastado brutalmente la Revolución húngara. Y en 1968 hizo lo mismo en Checoslovaquia. Frente a las reivindicaciones de democratización de la «Primavera de Praga», el politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética decidió unánimemente enviar al país medio millón de soldados y miles de tanques. Leonid Brézhnev explicó esta acción haciendo referencia a lo que denominaba la «soberanía limitada» de los países firmantes del Pacto de Varsovia: «Cuando fuerzas hostiles al socialismo intentan torcer el desarrollo de un país socialista hacia el capitalismo, el problema no solo concierne al país en cuestión, sino a todos los países socialistas». De acuerdo con esta lógica antidemocrática, la definición de lo que era y no era «socialismo» quedaba sujeta al arbitrio de los líderes soviéticos.

En 1979, con la invasión de Afganistán, el Ejército Rojo volvió a convertirse en el instrumento de la política exterior moscovita, que siguió reivindicando el derecho a intervenir en lo que definía como su propia «zona de seguridad». Estas intervenciones militares no solo representaban un atentado contra toda política de reducción del armamento, sino que desacreditaban y debilitaban el socialismo a nivel mundial. La Unión Soviética empezó a ser concebida cada vez más como una potencia imperial que actuaba de forma similar a los Estados Unidos, que, desde el inicio de la Guerra Fría, habían respaldado, más o menos secretamente, golpes de Estado, y habían colaborado con el derrocamiento de gobiernos democráticamente electos en más de veinte países.

Ser de izquierda es estar contra la guerra

El fin de la Guerra Fría no mermó la magnitud de la interferencia de las potencias en los asuntos internos de otros países, ni tampoco conllevó un aumento de la libertad de todos los pueblos a la hora de elegir el régimen político bajo el que viven. La guerra ruso-ucraniana pone de nuevo a la izquierda frente al dilema de tomar posición cuando la soberanía de un país es puesta bajo amenaza. El gobierno de Venezuela comete un error al no condenar la invasión de Rusia a Ucrania y hace que pierdan credibilidad sus denuncias contra posibles ataques de Estados Unidos en el futuro.

Retomando las palabras que Lenin escribió en «La revolución socialista y el derecho de las naciones a la autodeterminación»: «La circunstancia de que la lucha por la libertad nacional contra una potencia imperialista pueda ser aprovechada, en determinadas condiciones, por otra “gran” potencia en beneficio de sus finalidades, igualmente imperialistas, no puede obligar a la socialdemocracia a renunciar al reconocimiento del derecho de las naciones a la autodeterminación». Más allá de los intereses geopolíticos y de las intrigas que suelen jugar en estos casos, las fuerzas de la izquierda sostuvieron históricamente el principio de la autodeterminación nacional y defendieron el derecho de los Estados individuales a establecer sus propias fronteras en función de la voluntad expresa de sus poblaciones. En «Resultados de la discusión sobre la autodeterminación», Lenin escribió: «Si una revolución socialista triunfara en Petrogrado, Berlín y Varsovia, el gobierno socialista polaco, igual que los gobiernos socialistas ruso y polaco, deberían renunciar a la “retención forzada” de, pongamos por caso, los ucranianos que estuvieran dentro de las fronteras del Estado polaco». Entonces, ¿por qué actuar distinto cuando se trata del gobierno nacionalista de Vladimir Putin?

Muchas personas de izquierda ceden a la tentación de convertirse —directa o indirectamente— en beligerantes, alimentando una nueva «Unión Sagrada». Pero hoy esa posición solo sirve a los fines de borrar la distinción entre atlantismo y pacifismo. La historia muestra que, cuando no se oponen a la guerra, las fuerzas progresistas pierden una parte fundamental de su razón de ser y terminan empantanándose en la ideología del campo opuesto. Esto sucede cada vez que los partidos de izquierda convierten su participación en el gobierno en una vara para medir su acción política, como hicieron los comunistas italianos cuando apoyaron las intervenciones de la OTAN en Kosovo y Afganistán, o como hace hoy Unidas Podemos, que suma su voz al coro unánime de todo el arco parlamentario español, en favor del envío de armas al ejército ucraniano. 

Bonaparte no es democracia

En 1854, Marx, haciendo referencia a la guerra de Crimea y en contra de los demócratas liberales que exaltaban la coalición antirrusa, escribió: «Es un error definir la guerra contra Rusia como una guerra entre la libertad y el despotismo. Además del hecho de que, si ese fuera el caso, la libertad estaría representada paradójicamente en la figura de Bonaparte, el objeto explícito de la guerra es el sostenimiento […] de los tratados de Viena, los mismos que anulan la libertad y la independencia de las naciones». Si reemplazamos a Bonaparte por los Estados Unidos de América y a los tratados de Viena por la OTAN, la observación parece pertinente frente a los hechos actuales.

El pensamiento de quienes se oponen al nacionalismo ruso y al ucraniano, como así también a la expansión de la OTAN, no expresa ninguna indecisión política ni ambigüedad teórica. Durante las últimas semanas, muchos especialistas explicaron pacientemente las raíces del conflicto (que no se reduce en absoluto a la barbarie de la invasión rusa), y está claro que la posición de no alineación es el modo más efectivo de terminar pronto con la guerra y garantizar que se cobre la menor cantidad de vidas posible. Es necesario promover acciones diplomáticas fundadas en dos principios: el cese de la violencia y la neutralidad de la Ucrania independiente. 

A pesar de que la OTAN ganó mucho apoyo con la invasión rusa, es necesario poner un gran empeño en garantizar que la opinión pública no termine postulando que la máquina de guerra más importante y agresiva del mundo —la OTAN— es la solución a los problemas de la seguridad mundial. Debemos mostrar que es una organización ineficaz y peligrosa que, con su impulso a la expansión y a la dominación unipolar, alimenta las tensiones que conducen a la multiplicación de las guerras en todo el mundo. 

Para la izquierda, la guerra no puede ser «la continuación de la política por otros medios», según afirma la célebre fórmula de Clausewitz. En realidad, la guerra solo certifica el fracaso de la política. Si la izquierda desea volver a ser hegemónica y está dispuesta a servirse virtuosamente de su historia, debe escribir con tinta indeleble en sus banderas las consignas «Antimilitarismo» y «¡No a la guerra!».

 

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