Los medios dominantes presentan la guerra en Ucrania como una lucha entre la «democracia», que estaría representada por Ucrania y sus partidarios occidentales, y el «autoritarismo» del régimen de Vladimir Putin en Rusia. Pero las cosas no son tan simples. Por ejemplo, todo indica que el partidario más entusiasta de Ucrania es el gobierno de extrema derecha polaco, actualmente bajo investigación de la Unión Europea a causa de sus tendencias autoritarias. Putin, en cambio, cuenta con el respaldo de la India que, a pesar de tener un gobierno brutal y fascista, no deja de ser una democracia multipartidista.
El modo dominante de representar el conflicto pretende fundar la equivalencia entre el bloque de Estados capitalistas liberales y la «comunidad internacional». Y también niega sin concesiones la legitimidad de los intereses del bloque rival en función de su proclamado «autoritarismo». Todo lo cual implica hacer la vista gorda frente a, por ejemplo, la homicida autocracia saudí.
Cuando buscamos mejores marcos para comprender el conflicto, nos topamos rápidamente con la idea de imperialismo, un recurso fundamental. Después de todo, Putin parece estar empeñado en restaurar el viejo imperio zarista que la Revolución de Octubre tiró abajo en 1917. Con todo, es importante definir el término con claridad. El concepto de imperialismo se deja definir en referencia a un fenómeno que atraviesa distintas épocas históricas y que incluye todas las formas en las que los Estados más poderosos dominan, conquistan y explotan a sus sociedades vecinas.
Este rasgo característico de las sociedades de clases se remonta a los imperios persa, chino y romano. Es evidente que Rusia está comportándose como una potencia imperialista en ese sentido: con sus acciones busca someter el Estado ucraniano y repartirse su territorio. Pero, ¿esta definición general basta para comprender el conflicto? Gilbert Achcar, marxista libanés, piensa que sí. Por eso adopta lo que denomina una «posición antiimperialista radical», centrada exclusivamente en la lucha entre Rusia y Ucrania:
El éxito de Rusia sobre Ucrania alentaría a los Estados Unidos a retomar el camino de conquistar el mundo por la fuerza en un contexto en que una nueva división colonial empieza a fortalecerse y los antagonismos son cada vez peores. En cambio, el fracaso de la aventura rusa —sumado a los fracasos de Estados Unidos en Irak y en Afganistán— reforzaría lo que Washington denomina el «síndrome de Vietnam». Además, creo que es bastante obvio que la victoria de Rusia fortalecería considerablemente el belicismo y fomentaría el gasto militar en los países de la OTAN —un proceso que ya está en marcha—, mientras que la derrota plantearía condiciones mucho mejores en nuestra batalla a favor del desarme general y de la disolución de la OTAN.
En efecto, sería bueno que el pueblo ucraniano expulsara a los invasores rusos. Pero el argumento de Achcar flaquea cuando afirma que eso debilitaría a Estados Unidos y a la OTAN. Ambos están respaldando con entusiasmo a los ucranianos, llenando el país de armas y aumentando su gasto militar.
Supongamos que esta campaña, sumada al coraje de los luchadores ucranianos, culminara en la derrota de Rusia. ¿La reacción de Estados Unidos y de sus aliados sería desarmar y disolver la OTAN? Por supuesto que no. Celebrarían el resultado como una victoria propia y alentarían con más fuerza el desarrollo de la OTAN. De hecho, Estados Unidos sentiría que su posición en la lucha histórico-mundial por la hegemonía con su verdadero enemigo —es decir, China— mejora.
El enfoque de Achcar —igual que el de otros analistas de izquierda que esquivan el asunto de la OTAN, como Paul Mason— prescinde de la comprensión históricamente específica del imperialismo que aporta el marxismo. La teoría surgió por primera vez en los años 1860 con El capital de Marx. Pero alcanzó un desarrollo más sistemático durante la Primera Guerra Mundial. Los marxistas de aquella época enfrentaron una realidad similar a la nuestra. Fue entonces cuando el economista liberal J. A. Hobson escribió, «La novedad del imperialismo actual […] consiste principalmente en que es adoptado por muchos países. La noción de muchos imperios que compiten entre sí es esencialmente moderna».
Esta competencia geopolítica se expresaba en los conflictos por el territorio —colonias y semicolonias que los Estados más grandes luchaban por dominar— y en la aceleración de la carrera armamentística. El desarrollo de la teoría marxista del imperialismo pretendía explicar estos conflictos que estuvieron detrás de las dos guerras mundiales (1914-1918 y 1939-1945) y que sumergieron en sangre al mundo entero.
En vez de remitir a una teoría general del imperialismo, el marxismo postula una teoría del imperialismo capitalista. Vladimir Lenin, revolucionario ruso, afirmaba que el imperialismo era la fase superior del capitalismo. Rosa Luxemburgo, su camarada polaco-alemana, escribió: «La esencia del imperialismo consiste precisamente en la expansión del capital, que parte de los viejos países capitalistas hacia nuevas regiones, y en la lucha política y económicamente competitiva de esos países por el dominio de las nuevas áreas».
En otros términos, el imperialismo capitalista representa la intersección de la competencia económica y la competencia geopolítica. La competencia económica es la fuerza que impulsa el capitalismo: las empresas compiten unas con otras, invirtiendo en la expansión y en el desarrollo de los medios de producción con el objetivo de captar porciones de mercado cada vez más grandes.
Ahora bien, a fines del siglo diecinueve, la lucha geopolítica entre los Estados estaba sometida a la lógica capitalista de la acumulación competitiva. Y ese sometimiento específico reflejaba transformaciones que afectaban tanto a los conflictos bélicos como al capitalismo. La guerra se industrializó cuando el poder militar empezó a depender de la producción masiva de armas, medios de defensa y medios de transporte. Por eso los Estados estaban obligados a promover el capitalismo industrial.
Mientras tanto, las empresas capitalistas crecieron y empezaron a operar a nivel mundial. Así empezaron a depender del apoyo estatal en su lucha contra sus competidores. Por ejemplo, durante la depresión de fines del siglo diecinueve, la ocupación de colonias ultramarinas compensó la caída de la rentabilidad.
Entonces, el imperialismo capitalista no consiste exclusivamente en grandes Estados que conquistan y saquean Estados más pequeños (aun cuando eso no deja de ser cierto). Es un sistema mundial de competencia intercapitalista. Y, como sucedía antes de la Primera Guerra Mundial, el imperialismo contemporáneo implica la competencia geopolítica sobre el fondo de la integración económica mundial.
El poder de los antagonistas depende de su posición en la economía capitalista mundial. Estados Unidos domina las finanzas y la industria tecnológica, China cuenta con un enorme complejo industrial y Rusia descansa sobre la exportación de energía. Por lo demás, hoy es posible identificar al menos seis potencias imperialistas: Estados Unidos, China, Rusia, Gran Bretaña, Francia y Alemania.
El antagonismo más importante es el que enfrenta a Estados Unidos y a China, cuyos dirigentes apuntan a terminar con la hegemonía de Washington, al menos en la región del Indo-Pacífico. Pero las maniobras del imperialismo ruso, que pretenden reconstruir la fuerza de su viejo imperio, determinan una configuración tripartita del conflicto. Las grandes potencias europeas responden a presiones distintas. Dependen de la energía rusa y están atraídas por el vasto mercado chino, pero —al menos por ahora— terminan alineándose con Estados Unidos.
Ahora bien, esta comprensión del imperialismo capitalista como un sistema de rivalidad interestatal está completamente ausente del análisis de Achcar. Él niega que la guerra de Ucrania implique un conflicto entre potencias imperialistas:
Si tuviéramos que denominar guerra interimperialista a cada guerra en la que los rivales cuentan con el apoyo de una potencia imperialista, entonces todas las guerras de nuestra época serían interimperialistas, pues la regla determina que basta con que uno de los imperialismos rivales apoye a uno de los lados para que el otro apoye al lado contrario. Pero una guerra interimperialista no es eso. Es una guerra directa —es decir, en la que los rivales no participan por asociación o sustitución— entre dos potencias, cada una de las cuales busca invadir el dominio territorial y (neo) colonial de la otra.
Es una perspectiva demasiado estrecha. Estados Unidos desplegó una guerra indirecta contra la Unión Soviética después de que esta intentó tomar Afganistán en 1979. Con la colaboración de aliados como Gran Bretaña, Arabia Saudita y Pakistán, armó y entrenó a los muyahidines que resistieron la ocupación soviética. El conflicto sirvió a los fines de drenar los recursos y la moral de la URSS durante la última década de la Guerra Fría.
Por supuesto, los muyahidines tenían una agenda política propia. Esto quedó claro en 1989, cuando las fuerzas soviéticas se replegaron y los talibanes respaldaron a Al-Qaeda en su resistencia frente a la ocupación estadounidense después de los ataques del 9/11 contra Nueva York y Washington. Pero, en cualquier caso, es evidente que Estados Unidos jugó un rol fundamental en ese episodio que puso fin a la Guerra Fría. Ahora bien, no cabe duda de que hay muchas diferencias entre Ucrania hoy y Afganistán en los años 1980. Y sin embargo, existe también un punto de contacto: las potencias imperialistas occidentales están instrumentalizando la lucha nacional ucraniana contra el imperialismo ruso en función de sus propios intereses.
Las luchas interimperialistas y las guerras de defensa nacional suelen estar entrelazadas. La Primera Guerra Mundial comenzó cuando el imperio austrohúngaro atacó a Serbia, a quien culpaba por el asesinato del príncipe Franz Ferdinand. En ese momento, Rusia apoyó a Serbia y la situación escaló hasta provocar la movilización militar que terminó con una guerra generalizada. Karl Kautsky, marxista alemán, argumentaba que el papel que jugó la lucha serbia por la autodeterminación nacional hacía que fuera imposible definir el conflicto exclusivamente como una guerra imperialista. Lenin respondió:
Para Serbia, es decir, con suerte, para el 1% de la población involucrada en este conflicto, la guerra es la «continuación de la política» del movimiento burgués de liberación. Para el otro 99% la guerra es la continuación de la política imperialista.
Por supuesto, el balance no es el mismo en el caso de Ucrania, pues la confrontación directa involucra solo a Rusia y a Ucrania. Sin embargo, la campaña de las potencias de la OTAN por mantenerse fuera del campo de batalla —sobre todo con el afán de evitar una confrontación nuclear con Rusia— no cambia el hecho de que están haciendo todo lo que está a su alcance para derrotar a Rusia. Y eso también es una «continuación de la política imperialista».
La teoría marxista del imperialismo es importante en términos políticos. Sin este recurso parece que estamos simplemente frente a una lucha entre Estados-nación rivales. En cambio, cuando consideramos el papel que juega el imperialismo, identificamos el antagonismo de clase que opera detrás. Explicitamos así el hilo de los intereses de clase, que no solo vincula las muertes de los reclutas rusos en la guerra de Putin con la penuria económica que enfrentan sus familias a causa de las sanciones occidentales. También conecta a la clase trabajadora de todo el mundo, golpeada por la inflación de los precios de la comida y la energía que provoca la guerra, y amenazada por la destrucción nuclear. Ese mismo hilo separa a esta clase de las clases dominantes que hoy promueven este conflicto espantoso.