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Trabajar en un Estado obrero

Traducción: Valentín Huarte

Al no estar a la altura de su propia ideología como Estado obrero, el socialismo autoritario llevaba implícita una autocrítica.

Nunca fue fácil comprender desde fuera las vivencias de los trabajadores en el socialismo de Estado.

En un Estado obrero, los intereses de la clase trabajadora son como un partido de fútbol ideológico y político: la clase dominante dice representar los intereses de los trabajadores, y eso lleva a que la oposición o los intelectuales disidentes nieguen dicha pretensión y declaren que son sus propios intereses los que mejor representan el mundo proletario. Esos debates pasan por encima de las cabezas de los trabajadores pues, irónicamente, en un Estado obrero no existe ningún órgano que represente sus intereses específicos. Los trabajadores no son dueños de su propio discurso y, salvo el caso de una oleada de huelgas inesperadas, no hablan por sí mismos.

Si uno quiere empezar a entender cómo es trabajar en un Estado obrero, lo primero que debe haceres —como hice yo— evitar a los intelectuales y entrar directamente en la morada oculta de la producción.

En 1985 trabajé durante seis meses como fundidor en la Acería Lenin de Miskolc (Hungría). En 1986 volví a trabajar en la misma planta durante dos meses. Lo mismo hice en 1987, y desde entonces retorné dos veces al año hasta 1990. En aquella época, la Acería Lenin empleaba a alrededor de 12000 obreros y producía cerca de un millón de toneladas de acero (siendo una de las tres plantas acereras que había en Hungría, no dejaba de ser una empresa muy ineficiente según los estándares internacionales).

Fue una mañana helada de febrero de 1985 cuando empecé mi primer turno en el enorme convertidor de oxígeno básico. En ese momento la producción era escasa. Yo estaba conversando con Feri, encargado de limpiar la lanza de oxígeno, cuando Stegermajer, el supervisor de la planta, entró a los gritos ordenándonos barrer el suelo.

La mirada de indignación que distinguí en el rostro de mi compañero no dejaba lugar a duda sobre su valoración de la directiva. ¿A quién se le ocurre mantener limpia una planta siderúrgica? En cualquier caso, ese no era el trabajo de Feri. Pero el semblante amenazador de Stegermajer bastó para que nos convenciéramos de que no había lugar a debate, así que tomamos las escobas y empezamos a limpiar el lugar. Por supuesto, no tardaron en formarse nubes de polvo y grafito que se asentaban en la jurisdicción de limpieza encomendada a otros trabajadores.

En la Acería Lenin la agresividad y los gritos parecían haberse convertido en un estilo de vida. Los jefes estaban nerviosos. ¿Qué los tenía tan preocupados?

Tan pronto como terminamos de barrer y sacamos a luz una opaca coloración de tonos verdes y amarillos, llegaron unos pintores que hicieron brillar las instalaciones durante algunos minutos, antes de que el polvo y el grafito se asentaran de nuevo.

«¿Esto es normal?», me preguntaba.

Al día siguiente los pintores siguieron con su trabajo y escuché que una delegación visitaría el lugar, aunque a nadie le importaba saber quiénes eran, por qué venían ni cuándo llegaban. Sin embargo, no pasaron muchos días hasta que nos enteramos de que no sería una visita común y corriente. Nos visitaría nadie menos que el primer ministro.

La rampa automática, que transportaba los elementos de aleación desde los depósitos subterráneos hasta la cuchara de fundición y que estaba rota hacía semanas, de pronto había entrado en un proceso de reparación. Ya no tendríamos que llenar la carretilla con palas y transportarla nosotros mismos a través de la rampa, levantando a nuestro paso esas nubes de materiales causantes de silicosis.

Gracias a Dios por la visita del primer ministro.

Nos habían ordenado detener la producción el último viernes antes de que llegara nuestra gran autoridad. Con sus tanques de acetileno, los soldadores formaban una incómoda fila cerca del convertidor. Noté que nuevas puertas, pintadas de plateado y equipadas con cañerías de agua que evitaban la deformación de los materiales, rodeaban la máquina. Hordas de jóvenes que trabajaban en las cooperativas del barrio revoloteaban por el lugar y daban a la obra sus toques finales.

La preparación era tal que daba la sensación de que estábamos por poner en órbita un satélite. Los soldados quitaban la nieve de las entradas de abajo y removían los escombros descubiertos en el proceso. El anuncio de la visita del primer ministro había movilizado a todo el pueblo.

Recuerdo que entré en el comedor y encontré a Józsi maldiciendo: «Esto es una acería, no una farmacia». Lo habían obligado a vestir overol, casco y guantes nuevos. Lo miré con cierto descreimiento, fingiendo no haber entendido del todo lo que había dicho. «Ni siquiera vas a estar trabajando cuando llegue el primer ministro», dije. Me miró como si yo fuera un marciano. «¿Y eso qué tiene que ver? Todo el mundo tiene que cumplir. Esta política es pura fachada».

Así que partimos a buscar nuestros nuevos trajes y volvimos puliendo sarcásticamente nuestros cascos. No era tan importante: cinco minutos después, ni qué decir del próximo martes, estaríamos sucios de nuevo.

***

Un día nos tocó hacer un turno comunista. Cada tanto trabajamos un turno extra a título de caridad y en apoyo a los hospitales de niños o al teatro nacional. Es una forma de impuesto socialista. Esa vez nos encomendaron pintar el cajón de residuos, una enorme máquina que remueve los restos de arrabio mientras la cinta avanza con rumbo al convertidor.

No había suficientes pinceles. Solo pude encontrar uno empapado en pintura negra. ¿Qué podía pintar de negro? ¿Por qué no las herramientas más preciadas de los fundidores, es decir, las palas?

Apenas había comenzado mi difícil labor cuando Stegermajer se me acercó completamente loco, agitando su casco en una mano y con la cabeza inclinada: estaba listo para pelear. «¿Qué mierda estás haciendo?», gritó. «Estoy pintando las palas de negro», repliqué con tanta inocencia como pude.

Mi respuesta no le causó ninguna gracia, así que rápidamente agregué: «¿No sobra algún pincel para que ayude a los compañeros?». Y apenas escuché que no había más, lejos de conformarme, rematé con osadía: «¿Entonces no puedo colaborar en la construcción del socialismo?».

Mis compañeros soltaron la carcajada, divertidos como estaban con el «profesor» estadounidense que quería construir el socialismo. Hasta Stegermajer cedió después de la intervención de Józci: «¡Ay, ay ay! No entendiste nada. No estás construyendo el socialismo: estás pintando el socialismo. Y encima, ¡lo estás pintando de negro!».

Todo indica que el socialismo solo puede evocar una imagen de eficiencia poniendo a sus trabajadores a colaborar desesperadamente en la fabricación de un disfraz ridículo. Esa capa de pintura colocada por encima de las realidades sórdidas del socialismo es a la vez una apariencia de brillo, racionalidad y justicia. De esa forma, el socialismo se convierte en un elaborado juego de pretensiones mutuas en el que todos saben que están fingiendo, pero al que no obstante están obligados a jugar. Es una mezcla entre realidad inconsistente y apariencia artificial que termina conformando una realidad propia.

Sucede que en el proceso de pintar un mundo de eficiencia y justicia nos volvemos mucho más sensibles a la ineficiencia y a la injusticia. En el socialismo de Estado, esta yuxtaposición ritual de lo real y lo imaginario no estaba restringida a ciertos momentos excepcionales. Era una parte integral de la vida fabril: las elecciones de los sindicatos, las conferencias sobre productividad, la competencia entre brigadas socialistas y los turnos comunistas. En la medida en que encarnaba en prácticas reales, el simulacro asume involuntariamente una vida propia, convirtiéndose en una crítica espontánea de la sociedad existente y en una fuerza potencial capaz de alumbrar una sociedad alternativa. Muy distinto es el juego capitalista en el que los trabajadores consienten espontáneamente a sus clases dirigentes sin sospechar el sistema de dominación y la ineficiencia a las que están sometidos.

Bajo el socialismo nos exigían que colocáramos una capa de pintura sobre la injusticia y la irracionalidad, y que dibujáramos sus opuestos en la superficie. Las mismas condiciones que quedan ocultas en el proceso de participación de la producción capitalista —es decir, las verdaderas relaciones de producción— eran la preocupación central de todos los jugadores en la producción socialista. Por supuesto, las empresas tenían un interés que las llevaba a participar de esos rituales. Detrás de la irracionalidad opera siempre una forma de racionalidad.

El crecimiento de las empresas capitalistas depende de su rentabilidad; el crecimiento de las empresas socialistas dependía de la inversión estatal. Por ejemplo, como dije, había tres plantas acereras en Hungría. La intensa competencia por la distribución de los materiales disponibles había terminado dividiendo el interés común de expandir los recursos de toda la industria. Con el fin de beneficiarse de las inversiones, cada empresa debía demostrar sus méritos. Como no existía ningún objetivo claro que definiera la eficiencia de las empresas, lo más importante era crear una apariencia de adecuación a los valores socialistas de racionalidad y justicia.

Ese es precisamente el motivo por el que la dirección de la fábrica tuvo que pintar la Acería Lenin cuando el primer ministro decidió visitarla: el mandatario debía convencerse de que la empresa estaba a la vanguardia de la construcción socialista. Esa misma lógica llevó a que construir el socialismo fuera equivalente a pintarlo, proceso que no dejaba de realzar la enorme brecha que separaba lo que es de lo que debería ser y profundizaba la conciencia crítica de los trabajadores y de los directores.

Sin embargo, la fachada del socialismo de Estado no podía durar para siempre y su irracionalidad terminó volviéndose obvia para todo el mundo. La absurdidad de pintar una planta siderúrgica se convirtió en una metáfora de la absurdidad del socialismo, incapaz de alcanzar las promesas encarnadas en sus rituales. Mientras tanto, la irracionalidad del capitalismo está oculta en su misma reproducción, en su negación de la imaginación de que existe una alternativa, negación que el colapso del socialismo de Estado no hizo más que acentuar.

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Publicado en Número 5 and Pasado futuro

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