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Las pruebas de la responsabilidad primaria del imperialismo norteamericano en la tragedia de Ucrania son abrumadoras.

Dos confrontaciones en Ucrania

La crítica al operativo de Putin es insoslayable en cualquier pronunciamiento de la izquierda. Pero ese posicionamiento debe ser antecedido por una contundente denuncia del imperialismo norteamericano como principal responsable de la escalada bélica.

En los primeros días de la operación militar, el avance del ejército ruso ha sido fulminante. Destruyó los blancos prestablecidos e inutilizó la infraestructura de un rival infinitamente más frágil. No hay punto de comparación entre ambos bandos, y si el resultado final dependiera del desenlace bélico, el triunfo de Rusia estaría asegurado.

Pero la confrontación recién comienza y el gran interrogante es el propósito inmediato de Moscú. ¿Busca ocupar el país? ¿Intenta forzar la caída del gobierno? ¿Pretende imponer sus demandas a un presidente sustituto? Con los tanques rodeando a Kiev, el paso del tiempo juega en contra del operativo.

Sorpresas, reacciones e imprevistos

La impotencia de Occidente ha sido el dato más llamativo del escenario creado por la ofensiva moscovita. La decisión de Putin paralizó a sus rivales, que no optaron por ningún curso de acción para socorrer a su protegido. El presidente Zelensky verbalizó abiertamente ese abandono de sus guardianes («nos dejaron solos»).

La desorientación de Biden es patética. Conocía el plan ruso que sus voceros publicitaron con gran anticipación, pero no programó ninguna respuesta. Desechó la escalada militar y también las propuestas negociadoras de Putin sin considerar otras alternativas. Ese desconcierto confirma que los reflejos de Washington siguen afectados por la reciente derrota de Afganistán. El Departamento de Estado enfrenta serios límites para involucrar a los marines en nuevos operativos, y la misma resistencia a comprometer tropas se verifica en Europa. Por eso la OTAN se ha limitado a emitir vagos pronunciamientos.

Es evidente que las sanciones económicas serán irrelevantes si Rusia logra un éxito político-militar. Cualquier bloqueo financiero o comercial quedaría deshecho en la práctica por esa victoria. Moscú se ha preparado para resistir las penalidades. Acumuló grandes reservas de divisas y multiplicó los convenios de intercambio para afrontar el aislamiento. Pero esas prevenciones solo servirán si consigue una victoria en el corto plazo.

Rusia ha perfeccionando la política de sustitución de importaciones para lidiar con las sanciones, y es muy incierto el impacto de su eliminación del sistema internacional de gestión bancaria (Swift). Si Putin negoció con Xi Jin Ping una compra-venta masiva de productos podría contrarrestar el boicot de Occidente. Pero nadie conoce cuál es la convergencia efectiva de los dos gigantes que desafían a Estados Unidos. Las sanciones son un arma de doble filo y podrían transformarse en un boomerang para Occidente si afectan a las propias empresas transatlánticas. Las penalidades dispuestas en Londres contra los oligarcas rusos, por ejemplo, ya generan ruido en otras operaciones del paraíso financiero inglés.

La belicosidad comercial contra Moscú acrecienta, además, el encarecimiento de los combustibles y los alimentos, y erosiona también la recuperación económica pospandemia. Rusia provee gran parte del trigo comercializado en el mundo, suministra un tercio del gas utilizado por Europa y aporta la mitad del consumido por Alemania. Si Berlín prescinde de su principal proveedor energético, ¿quién resultará más afectado? ¿El vendedor ruso o el adquiriente germano?

Algunos analistas estiman que Putin cayó en una trampa concebida por Biden, para empujar a Rusia al mismo pantano que agotó a la URSS en Afganistán. Pero Washington no maneja los hilos del operativo y es muy improbable que su balbuceante mandatario haya programado esa emboscada. Si la invasión igualmente se estanca, Moscú podría repetir en Kiev la tumba que se cavó en Kabul. Faltan muchas secuencias para imaginar cuál será el desenlace del drama que vive Ucrania. Pero, en cualquier caso, los diagnósticos son secundarios frente a la caracterización del conflicto.

El principal responsable

Hay abrumadoras pruebas de la responsabilidad primaria del imperialismo norteamericano en la tragedia de Ucrania. Son incontables las ocasiones en las que el Pentágono intentó sumar a Kiev a la red de misiles montada por los nuevos socios de la OTAN en el Este de Europa (en treinta años, la Alianza Atlántica se amplió de 16 a 30 miembros). El cerco a Rusia fue iniciado por Clinton, violando todos los compromisos que restringían la presencia militar estadounidense a la frontera de Alemania. Ese límite fue corrido una y otra vez para reforzar una estrategia expansiva, que Bush alentó con la fracasada incursión bélica de Georgia (2008). Sus sucesores trabajaron para convertir a Ucrania en otro peón del dispositivo atlántico.

Washington ensayó múltiples vías para incorporar a Kiev a la OTAN y estuvo a punto de inducir un referéndum para forzar esa adhesión. De la revuelta de Maidán (2013) surgieron gobiernos enemistados con Rusia, y el actual presidente Zelensky convirtió a Ucrania en un «socio de oportunidades mejoradas» de la OTAN (2020).

Putin señaló una y otra vez que la presencia de ese organismo en Ucrania representa una amenaza para la seguridad de Rusia. Ese país limita con sus principales socios europeos y comparte fronteras costeras con Turquía y los Estados caucásicos. Mientras que los misiles emplazados en Polonia o Rumania pueden alcanzar a Moscú en quince minutos, sus equivalentes en Ucrania lo harían en tan solo cinco. Rusia carece de cualquier instrumento equivalente en las cercanías del territorio estadounidense.

En los últimos años Ucrania recibió grandes suministros bélicos y el generalato reformó los rangos militares en línea con los estándares de la OTAN. El país quedó ubicado en el tercer lugar de la «ayuda» económico-militar de Washington y recientemente adquirió misiles antiaéreos, diseñados para transformar el Mar Negro en una jurisdicción del comando occidental.

El Kremlin cuestionó durante años esa belicosidad y, en las últimas seis semanas, Putin propició un freno explicito a la conversión de Ucrania en una catapulta contra Rusia. Intentó negociar un nuevo statu quo para proteger a su país del belicismo norteamericano, pero no obtuvo ninguna respuesta de la OTAN. Las propuestas de Moscú contemplaban la exclusión de Kiev de ese organismo y el veto a la instalación de misiles. Promovía, además, un estatus de neutralidad para el país, semejante al que mantuvieron Finlandia y Austria durante la guerra fría.

Putin convocó también a consensuar otras medidas de distención global. Invitó a Washington a retomar un tratado anulado por Trump, que regula la desactivación de ciertos dispositivos atómicos (INF). El Departamento de Estado respondió con indiferencia, evasivas o insultos a esas ofrendas de paz. Rechazó especialmente la neutralidad de Ucrania para evitar un precedente en el desmantelamiento de las baterías construidas por el Pentágono en Europa. Esa negativa intensificó el conflicto provocado por la agresiva expansión de la OTAN.

Someter a Europa

Washington alienta el belicismo en Ucrania para reforzar el sometimiento de Europa a su agenda. Repite su vieja receta de militarización para subordinar al Viejo Continente. Una funcionaria neoconservadora del Departamento de Estado (Victoria Nuland) comanda esa estrategia desde 2014. El acecho a Rusia ya disciplinó a Bruselas y en pocas semanas el Pentágono impuso la movilización de tropas de España, Dinamarca, Italia y Francia. La crisis ucraniana ha servido para reforzar también el alineamiento proyanqui del Reino Unido pos-Brexit. Johnson difunde antes que Biden las sanciones económicas contra Moscú y fija el camino a seguir por sus exsocios del continente.

Francia perdió autoridad por la fracasada negociación que intentó Macron: buscó crear un marco de tratativas distante del veto norteamericano, pero no consideró las propuestas de pacificación del Kremlin. En los principales temas —neutralidad de Ucrania y divorcio de la OTAN— mantuvo su total fidelidad a la Casa Blanca. Alemania ha sido un premeditado blanco del belicismo norteamericano. El Departamento de Estado trató de bloquear la inauguración del gasoducto Nord Stream 2, que abastecería el combustible ruso por el mar Báltico, soslayando el actual tránsito por Ucrania. Washington enrareció el clima de toda la región para impedir esa recepción germana de la energía provista por Moscú.

Estados Unidos toma en cuenta, también, la multiplicación por cinco del precio del gas natural en el último año. Busca desplazar a Rusia del mercado europeo para descargar sus excedentes de gas licuado, que ofrece a cotizaciones más elevadas que el competidor moscovita. Negocia incluso la construcción de un puerto en el Viejo Continente para recibir los delicados envíos de ese combustible. Su proyecto rivaliza abiertamente con el gasoducto ruso.

La maquinaria industrial germana necesita el abastecimiento energético externo y por esa razón Berlín intentó bajar el tono de la presión bélica estadounidense. Eludió la movilización de efectivos y sugirió que vetaría el uso de su espacio aéreo. Pero en ningún momento atenuó su enceguecido alineamiento con Washington, y finalmente suspendió la inauguración del gasoducto. El efecto inmediato de la incursión de Putin ha sido la consolidación del bloque Atlántico bajo las órdenes de Washington.

La escalada desde Kiev

Europa ha jugado un papel complementario de Estados Unidos en el proyecto de convertir a Ucrania en un bastión de la OTAN. Tanto Washington como Bruselas propiciaron esa dinámica belicista desde la revuelta del Maidán (2013) y el posterior golpe contra el presidente Yanukovych. Ese mandatario negociaba a dos puntas un auxilio financiero externo para paliar el quebranto fiscal del país. Su elección final del rescatista ruso en desmedro del salvador europeo desató la reacción de los manifestantes pro occidentales, que precipitaron en las calles la caída del mandatario y la llegada de un presidente  empeñado en acelerar el giro hacia a OTAN (Porochekno).

El Departamento de Estado motorizó ese viraje subiendo el tono de las tensiones con Rusia y fomentando en la población el apego liberal al sueño americano. Bruselas lucró, por su parte, con la ilusoria expectativa de transformar a Ucrania en una economía desarrollada por la mera adhesión a la Unión Europea. Alentó esa creencia para blanquear el brutal ajuste que en ese momento imponía a Grecia. Aprovechó el entusiasmo en Kiev con las banderas enarboladas de la UE (cuando eran detestadas en Atenas).

La euforia occidentalista que propagó el gobierno ucraniano repitió la norma de todos los procesos políticos recientes de Europa del Este. Pero añadió a ese patrón una campaña antirrusa y un nacionalismo exacerbado, que desembocó en provocaciones armadas contra la población rusoparlante. Kiev estableció el ucraniano como único idioma oficial, afectando a todos los pobladores que no utilizan esa lengua. Inició, además, una andanada de acciones militares contra el sector afín a Rusia afincado en el Este.

Se suele computar que la «miniguerra» interna de Ucrania ha generado 14 000 muertos y un millón y medio de desplazados en los últimos ocho años. Pero el principal escenario de esas confrontaciones ha sido la región rusoparlante del Donbás, como consecuencia de los atropellos perpetrados por los enviados de Kiev. Esas agresiones son encabezadas por las corrientes ultraderechistas que emergieron de la revuelta del Maidán. Todavía se discute si esa impronta reaccionaria estuvo presente desde el inicio del movimiento o emergió de su evolución posterior. Pero en cualquiera de las dos variantes el desemboque ultra regresivo de ese proceso ha sido indudable.

Ucrania arrastra una dramática crisis económica por los adversos resultados de la restauración capitalista. Esa transformación fue completada con la misma intensidad que en Rusia y con el mismo modelo de apropiadores oligarcas provenientes de la vieja cúpula gobernante. Pero las dos economías han seguido trayectorias muy diferentes. Mientras que las riquezas naturales de Rusia permitieron combinar los compromisos entre las élites con cierta estabilidad político-social, la declinación productiva de Ucrania agravó las desinteligencias por arriba y la insatisfacción por abajo. En un marco de estancamiento, retracción del consumo, endeudamiento público y deterioro fiscal, el PIB per cápita se asemeja al de los años 90 y la gestión económica de Kiev está sometida a un estricto monitoreo del FMI.

Esa crisis profundizó la división previa de las clases dominantes del país entre sectores pro occidentales del Oeste y prorrusos del Este. El primer grupo ha buscado sumar al país a la Unión Europea ofreciendo mano de obra barata, primarización e irrestricta apertura comercial. Asumieron préstamos impagables y se comprometieron con ajustes irrealizables. La creciente integración a Europa (sin ingresar en la UE) acrecentó la dependencia de las finanzas de Bruselas y la atadura a las remesas que envían los emigrantes.

En el Este es escenario es distinto. Allí prevaleció el mantenimiento de la producción fabril junto al estrechamiento de los vínculos con Moscú. Los sectores gobernantes resistieron la demolición que auguraba el ingreso a la Unión Europea. Comprendieron que las fábricas de la región nunca podrían digerir los estándares de producción, tecnología y precios que exige Bruselas. Saben, además, que el acero ucraniano no podría sobrevivir sin la provisión del petróleo ruso.

Ucrania no pudo procesar esas tensiones regionales conservado al mismo tiempo su unidad y la cohabitación de las dos zonas. El nacionalismo reaccionario antirruso, alentado por el Pentágono, echó por tierra tal posibilidad.

La reacción de Moscú

La  invasión a Ucrania ha sido la respuesta de Putin a las incontables negativas que recibió su propuesta de negociar la neutralidad de ese país. Algunos pensadores consideran que se anticipó, con una acción preventiva, al ingreso de su vecino a la OTAN. Rusia acumula una terrible historia de sufrimientos por invasiones extranjeras y su población es muy sensible a cualquier amenaza. Después de lo ocurrido con Hitler, la seguridad de las fronteras no es un tema menor.

Es evidente, además, que el imperialismo norteamericano solo entiende el lenguaje de la fuerza. Basta observar el contraste reciente entre Afganistán, Irak o Libia con Corea del Norte para confirmar ese predominio de códigos bélicos en las relaciones con Washington. Después de amenazar una y otra vez a Pyongyang, ningún mandatario yanqui pasó a los hechos por el obvio temor que suscita una respuesta atómica. Rusia conoce esa dinámica y por esa razón algunos analistas sugirieron que Putin respondería al estancamiento de las negociaciones con la instalación de misiles nucleares tácticos en Bielorrusia.

Pero el jefe de Kremlin optó por una invasión, que primero presentó como un operativo de protección de la población rusoparlante. El Donbás volvió a recalentarse en los últimos meses con nuevas oleadas de atentados derechistas que erosionaron el alto el fuego y forzaron la evacuación de la población civil. Putin exagera cuando denuncia la existencia de un «genocidio» en esa región, pero alude a la comprobada violencia de las milicias reaccionarias. Se refiere a esos sectores cuando exige la «desnazificación» de Ucrania. Y esa denominación no es una figura retórica vacía: desde 2014, las bandas ultraderechistas han impuesto una norma de violencia a todos los gobiernos de Kiev. Impusieron la prohibición del Partido Comunista, la erradicación del idioma ruso de la esfera pública y la purga de todos los vestigios de la era soviética («descomunización»). Los derechistas desenvuelven una intensa actividad callejera y han creado unidades armadas con centros de entrenamiento, muy semejantes al modelo paramilitar fascista de los años 30. En la primera línea de esas fuerzas se ubica el batallón neonazi Azov, que utiliza insignias calcadas de las SS del Tercer Reich y reivindica las formaciones locales que colaboraban con Hitler contra a los soviéticos (OUN-UPA) esperando la concesión de una república propia.

Estas vertientes fascistas han bloqueado todos los intentos de alcanzar una solución negociada a partir del formato introducido en 2015 con las tratativas de Minsk. Rechazan la reintegración del Este como región autónoma, con derechos reconocidos a la población rusoparlante. Como su principal bandera es la identidad nacional, objetan cualquier acuerdo que incluya el federalismo del Donbás. Los derechistas observan esa solución como una capitulación inaceptable. Por eso sabotearon todos los armisticios para concertar amnistías mutuas y facilitar el libre tránsito de civiles. En sintonía con esa belicosidad, Zelensky cerró tres canales de televisión prorrusos y aprobó una gran base de entrenamiento de los fascistas.

Pero la gran novedad del nuevo escenario es la decisión del propio Putin de enterrar los acuerdos de Minsk, que previamente alentaba como el marco más apto para avanzar hacia la neutralidad de Ucrania. En lugar de preservar ese contexto para reunificar al país, reconoció a las dos repúblicas autónomas del Este (Donestk y Lugansk). Nadie sabe si esa solución es la preferida por ambas poblaciones, puesto que la consulta sobre su opción nacional sigue pendiente. Al igual que en Crimea, Putin define primero el estatus de una región para complementar luego esa condición con algún procedimiento electoral.

Pero en este caso el líder moscovita no se limitó a disponer el acotado ingreso de tropas para proteger a la población rusoparlante. Una acción de ese tipo era compatible con la continuidad de las negociaciones de Minsk, solo reforzaba esas tratativas con garantías a la seguridad del sector más vulnerable. Putin optó, en cambio, por un curso totalmente distinto de invasión general al territorio ucraniano, asignando al Kremlin el derecho a derrocar un gobierno adverso. Esa decisión es injustificable y funcional al imperialismo occidental.

El desprecio al pueblo

Estados Unidos comanda el bando agresor y Rusia el campo afectado por el cerco de misiles. Pero esa asimetría no justifica cualquier respuesta de los agredidos, ni determina el carácter invariablemente defensivo de las reacciones de Moscú. En el terreno militar, la validez de cada medida depende de su proporción. Ese parámetro es esencial para evaluar los conflictos bélicos.

Rusia tiene derecho a defender su territorio del hostigamiento del Pentágono, pero no puede ejercer ese atributo de cualquier manera. La lógica de los choques militares incluye ciertas pautas. No es admisible, por ejemplo, exterminar a un batallón rival por alguna violación menor a la tregua entre las partes. Es cierto que la provisión de armas a Kiev por parte del Pentágono se incrementó en el último período, junto a peligrosas tratativas para sumar al país a la OTAN. Pero Ucrania no dio ese paso, ni instaló los misiles que atemorizan a Moscú. Las milicias fascistas mantuvieron su escalada, pero sin protagonizar agresiones de mayor alcance. La decisión de invadir Ucrania, rodear sus principales ciudades, destruir su ejército y cambiar su gobierno no tiene ninguna justificación como acción defensiva de Rusia.

Putin ha exhibido un desprecio mayúsculo por todos los habitantes del Oeste ucraniano. Ni siquiera registra cuáles son los deseos de esa población. Incluso si Zelensky comandara el «gobierno de drogadictos» que ha denunciado, correspondería a sus representados decidir quién lo debe sustituir. Esa decisión no es una facultad del Kremlin. Ninguna población del Oeste ucraniano simpatiza con los gendarmes que despachó Moscú. La hostilidad hacia esas tropas es tan evidente, que Putin ni siquiera intentó la habitual pantomima de presentar su incursión como un acto solicitado por los ciudadanos del país invadido. Su ataque ha suscitado pánico y odio hacia el ocupante. Ese mismo rechazo a la incursión rusa se verifica en todo el mundo. En incontables capitales se han realizado manifestaciones de repudio, mientras que en ningún lugar aparecen actos contrapuestos de apoyo al ejército moscovita.

Putin ha ignorado la principal aspiración de todos los involucrados en el conflicto, que es el logro de una solución pacífica. Antes de la invasión, el propio gobierno de Kiev afrontaba un gran rechazo interno a su escalada bélica. Hubo incluso indicios de gran oposición a la adhesión a la OTAN y a la consiguiente redefinición de la Declaración de Soberanía (1990) y la Constitución (1996) del país. Esas metas pacifistas deben competir ahora con la derecha belicista, que convoca a la resistencia activa contra la invasión rusa.

Durante muchos años, Washington, Bruselas y Kiev sabotearon la salida negociada, que actualmente atropella también Moscú. Putin se ha subido al carro belicista porque ignora los deseos de los pueblos involucrados en el conflicto. Guía su acción por los consejos de la alta burocracia, que gobierna en una conflictiva relación con los millonarios de Rusia. Su invasión también apunta a regimentar a la población del Este ucraniano. Demoró ocho años el reconocimiento de esa autonomía, en contraste con la fulminante anexión de Crimea. Eludió la repetición de ese precedente por el protagonismo inicial del movimiento radicalizado de milicianos locales que derrotó a los derechistas.

Esos combatientes propiciaron la creación de una «república social» y actuaron muy brevemente bajo el mando de un líder apodado «el Che Guevara de Lugansk». Enarbolaron estandartes de izquierda, reivindicaron al mundo soviético y retomaron la tradición bolchevique con recitados de la Internacional. Para neutralizar esa radicalidad, Putin forzó desalojos de edificios y abandonos de barricadas, mientras monitoreaba el desarme de las milicias y la purga de sus dirigentes.

Cuando logró imponer su autoridad, congeló el estatus de las dos repúblicas (que mantuvieron la simbólica denominación de «populares»), a la espera de un resultado favorable de las tratativas de Minsk. Repitió la conducta de sus antecesores, que siempre negociaron en las cúspides desarticulando a los movimientos radicales. Después de varios años, ha optado ahora por un nuevo curso de acción, tan inconsulto como el precedente.

Con la invasión a Ucrania, el Kremlin favorece todos los mitos de la democracia occidental que habían caído en desagracia por los fracasos que acumula el Pentágono. Putin le aportó a Washington lo que necesitaba para reconstruir las falacias ideológicas deterioradas por lo devastación de Afganistán o Irak. Su aventura permite reavivar la contraposición entre la democracia occidental y la autocracia rusa. El Kremlin es nuevamente denostado con idílicas exaltaciones del capitalismo. El resurgimiento de esa ficción es una resultado directo de la incursión rusa.

Esa invasión ha brindado también un impensado impulso externo al nacionalismo ucraniano. Putin alimenta ese sentimiento, en una nación históricamente traumatizada por la presencia opresiva de los zares y las disputas con fuerzas austrohúngaras y polacas. Cualquiera sea el resultado geopolítico final de la invasión, su impacto sobre las luchas y la conciencia popular es terriblemente negativo. Y ese parámetro es la principal referencia que adoptan los socialistas para juzgar los acontecimientos políticos.

La denuncia de la OTAN

La incursión de Putin ha suscitado condenas que omiten la denuncia complementaria de la OTAN. Ambos planteos están presentes en muchos pronunciamientos de la izquierda, pero son posturas minoritarias frente al unilateral rechazo a la acción del ejército ruso. Basta observar las consignas prevalecientes en las manifestaciones callejeras para corroborar ese clima. Los medios de comunicación son los principales artífices del blanqueo del imperialismo norteamericano. Subrayar esa culpabilidad es una prioridad del momento.

Los discursos en boga descargan toda la artillería contra «el expansionismo ruso», ocultando la dominación imperial de los capitalistas. Se enaltece la democracia, la civilización y el humanitarismo de Estados Unidos, omitiendo que sus tropas pulverizaron a Irak y Afganistán. Basta comprar el reducido número de bajas que prevalece hasta ahora en Ucrania con las masacres inmediatas que consumaron los bombardeos del Pentágono en esos países para mensurar el grado de salvajismo que acompaña a las acciones de la OTAN. Ese organismo demolió también a Yugoslavia hasta transformarla en siete repúblicas balcanizadas. Francia no puede exhibir credenciales mejores, luego de la sangría que perpetró en Argelia. Y al cabo de su largo historial de matanzas en Asia y África, Inglaterra tiene poca autoridad para levantar el dedo.

La guerra de Ucrania ya convulsiona nuevamente Europa en un traumático escenario de refugiados. Para frenar esa tragedia se impone retomar un camino de paz, basado en la desarticulación de la principal maquinaria bélica del continente.

Ninguna distensión será perdurable mientras la OTAN continúe moldeando a Europa como una gran fortaleza de bases militares. Estados Unidos define acciones, perpetra operaciones secretas y maneja dispositivos bélicos como si el Viejo Continente formara parte de su propio territorio. El fin de esa injerencia, el retiro de los marines y la disolución de la OTAN son demandas insoslayables para todos los defensores de la paz.

Los servidores del imperialismo norteamericano acallan esas exigencias y utilizan el rechazo a la invasión de Ucrania para intensificar su campaña contra los «conquistadores rusos». En América Latina, denuncian la «infiltración» de Moscú con un libreto extraído de la guerra fría. La derecha ya motoriza en Washington una nueva ley de «seguridad hemisférica» para aumentar la presencia del Pentágono al sur del Rio Grande. Proponen afianzar el estatus de Colombia como principal aliado extra-OTAN.

Todas las fantasías que difunde la Casa Blanca sobre la arrolladora influencia de Rusia carecen de asidero. La presencia económica de Moscú en América Latina es irrelevante en comparación al dominador estadounidense y al pujante rival chino. Las contadas misiones militares de esa potencia fueron intranscendentes frente a los habituales ejercicios de los marines con los ejércitos de la zona. Ni siquiera las ventas de armas rusas han alcanzado en América Latina la gravitación que tienen en otras periferias del planeta. La incidencia de los comunicadores afines a Moscú es también irrisoria frente al colosal predomino informativo de Washington.

Pero el Departamento de Estado pretende aprovechar la conmoción creada por la invasión a Ucrania, para relanzar su ofensiva contra los gobiernos que incumplen sus órdenes. Aspira a recomponer el Grupo Lima, resucitar la OEA, neutralizar la CELAC, revertir las derrotas electorales de la derecha, contrarrestar el desprestigio de Estados Unidos durante la pandemia y retomar las conspiraciones contra Venezuela y Cuba.

En lo inmediato, Washington alienta las denuncias de la incursión rusa sin ninguna mención de la OTAN. Sus diplomáticos trabajan para lograr esos pronunciamientos de las cancillerías latinoamericanas. Cuentan con el caluroso sostén de los gobiernos derechistas (empezando por Colombia, Uruguay y Ecuador), pero buscan también la adhesión de los progresistas más sensibles a su presión. Las primeras declaraciones de Boric se encarrilan en la dirección propiciada por la Casa Blanca y contrastan con la neutralidad sugerida por Lula y López Obrador.

Argentina es un caso aparte. Alberto Fernández despotricó contra Estados Unidos en su entrevista con Putin, luego adoptó una postura equidistante y finalmente se sumó a la condena de Rusia sin ninguna mención de la OTAN. En muy pocos días adoptó todas las posturas imaginables, confirmando que carece de brújula y amolda su política exterior a las tratativas con el FMI. Por ese sometimiento al Fondo es una presa fácil de Washington.

Las condiciones de la autodeterminación

La crítica al operativo de Putin es insoslayable en cualquier pronunciamiento de la izquierda. Pero ese posicionamiento debe ser antecedido por una contundente denuncia del imperialismo norteamericano como principal responsable de la escalada bélica. Esa agresión no justifica la respuesta militar del Kremlin, que es muy contraproducente para todos los proyectos de emancipación. El apoyo a ese operativo es autodestructivo y conspira contra la batalla por la democracia, la igualdad y la soberanía de las naciones.

Putin no se limitó a justificar su incursión como una acción defensiva frente a la OTAN. Ese argumento es insuficiente para explicar la desproporcionada respuesta de la invasión, pero cuenta con un algún basamento válido. El jefe del Kremlin fue más allá de esa evaluación, y señaló que Ucrania no tiene derecho a existir como nación. Esa caracterización sitúa su operativo en otro plano más inaceptable de impugnación del derecho de un pueblo a decidir su destino. El mandatario moscovita considera que Ucrania nunca conformó una nación real separada de la matriz rusa. Afirma que asumió ese artificial carácter por obra de los bolcheviques, que en 1917 concedieron un maligno derecho de separación. Ese atributo adoptó posteriormente un formato constitucional de unión voluntaria de repúblicas soviéticas. Putin culpabiliza a Lenin por ese quebranto del territorio ruso y considera que Stalin convalidó el mismo desacierto, al preservar una norma que toleraba la autonomía federativa de Ucrania.

Esta mirada de Putin contiene una implícita reivindicación del modelo opresivo previo del zarismo. Ese esquema se asentaba en la dominación ejercida por los gran-rusos sobre una vasta configuración de naciones. Lenin combatió esa «cárcel de los pueblos» que impedía a numerosos minorías manejar sus recursos, desarrollar su cultura, utilizar su idioma y desenvolver su senda nacional. La resistencia contra esa opresión alimentó la gran batalla que desembocó en el surgimiento de la Unión Soviética. El derecho de las naciones oprimidas a su propia autodeterminación fue una exigencia confluyente, con los reclamos de paz, pan y tierra que desencadenaron la revolución de 1917. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas fue proclamada como una convergencia libre y soberana de esas naciones.

Ahora Putin rechaza esa tradición y desconoce la identidad de Ucrania, que se ubica en las antípodas del artificio objetado por el jefe del Kremlin. Ese país arrastra una larga y dramática trayectoria nacional, alimentada por las tragedias vividas en las guerras mundiales y en la colectivización forzosa. Al igual que en otras zonas del mundo, la autodeterminación nacional discutida en Ucrania no es una aspiración sagrada, suprema, ni de mayor validez que las demandas sociales y populares. Es claramente utilizada por la derecha para potenciar el nacionalismo y los enfrentamientos entre pueblos. Pero Putin no objeta esa manipulación reaccionaria, sino el propio derecho a la existencia de un país.

Esa postura retrata la faceta más regresiva de su operativo militar. Pone de relieve que su incursión no está determinada solo por la pulseada con la OTAN, ni obedece únicamente a motivaciones defensivas o geopolíticas. También deriva de un atributo despótico, que Moscú se autoasigna alegando la pertenencia de Ucrania a su radio territorial.

Los ucranianos del Oeste y del Este tienen el mismo derecho que cualquier otro pueblo a decidir su futuro nacional. Pero la autodeterminación será un enunciado meramente declamatorio mientras fuerzas las asociadas con la OTAN y las tropas rusas mantengan su presencia en el país. La primera condición para avanzar hacia la soberanía real de Ucrania es la restauración de las negociaciones de paz para acordar la salida de los gendarmes extranjeros de ambas partes y la posterior desmilitarización del país, con un estatus internacional de neutralidad. La izquierda de muchas vertientes y países se ha comprometido en esa doble batalla contra la OTAN y la incursión rusa.

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