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Está claro que la época de la «pospolítica» terminó. Sin embargo, la política del siglo XX —partidos de masas, sindicatos y militancia obrera— no parece haber resurgido y todo indica que nos salteamos un paso. (Foto: Jorgen Haland / Unsplash)

De la pospolítica a la hiperpolítica

Traducción: Valentín Huarte

Hasta la crisis de 2008, los tecnócratas habían logrado relegar la política a los márgenes. Aunque hoy vuelve a estar en todas partes, su retorno difiere de toda expectativa.

Hacia la mitad de su autobiografía, titulada The Years, la novelista francesa Annie Ernaux resume el panorama político de los años 1990:

Corría el rumor de que la política había muerto. Sonaban las campanas del «nuevo orden mundial». El Fin de la Historia estaba cerca […]. Se condenaba la palabra «lucha» como una recaída indeseada en el marxismo, convertido en un objeto de burla. En cuanto a la «defensa de los derechos», los primeros que venían a la mente eran los del consumidor.

Publicado en 2008, el libro de Ernaux apareció poco antes de la quiebra de Lehman Brothers. La traducción inglesa fue publicada recién en 2017 y la castellana en 2019. La década «populista» estaba llegando a su fin. La obra de Ernaux remite a un mundo en el que la gente vivía recluida en la esfera privada, la política era relegada a un segundo plano y los tecnócratas estaban en el poder. Tony Blair había dicho que oponerse a la globalización era como oponerse al cambio de las estaciones. «No sabíamos exactamente qué era lo que más nos tiraba abajo» —recuerda Ernaux—, «si los medios y sus encuestas de opinión, que no se cansaban de preguntar en quién confiábamos, sus comentarios condescendientes, los políticos y sus promesas de reducir el desempleo y paliar las deficiencias del presupuesto de seguridad social, o las escaleras de la estación de trenes, que siempre estaban rotas».

Diez años y una década de agitación populista después, el testimonio de Ernaux es a la vez familiar y extraño. La rápida individualización de las instituciones colectivas que diagnosticaba la autora nunca detuvo su marcha. Salvo excepciones, los partidos políticos no recuperaron a sus afiliados. Las organizaciones sociales no registraron más participación. Las iglesias no volvieron a llenar sus largos bancos y los sindicatos no crecieron. En todo el mundo la sociedad civil sigue empantanada en una profunda y prolongada crisis.

Pero, por otro lado, esa mezcla de timidez y apatía característica de los años 1990, tan bien retratados por Ernaux, no parece aplicar hoy. Biden resultó electo en el marco de unas elecciones con una concurrencia sin parangón en la historia de Estados Unidos; el referéndum del Brexit registró la votación democrática más popular de la historia de Gran Bretaña. Las protestas de Black Lives Matter fueron espectáculos de masas; muchas de las empresas más grandes del mundo adoptaron la túnica de la justicia racial y adaptaron sus marcas a la nueva causa.

Hoy una nueva forma de «política» habita las canchas de fútbol, los programas más populares de Netflix y las redes sociales. Muchas personas en la derecha sienten que viven un caso Dreyfus permanente, que atraviesa sus cenas familiares, sus salidas con amigos y sus almuerzos de trabajo. Muchas personas en el centro añoran la época previa a esta hiperpolítica, tienen «nostalgia de la poshistoria» de los años 1990 y 2000, cuando los mercados y los tecnócratas gobernaban solos.

Está claro que la época de la «pospolítica» terminó. Sin embargo, la política del siglo XX —partidos de masas, sindicatos y militancia obrera— no parece haber resurgido y todo indica que nos salteamos un paso. Quienes empezaron a militar en la época de la crisis financiera recordarán ese momento en que nada era política, ni siquiera las medidas de austeridad impuestas entonces por los gobiernos. En cambio hoy, todo es política. Y aun así, a pesar de la intensa politización que atraviesa todas las esferas de nuestras vidas, muy pocas personas participan de esos conflictos de intereses organizados que solíamos definir como política en el sentido clásico, es decir, en el sentido que esa palabra tenía en el siglo XX.

La época populista

Para comprender este desplazamiento de la «pospolítica» a la «hiperpolítica» es necesario recordar la forma del interregno que estamos abandonando. En los años posteriores a 2008, la denominada «era de hielo política» instaurada después del colapso del Muro de Berlín, comenzó a derretirse sin prisa pero sin pausa. En todo Occidente —desde Occupy en Estados Unidos hasta el fervor antiausteridad en Gran Bretaña, pasando por el 15-M en España— surgieron movimientos que revitalizaron el viejo espectro de la lucha de intereses. No ocuparon los sitios de la política formal, y muchos analistas definieron su retórica «Ni izquierda, ni derecha» como una forma de antipolítica. Sin embargo, marcaron el fin de una época de consenso.

Todos esos movimientos encontraron los mismos problemas. El fetiche del horizontalismo, coronado en la época del altermundialismo, siguió reinando después de la crisis financiera y condujo a la creación de instrumentos de decisión política deficientes, incapaces de crear programas de gobierno y de visibilizar representantes. En efecto, muchas veces parecía que estos movimientos imitaban a los de los años 1960, bien criticados en el emblemático panfleto de Jo Freeman, La tiranía de la falta de estructuras. Un intento de superar la situación fue pasar de la forma movimiento a la forma partido-movimiento, pero con frecuencia esa transición terminó creando más problemas que los que solucionaba. Aunque estas nuevas formaciones presionaron a la centroizquierda a cambiar y adaptarse, pocas veces lograron aprender la importancia de las organizaciones democráticas de afiliados que habían sostenido sus predecesores socialdemócratas.

En otra parte de su novela, Ernaux menciona las oficinas del Partido Socialista, organización por la que ella votó en 1981. Los socialistas franceses se habían mudado a ese edificio en la década de 1980 bajo la presidencia de François Miterrand, representante hipotético de un programa de reformas sociales radicales elaborado en conjunto con los comunistas. En 2017, después de que los socialistas quedaron varados en el quinto lugar de las elecciones presidenciales, los dirigentes del partido decidieron entregar el edificio a un escribano público. Así pusieron en venta ese bastión orgulloso de la política de izquierda del siglo XX.

Desde entonces, formas nuevas y bastante extrañas ocupan ese lugar vacante. Los denominados «partidos digitales» —desde La France Insoumise y Podemos, organizaciones de izquierda, hasta La République en Marche de Macron, situada en el centro del espectro político, y el Movimiento Cinco Estrellas, que ocupa un lugar amorfo en la derecha— prometían menos burocracia, más participación y nuevas formas de horizontalidad. En realidad, terminaron concentrando todo el poder en las personas en torno a las cuales habían surgido.

En Gran Bretaña, el Partido del Brexit fue al menos más honesto. Fundado como una corporación durante las elecciones de 2019, prometió continuar como una fuerza seria solo si el partido era favorable a la carrera de Nigel Farage. Todas estas organizaciones pueden afirmar que sus raíces están en la repolitización de ciertas capas sociales, pero ninguna se ganó el compromiso de sus simpatizantes en el sentido político clásico.

No cabe duda de que uno de los factores que impulsa este nuevo «movimientismo» es el oportunismo electoral. Para la mayoría de los partidos europeos, la reciente conversión al modelo del movimiento toma lugar frente a la constatación de dos hechos: la disminución de la cantidad de afiliados en el largo plazo y el achicamiento continuo de los electorados. Bélgica ilustra esta tendencia. Sorprendentemente, en los años 1990, el Partido Cristiano Demócrata y Flamenco conservaba todavía 130 000 miembros. Hoy cuenta unos magros 43 000. Durante el mismo período, el socialismo se desplomó y pasó de 90 000 a 10 000 miembros. El Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) pasó de contar 1 millón de miembros en 1986 a contar 400 000 en 2019, mientras que la cantidad de afiliados de los socialdemócratas holandeses cayó de 103 760 a 41 000 en 2021. La misma historia se repite en todos lados: el antiguo partido de masas sobrevive como un proveedor de políticas públicas (los especialistas hablan de un «factor de output» de la democracia), pero a nivel interno es devorado por los especialistas en RR. PP. y por los funcionarios.

Hasta cierto punto, Gran Bretaña es una excepción. Bajo la dirección de Jeremy Corbyn, la cantidad de afiliados del Partido Laborista creció exponencialmente (pasó de 150 000 a 600 000 en su punto más álgido). Y no eran simpatizantes, sino afiliados. Es decir que tenían toda una serie de derechos constitucionales y de voto: aun aquellos que no participaban tanto de la vida cotidiana del partido, podían participar de las elecciones internas y tomar posición sobre temas candentes, como la definición de los representantes públicos de la organización. No es sorprendente que la contrarrevolución liderada por Starmer dentro del Partido Laborista haya apuntado principalmente contra la estructura de afiliados: si la organización debe llegar a convertirse en un vehículo más de los políticos profesionales, es necesario dejar sin poder a los afiliados, incentivarlos a abandonar el partido o directamente expulsarlos. La pérdida de cerca de 150 000 afiliados indica que ese proceso está en marcha.

Las lecciones que deberían asimilar los populistas de izquierda son bastante duras. Mientras que la mayoría de las experiencias de izquierda de los últimos años —desde Syriza hasta Podemos y France Insoumise— intentaron expresarse adoptando nuevas formas organizativas, es probable que el corbinismo haya sido el último intento de revivir el partido obrero de antaño, percibido hoy por los políticos y por los ciudadanos como un instrumento demasiado lento y aparatoso. Los antiguos miembros de los partidos cuentan ahora con la posibilidad de evitar asumir compromisos a largo plazo en el marco de asociaciones que limitan su voluntad, y el poder ejecutivo encuentra cada vez menos resistencia en los parlamentos.

Hace poco, el máximo dirigente del socialismo belga celebró el nuevo clima de su partido y se refirió alegremente, en una publicación de Instagram donde mostraba a sus seguidores, al ambiente acogedor y al espíritu emprendedor que reinaban en la organización. Ahora los partidos buscan especialistas en gestión de redes sociales e invitan a los influencers a que formen parte de los gabinetes (hace poco Macron recibió en su palacio presidencial a dos vloggers de YouTube). En última instancia, es difícil decir que estos nuevos partidos digitales y los movimientos que los engendraron hayan sido negaciones de la economía posindustrial. Más bien, son expresiones de esa economía: informales y provisorios, sin acuerdos a largo plazo, organizados alrededor de negocios y empresas fugaces.

Los ciudadanos que deambulan de un empleo temporario a otro tienen cada vez más dificultades para construir relaciones duraderas en sus lugares de trabajo. Internet y los círculos reducidos de amigos y familiares parecen ser hoy ambientes sociales mucho más propicios. Estos dos polos promueven tipos de solidaridad absolutamente concretos o absolutamente abstractos: las familias son el mejor fondo de seguridad social mientras que internet es una asociación completamente voluntaria.

Es el mismo voluntarismo que resuena en el ánimo típico de las protestas contemporáneas. En principio, las manifestaciones de Black Lives Matter y las de QAnon, o las revueltas del 6 de enero de 2021 ocurridas en Wahington D. C., parecen tener poco en común. Efectivamente, en términos morales, son mundos distintos: unos protestan contra la represión policial y contra el racismo, otras contra procesos ficticios de fraude electoral y a favor de teorías conspirativas. Sin embargo, en términos organizativos, estos movimientos son similares: no tienen listas de afiliados, tienen muchas dificultades a la hora de imponer una disciplina sobre sus seguidores y no son organizaciones formales.

El sociólogo Paolo Gerbaudo describió estos nuevos movimientos de protesta como cuerpos sin órganos: tensos y musculares, pero sin metabolismo interno. No debería sorprendernos la concordancia armónica entre esa forma fluida de autoritarismo y la economía de servicios contemporánea. La época de los contratos precarios y el autoempleo no estimula los lazos duraderos dentro de las organizaciones. En su lugar encontramos una combinación curiosa de lo horizontal y lo jerárquico, con dirigentes que nuclean a un grupo endeble de fanáticos sin suscribir jamás a un marco partidario definido.

Obras como Masa y poder de Elias Canetti, publicada por primera vez en 1938 en la Viena de entreguerras, supieron identificar bien este tipo de dirección política. Canetti concibió su clásico libro como una respuesta frente a los enormes levantamientos obreros de los años 1930. El movimiento obrero de entreguerras despertó una fuerte reacción de la derecha, y el período terminó con dos movimientos de masas enfrentados. En vez de una «masa» móvil, las tropas contemporáneas de QAnon y las protestas anticuarentena se parecen a «enjambres»: grupos que responden a estímulos breves y explosivos generados por influencers carismáticos y por demagogos digitales. Cualquiera puede unirse a un grupo de Facebook que simpatiza con QAnon: como sucede con todos los medios digitales, los costos de pertenecer son relativamente bajos.

Por supuesto, los dirigentes pueden intentar coreografiar estos enjambres con tuits, intervenciones televisivas o hipotéticos bots rusos. Pero esa coreografia no basta para crear una organización duradera. Este proceso marca un desplazamiento, decisivo pero inestable, que está dejando atrás la democracia partidaria fundada en la política de masas. Mientras que los partidos de la posguerra contaban con un equipo ceñido de mediocampistas y defensores, los nuevos partidos populistas están construidos casi exclusivamente alrededor de unos cuantos jugadores estrella. Como destaca Gerbaudo, los dirigentes populistas de hoy nacen como animales mediáticos.

En muchos sentidos, parece que la lección que realmente aprendieron de la época «pospolítica» es que la política debe entrar de nuevo en la esfera pública. Pero sin el resurgimiento de organizaciones de masas, eso solo sucede a nivel discursivo o bajo el prisma de la política mediática: cada acontecimiento político importante es escudriñado en función de su carácter ideológico, eso genera polémicas que evolucionan en campos claramente delineados por las plataformas de los medios sociales y después rebotan en las redes preferidas por cada uno de los bandos. En ese proceso mucho se politiza pero poco se logra.

En muchos sentidos podemos definir este período como una transición de la «pos-» a la «hiperpolítica», o como el reingreso de la política en la sociedad. Con todo, la nueva «hiperpolítica» también se distingue por el eje que pone en las costumbres personales e interpersonales, por su moralismo incesante y por su incapacidad de pensar las dimensiones colectivas de toda lucha. En ese sentido, la «hiperpolítica» es lo que queda cuando termina la «pospolítica»: es la forma que toma el conflicto político en ausencia de toda política de masas. La pregunta por la propiedad y el control es reemplazada por una indagación sobre el verdadero ser de las personas: el collage de las identidades toma el relevo de la lucha de clases.

No cabe duda de que la «pospolítica» está llegando a su fin. No corre más «el rumor» de que la política murió, como decía Ernaux en 2008. El nuevo modo de la «hiperpolítica» se presenta hoy como la alternativa débil a la política del siglo XX. Ernaux también supo reconocerlo: en el final de su libro, llama a los lectores a «salvar algo de esa época que nunca volverá».

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