Este texto fue publicado originalmente por Catalyst en su edición de verano de 2018. Fue traducido al castellano para Antagónica. Revista de investigación y crítica social.
Considerada por muchos como el proceso más prometedor de la izquierda global en décadas, la Marea Rosa está en retroceso. Para comprender su declinación, este ensayo compara su surgimiento y sus logros con la emergencia de la izquierda clásica en la región a partir de la Revolución Cubana.
Mientras que los avances de la izquierda clásica enraizaban en la influencia estructural de los trabajadores industriales, la Marea Rosa tuvo sus bases en los movimientos de trabajadores informales y comunidades precarizadas y emergió de una estructura social transformada por dos décadas de desindustrialización y fragmentación industrial.
Esto tuvo dos consecuencias críticas: respecto de la izquierda clásica, disminuyó el poder de los nuevos gobiernos contra las clases dominantes y los derivó hacia un modelo de gobierno clientelar, «de arriba hacia abajo», que se volvió su propio límite. Finalmente, los regímenes de la Marea Rosa fueron rechazados por sus propios votantes, mientras que la izquierda clásica fue desplazada por las mismas élites que intentaba derrotar.
Introducción
El nuevo milenio desató una oleada de rebeliones populares en América Latina que llevaron al poder a algunos gobiernos de izquierda. Conocidos como la «Marea Rosa», estos gobiernos no impulsaron políticas «rojas» en sentido estricto, pero recibieron apoyo entusiasta de los sectores radicales, incluyendo intelectuales progresistas de renombre.
Noam Chomsky, por ejemplo, elogió los avances de los nuevos reformistas en materias como democracia, desarrollo soberano, y bienestar popular[1]Ver también las alabanzas entusiastas de Tariq Ali en Ali & Barsamian (2006).. La capacidad de estos gobiernos para mitigar los peores efectos del neoliberalismo, empoderar a los sectores populares y enfrentar la dominación de Estados Unidos señalan un proceso de recuperación de las «décadas perdidas» marcadas por el fundamentalismo de mercado y la exclusión social.
En el contexto global, la Marea Rosa contrasta con la plena continuidad neoliberal en el centro capitalista y los resultados desalentadores de la Primavera Árabe en Medio Oriente.
Sin embargo, la marea está bajando. Y, más allá de los reflujos inmediatos, el declive de la izquierda en la región es un retroceso de largo plazo. Después de la asunción de Hugo Chávez, un líder nacional-popular externo a la política partidaria, Lula —líder histórico del Partido de los Trabajadores de Brasil— fue electo presidente en 2002, seguido por Néstor Kirchner en Argentina, en 2003, Evo Morales en Bolivia un año y medio más tarde y Rafael Correa en Ecuador en el año 2007.
Sus gestiones —y las de sus sucesores— resultaron impresionantes. Pero comenzando el año 2015, se produjeron una serie de derrotas clave que marcaron el inicio de un giro en la suerte de la izquierda. Ese año, el peronismo reformista fue derrotado en las elecciones. Siguió un «golpe constitucional» que derrocó a Dilma Roussef en Brasil. La coalición liderada por Rafael Correa en Ecuador se desmoronó después del triunfo electoral de su candidato. Y, aunque Morales haya permanecido en el poder, con Nicolás Maduro en Venezuela se terminará lo que quedaba de los logros de la Revolución Bolivariana, y se completará el ciclo[2]El desarrollo de los acontecimientos desde que el artículo fue publicado comprendió el Golpe de Estado contra el gobierno del MAS en Bolivia su posterior triunfo electoral y una sucesión de … Continue reading.
Cómo deberíamos evaluar a la «Marea Rosa»? ¿Cuál es el registro adecuado para ponderar sus logros y fracasos? ¿Qué fue lo que socavó sus promesas y revirtió su desarrollo? Resulta interesante que la mayor parte de las evaluaciones (tanto de aliados como de adversarios) señalan errores evitables cometidos por los políticos y los partidos.
Desde la derecha, los analistas dividen a los reformistas latinoamericanos en la «buena» y la «mala» izquierda. Argumentan, de manera poco sorprendente, que las fallas de la Marea Rosa emanan del pecado original populista. Así, mientras las rentas derivadas de los recursos naturales podían comprar la lealtad popular, ese paternalismo corroía las instituciones republicanas polarizando irreparablemente la sociedad política y la sociedad civil, llevando inevitablemente al desastre fiscal.
Otros, desde la izquierda —en especial la izquierda radical— señalaron no los excesos demagógicos sino la docilidad de los reformistas y sus concesiones a las élites de poder. En este caso, los avances son cuestionados por insuficientes. De hecho, son las estrategias «equivocadas», que los conservadores desprecian, las que terminan confinando a los gobiernos a los límites permitidos por las élites económicas, que buscan restaurar la legitimidad neoliberal (Webber & Carr: 2012).
Ambos tipos de críticas comparten un punto común: adoptan abordajes voluntaristas en su evaluación del giro a la izquierda de la región. Recuperando un caballito de batalla del socialismo revolucionario —notablemente empleado por quienes argumentan que la ausencia de direcciones «adecuadas» explica el sistemático desperdicio de las oportunidades revolucionarias[3]Ver, por ejemplo Barker (2008).—, las críticas se centran en las decisiones que tomaron aquellos a cargo del proceso reformista. Así, ignoran o prestan escasa atención a la estructura de oportunidades en la que operaban estas fuerzas.
Esta forma de evaluar las tácticas de los gobernantes y activistas conduce, como mucho, a un análisis incompleto. Más allá de cuánto simpaticemos con sus programas, necesitamos comprender cómo las circunstancias de esos gobiernos condicionaron notablemente sus posibilidades de acción. La izquierda latinoamericana contemporánea solo puede ser evaluada si se la sitúa en el contexto de sus propias condiciones estructurales.
Una perspectiva que corrija los juicios voluntaristas de la Marea Rosa supone trasladar el foco desde las disposiciones de los reformadores hacia sus capacidades para producir cambios. Después de todo, ¿cómo podemos evaluar fehacientemente la disposición de los gobiernos de izquierda a desafiar a las élites de poder sin primero delimitar los contornos de lo factible? La izquierda internacional, ya sea aliada o crítica de la Marea Rosa, necesita una evaluación de esas capacidades para generar una valoración más sólida de los logros y limitaciones del giro a la izquierda de los primeros 2000 en América Latina.
Más importante, ubicar en su contexto a la Marea Rosa provee enseñanzas invaluables para las nuevas luchas populares que emergen en la región. Sin una comprensión de las condiciones estructurales en la cuales opera la militancia de izquierda es imposible diseñar una estrategia para superar los fracasos de la prometedora oleada de izquierda.
Lo que fue y lo que debería haber sido
Las expectativas que despertó la emergencia de la Marea Rosa fueron directamente proporcionales al profundo pesimismo que se había apoderado de militantes radicales y socialistas en veinte años de derrota y claudicación. En un panorama de retroceso para la izquierda, la memoria sobre los importantes logros de las clases populares se había diluido.
A finales de la década del 50 había iniciado una ola de movimientos radicales y de movilización sindical; partidos de izquierda llegaban al gobierno o bien lograban forzar concesiones por parte de las clases dominantes. La izquierda radical puso al socialismo en la agenda de la región de muchas formas —tanto en términos de planificación democrática del desarrollo económico como de gobierno genuinamente popular—.
Revisar las bases de los logros de la izquierda preneoliberal, entonces, nos ayudará a comprender mejor cómo el contexto cambiante de los 2000 condicionó a la Marea Rosa, contribuyendo a su declive.
América Latina y la izquierda clásica
El anterior giro a la izquierda en América Latina culminó entre mediados de los 60 y mediados de los 70[4]Para análisis sobre los «ciclos de lucha» de la izquierda ver Sader, E. (2011) cap. 1 y Webber, J. (2017).. Aunque su cualidad definitiva fue la militancia de trabajadores y otros sectores populares urbanos, el ciclo se originó con la Revolución Cubana de 1959 y se cerró con las insurgencias campesinas de América Central. La izquierda clásica latinoamericana no replicó la dinámica distintiva de la Revolución Cubana ni sus características, pero el triunfo de los «barbudos» abrió nuevas perspectivas de transformación.
En primer lugar, rompía con la orientación frentepopulista de los Partidos Comunistas alineados con Moscú, que basaban su política en alianzas con los sectores capitalistas modernizadores. La característica clave de esta nueva izquierda era su firme rechazo a subordinar la organización y las demandas de la clase obrera a los requerimientos del llamado estadio «democrático-burgués». En lugar de integrarse subordinadamente a las clases dominantes, se orientaban a ganar influencia sobre las mismas mediante el enfrentamiento de clases.
A su vez, replicando las políticas radicales implementadas por los revolucionarios cubanos, esta generación de militantes de izquierda adoptó un programa que tendía a expandir y profundizar las transformaciones estructurales que las burguesías modernizadoras habían desplegado: reformas agrarias amplias, la nacionalización total de sectores productivos estratégicos, la desmercantilización de vastas áreas de seguridad social.
La izquierda clásica proponía una democratización profunda de las esferas política y económica. Por supuesto que esta agenda radical a veces generó fisuras entre las fuerzas militantes que dirigían el movimiento y sus representantes estatales (como se observa en los debates que atravesaron el gobierno de la Unidad Popular en Chile). Pero, fundamentalmente, la izquierda clásica sostenía que el poder estatal era una palanca para impulsar su agenda de transformación. Desde la posguerra, esta agenda fue impulsada por dos vías diferentes: la insurgencia obrera en los sectores manufactureros dinámicos del Cono Sur y, una década más tarde, la insurgencia agraria en las regiones rurales de Centroamérica.
El primer desafío importante desde la izquierda emergió de la militancia en los movimientos obreros del Cono Sur. Aunque los partidos obreros de orientación socialista solo llegaron el poder en 1970, con la elección de Salvador Allende en Chile, el movimiento sindical condicionó de modo importante las políticas estatales. En la década del 60, los sindicatos en Brasil tomaron la iniciativa. Quebrando las relaciones corporativistas del Estado Novo, impulsaron políticas obreristas por parte del gobierno de Goulart, junto a una creciente agitación de las masas rurales alrededor de la cuestión de la tierra. Entretanto, la militancia de izquierda en el movimiento sindical en Argentina incrementaba su influencia y, en alianza con sectores radicalizados del peronismo, lideró un proceso de insurgencia obrera que forzó a los militares a dejar el poder. Bajo similares presiones, un gobierno militar nacionalista en Perú fue adoptando una dirección progresista.
A inicios de la década del 70 las principales economías latinoamericanas enfrentaban el fantasma de la expansión de la revuelta obrera a través de significativas reformas sociales e institucionales. Pero la represión que se abatió sobre los movimientos obreros sudamericanos no terminó con la radicalización.
Con las clases obreras urbanas bajo control, la rebelión se expandió con fuerza sísmica a través de América Central. Cuando los movimientos de masas por la democracia y por derechos sociales básicos para los trabajadores de las plantaciones y las comunidades campesinas confrontaron con las oligarquías terratenientes, las comunidades campesinas crearon milicias populares. Nicaragua (Booth: 1985), El Salvador (Wood: 2003) y, en menor medida Guatemala (Jonas: 2018) se vieron envueltas en olas de insurgencia armada. Estos movimientos de masas rurales, empero, perdieron pronto su efectividad. La Revolución Sandinista fue doblegada por la intervención militar y un bloqueo brutal por parte de Estados Unidos, mientras que los procesos insurgentes de El Salvador y Guatemala se debilitaron entre callejones sin salida y transiciones negociadas.
En síntesis, la izquierda latinoamericana posterior a la Revolución Cubana tenía sus fundamentos en la movilización de la clases trabajadoras y los sectores populares. Pretendía desplazar del poder a las clases dominantes y tenía el objetivo de avanzar hacia algún tipo de socialismo o democracia radicalizada. Resulta irónico, en este sentido, que se caractericen sus demandas y orientación cultural como basadas en un estrecho «reduccionismo de clase». Sin lugar a dudas, los estándares materiales y las vidas cotidianas de todos los grupos subalternos se elevaron.
Pero el impacto de la izquierda clásica fue mucho más allá de las «meras» mejoras económicas para las masas trabajadoras. Ninguna otra fuerza política en la historia de la región hizo tanto por democratizar la vida política y social como la izquierda de la posguerra. Además de convertir a los sectores populares en fuerzas relevantes en las arenas políticas nacionales, la amplitud y profundidad del programa reformista de la izquierda clásica tuvo un impacto enorme en la equidad de género y racial. De hecho, debemos a esta generación de militantes de izquierda la profundización de los procesos democráticos en América Latina.
Marea Rosa
El fracaso de la izquierda latinoamericana no podía durar para siempre. Después de los golpes infligidos por las dictaduras y las restauraciones democráticas negociadas, resurgió una nueva izquierda. Hacia los 2000, las luchas defensivas en contra del neoliberalismo se tornaron ofensivas y una vez más, desafiaron a las élites gobernantes. Las fuerzas populares incrementaron la protesta: los primeros episodios esporádicos se convirtieron en levantamientos generalizados. El proceso de movilización cristalizó en ciclos expansivos de resistencia popular a las reformas de mercado, y fue sobre esa fuerza que los gobiernos de la Marea Rosa llegaron al poder en Venezuela, Argentina, Bolivia y Ecuador. Una vez en el poder, adoptaron políticas sociales orientadas a revertir los peores de efectos de dos décadas de liberalización económica.
La Marea Rosa se caracterizó por dos elementos clave. Primero, su base: las movilizaciones de masas que comenzaron en la segunda mitad de la década del 90. En tanto el ajuste estructural y las políticas de austeridad arrojaban a grandes contingentes de las clases populares a la economía informal, los vínculos entre los trabajadores y los partidos del establishment se erosionaron. Enfrentados a una inestabilidad creciente, a la incertidumbre económica y desvinculados de los partidos que alguna vez habían representado sus intereses en el Estado, las masas «desincorporadas» de la región respondieron con movilización y protesta. La confrontación creció en oleadas, mientras las instituciones políticas tradicionales perdieron la capacidad de expresar efectivamente los intereses del pueblo trabajador y las condiciones de vida se deterioraban continuamente. Esta característica —movilización creciente y «desintegración» política— es central para explicar la emergencia de la Marea Rosa[5]Brasil no se considera un país de la marea rosa. Allí, como en Chile —el modelo de la ortodoxia del mercado— el PT y su líder, Lula, no fueron impulsados al poder por un ciclo de protesta, … Continue reading.
En la mayor parte de los casos, la protesta crecía en la medida que se deterioraba el status quo neoliberal. Después del fracaso para hacerse del poder en 1992, Hugo Chávez surfeó la ola de descontento y derrotó a los partidos tradicionales en la elecciones presidenciales de Venezuela en 1998. En los años siguientes, y mediante enfrentamientos periódicos con las fuerzas contrarrevolucionarias, el chavismo en el poder se fortaleció y profundizó su agenda progresista.
En Argentina, las protestas locales de trabajadores desocupados ganaron fuerza sobre el fin de la década del 90 y, después del colapso económico, fueron capaces de sitiar la ciudad capital. Con los centros de poder dislocados y en medio de una creciente agitación social, emergió un nuevo sector del peronismo liderado por Néstor Kirchner, apoyado por —y haciendo concesiones a— sectores militantes del movimiento piquetero.
En Bolivia, el sistema de partidos tradicional centrado en el MNR (el principal partido surgido de la Revolución Nacionalista de 1952) comenzó a desarticularse con la escalada de movilizaciones masivas. Un partido de izquierda relativamente nuevo, dirigido por Evo Morales, encabezó las movilizaciones que se tornaban más y más amenazantes en cada nuevo ciclo de protesta. Estos movimientos —de comunidades indígenas, pequeños productores cocaleros, organizaciones vecinales de trabajadores informales, etc.— confrontaron piezas clave de la liberalización económica, culminaron en virtuales insurrecciones que derribaron gobiernos en 2003 y 2005 y, finalmente, condujeron a Evo Morales a la presidencia.
La segunda característica distintiva de los gobiernos de la Marea Rosa es su compromiso con la mejora en las condiciones de vida de los votantes que, con la movilización, allanaron su camino al poder. La noción de «segunda incorporación» de Silva y Rossi captura con precisión el sentido del programa de bienestar de la Marea Rosa (Silva & Rossi: 2018): un conjunto de medidas progresivas otorgó a los golpeados sectores populares de la región alivio inmediato y sustancial. Además de impulsar incrementos salariales generales vía la elevación de los salarios mínimos y otros mecanismos, los reformistas revirtieron algunos de los peores efectos del neoliberalismo, expandiendo el gasto en programas sociales. Subsidiaron servicios básicos como el transporte y derivaron grandes sumas de dinero en transferencias hacia los grupos más vulnerables: desocupados, madres sin empleo formal o los pobres más precarios.
Algunas de las políticas de la Marea Rosa tuvieron un alcance más profundo. Más allá del difundido eslogan «Hambre Cero» (Fome Zero) de Lula, los Kirchner en Argentina relanzaron la negociación colectiva por rama, lo que impulsó aumentos salariales para una fracción significativa de la clase trabajadora, y transfirieron dinero a las madres para garantizar la escolarización de niños y niñas. Las reformas más ambiciosas, se sabe, estuvieron en manos del gobierno bolivariano. Hugo Chávez, que destinó más recursos a programas de vivienda e infraestructura que sus pares, constituyó misiones: programas descentralizados que proveían salud, educación y otros servicios de modo gratuito al conjunto de la población.
Como describen Silva y Rossi, los programas sociales que desarrollaron los gobiernos de la Marea Rosa insuflaron nuevos aires a la cultura política sofocada por décadas de neoliberalismo (Silva & Rossi: 2018). De modo característico, esto ocurrió cuando los partidos nuevos o reestructurados atrajeron a los grupos subalternos a su órbita de influencia. En Argentina, el kirchnerismo forjó alianzas con los piqueteros (grupos de desocupados) y logró alinear a los sindicatos industriales. En Bolivia, el MAS integró a los pobres urbanos, campesinos y mineros precarizados y a las organizaciones comunitarias. De nuevo, la revolución bolivariana fue más lejos: después de experimentar con una serie de vínculos institucionales con los grupos militantes, estableció consejos comunales como un mecanismo clave para conectar a las organizaciones comunitarias de los barrios periféricos con las instituciones estatales.
En suma, los reformistas de la Marea Rosa diseñaron una serie de nuevas instituciones públicas que genuinamente favorecieron la participación y la influencia política de los sectores populares.
Retroceso
La Marea Rosa produjo resultados progresivos innegables. Como se explicó, uno de sus pilares fue el incremento significativo del gasto en programas sociales. En Venezuela y Ecuador, en particular, Chávez y Correa tomaron medidas inmediatas para derivar ingresos nacionales a gastos sociales. El neoperonismo, después de frenar los recortes y ajustes, incrementó constantemente el gasto social, llevándolo de poco menos del 7% del PBI en el pico de la crisis al 10% en solo cinco años[6]Las estadísticas de gasto social para Argentina solo consignan el gasto del Estado Nacional.. Desde entonces, el financiamiento de los programas sociales se ha incrementado periódicamente, al punto que cuando Cristina Fernández dejo el poder, Argentina asignaba una de las mayores proporciones del PBI al gasto social en la región, solo superada por Chile. Cuando el régimen bolivariano se consolidó, en 2006, el gasto social alcanzó la octava parte del PBI en el auge de la economía petrolera. Al gobierno del MAS en Bolivia le llevó un poco más de tiempo revertir años de recortes; pero para 2009 Morales había recuperado los niveles históricos de asignaciones sociales. Después de varios altibajos, su gobierno nuevamente llevó el gasto social a la octava parte del PBI.
La expansión del gasto social tuvo consecuencias significativas sobre la pobreza y la desigualdad. La primera se redujo notablemente a partir de la extensión de programas sociales hacia los sectores más vulnerables. En la mayor parte de los países latinoamericanos disminuyó —o al menos no se incrementó— la cantidad de población en la pobreza extrema. A lo largo de la década, los países de la Marea Rosa lograron reducir la proporción de su población que sobrevivía con menos de tres dólares por día. Los logros más importantes fueron consecuencia directa de la orientación social de las reformas, como lo muestran los casos de Argentina y Ecuador.
El desempeño de Venezuela fue más errático. Después de logros modestos, la pobreza volvió a dispararse entre 2002 y 2003, en un momento regresivo causado por el bloqueo intencional a la industria petrolera a manos de élites revanchistas desplazadas. La respuesta fue más elocuente: una movilización de masas logró levantar el bloqueo y derrotar los intentos de derrocar a Chávez. Como consecuencia, el régimen bolivariano se consolidó y se adoptaron las políticas reseñadas más arriba. El resultado fue una reducción de la pobreza sin precedentes, de tal magnitud que hasta fue reconocida a regañadientes por el Banco Mundial. Lo que a Argentina le llevó doce años conseguir (una disminución de la pobreza en 20 puntos porcentuales) a los bolivarianos, bajo constante asedio contrarrevolucionario, les llevó ¡cuatro! Desafortunadamente, el actual colapso económico aniquiló todo aquello.
De modo que las políticas redistributivas priorizadas por los gobiernos de la Marea Rosa disminuyeron drásticamente la desigualdad. Según el coeficiente Gini, estos países se convirtieron en los más igualitarios de la región, con Argentina y Venezuela encabezando la lista (Rojas: 2017). Inclusive Bolivia, que para el año 2000 era uno de los países más desiguales de la región (junto con Brasil) mejoró su coeficiente, que pasó de 0,6 a 0,47 durante los primeros cinco años de gestión de Evo Morales, una disminución que pocas sociedades experimentaron alguna vez.
Sin embargo, a pesar de sus logros, la Marea Rosa está en retroceso. En tanto la izquierda clásica fue derrotada por las propias clases dominantes, su encarnación más reciente enfrenta en las urnas el rechazo de gran parte de su propio electorado.
Con excepción de Morales y el MAS, el resto de los gobiernos de la Marea Rosa han sido derrotados. El neoperonista Daniel Scioli perdió a manos de un candidato de centroderecha en noviembre de 2015. Mientras el primero apenas logró superar los votos totales de su partido, su oponente, Mauricio Macri, logró sumar cuatro millones de votos a la cantidad que había obtenido la oposición en 2011.
Evidentemente, la derecha tuvo éxito en atraer a votantes naturales de los gobiernos reformistas. Abatidos por la inflación, la escasez, el hambre y la corrupción, los pobres urbanos venezolanos —los mismos que se movilizaron reiteradamente para proteger a Chávez— están totalmente derrotados y han vuelto a caer en la pobreza. Para permanecer en el poder, el gobierno avanzó en restricciones a la participación modificando leyes. En 2015 la oposición ganó rotundamente la mayoría parlamentaria. Después de modificar la constitución chavista, el oficialista Partido Socialista (PSUV), triunfó fácilmente en 2018 sobre una oposición dividida. Las elecciones han sido limpias (aunque no totalmente justas) y la cantidad de votantes, adecuada para darles legitimidad. Sin embargo, la caída del oficialismo fue brutal: Maduro obtuvo 2 millones de votos menos que Chávez en 2012, lo que evidencia que el boicot convocado por la oposición se alimentó de la frustración y la desilusión de las masas populares.
Aunque los otros gobiernos de la Marea Rosa no tuvieron finales tan catastróficos como el venezolano, también enfrentaron el abandono de sus apoyos anteriores.
Más importante es el curso que siguió el potencial transformador de la Marea Rosa: el objetivo de ampliar las mejoras sociales fracasó al no poder superar las rígidas barreras fiscales. Cuando se vieron confinados a las mismas fuentes de recursos que los neoliberales (ya sean sus predecesores o sus adversarios regionales), los gobiernos reformistas se vieron en dificultades para sostener la expansión del gasto social. En Argentina, por ejemplo, donde el gasto creció más drásticamente en los últimos años, el derrotado candidato kirchnerista provenía del ala conservadora del neoperonismo y reconoció en la campaña que implementar políticas de austeridad era inevitable.
Los gobiernos de la Marea Rosa no lograron impulsar su agenda reformista principalmente a causa de la persistente dependencia de las rentas obtenidas por las commodities. Al igual que sus predecesores neoliberales, los ingresos de los gobiernos de la Marea Rosa dependieron de las exportaciones de recursos naturales y, de este modo, quedaron presos de las fluctuaciones en los precios internacionales.
Venezuela profundizó su dependencia del petróleo en la medida en que los precios globales se recuperaban de los bajos niveles de la década del 90. Para 2013, el 80% de los ingresos de exportación provenían del crudo. Cuando Chávez llegó al poder, esa proporción no alcanzaba al 50% (Rojas: 2017). Los Kirchner fueron electos en Argentina en el momento en que los precios globales para la soja y sus derivados iniciaban un incremento sostenido. El año anterior a la llegada de Néstor Kirchner al poder, estos bienes daban cuenta de menos del 25% de los ingresos de exportación; al finalizar el gobierno de Cristina, la proporción se había elevado al 40%.
Cuando los precios de las commodities se desplomaron, resultó inevitable la reducción de bienes y servicios hacia la base de apoyo de pobres urbanos. Los gobiernos de izquierda tendieron a aprovechar al máximo los ingresos provenientes de los circuitos de producción y comerciales existentes antes que a desarrollar alternativas novedosas y más estables para sostener los ingresos de sus votantes. Un votante chavista lo expreso acabadamente, al declarar que el gobierno «necesita encontrar la forma de hacer una revolución económica así podemos comer nuevamente»[7]Citado por N Casey & W Neumann «I Give and You Give: Venezuela’s Leader Dangles Food for Votes» en New York Times, 18 de Mayo 2018..
En resumen, los pobres urbanos le quitaron su apoyo a la Marea Rosa por su incapacidad para superar los límites que habían establecido las políticas económicas neoliberales. Mientras que las élites confrontaron y derrotaron a la izquierda clásica, los gobiernos de la Marea Rosa fracasaron frente a sus propios electores, que los castigan por no llegar lo suficientemente lejos.
¿Qué es lo que explica esta incapacidad para trascender los modelos económicos y las políticas sociales heredadas en la búsqueda de políticas sociales sostenibles y cualitativamente superiores? ¿Por qué los gobiernos de la Marea Rosa no fueron capaces de profundizar la participación democrática y trascender el neocorporativismo verticalista que recreó formas de subordinación clientelar?
En otros términos: ¿qué impidió que los gobiernos de la Marea Rosa trascendieran sus dinámica reformista inicial hacia la «revolución económica» que sus votantes demandaban? Una posibilidad es que estos regímenes estuvieran condicionados por sus lazos con las élites, como plantean algunos críticos de izquierda. Sin embargo, tales acusaciones no capturan la compleja dinámica que se desarrolló.
Los gobernantes de la Marea Rosa comprendieron claramente que la base de sus gestiones era el apoyo popular activo. Sabían que su supervivencia política dependía sobre todo de la capacidad para satisfacer las demandas de sus votantes. Esa es la clave del problema: si su compromiso fundamental es hacia las masas de pobres urbanos, ¿por qué evitaron profundizar las reformas económicas que los hubieran sacado del camino de las dinámicas clientelares y les hubieran permitido el pasaje a una integración política y social sustentable e independiente del poder de las élites?
Los gobiernos de la Marea Rosa no lograron avanzar hacia reformas más sustanciales no tanto debido a obligaciones fundamentales hacia las élites, sino más bien porque se sintieron incapaces de tomar esos desafíos —y su evaluación al respecto era correcta— y optaron, en consecuencia, por los más asequibles triunfos de corto plazo, evitando de esta forma una colisión frontal con las clases dominantes locales. Prefirieron ganar elecciones con los recursos disponibles en los márgenes que les dejaba el status quo.
Este es un contraste notorio respecto a los dilemas estratégicos que marcaron a la izquierda clásica. Esta izquierda enfrentó a las élites políticas y luchó —desde afuera y desde abajo— para obligar a los gobiernos a encarar reformas fundamentales. Navegó incondicionalmente en esta dirección, incluso si tal impulso implicaba sacrificar la viabilidad de gobiernos reformistas conducidos por las élites y, en un extremo, la de los regímenes democráticos mismos.
El caso chileno, en el que excepcionalmente los partidos de la clase obrera llegaron al poder, tuvo la misma dinámica de presión incansable por la profundización de las reformas, aun antes de la elección de Allende. La distinción clave es entre la izquierda en el poder, haciendo lo que parecía viable para ganar votos, y la izquierda anterior, poniendo su capacidad de presión para ir más allá de los cargos estatales y pugnar por una transformación más profunda.
Capacidades detrás de las orientaciones contrastantes de la izquierda
El principal factor que distingue a los gobiernos de la Marea Rosa de las izquierdas clásicas latinoamericanas no es solo el impulso más radical de estas últimas. La disputa frontal por reformas por parte de la izquierda clásica deriva, como se planteó, de su mayor capacidad para avanzar en reformas radicales. El mayor sentido de su capacidad, a su vez, se basaba en mayores capacidades de transformación. Para entender esta diferencia, necesitamos un marco conceptual que nos permita desentrañar los mecanismos que orientan la influencia política de los subalternos. Hay dos ejes sobre los que pivotea el poder de los grupos de trabajadores: el primero mide sus recursos de movilización; el segundo, su influencia estructural.
Los recursos de movilización refieren a los vínculos sociales, organizacionales e institucionales que viabilizan el involucramiento de los trabajadores en acciones colectivas. La posibilidad de movilización de los sectores populares se construye sobre recursos compartidos que apuntalan relaciones organizacionales, culturales e infraestructurales. Estos recursos permiten que el pueblo trabajador supere las divisiones y los costos que normalmente inhiben la acción colectiva.
Los trabajadores y los pobres atomizados en general enfrentan necesidades inmediatas diferentes, lo que usualmente vuelve difícil su articulación en torno a una agenda política; además la confrontación con las élites en el poder les acarrea costos particularmente altos. Sin organizaciones fuertes e internamente consolidadas para unificarlos, la construcción de la solidaridad necesaria para la acción colectiva es un duro proceso. Los recursos de movilización, en otros términos, les dan a los trabajadores y los pobres la posibilidad de construir y sostener la organización que necesitan para confrontar con las clases dominantes.
El ejemplo más obvio de esto son las organizaciones sindicales. Éstas han sido el vehículo a través del cual los trabajadores construyen solidaridad y reducen el costo de su involucramiento político. Pero también hay otros ejemplos, muchos de los cuales surgen más allá de los lugares de trabajo. En los Estados Unidos, resulta paradigmático el papel de las Iglesias en el Movimiento por los Derechos Civiles. Otros ejemplos son las asociaciones civiles, los partidos políticos, las organizaciones vecinales, etc., todos parte de un conjunto de recursos que coadyuvan en la generación de identidades compartidas y la creación de lazos de confianza, facilitando la coordinación entre individuos.
El poder estructural, en contraste, se basa en la capacidad que las personas comunes detentan a partir de sus posiciones en instituciones generadas y valoradas por las élites. A diferencia de las capacidades de movilización que deben ser construidas, el poder estructural se debe a la posición de los sectores subalternos en la estructura económica. La clave de éste es el hecho de que el trabajo de las clases subalternas es la fuente de la riqueza y de los ingresos de las clases dominantes. Si los trabajadores o campesinos detienen ese trabajo, provocan costos intolerables para las élites económicas, en lo que se convierte en una forma de presión usual para arrancar concesiones a los centros de poder. El simple rechazo a realizar las tareas y actividades rutinarias amenaza con erosionar el poder de la clase dominante. Cuando mayor es la integración de trabajadores y pobres en instituciones que producen valor para las clases dominantes, más alto es su potencial influencia estructural.
El poder organizacional y la influencia estructural son diferentes y, a la vez, se relacionan. Es muy posible que determinados grupos construyan organizaciones grandes y duraderas, pero que no tengan poder estructural en la economía. Y, por supuesto, es muy común que quienes están ubicados en sectores económicos clave fracasen en construir las organizaciones necesarias para poder aprovechar ventajosamente esa posición. Comparar ambas dimensiones de las capacidades de la izquierda clásica y la Marea Rosa ayuda a explicar mejor sus alcances y limitaciones.
Se plantean dos cuestiones en particular: en primer término, los logros de la izquierda clásica derivaban de una importante ventaja estructural. El alto poder estructural, a su vez, afianza las organizaciones de trabajadores y pobres urbanos, elevando su confianza para avanzar en demandas de reformas radicales. En contraste, la Marea Rosa fue impulsada por el crecimiento relativamente rápido de las capacidades de movilización poderosas pero que carecían de fuerza estructural. Mientras la movilización de las capacidades asociativas recién construidas alcanzó ciertas reformas, rápidamente llegaron a sus límites y se paralizaron por la ausencia de efectivo poder estructural. Estas realidades emergen de dos desarrollos paradójicos.
La capacidad de la izquierda clásica latinoamericana se basaba en las estrategias de crecimiento y acumulación de las élites económicas y políticas. La modernización económica que promovían los gerentes empresarios y políticos engendró una clase obrera posicionada en áreas económicas que resultaban centrales para los objetivos de las élites. Los movimientos obreros, los sindicatos y sus partidos desplegaron este poder en una apuesta por la transformación estructural. El desafío resultó tan importante que las élites decidieron aplastar todo de una vez.
La experiencia de la Marea Rosa difiere de modo crucial. Una década o más de resistencia al neoliberalismo había revitalizado las capacidades asociativas de los subalternos, llevándolas a los niveles más altos en décadas. Armados con recursos organizacionales renovados, los pobres urbanos se rebelaron, hicieron caer gobiernos y los reemplazaron con gobiernos de izquierda. Una vez en el poder, sin embargo, la izquierda regional fue confinada por las élites políticas a los límites del modelo neoliberal que había heredado. Los sectores populares continuaron impulsando reformas, pero sus movilizaciones no podían alcanzar mucho más.
Cuando las bases populares de los gobiernos de la Marea Rosa llegaron al límite de su potencial disruptivo, no tuvieron la fuerza necesaria para ir más allá. Sin bases electorales con el poder estructural necesario para avanzar sobre las élites económicas, los gobiernos de izquierda se enfocaron en conformar a sus seguidores con políticas sociales neocorporativistas, evitando enfrentamientos duros con los principales sectores económicos, de los que dependía el ingreso de las rentas que redistribuían.
Irónicamente, en un sentido, los compromisos de los gobiernos de la Marea Rosa hacia sus bases electorales de pobres urbanos bloquearon la realización de reformas más profundas. Entonces, las limitaciones de la Marea Rosa no provenían de sus compromisos con la defensa de los intereses de las élites exportadoras de commodities y con la restauración neoliberal. Su timidez para avanzar fue, antes que nada, un indicador de cuál era la estrategia menos costosa que podían diseñar para satisfacer los intereses de sus votantes y ganar las elecciones, a pesar de sus serias limitaciones.
Esto nos lleva a otro factor clave para comprender las limitaciones de la Marea Rosa. Los resultados cada vez más magros de la movilización desplegada por los sectores populares generaron una dinámica que erosionó seriamente los recursos organizacionales. Los pobres urbanos enfrentaban crecientes dificultades para mantener sus capacidades asociativas, mientras que los gobiernos de la Marea Rosa estaban interesados en mantener algún grado de organización entre su base: ambas partes establecieron una dinámica de adaptación, en la que el Estado derivaba recursos políticos y fondos para políticas sociales a sus bases electorales a cambio de la continuidad del apoyo organizado al gobierno.
Si bien estos pactos incrementaron la participación política de los pobres urbanos, fue al costo de profundizar vínculos clientelares, lo que resultó en una creciente dependencia de los pobres del Estado. A su vez, esto redujo la capacidad de las organizaciones populares de impulsar reformas más profundas por parte de los gobiernos de la Marea Rosa. Este contraste —entre la política del patrón/cliente por un lado y la de movilización basada en el poder estructural por el otro— es lo que separa la suerte política de las dos izquierdas latinoamericanas.
La izquierda latinoamericana «clásica»
Irónicamente, el crecimiento de la izquierda latinoamericana clásica se dio merced al impulso en los proyectos modernizadores de las élites. Por primera vez desde la Revolución Mexicana, los sectores populares de la región representaban una amenaza efectiva para el poder de las clases dominantes. Las bases de esta izquierda fueron las clases obreras organizadas, surgidas del desarrollo industrial posterior a la Depresión de los 30 en los países económicamente más avanzados, y el campesinado rebelde, arrojado a la militancia por las transformaciones capitalistas en la agricultura. Con la ayuda y la coordinación de un conjunto de estudiantes y revolucionarios profesionales, estos movimientos de izquierda se nutrieron de grupos sindicales radicalizados y de comunidades rurales proletarizadas insurgentes.
ISI y modernización agraria
Las respuestas de las élites, ya sea a las adversidades o a las oportunidades en el mercado mundial, incrementaron las capacidades de confrontación de las clases populares. Los esfuerzos de las élites para modernizar las economías a través de la industrialización o la promoción de exportaciones agro industriales generaron las bases para la militancia obrera y campesina. Estos programas constituyeron la base estructural y organizativa de la izquierda clásica.
El proceso se inició con la Gran Depresión. En las principales economías, especialmente en América del Sur, las clases dominantes lidiaron con la caída del comercio y la confusión de los años de guerra, adoptando un modelo de desarrollo «hacia adentro», conocido como Industrialización por Sustitución de Importaciones (ISI). La crisis global minó las estrategias de acumulación de las clases dominantes de estos países, basadas en la exportación de commodities. Las restricciones comerciales de los mercados tradicionales y el consiguiente deterioro de los ingresos por exportaciones llevaron al caos financiero y redujeron la capacidad de importación de bienes manufacturados. La pérdida de estos productos manufacturados impulsó a los Estados a la promoción del desarrollo de la industria local. El Estado creó incentivos para la inversión en industrias manufactureras —en desarrollo lento desde inicios del siglo XX— por parte de los empresarios locales. Esta nueva estrategia económica tuvo el efecto adicional de fortalecer el poder de las élites locales en el sistema global de Estados, en tanto sus economías se expandían al ritmo de la expansión de su base industrial.
En América Central, las transformaciones económicas siguieron una lógica inversa. Mientras los funcionarios estatales impulsaban la transformación de las estructuras industriales de las economías más grandes, las fuerzas de mercado estaban transformando la composición de la agricultura del Istmo. Después de la Guerra, las élites de las economías menos desarrolladas iniciaron un proceso de diversificación hacia nuevas ramas agroindustriales para tomar ventajas de los mercados globales en expansión. El Estado jugó un rol secundario en la expansión y diversificación del agronegocio centroamericano. Antes bien, estos procesos fueron impulsados por las oportunidades que las oligarquías agrarias encontraron para expandir los mercados de commodities tradicionales como el café, y para nuevos productos procesados como el azúcar y el algodón.
Características fundamentales de las transformaciones industriales
Las iniciativas de reestructuración «desde arriba» produjeron profundas transformaciones en aspectos básicos de las sociedades latinoamericanas. Entre ellos, nuevas alianzas de clase que resultarían cruciales para la formación y el crecimiento de la izquierda. Hay tres características de los procesos de ISI que es importante mencionar por su impacto sobre las capacidades de la clase obrera: primero, la diferencia básica entre producción industrial y producción de commodities. La canalización de inversiones al sector manufacturero concentró miles y miles de trabajadores con calificaciones básicas en los procesos de trabajo tecnológicamente más avanzados.
Segundo, los planes de ISI incluyeron medidas para pasar de las manufacturas mano-de-obra-intensivas (como textiles o alimentación) a complejos industriales integrados que conectaban los productos básicos (como acero) con la producción de bienes finales de alto valor agregado. En estos procesos de integración vertical, un elemento clave era el desarrollo de sectores de bienes de capital, que permitieran consolidar la producción doméstica, aliviando la dependencia de la importación de equipamiento. El intento de reordenamiento de la estructura industrial movilizó a los trabajadores más calificados hacia las ramas más avanzadas tecnológicamente.
Finalmente, las estrategias industrializadoras de las élites otorgaron preeminencia a los «comandos de altura» de la economía: sectores nodales (finanzas, servicios públicos, comercio exterior, transporte e industrias pesadas) considerados indispensables para la totalidad de los planes, fueron tratados como «vacas sagradas». Las políticas estatales no solo consistieron en proporcionar ventajas y protecciones particulares a estos sectores, sino que redundaron en la multiplicación de la fuerza de trabajo empleada en las ramas estratégicas. Estas características operaron en un contexto de descenso real del desempleo, en tanto la expansión industrial absorbía cientos y miles de trabajadores provenientes de la economía «tradicional».
Industrialización y transformaciones económicas
La transformación de las sociedades latinoamericanas fue profunda y dramática. En los países más desarrollados, las ramas industriales livianas crecieron y evolucionaron en complejos industriales integrados. En el pico del período sustitutivo, la industria manufacturera explicaba casi un tercio del PBI. Para poner en perspectiva este cambio, el pico alcanzado por la participación de la industria manufacturera en el PBI de Estados Unidos a mediados de la década del 50 fue del 35%. La industria manufacturera explotó incluso en países cuya infraestructura económica tenía un sesgo marcado hacia las commodities primarias.
El motor de estas transformaciones fue el flujo masivo de inversiones en tecnología y equipamiento. En Argentina, por ejemplo, las inversiones anuales en infraestructura industrial casi se triplicaron, pasando de un promedio de 2% del PBI en los inicios de la década del 40, a 6% veinte años después, en los 60. Una década después, la inversión en capital continuó incrementándose (Hofman: 1999).
En Chile, las políticas de ISI fueron menos ambiciosas y comenzaron más tarde. Durante los 40 y los tempranos 50 la inversión industrial estuvo estancada, a pesar de los intentos de impulsar la manufactura doméstica. Pero en la década previa a la victoria de la Democracia Cristiana en 1964, la promoción estatal de la industria fue más efectiva y se registró un promedio de 7,5% de participación de la inversión industrial en el PBI. Las inversiones continuaron a ese ritmo durante el gobierno de Frei —representante de la burguesía modernizadora más agresiva— e incluso durante los dos primeros años del gobierno de Salvador Allende.
El caso de Brasil es el ejemplo más impresionante de canalización de recursos a la industria. Allí, la inversión anual en bienes de capital se duplicó entre 1950 y 1964, cuando el gobierno reformista de Goulart fue derrocado, y se cuadruplicó en los siguientes quince años.
Las inversiones industriales sostenidas transformaron a las economías latinoamericanas. Los países del Cono Sur y México se consolidaron como sociedades predominantemente urbanas e industriales. Brasil, por ejemplo, que tenía al café como principal producto de exportación en los 50, desarrolló la base industrial más avanzada de la región. En dos décadas la industria pasó de explicar el 17% a casi el 25% del PBI, y durante el pico de movilización obrera previo al golpe de 1964, ya alcanzaba el 22%. En Chile, la participación de la industria manufacturera en el producto se duplicó largamente durante los 20 años anteriores a 1972 (de casi un 10% a casi un 25% en las vísperas del golpe). El boom manufacturero fue más importante en Argentina, donde el producto industrial ya explicaba el 28% del PBI en los 60 y, sobre el final de la segunda ola de ISI a mediados de la década del 70, daba cuenta de casi un tercio del producto total.
Estas transformaciones se tradujeron en la redistribución de la fuerza de trabajo, que había sido predominantemente rural hasta entonces. Para ese momento, menos del 25% de la fuerza de trabajo estaba empleada en el sector agrícola en Argentina, Uruguay, Chile y Venezuela. Incluso en Perú y Brasil, donde la economía de plantación había sido dominante, la proporción de trabajadores en la agricultura se redujo a menos de la mitad.
Estos son resultados impresionantes: la expansión industrial de la región impulsó tasas de crecimiento destacadas a nivel mundial. Una economía como la de Brasil, por ejemplo, en veinte años pasó de exportar principalmente café a exportar camiones y productos químicos. En esas dos décadas de cambio, las tasas de crecimiento de Brasil promediaron el 7,5% anual, superando el 10% a inicios de la década del 60. En esa década, México experimentó un crecimiento promedio del 7% anual. Incluso Argentina, sometida a una serie de ciclos de stop-and-go, duplicó el producto anual per cápita entre 1950 y 1975. De modo similar, en Chile el PBI per cápita era un 60% más alto en 1972 que a mediados de los 50, cuando los iniciativas de la ISI se consolidaban.
En síntesis, el desarrollo industrial no solo produjo beneficios económicos inéditos para las élites de la región, también resultó una vía confiable para la estabilidad política y el éxito electoral… siempre que las consecuencias políticas se mantuvieran en límites «gestionables» por las élites.
Industrialización y formación de la clase obrera
Las nuevas estrategias de acumulación enriquecieron enormemente a las élites regionales y abrieron oportunidades de ganancia en nuevas áreas vitales con apoyo estatal garantizado. Sin embargo, también impulsaron nuevas fuerzas que presentaron gran cantidad de desafíos. La principal fue el poder recientemente descubierto de la clase obrera, que tuvo un efecto devastador sobre las élites. Claro que algún grado de disrupción era inevitable, en tanto era un momento de profundización regional de derechos democráticos. Pero ese poder que se extendió a los ciudadanos comunes, se vio multiplicado por la capacidad estructural que tenían los trabajadores: desde sus lugares podían sabotear la realización de los intereses de las élites. La clase obrera emergente capitalizó su ubicación estratégica para construir organizaciones sindicales poderosas. Movilizó su capacidad organizacional para ejercer influencia e incrementar la radicalidad de sus demandas.
Esta dinámica de crecimiento incorporó de modo acelerado nuevos contingentes a los mercados de trabajo urbanos. Durante los años de la ISI, el crecimiento del empleo igualaba al crecimiento de la población. Entre 1950 y 1973, el total de horas trabajadas creció rápidamente, sin que se incrementen las horas trabajadas por obrero. Brasil requería 37,5 % de horas de trabajo más en 1960 que en 1950, y otro 29% más en 1970[8]Hofman (1999) consigna que este crecimiento entre 1950 y 1973 se explica por la incorporación de nuevo trabajo (aproximadamente un 40%) antes que por la calificación o la calidad de la fuerza … Continue reading. En esas décadas, la Argentina requirió casi un tercio más de horas trabajadas; mientras que en México la jornada global creció un 50%. En Chile el total de horas trabajadas en la industria creció un 25% entre 1960 y 1970 (Hofman: 1999: 59). La productividad también se multiplicó en este período. En Argentina y Chile se duplicó entre mediados de la década del 50 y la del 70, mientras que en Brasil y México casi se triplicó.
Fue en este contexto de creciente demanda de mano de obra, mercados laborales rígidos y productividad creciente que las masas de trabajadores se nuclearon en los sectores industriales más productivos. En el período de la ISI la clase obrera manufacturera alcanzó un peso nunca visto en las clases trabajadoras. En Brasil, los trabajadores industriales en la población económicamente activa, pasaron de ser 1 de 10 a ser 1 de 7[9]Este apartado se basa en la Base de Datos del Proyecto Maddison Desarrollo Histórico https://www.rug.nl/ggdc/historicaldevelopment/maddison/releases/maddison-project-database-2018.. En Chile la proporción de fuerza de trabajo industrial se incrementó desde el 15 a casi el 25% en 1973. En la Argentina, aunque con un pequeño descenso desde su pico en los 60, todavía los trabajadores industriales explicaban casi el 25% de la fuerza de trabajo en 1975.
Al trabajar en las plantas que resultaban esenciales para el éxito de los empresarios y de los gobiernos, los trabajadores descubrieron que ellos eran el factor indispensable para el éxito de las élites económicas. El movimiento obrero comprendió que si retenía su capacidad de trabajar o amenazaba con hacerlo, toda la estrategia corría el peligro de colapsar. Esta capacidad se acrecentó con la incorporación de trabajadores de otros sectores cruciales, como transporte y construcción. La combinación entre trabajadores de estas áreas clave para la creciente conexión de los complejos industriales y los trabajadores industriales incrementó notablemente la proporción de fuerza de trabajo en posiciones estratégicas emergentes: el 25% en Brasil, a más de un tercio en Chile y alcanzó el 40% en la Argentina de la década del 70.
Cuando uno de cada tres o cuatro trabajadores percibe que es esencial para que se produzcan las ganancias de los empleadores, la confianza de clase es inconmensurable.
La industrialización avanzaba al mismo ritmo que la densidad sindical. Las posiciones estratégicas de los trabajadores y la autoconfianza que permitía promovieron el crecimiento organizativo del movimiento sindical. En tanto crecía la conciencia sobre su poder estructural, los trabajadores tendieron a construir organizaciones más fuertes. Por supuesto, en países como Argentina y Brasil el soporte institucional para estos procesos era más importante. Pero sin la conciencia de la capacidad contundente que tenían, los trabajadores no necesariamente elegirían fortalecer sus sindicatos o ponerlos en acción.
Es esta conciencia, más que el respaldo de partidos políticos, lo que explica las tasas de sindicalización constantes, particularmente en los sectores estratégicos. En Brasil, que tenía el movimiento sindical más débil, el 20% de los trabajadores se sindicalizaron: entre 1965 y 1975 la afiliación sindical se duplicó, pasando de 1,6 a 3,2 millones de trabajadores. En Chile, la densidad sindical se triplicó en los diez años previos a la caída de Allende. Hacia 1973, 500 000 trabajadores estaban sindicalizados. Las organizaciones obreras más importantes eran las argentinas. Allí, el Estado había promovido la afiliación sindical y al final del segundo mandato de Perón, la densidad sindical alcanzaba la increíble proporción del 50%.
Ubicados estratégicamente y organizados, los movimientos obreros regionales no dudaron en poner en acción su capacidad de movilización. En Brasil los sectores más militantes de la industria siderúrgica, organizaron una huelga que precipitó el golpe de 1964. En 1958 hubo solo 31 huelgas grandes, pero después de que el vicepresidente Goulart llegó a la presidencia los trabajadores redoblaron la presión. En 1963, cuando la CGT (Central General de Trabajadores) dirigió la «huelga de los 700 000», los centros industriales se vieron paralizados por 172 huelgas, lo que puso en guardia a las élites (Roxborough: 1994). Las olas más intensas de insurgencia industrial tensionaron el orden económico y político en Argentina y Chile. En Chile, las acciones industriales eran comunes a inicios de los 60, cuando se llegaron a organizar 250 huelgas en un año (Usmani: 2018) pero con el impulso a la industria por parte del gobierno de Frei, la insurgencia obrera explotó. Durante su gestión, enfrentó un promedio de 1000 huelgas por año. Aún cuando los Comunistas y Socialistas llegaron al poder en 1970, las principales federaciones sindicales dirigidas por ello no pudieron contener esa implacable oleada de huelgas. En el primer año en el gobierno, Allende enfrentó 1800 paros, y tuvo que lidiar con unos 3300 en los dos años siguientes (Usmani: 2018).
La historia es similar en Argentina. La rebelión industrial que expulsó a los gobiernos militares antiperonistas no cedió con el retorno triunfante del caudillo en 1973. De hecho, Perón fue recibido con una escalada de paros que anticipaba un conjunto de concesiones (Torre: 2004). El número de huelgas crecía incesantemente, y explotó entre 1974 (cuando se produjeron 550) y 1975 (con 1250). La amenaza no se reducía a la producción y las ganancias. La propiedad privada, la base misma del gobierno de la burguesía, estaba bajo ataque en tanto el movimiento sindical, sobrepasando a sus dirigentes, presionaba por profundizar expropiaciones y otras transformaciones políticas.
Este radicalismo novedoso de la clase obrera disparó una respuesta furiosa por parte de las clases dominantes regionales. En los países más industrializados, el Estado intentó minar las bases mismas del poder obrero, incluso si en ese acto sacrificaba el ambicioso modelo de crecimiento que se había construido. La seguidilla de golpes de Estado en la región —1964 en Brasil, 1966 y 1976 en Argentina, 1973 en Chile, 1975 en Perú— tuvo como objetivo la reestructuración de la economía de modo de restaurar dominio pleno de la burguesía[10]Resulta relevante notar que la crisis fiscal, los incrementos salariales y la inflación no fueron los tópicos centrales para los gobiernos autoritarios. Se consideraban síntomas de un problema … Continue reading.
Con el Golpe de Pinochet en contra de Allende, las organizaciones obreras se destruyeron de modo inmediato y cruel, los partidos de izquierda fueron diezmados y no se dudó en eliminar físicamente a los militantes más avanzados. Las clases obreras más organizadas de la región fueron destruidas y, como los sobrevivientes de una catástrofe natural, resurgieron de las ruinas, dispersas e inmovilizadas. En contraste, en los corporativismos de Argentina, Brasil y Perú, los sindicatos tenían tales lazos con el Estado que los militares fracasaron en quebrar las capacidades asociativas de los trabajadores, incluso con el ataque genocida que lanzaron en Argentina.
Más concretamente: la izquierda chilena fue incapaz de recuperarse a causa de las transformaciones económicas dinamizadas por repetidas crisis, que diezmaron ramas industriales enteras en un período relativamente corto. En Argentina, la supervivencia de ciertos sectores estratégicos de la ISI mantuvo la base del poder obrero hasta bien entrada la década del 80. Aquí, como en Brasil, la movilización de los trabajadores jugó un rol decisivo para restaurar la democracia antes que los militares lograran «reorganizar» la sociedad. Los camaradas de Lula protagonizaron la segunda ola de rebelión industrial, casi duplicando las huelgas entre 1979 y 1986, cuando fueron 1500 y les significaron a los empleadores una pérdida de 50 millones de jornadas. En este proceso se forjó el «nuevo sindicalismo» que dio a luz al PT (Partido dos Trabalhadores)[11]La ola de huelgas fue impulsada por una huelga de trabajadores siderúrgicos en 1978, sorprendentemente combativa se continuo en cien huelgas más durante ese año, cuando más de 500 mil … Continue reading. De modo similar, los sólidos sindicatos industriales argentinos dirigieron sucesivas huelgas que, hacia 1981, se convirtieron en una ofensiva contra la dictadura, que terminó expulsando a los militares del poder (Munck: 2010).
El declive obrero y con él, el desplome de la influencia de la izquierda clásica, llegó con las reformas de mercado y las reestructuraciones económicas del tipo de la que se produjo con la política del shock en Chile. Las élites rompieron con el desarrollismo, azuzadas por los desequilibrios recurrentes inherentes a estos proyectos. Los sistemas industriales construidos al amparo de la ISI se fueron desarticulando lentamente al calor de aperturas económicas y de la remoción de medidas proteccionistas. Este reemplazo de un modelo por otro por parte de las élites destruyó, al mismo tiempo, las bases del poder de la izquierda.
La vía agraria a la radicalización de izquierda
El declive de la izquierda en el Cono Sur no significó el fin de la radicalización política en América Latina. Mientras los movimientos y los partidos obreros eran derrotados en las zonas más industrializadas, en tres países de América Central nacía otro frente para la izquierda latinoamericana. En Nicaragua, El Salvador y Guatemala la insurgencia adoptó la forma de lucha armada antes que de rebelión industrial. Esta izquierda nació y acumuló poder como consecuencia directa de la política modernizadora en la agricultura desplegadas por las élites.
La agitación rural también había sido una dimensión importante de las estrategias de la izquierda en América del Sur. De hecho, las transformaciones en el campo en el marco de la industrialización activaron grupos de trabajadores rurales que frecuentemente volcaron su fuerza a la insurgencia radical. En Perú, por ejemplo, los trabajadores de las plantaciones de exportación se convirtieron en una base militante para la izquierda (Paige: 1975). En Chile, la emancipación campesina y la reforma agraria reestructuraron relaciones sociales y reunieron a los antiguos arrendatarios y trabajadores sin tierra en una fuerza social influyente sobre uno de los temas políticos más controvertidos del momento (Loveman: 1976).
De todos modos, la radicalización en América Central merece atención especial porque allí, la transformación del capitalismo agrario se convirtió en una vía única para la insurgencia popular. El principal impacto de estas insurgencias de base rural fue la realización de reformas democráticas y el desmantelamiento permanente de los regímenes laborales represivos en los que se basaba el poder de las oligarquías agrarias (Paige: 1998). Los Sandinistas lideraron una insurrección general que expulsó a los Somoza en 1979. En El Salvador, el FMLN intentó replicar la estrategia dos veces: primero en 1981 y más tarde, con la ofensiva final de 1989, ocupando vastos sectores de la capital, logrando paralizar al régimen militar oligárquico cada vez.
Las guerrillas guatemaltecas tuvieron un aparato militar menos poderoso, que fue contenido fundamentalmente a inicios de los 80, sin embargo, avanzando más allá de su peso y resistiendo la respuesta genocida del régimen, también lograron forzar un punto muerto. La insurgencia salvadoreña es la que mejor muestra los logros de la izquierda: la masiva movilización armada de las comunidades rurales proletarizadas fue tan costosa para las oligarquías agrarias tradicionales que re configuraron sus intereses fundamentales. Al volverse inviables las formas extraeconómicas de explotación laboral, las clases dominantes se vieron obligadas a invertir en otros sectores comerciales y manufactureros (Wood: 2000). El fin del control coercitivo del trabajo abrió las puertas a una transición democrática renovada. El éxito del radicalismo agrario en América Central enraizaba en una combinación de organización de masas y poder estructural que se apartaba notablemente de modelo de insurgencia de América del Sur.
Transformaciones agrarias
Dos fenómenos interrelacionados vinculan la modernización agraria con el crecimiento de la militancia rural en América Central. Primero, la expansión agrícola intensificó la presión sobre las comunidades de campesinos que producían para su subsistencia que, o perdieron sus tierras o fueron arrojados a áreas marginales. El desplazamiento de campesinos se intensificó con el surgimiento de nuevas commodities que prosperaron junto con el café. La demanda de algodón, azúcar y de ganado experimentó un crecimiento masivo derivado del boom económico de posguerra en los países de capitalismo avanzado.
En segundo lugar, mientras se expandía la frontera agrícola, cientos de miles de trabajadores se incorporaban a la mano de obra de la plantación. Mientras que la demanda de fuerza de trabajo para el café era la principal, era estacional y se concentraba en los meses de cosecha (octubre-enero); el boom de agroexportaciones no tradicionales absorbió a la fuerza de trabajo en regímenes más estables (incluso anuales) y en cultivos tecnológicamente avanzados. La diversificación fomentó la creación de nuevos mercados de trabajo con segmentos de procesamiento más desarrollados que absorbían fuerza de trabajo de manera permanente. Y como los campesinos fueron expulsados de las producciones de subsistencia y de pequeña escala, las industrias de la alimentación se expandieron notablemente en especial en El Salvador.
Los efectos combinados de la presión sobre las comunidades campesinas y la proletarización acelerada fueron el insumo crítico para los movimientos insurgentes. Los crecientes conflictos entre exportadores y trabajadores de las plantaciones; y entre las élites terratenientes y las comunidades campesinas sirvieron para la organización de los sectores populares en vigorosas asociaciones, que se incorporaron a la lucha armada movilizando el asalto físico contra la economía agro exportadora
El sistema de plantaciones de exportación se reconfiguró y tomó nuevo impulso en la posguerra. Entre 1950 y 1975 América Central casi triplicó sus exportaciones de café, alcanzando 10 millones de quintales. El 80% de ese crecimiento se dio en El Salvador, Guatemala y Nicaragua (Williams: 1994). Este boom cafetero impulsó a las élites a intensificar la producción desde 1960. En El Salvador, la producción creció un 50% hasta 1980, mientras que en Guatemala y Nicaragua la expansión fue todavía mayor (Solbrig: 2006). Al mismo tiempo, la creciente demanda de otros productos naturales por parte de Estados Unidos abría nuevas oportunidades comerciales para las élites. La producción de algodón con destino a la industria textil se cuadruplicó entre la década del 50 y la del 80, yendo de menos de medio millón a 1.750.000 fardos (Williams: 1985). El algodón se expandía por las mejores tierras bajas de la costa, las nuevas plantaciones pronto avanzaron sobre las tierras y granjas dedicadas al cultivo de alimentos.
En El Salvador la tierra dedicada al algodón se expandió 2,5 veces hasta alcanzar 130.000 hectáreas en 1960; en tanto que en Nicaragua se triplicó a 363.000 has. La mayor expansión algodonera se dio en Guatemala, donde pasó de ocupar 5000 hectáreas a 225.000. El cultivo de azúcar tuvo un desempeño similar (Paige: 1998). Por último, las exportaciones ganaderas de Centroamérica pasaron de 10 millones de dólares en 1960 a 300 millones a finales de los 70, en su mayor parte destinadas al mercado de Estado Unidos.
La expansión regional del agronegocio requirió de nueva infraestructura. Las inversiones fluyeron hacia la construcción de nuevas rutas, ferrocarriles y puertos, así como a represas y plantas generadoras de energía para satisfacer las necesidades crecientes.
Este crecimiento espectacular del agronegocio generó conflictos entre los terratenientes y los sectores populares, que fueron la base para las guerras de guerrillas que atravesaron la región. Primero, las élites agrarias se lanzaron contra las comunidades campesinas, empujándolas a tierras muy marginales o expulsándolas directamente. Los cultivos pujantes como el algodón se extendieron a través de la fértil franja costera del Pacífico, avanzando sobre las comunidades que aún poseían alguna propiedad. Las pasturas para el ganado extendieron la frontera agraria, absorbiendo tierras montañosas y boscosas, hasta entonces marginales. El desplazamiento se dio a través de dos vías: con frecuencia, los campesinos desalojados eran inquilinos de granjas tradicionales expulsados por los propietarios de las plantaciones, que las convertían a los cultivos más rentables. En otras ocasiones, los desplazamientos se producían porque las élites terratenientes usando la coerción estatal o para-estatal para expulsar a las comunidades recientemente establecidas.
La expansión de la agricultura de exportación, en particular algodón y ganado, extremó el conflicto por la tierra a finales de los 70. El Salvador es una muestra de lo abrupto y lo profundo de los cambios: los investigadores estiman que entre 1971 y 1980 la proporción de familias rurales sin tierra se había duplicado con creces, desde un 29% —que ya era insostenible— a un increíble 63% (Williams: 1985). Quienes aún retenían sus medios de subsistencia lo pasaron apenas mejor: en 1975, el 34% poseía menos que una hectárea y el 15% cultivaba entre una y dos hectáreas (Dunkerley: 1990). El golpe más importante se sintió en las zonas del Norte y del Noroeste, donde la explotación ganadera se extendió masivamente después de que los Estados Unidos garantizara una cuota de importación a El Salvador y se aprobara la instalación de un frigorífico local.
En Nicaragua y Guatemala los patrones de expansión y desplazamiento de comunidades que se habían establecido en tierras marginales siguieron tendencias similares. En la primera, la producción ganadera se expandió notablemente en Matagalapa, adonde las pasturas llegaron a abarcar el 95% de las tierras relevadas en algunos municipios. Los campesinos y granjero pobres fueron empujados hacia la frontera oriental. El corredor Matagalapa-Masaya fue una base de apoyo a los sandinistas en la segunda mitad de la década del 70.
En Guatemala, los campesinos empobrecidos, presionados por la expansión ganadera, se trasladaron a la costa en búsqueda de mejores tierras, donde enfrentaron inmediatamente la competencia de la expansión algodonera. Pronto se vieron arrojados nuevamente a la marginalidad, dado que la producción algodonera llegó a dominar el 70% de la tierra en esas zonas (Williams: 1985: 55). Al igual que en Nicaragua, estas comunidades mayas se convirtieron en protagonistas centrales del movimientos armados, en la medida que recibían presiones de todas partes. De modo similar, en El Salvador las provincias del Noroeste que sufrieron los mayores desplazamientos, se convirtieron en bastiones del FMLN.
Otra consecuencia de la expansión del agronegocio contribuyó a la expansión de la insurgencia campesina: mientras que los barones del azúcar, del algodón o del ganado avanzaban expulsando campesinos y tomando sus tierras, las plantaciones atraían cantidades crecientes de trabajadores, en particular durante la época de cosechas, de las áreas que estaban sufriendo las invasiones. Al dispararse la demanda de trabajo, se abrió un segundo frente de lucha entre los grupos rurales subalternos y las élites modernizadoras agrarias. La demanda de mano de obra para las cosechas de exportación se incrementó tanto por la expansión territorial como por los constantes incrementos en la productividad.
Mientras la cría de ganado demandaba baja cantidad de mano de obra, las nuevas plantaciones eran extremadamente trabajo-intensivas, en particular durante los momentos pico del ciclo de producción. El cultivo de algodón muestra el crecimiento exponencial del trabajo asalariado estacional en Centroamérica. Hasta mediados de la década del 50, la cosecha de algodón requería menos de 100.000 trabajadores. Diez años más tarde, la cantidad de cosechadores de algodón superaba los 350.000. Una década más, y las plantaciones algodoneras empleaban casi 500.000 trabajadores en las cosechas (Williams: 1985: 62). Adicionalmente, los sectores de procesamiento —desmotadores, empacadores, refinación de azúcar y frigoríficos— crearon decenas de miles de puestos de trabajo permanentes. Estos puestos, y los que más modestamente creaban las industrias de bienes de consumo era cubiertos por los campesinos desplazados que se veían forzados a migrar a las ciudades capitales o a otros centros urbanos. Los pobladores más precarios de los suburbios cubrían la demanda de mano de obra estacional. En Nicaragua, por ejemplo, un tercio de los cosechadores de algodón provenía de áreas urbanas. Sin embargo, la mayor parte de la cosecha estaba en manos de los pobladores rurales que languidecían en una economía campesina marginalizada.
En toda la región, las mismas comunidades amenazadas por los cultivos de exportación y la producción ganadera, enviaban cientos de miles de hombres, mujeres y niños a ganar dinero en la época de la cosecha. A medida en que la agricultura se extendía sobre sus tierras, las comunidades rurales dependían más y más del trabajo asalariado estacional, que se volvía imprescindible para la subsistencia. Estas comunidades no solo proveían el grueso de la mano de obra para las cosechas de las plantaciones costeras, sino que también crecía la proporción de campesinos que se trasladaba anualmente a las cosechas.
En El Salvador, más del 70% de las comunidades asediadas del norte migraban anualmente en búsqueda de empleo salariado. En Guatemala, solo un 10-15% de la mano de obra empleada en la cosecha de algodón durante los 60 provenía de la ciudad: la mayor parte bajaban de las tierras altas todos los años. Para finales de la década más del 60% de los migrantes estacionales venían de las tierras altas Mayas del Oeste y la mayoría de la población trabajadora de Kiché y Huehuetenango eran cosechadores (Williams: 1985: 64-65).
La modernización agraria y la formación de clases
No debe sorprender el hecho de que los migrantes estacionales compelidos al trabajo asalariado recibieran tratos crueles en las plantaciones. Las condiciones de trabajo coercitivas encendieron la resistencia activa por parte de estos trabajadores recientemente proletarizados.
Desde el final de la década del 60, los trabajadores de la plantaciones del istmo comenzaron a luchar por mejorar sus condiciones de trabajo y sus salarios. Las élites respondieron con una represión brutal, dado que incluso un mínimo de derechos laborales protectorios atentaba contra sus ganancias. Durante la década del 70 escalaron en toda la región procesos interrelacionados de movilización laboral en las plantaciones e invasión de tierras. Los movimientos campesinos que crecían se volcaron hacia la acción armada para defenderse y ganar derechos civiles y laborales básicos, en un contexto en que no tenían capacidad de expresar sus demandas a través de acciones laborales no violentas.
De modo que la interrelación entre conflictos por la tierra y laborales impulsó el crecimiento de la izquierda radical en la región. Pero la insurgencia guerrillera de masas en Guatemala, Nicaragua y El Salvador derivó de un fenómeno inverso al que había propulsado las rebeliones obreras en el Cono Sur: allí los niveles crecientes de organización se vieron afianzados por el poder estructural de los trabajadores, en tanto que en América Central las capacidades asociativas de las comunas enfocadas contra las élites facilitaron la irrupción de las masas armadas en el complejo económico, a través de la clase obrera agrícola surgida recientemente. Para los campesinos e indígenas de las tierras altas, no había opción: la lucha por sus comunidades era la insurgencia misma.
En los tres países la crisis de la década del 70 provocó acciones industriales intensas —aunque breves— por parte de los trabajadores de los sectores de la alimentación que acompañaron el crecimiento de la agricultura comercial. Por la dependencia de estas economías de las exportaciones agrícolas, las huelgas más amenazantes eran las que se daban en el café, el algodón y el azúcar. En Guatemala, por ejemplo, la agitación entre los obreros agrícolas comenzó a mediados de la década del 70. Este esfuerzo dio sus frutos en febrero del 80, cuando un paro en el sector azucarero se extendió rápidamente a setenta de las principales plantaciones de azúcar y algodón (que empleaban más de 75 mil trabajadores).
Además de la creación de estas estructuras organizativas, los campesinos migrantes recibían el apoyo del Comité para la Unidad Campesina (CUC), un frente rural organizado para luchar por las tierras y resistir el asalto de los terratenientes y sus fuerzas militares y paramilitares. La huelga resultó tan disruptiva que el Estado se vio obligado ceder y triplicó el salario diario. Protestas similares se dieron en Nicaragua. El Salvador fue escenario de la ola de rebelión de obreros agrícolas más importante: a mediados de la década del 70 la movilización se generalizó y los estudiantes y empleados públicos jugaron un rol central. Sin embargo, las huelgas de los trabajadores estacionales de las plantaciones fueron las más efectivas. En un amplio esfuerzo organizativo dirigido por campesinos apoyados por sectores de la Iglesia que profesaban la Teología de la Liberación, se formó la Federación Cristiana de Campesinos Salvadoreños (FCCaS). Esta organización lanzo, en 1977 una serie de huelgas semanales a lo largo de la región costera, que fue duramente reprimida.
Los recursos organizativos generados en sus comunidades de origen permitían a los obreros agrícolas generar un nivel de movilización eficaz en condiciones tan opresivas. En otras palabras, las luchas de trabajadores migrantes que pagaban los más altos costos por posicionar sus demandas frente a las élites, estaban sostenidas por las capacidades asociativas derivadas de las estructuras comunitarias tradicionales y de las formas cooperativas con las que enfrentaban la rapiña de los terratenientes. El apoyo de federaciones como FECCaS y CUC tanto a las invasiones de tierras como a las huelgas de los obreros agrícolas demuestra la naturaleza interrelacionada de los conflictos laborales y los conflictos por la tierra. Más concretamente, refleja el modo en que las instituciones comunitarias campesinas movilizaban a trabajadores agrícolas que simultáneamente luchaban con las élites terratenientes desde sus posiciones en la agricultura de exportación. A su vez, esta militancia realimentó la insurgencia campesina, ayudó a su despliegue y potenció su capacidad de desestabilizar la producción exportadora y la infraestructura que la sostenía.
De modo que la base de los movimientos guerrilleros derivaba de una combinación particular de capacidades asociativas y estructurales. El movimiento popular respondía a la profundización represiva incrementando la coordinación hasta confluir en coaliciones revolucionarias como el Frente Nacional de Unidad Popular en Guatemala, el Bloque Popular Revolucionario y el Frente de Acción Popular Unificado en El Salvador, que tejieron, a su vez, fuertes lazos con las emergentes fracciones armadas. Eventualmente, en la medida en que el terror estatal —que alcanzó proporciones genocidas— obturaba cualquier vía de actividad política abierta, estas coaliciones populares y las comunidades campesinas que les habían dado origen, se incorporaron a la insurgencia armada.
A inicios de la década del 80, la incorporación de las masas a los movimientos guerrilleros creó una fuerza radical capaz de ejercer presión sistémica sobre los intereses de las élites. En tanto la represión estatal les había bloqueado la posibilidad de ejercer influencia desde los centros de trabajo, los sectores populares retornaron a las áreas marginales a consolidar el movimiento. Esa retirada no disminuyó su capacidad de fuego sobre los intereses de las élites: si los trabajadores no podían ya hacer uso de su posición en la producción, ahora los grupos subalternos completamente integrados al movimiento revolucionario, podían infringir duros golpes a las élites exportadoras. Desde los territorios controlados por las guerrilla, el movimiento revolucionario lanzó una campaña de sabotajes contra las plantaciones, los ranchos y los proyectos de infraestructura auxiliar (autopistas, puentes, diques, puertos, etc.). Muchos propietarios, aun sin haber sido directamente atacados, abandonaron sus propiedades.
En El Salvador la insurgencia de masas asestó los golpes más duros a los intereses agro exportadores (Wood: 2000). La proporción del PBI explicada por la producción agrícola disminuyó a la mitad hacia 1975 y nunca se recuperó. De hecho, el proceso de insurgencia provocó transformaciones en las estrategias de acumulación: las élites trasladaron sus inversiones a sectores que no dependieran de la coerción extraeconómica del trabajo. Como explica Elizabeth Woods, fue esta capacidad de condicionar los intereses económicos fundamentales de las élites y sus respuestas lo que abrió el camino para las negociaciones de paz y las reformas democráticas (Woods: 2000).
El paralelismo en la modernización industrial y agraria, y el poder estructural de las clases subalternas en América Latina remite a uno de las conclusiones clave de Marx y Engels en el Manifiesto Comunista (que podemos llamar el postulado de «la gestación revolucionaria»), donde sostienen que en la medida en que el capitalismo avanza y «sepulta» al viejo orden, fomenta desde su interior una clase con la potencia para destruir el orden burgués. La presión que ejerce la competencia aguijonea la centralización de la producción y reúne masas de trabajadores bajo el mismo techo y, en ese proceso, el proletariado se organiza como una clase «para sí» a partir de experiencias cotidianas, adversarios y agravios comunes y, al mismo tiempo, se gesta este ejército industrial crecientemente concentrado con el peso social suficiente para para derrocar al sistema.
La tarea de los militantes era aprovechar este potencial y dotarlo de una dirección estratégica y de un programa. En la medida en que la producción capitalista se expandiera, mayor serían la organización y el peso de la clase obrera y mayores los logros de la izquierda revolucionaria. En definitiva, Marx y Engels previeron un círculo virtuoso, propulsado por la retroalimentación entre el poder estructural y las organizaciones y políticas radicales.
En apariencia, la trayectoria de la izquierda clásica latinoamericana se adapta a las tesis del Manifiesto. Primero, el impulso de los capitalistas hacia la participación en el mercado mundial generó el potencial para el crecimiento de la izquierda regional. No hay dudas de que en este período los logros de la izquierda superaron —en amplitud y profundidad— aquellos del período previo a la ISI. Las rebeliones previas de los sectores subalternos estuvieron principalmente confinadas a los enclaves de producción exportadora que caracterizaron a América Latina.
Adicionalmente —y en retrospectiva—, la izquierda clásica, que hundía sus raíces en la clase obrera industrial, superó a los nuevos rebeldes emergentes del contexto de Mayo del 68. La nueva generación de militantes radicalizados, inspirados por el espíritu de las ideas guevaristas, criticaron lo que consideraban el conservadurismo de izquierda e impulsaron la creación de condiciones para acelerar el cambio revolucionario entre los sectores populares más pauperizados (Marchesi: 2017). El MIR en Chile, Montoneros y el ERP en Argentina, Tupamaros en Uruguay, principales grupos de guerrilla urbana, sostenían que los sectores más pauperizados y menos influenciados por las posturas moderadas de los partidos y sindicatos tradicionales eran los que mejor encarnaban el espíritu radical «Americanista». Sin embargo, el registro histórico muestra que este desafío no solo resultó cortoplacista, sino que también fracasó. Los triunfos «por izquierda» no resultaron de las guerrillas urbanas o guevaristas, sino de las luchas fruto del arduo trabajo que la izquierda clásica se daba entre trabajadores y comunidades rurales[12]Suele plantearse que la juventud radicalizada aceleró el declive de la izquierda clásica. El impulso de posiciones alejadas de las masas por parte del movimiento obrero y popular, habría provocado … Continue reading.
Finalmente, los logros de la izquierda clásica trascendieron largamente las conquistas ligadas a los intereses inmediatos. La generación del 68 acusaba rutinariamente a sus predecesores de ignorar los diversos tipos de opresión no clasista. Sin embargo, irónicamente, fueron las conquistas materiales que consiguió la izquierda clásica las que abrieron el camino para luchas ligadas con la equidad racial, de género y por el progreso cultural. Sin los ingresos provenientes de la cobertura social y sin los avances en la democratización de la economía y otras esferas de la vida social, las luchas por los derechos de las mujeres y la emancipación de los pueblos originarios, por ejemplo, no habrían despegado y cobrado fuerza. Son estos logros directos e indirectos los que deben ser consideradas al comparar la izquierda clásica con la Marea Rosa.
El auge y la debilidad de la Marea Rosa
Desde un punto de vista formal, la Marea Rosa comprende a los gobiernos de izquierda que llegaron al poder durante los 2000, formados por nuevos partidos o coaliciones, o bien por corrientes renovadoras de los partidos tradicionales. Aunque no se consideraban radicalizados —mucho menos anticapitalistas—, todos ellos procuraron reformar la ortodoxia neoliberal de manera significativa.
El surgimiento de la Marea Rosa debe entenderse en el contexto del giro neoliberal posterior a la etapa de la ISI. Si la industrialización por sustitución de importaciones generó las bases para el surgimiento de la izquierda clásica, su eclipse en virtud de la liberalización económica sentó las bases para el surgimiento de la izquierda contemporánea. El principal problema político fue que la industrialización liderada por el Estado se vio obstaculizada por una serie de fallas económicas. Los elencos gubernamentales adoptaron una serie de reformas de mercado para enfrentar déficit comerciales y fiscales crónicos. Estas reformas provocaron los conflictos sociales y políticos que décadas más tarde, dieron origen a la Marea Rosa.
El neoliberalismo produjo niveles de exclusión social sin precedentes. Entre la pauperización creciente y la consecuente resistencia popular se generaron las convulsiones políticas que terminaron con los triunfos electorales de la izquierda. Simultáneamente, el giro neoliberal limitó a la Marea Rosa, consolidando una debilidad social que en última instancia minó la posibilidad de transformaciones más radicales y la continuidad misma del éxito electoral.
Las principales transformaciones neoliberales
Es posible que la característica central del giro neoliberal en América Latina sea la apertura de sus economías a la competencia global. Con la exposición directa a la competencia global, solo los sectores manufactureros más eficientes lograron sobrevivir. Con esto se generó un proceso de creciente desigualdad y fragmentación de la estructura manufacturera (antes que una dinámica de desindustrialización generalizada). Algunos sectores se vieron totalmente asfixiados frente al cierre del crédito y la caída de las protecciones arancelarias. En otros casos, los viejos complejos industriales fueron desmantelados, y solo sobrevivieron aquellos sectores que habían logrado incrementar su productividad durante la ISI. Las industrias estatales se privatizaron, y los inversores se enfocaron en las plantas más viables para racionalizarlas y mantenerlas en operaciones, incluso expandiéndolas. Las dos dimensiones —la eliminación completa de algunos sectores y la fragmentación de los antiguos complejos industriales— diezmaron el poder de la clase obrera.
La liberalización comercial, la suspensión de los estímulos estatales y las privatizaciones tuvieron el efecto inmediato de aumentar abruptamente los niveles de desempleo y subempleo. Los cierres o racionalizaciones de las plantas industriales dejaron a cientos de miles de trabajadores en la calle. Los números son escalofriantes: en Argentina, que había alcanzado históricamente niveles de pleno empleo, el desempleo trepó del 6 al 12% durante la primera mitad de la década del 90. Hacia el 2000, alcanzaba el 15% y después del colapso financiero y la devaluación del 2001, alcanzó el 20%. En la medida en que avanzaba el ajuste estructural en Bolivia, el desempleo se elevó al 9% en 2001 (desde el 3% de la década anterior). En el mismo período, el desempleo en Ecuador alcanzó el 14%, duplicando los índices de la década. Estos picos se dieron en el marco del aumento de las tasas promedio, que en Argentina fueron del 15% y en Ecuador del 10% a lo largo de toda la década.
Las estadísticas oficiales de Venezuela son igual de asombrosas: desde que se iniciaron las reformas de mercado, el desempleo nunca bajó del 7,5%, alcanzando 15% a finales de loa 90 y con un promedio del 12% en los quince años que precedieron a la consolidación del chavismo. Con los gobiernos de la Marea Rosa, muchos han sido capaces de encontrar empleo nuevamente. Sin embargo, el desempleo todavía presenta niveles de crisis: cuando el kirchnerismo fue derrotado en 2015 y antes de empeoramiento de la situación en Venezuela a los niveles críticos que está hoy, ambos países registraban un índice de desempleo del 8%. Además, gran parte de la recuperación del empleo se había dado en el sector informal.
La realidad concreta de las clases trabajadoras fue aún más dura que lo que sugieren las cifras citadas. Enormes contingentes de la población perdieron todos sus medios de subsistencia, y una porción aún mayor terminó procurando sustento en el creciente sector informal. En Argentina, más del 40% llegó a trabajar en condiciones de informalidad, la mayoría como empleados «en negro» en microempresas o como freelancers sin calificación en pequeños comercios minoristas y en servicios. Durante más de una década de gobiernos kirchneristas, el empleo informal permaneció cerca del 37%. En Bolivia, el 70% de la Población Económicamente Activa era parte del sector informal cuando Morales ganó las elecciones en 2005.
De nuevo, esta situación no ha mejorado sustancialmente. Para 2014 —últimos datos oficiales—, casi el 60% de la población trabajadora aún era parte del sector informal. Las reformas de Correa en Ecuador no tuvieron como objetivo avanzar sobre la informalidad, que alcanzaba al 57% de la fuerza de trabajo cuando dejó el poder en 2017 (idéntica proporción que cuando llegó al gobierno). La historia se repite en Venezuela. Después de las políticas de ajuste estructural a fines de los 80 la informalidad creció: pasó del 30 al 50% al asumir Chávez y continuó creciendo con el bloqueo petrolero. Después de que el estado bolivariano retomó el control sobre el sector y profundizó las reformas, se vivió una pequeña disminución en el empleo informal, desde un máximo del 58% a poco más del 50% en 2014.
En general, los gobiernos de la Marea Rosa se dieron en países adonde la vasta mayoría de los trabajadores habían sido expulsados al sector de empleos precarios y no regulados en el marco de las reformas de mercado, y más de la mitad aún sigue allí.
Las bases de la influencia de la clase trabajadora se fueron erosionando por el incremento persistente del desempleo y el consecuente crecimiento del sector informal. La utilización de la posición estructural para impulsar demandas se volvió prácticamente imposible con una inmensa mayoría de trabajadores compitiendo por una cantidad cada vez menor de empleos regulares y seguros, forzados a ganarse la vida en trabajos precarios y atomizados. La cantidad de trabajadores calificados desocupados impedía que se negociaran mejoras, incluso en aquellos sectores más prósperos. En general, las perspectivas de confrontar las duras condiciones impuestas se esfumaron, mientras fracasaban los llamados a la construcción de solidaridad y de organización colectiva. En síntesis, la liberalización económica removió casi todas las posibilidades que los trabajadores tenían para usar las posiciones en el mercado de trabajo para demandar concesiones, ya sea individuales o colectivas.
El traslado de la inversión hacia ramas relativamente aisladas de las disrupciones provocadas por los trabajadores se refleja en la caída de las tasas de inversión en maquinaria y equipo en comparación con el período de la ISI. En Ecuador y Bolivia, donde los procesos de industrialización fueron más débiles, la inversión industrial permaneció baja. En Argentina, además de que se sobredimensionó la inversión por las privatizaciones, tampoco hubo una renovación importante de capital fijo. Si bien hubo inversiones importantes en la modernización de ramas dinámicas, la formación de capital real tendió a decrecer desde su pico, a mediados de los 70 y a través de los 90; del 31% del PBI que alcanzó en 1976, disminuyó al 14% en 1990, y aunque se recuperó levemente, nunca superó el 20% del producto total hasta 2006. En Venezuela la caída de la inversión en maquinaria y equipos durante el neoliberalismo fue igualmente dura: entre mediados de los 70 e inicios de la década del 80, el Estado acreditó inversiones en nuevas tecnologías y equipamientos por un 13% del PBI. Pasado el ajuste estructural, las inversiones anuales en capital se recortaron a la mitad.
Al desviarse la inversión de la industria, el sector manufacturero perdió naturalmente su cuota de producción global en toda la región. Esta disminución fue particularmente importante en los países de la Marea Rosa: desde su apogeo a mediados de los setenta, con más de un tercio del PIB, la industria manufacturera argentina se redujo a aproximadamente un cuarto veinte años después. Más importante, ese 25% incluye una importante polarización entre unas pocas ramas altamente eficientes y dinámicas y un conjunto de firmas pequeñas y dispersas, al borde del cierre (Kosacoff: 1993). En Venezuela, antes de las reformas de mercado, la industria explicaba el 22% del PBI. Cuando Chávez fue electo, ésta se había reducido al 17% y continuó cayendo.
La consecuencia del declive industrial y el crecimiento de la informalidad fue una drástica disminución de la densidad sindical en la región después de la década del 80. Los países de la Marea Rosa no fueron ajenos a esta tendencia y vivieron caídas estrepitosas, alcanzando niveles que no se habían visto desde las primeras décadas del siglo XX. Este colapso en la densidad sindical tampoco fue revertido desde la llegada al poder de la izquierda. Considerando los niveles que alcanzó durante la ISI; la caída de la sindicalización en Argentina es muy sorprendente: mientras que el 50% de los trabajadores estaba sindicalizado en los 70, en los 90 esta proporción cayó al 20% (Roberts: 2014).
Según la OIT, los diez años de gobiernos kirchneristas elevaron la proporción de trabajadores sindicalizados al 30%, pero la densidad sindical retomó su tendencia a la baja desde entonces. Bolivia y Venezuela también experimentaron caídas importantes en la sindicalización, con caídas que van entre el 30% y el 50%. Mientras durante la ISI la promoción de la industria en torno de la minería y la explotación petrolera llevaron la densidad sindical a un máximo histórico del 25%, en 1990, la proporción de sindicalizados había caído a un 9% y 13% en Bolivia y Venezuela respectivamente (Roberts: 2014).
Con niveles de sindicalización históricamente bajos, en un contexto de crecimiento acelerado de la informalidad y la fragmentación industrial, no debería sorprender el hecho de que los trabajadores de la región perdieran su capacidad de acción colectiva con fines estrictamente defensivos (mucho menos para demandar mejoras). Aunque la información es incompleta y no totalmente confiable, no se puede negar que en tanto el empleo se precarizó o se eliminaron puestos de trabajo, los trabajadores fueron incapaces de responder con movilizaciones efectivas.
En Argentina, los sindicatos no estuvieron del todo ausentes mientras la crisis y la reestructuración atentaron seriamente contra las condiciones de vida de los trabajadores. Fueron muy combativos en los reclamos salariales durante la crisis hiperinflacionaria de los 80, cuando se registran más de 500 conflictos anuales mayormente concentrados en los últimos años de la década, cuando la caída salarial fue mayor (Nueva Mayoría: 2016). Estos índices revelan que las capacidades asociativas se habían preservado significativamente, aunque la protesta no alcanzaba los niveles de mediados de los 70. La declinación de la capacidad para movilizar era irreversible para los 90, después de los procesos de privatización, desintegración y flexibilización erosionaron el poder asociativo de la clase trabajadora.
El otrora poderoso movimiento sindical peronista se encontraba bajo asalto y solo respondió con 330 acciones anuales. Los conflictos industriales decayeron a 110 anuales durante la segunda mitad de la década, ya en un contexto de pérdida de empleos y congelamiento salarial. La pérdida de capacidades asociativas y de movilización de la clase obrera industrial explica claramente esta caída de los conflictos industriales a casi la mitad. La caída de la movilización obrera en los otros países de la Marea Rosa, aunque no tan extremo dados los puntos de partida más bajos fue similar: en Bolivia y Ecuador las huelgas anuales descendieron de un promedio de 240 y 100 a 100 y 40 respectivamente. En Venezuela, la movilización obrera prácticamente desapareció durante los 90, el año con mayor cantidad de acciones industriales fue 1992 y registra cincuenta magros conflictos.
La protesta obrera continuó declinando desde entonces en la mayoría de los países de la Marea Rosa. De hecho, la clase trabajadora, aún bajo gobiernos de izquierda, adolece de recursos potentes para ejercer influencia sistémica y ha fracasado en la recuperación de los recursos organizacionales necesarios para reactualizar la militancia y las capacidades organizacionales. Solo en Argentina, en virtud de la recuperación económica impulsada por los efectos moderadamente proteccionistas de una masiva devaluación en 2002, vivió el resurgimiento de la protesta obrera. En 2007, después de cinco años de expansión, los sindicatos protagonizaron más de mil conflictos (Taller de Estudios Laborales: 2009). Las estadísticas no explican el fenómeno: el resurgimiento de las huelgas en el gobierno de los Kirchner refleja la forma en que, ante la recentralización de la negociación colectiva institucionalizada, los sindicatos canalizaron sus capacidades asociativas hacia la estabilización salarial.
Aún así, la erosión del poder estructural de los trabajadores en el marco de la reestructuración neoliberal no desmanteló completamente las capacidades disruptivas de los subalternos. Mientras los trabajadores eran desplazados del centro de la escena, los sectores populares desarrollaron otros recursos organizacionales y reconstruyeron sus capacidades de disrupción. La crisis neoliberal y la inestabilidad impulsaron a los sectores informales y precarios a la lucha. En estas protestas se construyeron poderosos movimientos que, aunque carecían de poder estructural, lograron novedosas formas de influencia.
La crisis neoliberal y la removilización de los subalternos
Las consecuencias de la restructuración neoliberal sobre la industria y las protecciones sociales contribuyeron a removilizar a los sectores populares frente a las élites. Pero el empeoramiento en la situación económica y la exclusión social no son causas lineales de la organización y movilización de izquierdas. Después de todo, las fuerzas populares necesitaron unos quince años para recuperar influencia real, y la removilización de los subalternos se dinamizó después de la construcción de una nueva infraestructura para la movilización política.
Paradójicamente, las nuevas capacidades de la clase no dependían de la posición estructural sino, más bien, de su desaparición. Los sectores populares iniciaron una serie de ciclos de protesta en el curso de los cuales desarrollaron, expandieron y coordinaron nuevas formas de organización para enfrentar los procesos de marginación y exclusión. Este poder asociativo creció y se fortaleció lo suficiente hasta desplazar a los gobiernos neoliberales y reemplazarlos con los de la Marea Rosa. Sin embargo, a causa de la falta de poder estructural, el agotamiento de los recursos organizacionales de los subalternos no se pudo prevenir, dejándolos vulnerables a los vaivenes de las élites estatales.
Ciclos de protesta y organización
La devastación causada por las reformas de mercado impulsó ciclos de protesta en torno a necesidades de subsistencia. Amplias capas de trabajadores y pobres, marginados y expulsados del empleo estatal, de las protecciones sociales, llevaron adelante de forma independiente luchas por el acceso a bienes materiales fundamentalmente desconectadas del trabajo y de la producción. Los antiguos votantes de los gobiernos modernizadores, desechados por el neoliberalismo y forzados a sobrevivir en los márgenes del mercado, desarrollaron nuevas organizaciones o reformaron las tradicionales para presionar a las autoridades y reclamar el acceso a subsidios e infraestructura de servicios básicos, a la regularización urbana, a realizar actividades semilegales sin sufrir acoso o, simplemente, reclamar ayuda en forma de donaciones. Sin poder estructural, esos esfuerzos requerían maximizar la capacidad de disrupción a través de la acción directa, lo que a su vez implicaba la consolidación de los lazos de solidaridad existentes.
En Bolivia, por ejemplo, los mineros desplazados devenidos cultivadores de coca reconstituyeron las organizaciones sindicales y campesinas desarrolladas durante la ISI por el Estado corporativo para organizar la defensa de su subsistencia puesta en jaque por las campañas de erradicación del cultivo. En Venezuela, los residentes de los barrios periféricos formaron asociaciones comunitarias de protección y apoyo mutuo en los vecindarios, que lucharon por un sistema de transporte accesible. En Argentina las familias de desocupados organizaron bloqueos de rutas para demandar planes sociales al Estado. Estas primeras escaramuzas defensivas de resistencia al neoliberalismo fueron los cimientos organizativos que sustentaron la creación de las extensas capacidades asociativas que los sectores populares movilizarían más tarde para derrotar a los gobiernos neoliberales.
Las reformas de mercado de segunda generación agravaron la exclusión y redujeron aún más la capacidad estatal de atender las demandas populares, por lo que las protestas se expandieron. Se desarrollaron lazos de cooperación entre aquellas organizaciones predominantemente defensivas y locales, y se construyeron demandas más ofensivas. En la medida en que intensificaban la movilización, las organizaciones populares pronto se unificaron en torno a demandas políticas con alcance nacional. Este proceso de irradiación y coordinación condujo a saltos cualitativos en las capacidades organizacionales de los subalternos: se fueron generando frentes más amplios, con diversos grados de formalidad que confrontaron las políticas de liberalización y las agudas crisis económicas o bien lograron espacios en administraciones gubernamentales.
En Bolivia, las ligas campesinas, las confederaciones obreras que habían incluido a trabajadores informales, y los consejos vecinales fueron los que sostuvieron las luchas locales por el derecho al agua. A partir de ellas se articularon las movilizaciones nacionales que derrocaron al presidente en la Guerra del Gas de 2003. El movimiento de masas boliviano alcanzó uno de los mayores grados de institucionalización y constituyó la base organizativa del MAS, partido que lideró las protestas y llevó a Evo Morales a la presidencia. Desde ese momento se constituyó en la fuerza hegemónica en el país.
En Argentina, los piqueteros escalaron sus niveles de protesta, organizaron asambleas masivas para coordinar acciones y formaron frentes incluyendo a organizaciones sindicales y comunitarias. Durante el colapso financiero de 2001-2002, lograron gran capacidad disruptiva en el país, intensificando primero los bloqueos provinciales y centralizándolos luego alrededor de la capital. Poco después resultaron vitales para estabilizar a un tambaleante Kirchner, en tanto varias organizaciones se convirtieron en bases de apoyo fundamentales del gobierno neoperonista.
El proceso venezolano fue algo diferente: allí las alianzas entre grupos comunitarios y agrupamientos semiclandestinos generaron el escenario para la primera elección de Chávez en 1998. Pero en el proceso de la revolución bolivariana las organizaciones antineoliberales elevaron sus capacidades organizativas poco después, dado que tuvieron que movilizarse para defender a un gobierno que se radicalizaba de una serie de tempranos ataques de las élites.
De la militancia independiente al clientelismo popular
A pesar del éxito en llevar al poder a gobiernos de izquierda, los movimientos pronto se volvieron dependientes del Estado y perdieron mucho de sus capacidades de disrupción. Tres factores confluyeron en este resultado: en primer término, los movimientos sufrieron el inevitable agotamiento producto de una movilización constante. En segundo término, las demandas redistributivas y de ayuda que estaban en la base de su surgimiento, fueron parcialmente satisfechas por los nuevos gobiernos, bajo la forma de programas sociales novedosos y más extensos que fueron canalizados a través de la estructura de los movimientos. Finalmente, la movilización cambió su carácter; las acciones reivindicativas de base para confrontar al neoliberalismo derivaron en acciones de apoyo coordinadas desde arriba para defender a los gobiernos de la Marea Rosa.
Como consecuencia de estos procesos, los movimientos de protesta que consolidaron a los gobiernos de la Marea Rosa perdieron su independencia, se debilitaron y, finalmente, se desmovilizaron. No fue simplemente que las organizaciones insurgentes vieron declinar sus capacidades de movilización; el movimiento de «reincorporación» y el alineamiento con «sus» gobiernos y las estructuras partidarias hicieron que su supervivencia institucional, así como el bienestar de sus integrantes, dependieran de los recursos del Estado antes que de los recursos organizacionales tan arduamente acumulados en la lucha.
A causa de sus posiciones marginales, las organizaciones populares se subordinaron ante estas condiciones: marginadas de las instituciones económicas de las elites por las reformas de mercado, sus vínculos se dieron a través de los funcionarios e intermediarios de los gobiernos de izquierda. La capacidad disruptiva se subordinó a las necesidades políticas de los gobiernos de la Marea Rosa. Éstos no estaban meramente manipulando a sus votantes: en tanto dependían del apoyo de esta base social, los elencos políticos de la Marea Rosa estaban comprometidos con satisfacer las demandas lo mejor posible, puesto que fallarles significaría fracasos electorales.
La nueva izquierda latinoamericana se encontraba atrapada en un ciclo clientelar cuyo resultado era la preservación antes que el cuestionamiento del status quo. Los gobiernos institucionalizaron a las organizaciones populares y canalizaron las rentas de exportaciones a sus bases de apoyo, sosteniendo un nivel de organización que les permitía enfrentar a sus contendientes y ganar votos. Recíprocamente, los referentes populares se aseguraban la reproducción de sus organizaciones, que no solo apoyaban a los gobiernos sino que también procuraban asistencia económica a sus integrantes.
Por supuesto, en esta relación de subordinación y desde la debilidad de sus posiciones sociales, los antiguos contendientes no podían ya impulsar demandas más radicales. La Marea Rosa estaba atrapada en un modelo de crecimiento neoliberal, aunque mejoró notablemente sus políticas distributivas. La Revolución Bolivariana en Venezuela y el ascenso del populismo neoperonista en Argentina son los que mejor ilustran la transformación de las formaciones contendientes en organizaciones clientelares dependientes y su importancia para la debilidad social inherente de los gobiernos de la Marea Rosa.
Venezuela: del tsunami militante a la garúa vacilante
El acontecimiento que explica el surgimiento del populismo radical bolivariano fue el Caracazo, la insurrección de febrero de 1989. Esa rebelión dio inicio a un ciclo de movilización antineoliberal, que alcanzó su cima una década más tarde con la sucesión de victorias electorales de la Marea Rosa. La revuelta, liderada por trabajadores informales y desocupados de los barrios periféricos de la capital, confrontó al reelecto Carlos Andrés Pérez líder de Acción Democrática, que había presidido el país durante el boom petrolero de los 70. En la década del 80 llevó adelante una nueva campaña electoral con una plataforma populista, denunciando la reestructuración neoliberal y los constreñimientos financieros de los organismos multilaterales como «una bomba atómica que destruye a las personas y deja los edificios en pie».
CAP, como Pérez es conocido, fue una de la principales figuras del sistema de partidos instaurado por el pacto de Punto Fijo —un acuerdo de reparto de poder con la COPEI, el partido de la democracia cristiana— surgido del convulsionado procesos de democratización de 1958, que consagra un entramado cuasi corporativo, a través del cual se supeditaba el alineamiento de los trabajadores al apoyo estatal a la sindicalización y la expansión de la negociación colectiva institucionalizada. Bajo el régimen del Punto Fijo, los trabajadores formales vieron crecer sus salarios reales por encima de la productividad entre mediados de la década del 60 y los 80 (Di John: 2009).
A fines de los 80, el puntofijismo ya estaba en crisis, no obstante CAP lideró el ataque neoliberal contra el «corporativismo petrolero» venezolano. Comenzó su segundo mandato implementando las mismas reformas de mercado recomendadas por el FMI que denunciaba durante su campaña, presagiando el enfoque del «neoliberalismo por sorpresa» que aplicarían otros líderes populistas de la región. El programa de CAP, el infame «paquete» solo acrecentó la vulnerabilidad de los trabajadores informalizados al profundizar la dependencia del mercado para satisfacer sus necesidades más básicas (Stokes: 2001) Los trabajadores urbanos precarizados explotaron cuando CAP aplicó el «paquete» de privatizaciones, aumento de impuestos, liberalización del comercio y eliminación de subsidios. Pérez restauró el orden enviando al Ejército con directivas de «tirar a matar». Al final del Caracazo los muertos se contaban por miles, aunque cientos de ellos no han sido incorporados en las estadísticas oficiales.
Esta rebelión tuvo tres consecuencias fundamentales para la emergencia del régimen bolivariano: en primer término, puso el último clavo en el ataúd del sistema de partidos AD-COPEI. La adopción de políticas neoliberales arrojó a miles al desempleo y recortó los recursos que sustentaban la integración de los trabajadores, particularmente a través de la erosión de los vínculos institucionalizados entre Acción Democrática y los sindicatos. Segmentos crecientes de la clase trabajadora, concentradas en los barrios periféricos que rodean al opulento centro de Caracas se vieron fuera del sistema bipartidista de representación de intereses.
En segundo lugar, los pobres urbanos avanzaron en sus esfuerzos organizativos. Con una mayoría de la clase excluida del sistema tradicional de representación, los militantes y activistas comunitarios radicalizados desarrollaron asociaciones barriales —legales y no tanto— enraizadas en dinámicas mutualistas de provisión y defensa de servicios sociales. Estos sectores, marginalizados pero muy organizados, serían la base del apoyo social a Chávez. Con la disolución del sistema Punto Fijo, para las elites fue imposible asegurarse el consenso de aquellos grupos crecientemente movilizados. Finalmente, el Caracazo activó a una capa de la oficialidad del Ejército —sectores nacionalistas de medio rango— que se habían visto forzados a reprimir la rebelión. De hecho, después de reprimir la insurrección, Chávez y su cohorte se enfrascaron en una conspiración para tomar el poder y reinstalar un régimen «nacionalista progresista». Irónicamente, el populismo radical renovado de Chávez surge con el apoyo de aquellos sectores que le habían ordenado reprimir. Como un outsider que confrontaba el giro neoliberal del viejo orden, estaba bien posicionado para incorporar a los trabajadores informales en una coalición de gobierno.
Con el cambio de siglo se abrió un proceso de transformaciones profundas, signado por la resistencia de masas a repetidos intentos para derrocar a Chávez por parte de las élites y la radicalización de los procesos de reforma (Cicciariello-Maher: 2013). Seis años después del golpe fracasado en 1992, Chávez (quien con su famoso «por ahora» preanunció el carácter temporal de ese revés) fue elegido presidente. Los mismos sectores empobrecidos que se habían rebelado en 1989 y que habían apoyado el levantamiento, ahora votaban masivamente por sus vagas promesas contra la pobreza y contra la corrupción.
Chávez obtuvo un 56% de los votos; ni AD ni COPEI presentaron candidatos, sensibles a la hostilidad popular por los partidos del puntofijismo. Después de un breve período de gracia, durante el cual la oposición procuró reorganizarse, las élites —ahora sí realmente amenazadas por la nueva constitución— pasaron a la ofensiva. Con el triunfo electoral de Chávez, al frente de la laxa coalición «Movimiento por la Quinta República», la oposición orquestó un evento de violencia callejera como plafón para un golpe en abril del 2002; usó las posiciones técnicas y burocráticas que detentaba para producir un lockout trágico en la industria petrolera sobre finales de ese año y una vez que esas tácticas extra parlamentarias fracasaron lanzaron una campaña por un referéndum que les permitiera derrocar legalmente a Chávez en 2004.
Cada uno de esos intentos galvanizó los procesos de movilización y organización de las bases sociales del chavismo, lo que resultaba en el incremento de la influencia que eran capaces de ejercer en la política social bolivariana. Cuando se produjo el golpe de Estado, cientos de miles de chavistas, activando sus redes barriales, bajaron desde las alturas periféricas hacia el centro de la capital, confrontando a los golpistas con la acción directa de masas, propiciando la restauración de Chávez al gobierno por parte de militares leales. Con ese éxito en las calles, el chavismo promovió avances más profundos en la militancia y la participación política populares. Los activistas bolivarianos respondieron a la huelga patronal de 2003-2004 movilizándose a los lugares de trabajo (particularmente aquellos ligados a la industria petrolera) a reiniciar la producción de modo autogestivo con ingenio y habilidad, aunque antes el PBI se había hundido un 8% y las mejoras en términos de pobreza se habían desandado.
Esta vez, el rol de los trabajadores bolivarianos en derrotar el ataque económico de las élites llevó a la conformación de una nueva federación sindical, la UNT que desplazó a la CTV —cuya representatividad emanaba del pacto corporativo— aliada de los empresarios durante el paro patronal. La UNT propuso reformas radicales, como el control obrero. la cogestión de la producción y la formalización de los asalariados precarios (Ellner: 2018). La consolidación del poder popular llegó en 2004 cuando las organizaciones chavistas dirigieron movilizaciones «constitucionalistas» en defensa del régimen bolivariano y derrotaron a la derecha en el referéndum revocatorio sumando 2 millones de votos a los que habían obtenido en la elección presidencial de 2000
La conclusión era inequívoca: la supervivencia política de Chávez dependía de la consolidación del poder organizacional de sus bases de apoyo y de la satisfacción de sus demandas, en vías de radicalización. En el transcurso de ese año, Chávez declaró que su revolución sería socialista por naturaleza. El Socialismo del Siglo XXI descansaba sobre dos pilares: la universalización de los servicios sociales y la reestructuración de las instituciones de participación política.
Chávez profundizó la redistribución de la renta petrolera, que comenzaba a subir velozmente una vez que el lockout fue superado y rebotaron los precios globales de crudo. En este período el gasto social per cápita se duplicó. Con esta inyección de dinero en efectivo, el nuevo régimen creó un conjunto de programas sociales, las «misiones», que ofrecían atención sanitaria universal, educación media y preuniversitaria gratuita para estudiantes de cualquier edad y distribución de alimentos subsidiados. La desmercantilización de los servicios sociales claramente apuntaló el apoyo popular al gobierno. Sobre esta base, el régimen bolivariano reconstituyó un sistema corporativo novedoso, fundado en vínculos de financiamiento desde el Estado hacia los sectores informales de la clase trabajadora.
Chávez creo dos estructuras organizativas para institucionalizar este clientelismo expandido: el partido socialista unificado (el PSUV) y los consejos comunales. Ambos funcionaban según modelos organizacionales híbridos, combinando mecanismos horizontales de participación en las bases con mecanismos de decisión «desde arriba»: la dirección del Partido y el Estado (Ellner: 2014).
El proyecto del socialismo bolivariano acarreaba graves riesgos. En primer lugar, al basarse en la renta petrolera, el bienestar popular dependía de los caprichos del mercado global de crudo. Cuando los precios del petróleo comenzaron a declinar —notablemente entre 2009 y 2015—, el gasto social comenzó un descenso espiralado. La crisis social y económica consecuencia de la caída en la renta petrolera puso a prueba el compromiso de los bolivarianos. Sus apoyos también se erosionaron a causa de la creciente burocratización de las instituciones del régimen (partido y consejos), que reproducían electorados conservadores e incentivos para la corrupción. Aunque el PSUV y los comités comunales fueron creados a partir de la autoactividad de las bases, finalmente la participación popular fue canalizada predominantemente «desde arriba» por las autoridades y en función de los intereses de la nuevas elites.
La desilusión y la deserción del nuevo régimen fueron in crescendo con el deterioro de la situación económica y la centralización verticalista de las organizaciones, incluso antes de la inesperada muerte de Chávez y de las decepciones con Nicolás Maduro, su sucesor. Cuando la economía se desplomó en 2015, empeorando la situación de los trabajadores informales y sus familias, el chavismo no pudo ni tener la iniciativa política para cambiar radicalmente el modelo de desarrollo, ni motivar a su histórica base de sustentación en defensa de los ataques cada vez más furibundos de la derecha. El producto cayó un 6% en 2015 y más durante los dos años siguientes: la recesión se profundizaba por el colapso de los precios del petróleo. También en 2015 la inflación se duplicó del 60 al 120% y a partir de ese momento escaló hasta alcanzar cifras de cinco dígitos.
La combinación de escasez aguda, los topes a los precios de bienes de consumo, y las múltiples tasas de cambio contribuyeron a generar un mercado negro implacable para bienes y dólares, infringiendo golpes adicionales a las condiciones de vida de los pobres. La oposición aprovechó la crisis para montar una ofensiva que comenzó con violentas demostraciones callejeras y culminó en diciembre de 2015, cuando la coalición de la Mesa de Unidad Democrática obtuvo una mayoría importante en el Congreso.
Desde entonces, con la economía en caída libre y la pobreza en niveles nunca antes alcanzados, el país se encuentra en un callejón sin salida que solo agrava la crisis. Después de recurrir al control partidario del poder judicial para bloquear la campaña de la oposición por un referéndum revocatorio, Maduro creó una asamblea constituyente desde la cual el PSUV ha gobernado a pesar de que su base de apoyo es cada vez menor. En un contexto de colapso generalizado, Maduro aprovechó las nuevas regulaciones electorales, la incapacidad de la oposición para superar diferencias estratégicas clave y la desilusión generalizada de los chavistas para mantener el poder en las últimas elecciones.
Argentina: el gigante peronista regresa con pies de barro
Los casos de Argentina y Venezuela son paralelos en muchos aspectos. Si el Caracazo abrió la prolongada crisis del neoliberalismo y del sistema de partidos tradicionales, ésta cobró impulso en Argentina durante los 90 y culminó en diciembre de 2001 con una rebelión popular que implosionó el sistema político. A su vez, la experiencia de la Marea Rosa en Argentina se diferencia significativamente de la venezolana. En primer lugar, el viejo sistema de partidos no colapsó totalmente, en tanto los nuevos reformadores representan una reconfiguración del peronismo, el pilar de la política de posguerra. Consecuentemente, los movimientos de izquierda necesitaban mayor contundencia para ganar concesiones significativas, y el nuevo régimen no alteró significativamente el núcleo de la plataforma política ni se dieron alteraciones fundamentales en las instituciones representativas del Estado.
Como en Venezuela, la explosión popular en contra de la clase política fue impulsada por los ajustes impuestos a los trabajadores por las reformas de mercado. La apertura comercial, la desregulación y las políticas de privatización impulsadas por el peronista ortodoxo Carlos Menem elevaron la pobreza, el trabajo precario y el desempleo a niveles sin precedentes. Bajo la ISI, Argentina había tenido índices cercanos al pleno empleo. Para finales de los 90 la mitad de la población se había vuelto pobre, el 20% estaba desempleado, y casi la mitad de los trabajadores estaban en la informalidad. Los sectores industriales de «cuello azul» como construcción y manufactura fueron golpeados particularmente: aproximadamente la mitad de sus trabajadores se encontraban desocupados en el momento del colapso.
Desde inicios de la década del 1990, grupos de familias trabajadoras que habían quedado desocupados o en la informalidad iniciaron una serie de revueltas que crecieron progresivamente, hasta que llegaron a bloquear la capital a finales de 2001. Mientras tanto, las medidas de austeridad adoptadas por los dos partidos principales —los peronistas y la UCR— para obtener financiamiento del FMI que les permitiera sostener la paridad cambiaria, empujaron a las calles a las clases medias urbanas. Después de que el gobierno liderado por la UCR repuso en el Ministerio de Economía al arquitecto de las reformas de los 90 y, en diciembre de 2001, congeló las cuentas bancarias para evitar una corrida generando temores de una devaluación inminente, la ciudad capital explotó. La rebelión, que resultó en docenas de muertos y cientos de heridos, forzó la renuncia del presidente de la UCR y de tres presidentes interinos, en el curso de una semana.
Mientras los sindicatos industriales fueron espectadores pasivos o cómplices de la liberalización, fueron los desocupados quienes lideraron las movilizaciones. La táctica principal fueron los bloqueos de ruta reclamando ayuda social. Inicialmente, los piqueteros se concentraban en los pueblos que habían crecido alrededor de plantas industriales ahora cerradas, y dependían casi exclusivamente de ellas. Miles de trabajadores expulsados y desocupados, organizados a través de las redes comunitarias y fabriles, bloquearon las rutas en demanda de ayuda. Para contener la protesta, temiendo el impacto que esta pudiera tener sobre la estabilidad de la ya frágil agenda neoliberal, las autoridades respondieron distribuyendo «planes». Esta dinámica colaboró en multiplicar las capacidades asociativas de los piqueteros, que comenzaron a replicar esta táctica exitosa (Garay: 2007).
Masas de desocupados se organizaron para cortar rutas a lo largo y a lo ancho de Argentina, demandando ayuda social. El movimiento piquetero creció en intensidad y en extensión, hasta quedar en posición de bloquear los principales centros económicos y urbanos del país. A finales de la década del 90, el movimiento consolidó sus recursos asociativos con la creación de federaciones regionales y nacionales. Eduardo Silva muestra que en 1997 hubo un total de 140 bloqueos, fundamentalmente en las provincias (Silva: 2009). En 2002, hubo 2300. Se había incrementado la cantidad de participantes, a un promedio de 2000 y más de la mitad se concentraban en el área metropolitana de Buenos Aires (Garay: 2007; Silva: 2009). En gran medida, la desestabilización y la creciente capacidad disruptiva del movimiento piquetero fueron factores fundamentales en la caída del viejo régimen.
La rebelión popular del «que se vayan todos» disolvió varios mecanismos del sistema de partidos existente y forzó una renovación en el peronismo que marcaría su misma supervivencia. Néstor Kirchner asumió la presidencia con apenas el 22% de los votos en la elección de junio de 2003. Aunque las movilizaciones piqueteras había disminuido, hacia mediados de ese año hubo 120 en la Capital y 194 en la provincia de Buenos Aires. El nuevo gobierno apuntó a su desmovilización para estabilizar la situación y consolidar la gestión. Para ello, Kirchner extendió y profundizó las reformas del gobierno interino; esto significó fundamentalmente la consolidación del programa de planes sociales Jefes y Jefas de Hogar poniendo estos fondos bajo administración de los movimientos a cambio de su alineamiento. Hacia 2002 el plan cubría 1,5 millones de hogares, absorbiendo el 7,5% del gasto federal (Graudy: 2007). Este giro hacia una distribución de ayuda social más extendida y discrecional jugó, junto a otras reformas clave, un rol fundamental en la desmovilización de los piqueteros.
El impulso a las exportaciones a raíz de dos medidas adoptadas por el gobierno interino (la declaración de default y posterior devaluación) generó nuevos ingresos para el gasto social. Cuando el precio de la soja y otras commodities primarias comenzó a aumentar en 2003, el nuevo gobierno subió los impuestos a las exportaciones y canalizó grandes montos de ese excedente a las arcas estatales. El precio internacional de la soja se duplicó durante el primer año de gobierno de Kirchner; en 2007 cuando otra ola ascendente comenzaba, el gobierno incrementó aún más las retenciones desde un tímido 13,5 % (su piso había sido el 3.5% del menemismo) a un 35%. Fue durante este período que el gasto social per cápita se incrementó en un 50%. Como el empleo se había recuperado velozmente —los índices de desempleo cayeron a la mitad hacia 2006— los mayores desembolsos del gasto social se explican por la creación en 2009 de la Asignación Universal por Hijo, consistente en una transferencia monetaria focalizada en los niños. Hacia 2013, alcanzaba a 2 millones de familias pobres, casi un tercio de los hogares, y era una de los programas de transferencia de ingresos más importantes de la región (Salvia & Vera: 2013).
La recuperación rápida y la expansión de los programas sociales tuvieron consecuencias políticas cruciales: en primer lugar, se dio una transformación apenas parcial de los partidos y las instituciones estatales. Mientras que los partidos liberales antiperonistas sufrieron un revés definitivo, el PJ atravesó realineamientos profundos, con el creciente predominio de los neopopulistas. Después de asegurar la estabilización y consolidación del gobierno, la esposa de Kirchner, Cristina Fernández ganó dos elecciones presidenciales sucesivas; la segunda en 2011 con una mayoría abrumadora del voto popular.
No obstante, aunque las facciones tradicionales del peronismo se debilitaron en el curso de la rebelión de 2001-2002, la misma restauración del crecimiento y del orden institucional promovió la recuperación de los centros de poder de la «vieja guardia» peronista, que fueron capaces de abrir nuevos frentes electoral contra el kirchnerismo y sus nuevos sistemas de patronazgo. Hacia 2015 un sólido bloque de caudillos locales y funcionarios estatales podía contar con casi el 20% de los votos. La vieja oposición liberal, en contraste, perdió toda capacidad de competir por el poder: mientras unos pocos dirigentes de la Unión Cívica Radical permanecían al frente de maquinarias de poder provinciales, sus candidatos nacionales raramente arañarían el 10% de los votos (ya fuera en primarias o en generales). Al parecer, el partido se había dispersado detrás de candidaturas personalistas o en pactos con la nueva oposición emergente.
En segundo término, además de desmovilizar a los piqueteros, la provisión condicional y dirigida de fondos de ayuda social se convirtió en la vía para la incorporación en la coalición populista del kirchnerismo. Si este nuevo clientelismo beneficiaba al vasto sector informal, lo hacía a través de la cooptación de las organizaciones de desocupados, despojándolas de su independencia y militancia. Aunque una minoría del movimiento intentó mantener la iniciativa, el grueso se reconfiguró y se integró en las redes de patronazgo kirchnerista. Esto no solamente eliminó su autonomía para llevar adelante acciones disruptivas en favor de los intereses de sus miembros, sino que también suprimió sus capacidades de movilización. Los fondos inyectados en las organizaciones no fortalecían sus recursos como tales, sino que las convertían en parte de un sistema de intermediación para la «prestación de servicios». Así, en contraste con el proceso bolivariano, el kirchnerismo fracasó en la instalación de nuevas estructuras de participación popular e intermediación estatal. El resultado fue el declive de las capacidades de las organizaciones populares junto con una débil incorporación al neoperonismo institucionalizado.
Mientras que en Venezuela las élites opositoras sufrieron una serie de derrotas que las debilitaron, en Argentina las fuerzas promercado fueron capaces de reorganizarse enfrentando una débil resistencia por parte de los movimientos. Aunque la movilización de 2008 en contra de la suba en los impuestos a la exportación no fue un éxito completo, si reveló los contornos de una nueva fuerza de oposición. Institucionalmente, la oposición antipopulista se estructuraría en torno al ex presidente Mauricio Macri y su concepción social-liberal de administración del capital. Desde 2011 el kirchnerismo tuvo que enfrentar crecientes protestas en Buenos Aires y en las provincias, impulsadas por las reactivadas capas medias o por las reconstituidas burocracias peronistas. La unificación de estas tendencias opositoras representó un desafío formidable a un kirchnerismo débilmente estructurado.
De modo que estos hechos significaron un duro golpe a la coalición kirchnerista, pobremente preparada para bloquear el avance opositor cuando la economía comenzó a tambalearse en 2013-14. con la caída del precio internacional de la soja y la consiguiente reducción de ingresos estatales. La proporción de gasto social cayó más del 10% y se recortó el gasto per cápita por primera vez en las gestiones kirchneristas. Al mismo tiempo, como el Estado asignaba millones de dólares anuales al pago de la deuda, se profundizó un déficit que erosionó fuertemente el peso. Aunque el gobierno de Fernández incrementó las transferencias monetarias y el salario mínimo, la inflación creciente desplomaron el poder adquisitivo de los mismos. En un contexto de contracción del PBI en 2014 y en un espiral inflacionario que impactaba en los precios de los bienes de consumo, se produce el cómodo triunfo de Macri sobre el sucesor de Fernández. Resulta relevante el hecho de que aunque el candidato kirchnerista incrementó en medio millón los votos a la coalición; los antipopulistas lograron duplicar su caudal de votos a 12 millones.
Venezuela y Argentina ilustran la debilidad inherente a la izquierda de la Marea Rosa. Mientras que la ISI empoderaba a los trabajadores al ubicarlos en posiciones estratégicas para la realización de los intereses de las elites, el modelo de acumulación neoliberal heredado por los gobiernos de la Marea Rosa diluyó ese poder de la clase obrera. Si los programas de industrialización de la posguerra gestaron a los principales contendientes —ya que no a los sepultureros— del gobierno burgués, las reformas de mercado dieron a luz a masas rebeldes sin herramientas para erosionar los fundamentos del poder de las elites. Estos condicionamientos impidieron que los nuevos movimientos desarrollaran la capacidad de llevar a cabo las transformaciones económicas fundamentales para terminar con el modelo que los marginaba. Sin embargo, si se lo evalúa en relación con el poder de las elites, la debilidad de los subalternos no es completa. Es que el neoliberalismo erosionó la capacidad de los trabajadores, pero también fragmentó las capacidades de los empresarios.
El efecto combinado de la fragmentación de las elites post-ISI y el impacto que los gobiernos de izquierda tuvieron en la desorganización de las comunidades empresarias locales son constreñimientos actuales para la imposición de un programa ortodoxo riguroso y coherente en los países de la Marea Rosa. En los países en los que los liberales anti Marea Rosa volvieron al poder, no lograron desarmar las principales políticas de «reintegración» adoptadas por sus predecesores. En Argentina, Macri no se atrevió a avanzar sobre la negociación colectiva centralizada o sobre la AUH, el principal programa social kirchnerista. Además, el mero anuncio de un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional disparó nuevamente la movilización de las capacidades asociativas de los trabajadores y los pobres.
En Venezuela, el desmantelamiento de la protección social se está dando bajo el régimen chavista. Pero el hecho de que la derecha haya sido incapaz de recuperar el poder en tales condiciones sociales refleja la poca capacidad de la oposición para forjar un programa unificado que podría establecer condiciones mínimas para un gobierno posbolivariano.
La clave es que la dependencia de los pobres urbanos como su base de apoyo, dejó a los gobiernos de la Marea Rosa sin el tipo de poder necesario para llevar adelante programas de transformación radicales. Esta imposibilidad sustentó un círculo vicioso: incapaz de romper con el modelo neoliberal, lo mejor que los gobiernos de la Marea Rosa pudieron hacer en pos de los intereses de sus bases fue derivar las rentas de exportación a los ingresos populares. A su vez, esto cimentó una retroalimentación negativa entre las estrategias políticas basadas en los ingresos de las exportaciones de productos primarios y las nuevas formas de clientelismo con los pobres sumidos en la informalidad.
En vez de construir una estrategia encabezando una fuerza social con poder estructural capaz de conducir un programa emancipatorio e igualitario, la Marea Rosa se vio forzada a intercambiar patronazgo por apoyo movilizado. Esta suerte de pacto obstruyó su propia base de apoyo. Cuando la bonanza en los precios internacionales terminó, el pacto colapsó. Más que el sabotaje de las élites, fueron sus propias debilidades estructurales las que la erosionaron.
Conclusiones
¿Cómo debería reaccionar la izquierda frente al declive de la Marea Rosa? El argumento de que su fracaso se explica por una falta de recursos de poder inherente a su propia constitución, deja planteada la conclusión de que las derrotas de la izquierda son inevitables. Sin embargo, el pesimismo y la resignación no deberían ser actitudes propias de los movimientos populares. De hecho, la izquierda debería apreciar los logros del período de la Marea Rosa. Un balance de los mismos revela que aún en un contexto de límites a su potencial, los gobiernos de la Marea Rosa lograron instituir reformas sociales y políticas con genuina capacidad de persistencia, que proveyeron ayuda social y la influencia necesaria a los sectores populares. La resiliencia de estas medidas, con todos sus límites, proviene de las capacidades asociacionales desarrolladas por los subalternos durante la resistencia antineoliberal. Incluso cuando han sufrido recortes y reducciones, su consolidación por la vía clientelar les permite contrarrestar efectivamente los intentos de eliminar estos programas por parte de la nueva derecha. Los pobres informales pueden no estar dispuestos a movilizarse en defensa de los partidos o de los políticos de la Marea Rosa pero no se quedarán sentados si las elites intentan despojaros de los magros recursos de ayuda social que consiguieron a través de la lucha.
En síntesis, aún cuando a los gobiernos de la Marea Rosa les faltaron los recursos de poder estructurales para impulsar las propuestas de democratización económica que son parte de la agenda de la izquierda tradicional, sus sucesores neoliberales también enfrentaron enormes obstáculos para desandar las reformas neocorporativas. Una mirada a la relación de fuerzas en el terreno se resume en una suerte de empate político: aunque las reformas de la Marea Rosa no pueden ser profundizadas, tampoco pueden ser desmanteladas. Se puede argumentar que esta reincorporación débil es un elemento inamovible en la ecología política regional. Esta perspectiva debería disipar algunas preocupaciones en torno a la amenaza de una nueva derecha autoritaria regional. Aunque no era, ni por cerca, el proyecto emancipador que muchos celebraban, la Marea Rosa erosionó las bases de la ortodoxia de mercado cruel y totalitaria que dominaba la región antes de su ascenso.
Finalmente, la comparación entre la Marea Rosa y la Izquierda Latinoamericana clásica evidencia las tareas —difíciles e indispensables— que enfrenta la militancia de izquierda latinoamericana: Ninguna generación llegó a alguna parte sin construir recursos organizacionales independientes. El contraste entre los dos momentos muestra las desventajas de hacerlo sin bases estructurales, aunque también muestra la incontestable necesidad de construir fuerza organizativa para cualquier desafío radical al poder de las elites. Las trampas abundan, como lo reflejó Marea Socialista, la fallida campaña para construir un polo de poder sindical de izquierda independiente en Venezuela: sin presencia importante de los sectores clave de la economía, fue eclipsada y ahogada por el movimiento sindical oficialista y, más claramente, por el PSUV.
Las oportunidades también son numerosas: los activistas en el metro de Buenos Aires, en Argentina, explotaron las disputas por seguridad laboral para reforzar la organización de los trabajadores del sistema de subterráneos (Rojas: 2014). Las asociaciones vecinales de los barrios pobres de El Alto permanecen fuertes y luchan por sostener su autonomía. El MST, movimiento de trabajadores rurales sin tierra de Brasil, ha crecido hasta convertirse en el movimiento de masas más fuerte de la región, gracias en gran medida, a un proceso persistente y gradual de acumulación de recursos organizativos entre familias y comunidades de trabajadores en sectores periféricos de la economía. En Chile, los estudiantes – en una posición estructural marginal – reconstituyeron rápidamente capacidades asociativas para lanzar un movimiento que reposicionó la política radical en la agenda después de décadas de hegemonía neoliberal.
Estos ejemplos muestran, a su vez, que si la consolidación del poder asociacional de los movimientos es necesaria, también es claramente insuficiente. La comparación entre la Marea Rosa y la izquierda clásica subraya la necesidad de organización de una base inscripta en aquellas actividades que le proporcionen capacidad disruptiva en las bases económicas del poder de la clase dominante. La tarea de la izquierda, entonces, no supone abandonar a los movimientos que dinamizaron la Marea Rosa; antes bien supone desarrollar vínculos tendientes a coordinar sus movilizaciones con las luchas de aquellos sectores populares ubicados en posiciones de poder estructural. Una vez más: aunque el neoliberalismo erosionó el poder de vastos segmentos de la clase trabajadora, no todos los sectores de trabajadores vieron igualmente retaceado su poder por las reformas de mercado. El cambio en el modelo de crecimiento implicó que las elites dirigieron su búsqueda de ganancias hacia sectores y ramas más dispersos y aislados, que reclutan trabajadores menos calificados de la inmensa masa de población excedente. Los trabajadores «afortunados» ocupados en estos sectores enfrentan importantes presiones competitivas para mantener sus empleos y no se ven impulsados a la resistencia o la protesta, a diferencia de e aquellos expulsados a la informalidad.
De todas maneras, la producción neoliberal no es invulnerable, Las condiciones actuales presentan obstáculos importantes para organizar sus sectores estratégicos, pero una vez que la militancia de izquierda encuentre formas de construir organización en estos sectores, la izquierda recuperará capacidades duraderas y poderosas para incrementar la capacidad transformadora de las reformas que impulse. La izquierda ahora debe llevar adelante esos esfuerzos de manera incansable —y poco clamorosa— para organizar los núcleos en que las empresas basan sus ganancias, y de esta forma, destrabar el poder estructural de la clase trabajadora neoliberal. Una serie de batallas obreras, quizás menos resonantes que los ciclos de protesta que antecedieron a la Marea Rosa, nos ofrece alguna orientación: la efectiva organización de trabajadores informalizados, fracturados y atomizados de la infraestructura de los sectores exportadores nos señala la dirección correcta: es el caso de la meticulosa coordinación y sindicalización de los mineros subcontratados y los trabajadores portuarios en Chile, el ejemplo del neoliberalismo latinoamericano. La tarea de la izquierda es identificar instancias en las cuales esos éxitos puedan ser replicados.
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Notas
↑1 | Ver también las alabanzas entusiastas de Tariq Ali en Ali & Barsamian (2006). |
---|---|
↑2 | El desarrollo de los acontecimientos desde que el artículo fue publicado comprendió el Golpe de Estado contra el gobierno del MAS en Bolivia su posterior triunfo electoral y una sucesión de revueltas en Chile Perú y Ecuador; así como el desarrollo de procesos mencionados por el autor, como el triunfo electoral de Andrés Manuel López Obrador en México y la conformación del Frente Amplio en Chile (N. de la T.). |
↑3 | Ver, por ejemplo Barker (2008). |
↑4 | Para análisis sobre los «ciclos de lucha» de la izquierda ver Sader, E. (2011) cap. 1 y Webber, J. (2017). |
↑5 | Brasil no se considera un país de la marea rosa. Allí, como en Chile —el modelo de la ortodoxia del mercado— el PT y su líder, Lula, no fueron impulsados al poder por un ciclo de protesta, sino por la decadencia de los partidos tradicionales. Se pueden encontrar similitudes con el regreso al poder de los sandinistas y el éxito electoral del FMLN en El Salvador. |
↑6 | Las estadísticas de gasto social para Argentina solo consignan el gasto del Estado Nacional. |
↑7 | Citado por N Casey & W Neumann «I Give and You Give: Venezuela’s Leader Dangles Food for Votes» en New York Times, 18 de Mayo 2018. |
↑8 | Hofman (1999) consigna que este crecimiento entre 1950 y 1973 se explica por la incorporación de nuevo trabajo (aproximadamente un 40%) antes que por la calificación o la calidad de la fuerza de trabajo. |
↑9 | Este apartado se basa en la Base de Datos del Proyecto Maddison Desarrollo Histórico https://www.rug.nl/ggdc/historicaldevelopment/maddison/releases/maddison-project-database-2018. |
↑10 | Resulta relevante notar que la crisis fiscal, los incrementos salariales y la inflación no fueron los tópicos centrales para los gobiernos autoritarios. Se consideraban síntomas de un problema más profundo que debía ser erradicado. Las primeras declaraciones de los regímenes militares en todos los países aludían a la amenaza sobre el sistema de mercado y prometían eliminar la capacidad de la clase obrera para inficionar con su poder al conjunto de la economía. Las Juntas Militares se referían a esto cuando clamaban por la restauración de la civilización occidental. |
↑11 | La ola de huelgas fue impulsada por una huelga de trabajadores siderúrgicos en 1978, sorprendentemente combativa se continuo en cien huelgas más durante ese año, cuando más de 500 mil trabajadores enfrentaron la represión para manifestarse (Collier: 1999) La escalada huelguística y el Nuevo Sindicalismo evidenciaron la persistente capacidad de los trabajadores brasileros para galvanizar y liderar la creciente oposición popular a la Dictadura. |
↑12 | Suele plantearse que la juventud radicalizada aceleró el declive de la izquierda clásica. El impulso de posiciones alejadas de las masas por parte del movimiento obrero y popular, habría provocado la violencia autoritaria estatal. Este planteo es correcto solo en parte. Colocar la responsabilidad en la nueva izquierda Guevarista y su objetivo de convertir a la región en “uno, dos, tres Vietnams” por la intensa agitación de la época, pasa por alto la radicalización de demandas y tácticas en el campo de la izquierda clásica supuestamente “moderada”. Los jóvenes desafiantes, provenientes de las clases medias universitarias, no lograron comprender cabalmente este desarrollo crucial. El conservadurismo innegable de la estrategia de la izquierda tradicional y de muchos de sus dirigentes partidarios y sindicales, llevó a la generación del 68 a minusvalorar la radicalización de los militantes de base que, no obstante, se mantenían vinculados con los viejos partidos de izquierda conservadores. |