Reseña de 108 metros. The new working class hero, de Alberto Prunetti (Hoja de lata, 2021)
Cuando la clase obrera escribe, escribe sobre volver. El hijo pródigo retorna a su casa solo para enterarse de que todo, incluso él mismo, cambió. La experiencia del nuevo mundo más allá de los confines de su vida anterior produce una ruptura entre lo que era y lo que es. Casi siempre, este cambio toma la forma de una educación. Becas, institutos terciarios, universidades y una profesión en la gran ciudad: es el camino típico de la novela de aprendizaje proletaria. La vuelta a casa representa en sí misma un tipo de ruptura. Al volver al mundo cerrado del hogar obrero, el narrador experimenta un fuerte impacto emocional que infunde vigor y conduce la historia hacia esa grieta que separa mundos sociales distintos.
En Politics and Letters —gran serie de entrevistas con la New Left Review, publicada en 1979—, Raymond Williams destaca que el tema del desplazamiento y la movilidad hizo su entrada en la novela obrera de la mano de D. H. Lawrence. Antes de Lawrence, los escritores obreros habían intentado reconstruir el mundo de los trabajadores y sus familias. Sin embargo, la reconstrucción de la vida de esos sectores mediante el artificio de la prosa los obligaba a excluirse a sí mismos del relato. Cuando los hijos de la clase obrera deciden convertirse en escritores o artistas, dejan de encajar tan fácilmente en sus grupos de origen. La educación implica abandonar los antiguos saberes por otros nuevos. La clase obrera no tiene —y no suele alcanzar— los medios para contar su propia historia, ya sean una habitación propia y un ingreso anual que faciliten la escritura, o las conexiones en el mundo burgués de las editoriales, necesarias para que lo escrito llegue a manos de otros. Sin embargo, como dice Williams, ambas formas —la reconstrucción distante y la partida y el retorno— pierden de vista «la continuidad vital de la clase obrera, que no cesa cuando un individuo sale de ella». En síntesis, no se percibíala relación «entre dos mundos diferentes que deben ser reunidos».
Pero, ¿qué sucede cuando esas formas más o menos estables empiezan a desmoronarse? ¿Qué sucede con los relatos de la clase obrera cuando esos mundos cerrados colapsan?
En 108 metros…, novela obrera amarga y divertida, lírica y hasta escatológica, situada entre Bristol y Livorno, Alberto Prunetti experimenta esa vía alternativa. Este italiano no es un repatriado elegante: es un Virgilio, un Dante contemporáneo que nos guía por los recovecos del infierno capitalista. Su partida y su retorno no oscilan entre la estabilidad de la clase media y la vida de la vieja clase obrera, sino entre un trabajo manual y otro. El protagonista se aleja del trabajo masculino, sindicalizado y estable de la generación de su padre —oriundo de Livorno, crisol del movimiento obrero italiano— rumbo a un nuevo mundo de espantosos trabajos precarios, sumido en el abismo de las horas extra y los bajos ingresos, que preludia fines de semana marcados por largas noches de ebriedad y peleas callejeras. El working-class hero, nos dice nuestro Virgilio, no es más ese trabajador de cuello azul que hace huelga, sino el marginal que limpia la meada y la mierda que cubre los suelos de los baños del país, o sirve comida chatarra en la mesa de consumidores zombis.
El libro de Prunetti comienza con una finta. Definida adecuadamente por el autor como una «novela autobiográfica», se trata de una ficción que utiliza una serie de acontecimientos y circunstancias con las que se topó realmente mientras trabajaba en Inglaterra. Sin embargo, tanto sus editores como al menos una de las contratapas nos dicen que el libro es una autobiografía literal. Parecen sugerir entonces que el lector encontrará un relato seco y sociológico, o una de esas obras tediosas de estereotípico realismo socialista. Con todo, la verdad no podría estar más lejos. El libro de Prunetti es una representación malhablada, alucinante y hasta surrealista del mundo obrero contemporáneo.
El Inferno en un horno pizzero
Cuando comienza el libro, Prunetti trabaja en una pizzería no tan auténtica de Bristol —ciudad situada al suroeste de Inglaterra— junto a una variopinta banda de italianos, latinoamericanos y otros trabajadores migrantes. Arrojando pizzas en su «purgatorio» de infelicidad y quemaduras de segundo grado, no tarda en aprender cómo funciona el nuevo mundo. Los contratos no existen y tampoco existen las licencias ni las vacaciones. Apenas queda tiempo de descanso entre turnos realmente agotadores y toda esa explotación y miseria es realzada por los dueños del restaurante, que fingen que todos son una «gran familia feliz»: «Los italianos somos honestos», dicen, mientras estafan de la peor manera a sus trabajadores.
Este adverso escenario no es más que el comienzo de la rotación permanente que definirá el recorrido de nuestro héroe: pasará de un trabajo precario a otro. Una semana limpia baños fétidos en un shopping, la siguiente reparte frijoles gelatinosos y salchichas fritas ante estudiantes desagradecidos. La demoledora certeza de que los jefes lo tratan como basura es el único hilo que conecta su «carrera». La resistencia nunca adopta la forma que convirtió a su padre en un tenaz comunista, militante y sindicalista de las plantas siderúrgicas del norte de Italia. Una pregunta sobrevuela el libro: ¿Cómo llega uno a organizarse si no sabe dónde trabajará el día siguiente y si todos los empleos son igualmente precarios y degradantes? ¿Cómo conectar con los compañeros o con cualquier forma de resistencia colectiva cuando colapsa esa identidad «obrera» que antaño parecía tan estable?
La brecha que separa el mundo de Prunetti del de su padre se transforma en un abismo. Hubo un tiempo en que el destino de Prunetti pareció estar sellado. Como todos los hijos y las hijas del esfuerzo, una vez tuvo la certeza de que seguiría el camino de su padre en la planta siderúrgica. Pero antes de arrojarse a esa vida partida entre la fábrica y el fútbol, quedó atrapado por el encanto de los libros. Entonces fue a la universidad y por un momento pareció que escribía la primera línea del típico relato familiar: irse para volver. Pero su vida, como la de todo buen hijo de la revolución neoliberal, no coincidió con la vida que anticipaba. Las fábricas empezaron a cerrar y el motor de la movilidad social, que una vez había impulsado el ascenso triunfante de las clases trabajadoras a los estratos medios, empezó a flaquear. Nos aventuramos así en este mundo precario y distante de aquella clase obrera a la que perteneció el padre de Prunetti. Recién salido de la universidad, el joven italiano empieza a trabajar como mozo de cuadra. Pero, insatisfecho con sus bajos ingresos y después de un traumático encuentro con un altivo exprofesor, decide probar suerte en Inglaterra, donde si bien los trabajos no son mejores, la remuneración suele ser más alta… Y tal vez hasta aprenda una nueva lengua en el camino.
Sin embargo, en Inglaterra la vida no es color de rosa. Y detrás de los trabajos de mierda y las horas extra, acecha una entidad misteriosa que espera a Prunetti en las tinieblas. Esa fuerza extraña y malévola sigue sus pasos mientras se despliega un ciclo interminable de empleos temporarios. Es una presencia monstruosa que aguarda en cada esquina. Es una metáfora del capital como máquina infernal, que todo lo pulveriza en función de las ganancias. Marx veía en el capital a un vampiro que chupaba la sangre de los trabajadores y la ofrendaba en el altar de Mammón; Prunetti siente una presencia que todo lo devora: «el monstruo cefalópodo, Cthulhu, Das Kapital, la Entidad, el fantasma de la Dama de Hierro: el mismo espíritu espeluznante que esclavizó a generaciones enteras de seres humanos con el espejismo del oro y las riquezas». Es un capital-Cthulhu: no solo degrada al trabajador, sino que teje y maneja las fuerzas del tiempo y del espacio, y hace que todos se adapten al peso de su vasta red tentacular.
El libro de Prunetti está plagado de visiones de ese tipo. Pero, ¿realmente percibe a sus jefes thatcherianos hacer ofrendas en el altar de «Maggie la destructora»? ¿Avistó ese monstruo «ebrio de sangre proletaria» mientras los «servidores que portaban la marca de la Bestia» lanzaban a unos trabajadores espantados del techo de la zona de restaurantes del shopping? ¿Son sueños? ¿Mera consecuencia de la codeína vencida que le cede su compañero para combatir el insomnio? ¿Y si no?
Escupir sobre los viejos tiempos
Pero si el capital es tan monstruoso, la resistencia parece inútil. ¿Qué esperanza pueden tener Prunetti, el Gordo y los otros miembros del Comité Despreciable de Asistentes de Cocina contra fuerzas tan poderosas? En vez contratacar, aflojan y vagabundean. Asisten al trabajo medio borrachos y drogados, escupen en los hornos pizzeros y discuten entre ellos. «Hubo un tiempo», afirma Prunetti, resumiendo relatos obreros caídos en el olvido, «en que los mineros del Black Country solían decir que si te metías con uno de ellos, te metías con todos. Hoy en día nos contentamos con aceptar indemnizaciones magras y aplicar a los planes de desempleo». No hay ningún salvador, no queda ninguna fuerza capaz de luchar contra el poder monstruoso que nos oprime.
Pero los trabajadores son mucho más que esas máquinas apenas coherentes en las que los transforma su trabajo. Debajo de las apariencias titila un potencial humano irrealizado o irrealizable. Gerald, otro asistente de cocina, esconde «bajo sus gruesas cejas blancas y sus ojos llorosos y sanguinolentos […] el alma de un poeta». Recita sonetos de Shakespeare y alienta a Prunetti a que mejore su inglés. Y también está su padre. Cuando Prunetti se cansa de las miserias cotidianas del trabajo precario, harto de escapar de la «máquina infernal que chantajeaba y oprimía a los trabajadores bajo los cielos plomizos de Gran Bretaña» y definitivamente desempleado, decide poner fin a su aventura inglesa y volver a Livorno.
Pero el capital es una bestia internacional. En la ciudad italiana se repiten las escenas inglesas. Los hombres forman fila en los bares y no paran de beber. Nadie se saluda. Y la enorme planta siderúrgica que solía producir cientos de toneladas de acero por año —miles de brillantes planchas metálicas de 108 metros, más largas que una cancha de fútbol, utilizadas en los trenes de toda Europa y hechas con el sudor y la sangre de hombres como el padre de Prunetti— cerró definitivamente sus puertas. El trabajo cruzó la costa hacia lugares donde la mano de obra es más barata y, a cambio, «tus hijos pueden trabajar en restaurantes, en bares playeros o cuidando niños. O pueden irse al exterior…».
No queda casi nada. Cuando el presente es tan terrible, se hace difícil no sentir nostalgia por los viejos días. Pero Prunetti no se complace con ninguna sensiblería sobre las formas de vida de antaño. Pues, entre trabajos apenas soportables y la opresión machista, el pasado no era un paraíso. Y las mujeres la pasaban igual de mal: largas horas trabajando en el hogar a cambio de un moretón en el ojo.
Cuando Prunetti llega a su casa, encuentra a su padre tendido en la cama. Tantos años de trabajo en la fábrica pasaron factura y fueron sus pulmones los que pagaron. Las fibras microscópicas de asbesto se filtraron en sus vías respiratorias y desgarraron sus pulmones.
¿Qué tiene Prunetti para ofrecer? Entre lágrimas, escribe sobre su hogar. «Tenía que plasmar todo en el papel», escribe. «Sabía que sin haber viajado no sería capaz de comprender mi historia, ni la historia de mis semejantes». La historia de Prunetti es conmovedora. Todos nos vemos obligados a partir, pero solo algunos tienen las herramientas para contar la historia. Después de todo, si no fuera para escribir, ¿para qué serviría tener ese par de manos tan delicadas?