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Eleanor Marx con su padre, Karl Marx.

Algunos recuerdos del Moro, por Eleanor Marx

Traducción: Angelo Narváez León

La militante socialista Eleanor Marx nació un día como hoy en 1855. En este texto de 1895, anota algunos recuerdos de su padre, «un amigo ideal».

 

El siguiente artículo de la hija menor de Karl Marx, Eleanor Marx, es un adelanto del libro Eleanor Marx, que será publicado por Banda Propia Editoras en abril de 2022 como parte de la colección Perdita. El libro constará de una selección de textos claves y de material de archivo de Eleanor, con traducción y notas de Angelo Narváez León y prólogo a cargo de la escritora Alia Trabucco.


Reminiscencias[1]Publicado originalmente en Viena como Karl Marx. Lose Blätter, en el Österreicher Arbeiter-Kalendar für das Jahr 1895, págs. 51-54.

Mis amigos austriacos me pidieron que les enviara algunas impresiones de mi padre. No me podrían haber pedido algo más difícil. Sin embargo, los trabajadores y trabajadoras austriacas llevan una lucha tan espléndida por la causa que Karl Marx vivió y trabajó, que no les puedo decir que no. Intentaré enviarles algunas líneas dispersas, notas inconexas sobre mi padre.

Muchas historias extrañas se han contado sobre Karl Marx, desde sus «millones» (en libras esterlinas, por supuesto, ninguna otra moneda menor lo valdría), hasta haber sido financiado por Bismarck, a quien habría visitado constantemente en Berlín durante en el periodo de la Internacional (¡!).

Después de todo, para los que conocieron a Karl Marx ninguna leyenda es más divertida que la imagen común que lo muestra como un hombre apático, inflexible y distante, una suerte de Júpiter Tonante siempre arrojando rayos sin conocer una sonrisa, sentado lejos y solo en el Olimpo. Esta imagen del alma más alegre y feliz que alguna vez respiró, la de un hombre rebosante de encanto y humor, y cuya risa era contagiosa e irresistible porque le salía del corazón, del más amable, gentil y simpático de los acompañantes, es una sorpresa —y un regocijo— para quienes lo conocieron.

En su vida doméstica, como en la interacción con sus amigos e incluso con quienes eran simples conocidos, creo que se puede decir que la principal característica de Karl Marx era su buen humor desatado y su simpatía ilimitada. Su amabilidad y paciencia eran realmente sublimes. Alguien con un temperamento menos cariñoso habría sido llevado con frecuencia a la desesperación por las constantes interrupciones y las solicitudes continuas que todo tipo de personas le realizaba. Que un refugiado de la Comuna —uno muy aburrido, por cierto— haya tenido a Marx ocupado durante tres horas insufribles, cuando finalmente dijo que el tiempo apremiaba y que había mucho trabajo por hacer, le haya dicho «Mon, cher Marx, je vous excuse», es característico de la cortesía y amabilidad de Marx.

En cuando a este aburrido viejo, como a cualquier hombre o mujer que creyera honesta (y le entregó su precioso tiempo a no pocos que lamentablemente abusaron de su generosidad), Marx siempre se mostraba como el más amistoso y amable de los hombres. Su poder para leer a las personas, para hacerles sentir que estaba interesado en lo que les interesaba a ellos, era maravilloso. He podido escuchar hombres de las más diversas trayectorias y posiciones hablar de esta capacidad particular de comprenderlos a ellos y sus asuntos. Cuando consideraba que alguien era realmente honesto, su paciencia era ilimitada. Ninguna pregunta era demasiado trivial como para que no la respondiera, ningún argumento demasiado infantil para no discutirlo con seriedad. Su tiempo y su vasto conocimiento estaban siempre al servicio de cualquier hombre o mujer que pareciera ansiosa por aprender.

Pero era en su interacción con los niños donde quizás Marx era más encantador. Posiblemente los niños nunca tuvieron un compañero de juego más fascinante. Mis primeros recuerdos suyos son de cuando tenía más o menos tres años de edad y el Moro (con esto se conocerá el antiguo sobrenombre que tenía en nuestra casa) me llevaba sobre sus hombros por nuestro pequeño jardín en Grafton Terrance, mientras ponía flores de campanillas en mis rizos castaños. Es sabido que el Moro era un excelente caballo. Incluso antes —días que no puedo recordar, pero que me han contado— mis hermanas y mi pequeño hermano —cuya muerte justo antes de mi propio nacimiento fue una pena para mis padres durante toda su vida— ataban al Moro a las sillas para montarlo mientras él debía forzar para liberarse… personalmente —quizás porque no tenía hermanas de mi edad— prefería al Moro como caballo. Sentada sobre sus hombros sosteniéndome firme de su enorme melena, que entonces era negra aunque con algunos tintes grises, tuve paseos magníficos alrededor de nuestro jardín y por los campos —hoy urbanizados— que rodeaban nuestra casa en Grafton Terrace.

Una palabra sobre el nombre del Moro. En casa todos teníamos sobrenombres (los lectores de El capital sabrán la mano que tenía Marx para esto). Moro era el nombre común, casi el oficial con el que llamaban a Marx, no solo nosotros sino todos los amigos íntimos. Pero también era nuestro «Challey» (¡me imagino que era originalmente una corrupción de «Charley»!) y «Old Nick». Mi madre era siempre nuestra «Möhme». Nuestra querida vieja amiga, Helene Demuth, la amiga de toda la vida de mis padres, después de pasar por una serie de nombre se transformó en nuestra «Nym». Engels fue nuestro «General» después de 1870. Nuestra amiga muy cercana —Lina Scholer— era nuestra «Old Mole». Mi hermana Jenny era «Qui Qui, Emperador de China» y «Di». Mi hermana Laura (Madame Lafargue) era «Hottentot» y «Kakadou» . Yo era «Tussy» —un nombre con el que me quedé— y «Quo Quo, Sucesora del Emperador de China», por un largo tiempo también fui «Getwerg Alberich» (del Cantar de los Nibelungos).

Ahora, si el Moro era un excelente caballo, tenía una cualidad incluso mayor. Era un cuentista único y sin parangón. Le escuché decir a mis tías que de niño pequeño era un terrible tirano con sus hermanas, obligándolas a correr a toda velocidad por Markusberg en Tréveris como sus caballos y, peor aún, que las obligaba a comer los pasteles que hacía con la harina y sus manos sucias. Decían que soportaban los «paseos» y comían los pasteles por las historias que Karl les contaría como recompensa por sus virtudes. Muchos, muchísimos años después, Marx le contaría historias a sus hijas también. A mis hermanas —yo era entonces demasiado pequeña— les contaba historias mientras caminaban, y las historias se medían en millas no en capítulos. «Cuéntanos una milla más», le gritaban las dos niñas. Por mi parte, de las muchas historias maravillosas que el Moro me contó, la más maravillosa, la más encantadora era la de «Hans Röckle». Se extendía durante meses y meses; era toda una serie de historias. ¡Es una lástima que no hubiera nadie para escribir esas historias llenas de poesía, ingenio y gracia! Hans Röckle era un mago que parecía salido de una novela de Hoffmann, que tenía una juguetería y estaba siempre «corto» de dinero. Su tienda estaba llena de las cosas más maravillosas —hombres y mujeres de madera, gigantes y enanos, reyes y reinas, trabajadores y artesanos, animales y aves tan numerosas como las que Noé llevó en el Arca, mesas y sillas, carruajes, cajas de todo tipo y tamaño—. Y aunque era un mago, Hans nunca lograba saldar sus cuentas ni con dios ni con el diablo —siempre a contracorriente—, de modo que se veía constantemente obligado a venderle sus juguetes al diablo. Estos atravesaban aventuras maravillosas, retornando siempre a la tienda de Hans Röckle al final. Algunas de estas historias eran tan tremendas y terribles como cualquiera escrita por Hoffmann; otras eran graciosas; todas eran contadas con inagotable brío, ingenio y gracia.

El Moro también les leía a sus hijas. A mí, y a mis hermanas antes que a mí, nos leyó todo Homero, todo el Cantar de los Nibelungos, Gudrun, Don Quijote, Las mil y una noches, etc. Shakespeare era la Biblia de nuestra casa, nunca lejos de nuestras manos o labios. Para cuando tenía seis años, ya me sabía de memoria muchas escenas de Shakespeare.

Para mi cumpleaños número seis, el Moro me regaló mi primera novela —la inmortal Peter Simple—. A esto le siguió toda una serie de Marryat y Cooper. De hecho, mi padre leyó cada una de estas historias mientras yo las leía, y las discutía con seriedad con su pequeña niña. Y cuando la pequeña niña, entusiasmada por los cuentos marinos de Marryat, dijo que quería ser una Post-captain (lo que quiera que eso signifique) y le preguntó a su padre si sería posible que ella «se vistiera como niño» y «se largara para unirse a los soldados», él le aseguró se podría arreglar sin ningún problema, pero que no le dijera a nadie hasta que tuviera los planes completamente madurados. Sin embargo, antes que de estos planos maduraran, la manía por Scott ya había comenzado y la pequeña niña supo para su propio horror que pertenecía en parte al detestable clan de los Campbell. Luego vinieron las conspiraciones para alzarse en las tierras altas y revivir a los «cuarenta y cinco». Debo añadir que Scott es un autor al que Marx volvía una y otra vez, al que admiraba y conocía tan bien como a Balzac y Fielding. Y mientras hablaba sobre estos y muchos otros libros, le mostraba —aunque ella no fuera del todo consiente entonces— a su pequeña niña dónde encontrar lo mejor de cada obra y le enseñaba —aunque ella nunca pensó que la estaban educando, sino lo habría objetado— a ensayar y pensar, a intentar comprender por sí misma.

Y del mismo modo este «amargo» y «amargado» hombre hablaba de política y religión con su pequeña hija. Qué bien recuerdo cuando tenía quizás cinco o seis años, sentía algunas dudas religiosas y (habíamos estado en una iglesia católica romana para escuchar música bellísima) se lo confesé al Moro, por supuesto; me aclaró todo con tanta calma que desde ese momento hasta hoy no he vuelto a tener ninguna duda al respecto. Lo recuerdo contándome la historia —no creo que se haya contado de esa manera antes o después— del carpintero al que mataban los hombres adinerados, y diciéndome muchas veces que, «después de todo podemos perdonar al cristianismo, porque nos enseñó a venerar a los niños».

El mismo Marx podría haber dicho dejad que los niños vengas a mí, porque donde sea que fuera aparecían niños de una u otra manera. Si se sentaba en Heath en Hampsted —un gran espacio abierto en el norte de Londres, cerca de nuestra antigua casa—, si descansaba en el banco de alguno de los parques, pronto aparecía un oleaje de niños que rodeaba de la manera más amigable y sincera al enorme hombre de pelo largo y barba con sus bondadosos ojos marrones. Así se le acercaban niños perfectamente extraños, lo detenían en las calles… Recuerdo una vez que un pequeño escolar de unos diez años detuvo con escasa ceremonia al temido «jefe la Internacional» en Maitland Park, y le dijo que «mostrara su cuchillo». Después de una pequeña y necesaria explicación, «mostrar» significaba para él «intercambiar», entonces sacaron y compararon los cuchillos. El del niño solo tenía una hoja, y la del viejo dos, aunque evidentemente desafiladas. Después de mucha discusión llegaron a un acuerdo e intercambiaron los cuchillos, el terrible «jefe de la Internacional» añadió un penique en consideración por la mella de sus hojas.

Cómo recuerdo también la infinita paciencia y dulzura con la que —en ese momento la Guerra americana y los Cuadernos azules remplazaron a Marryat y Scott— respondía cada pregunta y nunca se quejaba de una interrupción. No debe haber sido pequeña la molestia al tener una niña pequeña parloteando mientras trabajaba en su grandioso libro. Sin embargo, nunca le permitió a la niña pensar que estorbaba. Por esos años, lo recuerdo bien, me sentí por completo convencida de que Abraham Lincoln necesitaba desesperadamente mi consejo sobre la guerra; así que le escribí largas cartas que, por supuesto, el Moro tenía que leer y entregar al correo. Muchos, muchos años después me mostró esas cartas infantiles que había guardado porque le encantaban.

Durante los años de niñez, el Moro era un amigo ideal. En casa todos éramos buenos camaradas, y él era siempre el más amable y alegre, incluso también al final durante los años de sufrimiento cuando tenía dolores constantes por los forúnculos.

He anotado algunos pocos recuerdos inconexos, pero incluso estos estarían bastante incompletos si no añadiera una palabra sobre mi madre. No es exagerado decir que Karl Marx nunca podría haber sido lo que fue sin Jenny von Westphalen. Nunca la vida de dos personas —ambas notables— estuvieron tan compenetradas, o fueron tan complementarias la una de la otra. De una belleza extraordinaria —una belleza de la que disfrutó y se enorgulleció hasta el final, y que había arrancado la admiración de hombres como Heine, Herwegh y Lassalle—, y de un intelecto e ingenio tan brillante como su belleza, Jenny von Westphalen era una mujer entre un millón. Como niño y niña pequeña, Karl y Jenny jugaban juntos; como joven y dama —él de diecisiete, ella de veintiuno— se comprometieron, y como Jacob a Raquel, él se guardó para ella durante siete años antes de casarse. Después, durante todos los años de tormenta y tensión, de exilio, de amarga pobreza, calumnias, firme batalla y extenuante lucha, estos dos junto a sus fiel y confiables amiga, Helene Demuth, enfrentaron al mundo sin estremecerse ni encogerse, siempre de cara al peligro y el deber. No hay ninguna duda de que él podría hablar de ella a través de Browning: «es ya mi novia inmortal, el azar no puede cambiar mi amor, ni el tiempo afectarlo».[2]Any Wife to Any Husband (1855, Cualquier esposa para cualquier marido), estrofa 11, de Robert Browning.

Y a veces pienso que un vínculo entre ellos, casi tan fuerte como su devoción a la causa de los trabajadores, era su inmenso sentido del humor. Seguramente dos personas nunca disfrutaron más una broma que estos dos. Muchas veces los vi —especialmente si la ocasión exigía decoro y seriedad— reírse hasta que las lágrimas les corrieran por las mejillas, pero incluso los que se sorprendían por esa horrible frivolidad no podían más que elegir reírse con ellos. Y cuántas veces noté que no se atrevían a mirarse, sabiendo que una vez que lo hicieran se reirían sin control. Ver a estos dos con los ojos fijos en nada más que en el otro, como si fueren escolares, sofocados por una risa reprimida que al final a pesar de todos los esfuerzos brotaría, es un recuerdo que no cambiaría por todos los millones que a veces se me atribuyen haber heredado. Sí, a pesar de todo el sufrimiento, los dolores y las decepciones eran una pareja feliz, y el amargado Júpiter Tronante no es más que una ficción de la burguesía. Y si durante los años de lucha hubo muchas desilusiones, si se enfrentaban a una inmensa ingratitud, tenían lo que pocos tienen, una amistad real. Ahí donde se conoce el nombre de Marx, también se conoce el de Frederick Engels. Y los que conocieron a Marx en su casa, también recuerdan el nombre de la mujer más noble que alguna vez vivió, el honorable nombre de Helene Demuth.

A los que estudian la naturaleza humana no les parecerá extraño que este hombre, que era un luchador, haya sido al mismo tiempo el más amable y gentil de todos. Entenderán que podía odiar con tanta intensidad solo porque podía amar con la misma profundidad; que si su pluma incisiva podía aprisionar un alma en el infierno con tanta seguridad como el mismo Dante, es porque era tierno y sincero; si su humor sarcástico podía morder como ácido corrosivo, ese mismo humor podía ser un bálsamo para los que estaban afligidos y en problemas.

Mi madre murió en diciembre de 1881. Él, que nunca había estado separado de ella en la vida, la acompañó en la muerte quince meses después. Luego de la intermitente fiebre de la vida, ahora duermen bien. Si ella era una mujer ideal, él, bueno, él «era un hombre, ni más ni menos, como no volveremos a ver».[3]The Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark (1611, La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca), acto 1, escena 2, de William Shakespeare.

Notas

Notas
1 Publicado originalmente en Viena como Karl Marx. Lose Blätter, en el Österreicher Arbeiter-Kalendar für das Jahr 1895, págs. 51-54.
2 Any Wife to Any Husband (1855, Cualquier esposa para cualquier marido), estrofa 11, de Robert Browning.
3 The Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark (1611, La tragedia de Hamlet, príncipe de Dinamarca), acto 1, escena 2, de William Shakespeare.
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