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Xiomara Castro, esposa del ex presidente Manuel Zelaya, derrocado por un golpe de Estado de la derecha, ganó las recientes elecciones presidenciales de Honduras. (Inti Ocon / Getty Images).

La izquierda hondureña vuelve al poder

Xiomara Castro ganó la presidencia de Honduras prometiendo gravar la riqueza, ampliar el Estado y acabar con el «fracasado modelo neoliberal» del país. Su victoria fue también una derrota para Estados Unidos, que apoyó el golpe de Estado que derrocó a su marido Manuel Zelaya 12 años atrás.

Irak sigue en llamas, Henry Kissinger probablemente vivirá hasta los 100 años y las naciones del mundo están marcadas con el daño irreversible de innumerables golpes militares impulsados por el capital. Sin embargo, como debería recordarnos la victoria de Xiomara Castro en Honduras, no es una regla rígida que los muchos males del mundo estén destinados a ser incorregibles.

La semana pasada, la socialista Castro ganó la presidencia hondureña de forma aplastante, poniendo fin a doce años de gobierno de la derecha en el país y convirtiéndose en su primera mujer presidenta. El hecho de que Castro haya ganado con una plataforma para gravar la riqueza, crear una nueva ayuda social para los pobres y los ancianos y revisar el « fracasado modelo neoliberal» del país es suficientemente significativo. Pero la victoria de Castro es también una reversión simbólica del golpe de Estado de la derecha, apoyado por Estados Unidos, que echó del poder a su marido, Manuel Zelaya, hace doce años.

Cómo ganar enemigos y alienar a las empresas

Zelaya, un terrateniente acomodado de una familia de élite que ganó con la candidatura centrista del Partido Liberal, no había sido un radical. Se cree que apoyó a los escuadrones de la muerte antizquierdistas en la década de 1980, pero una vez en el poder apoyó la entrada de Honduras en el neoliberal Tratado de Libre Comercio de América Central (CAFTA) a pesar de la vehemente oposición de las bases en el país, y continuó la tradicional cooperación militar del país con Washington, ganándose los elogios de los líderes militares estadounidenses.

Aunque en el transcurso de su mandato se movió hacia la izquierda —aumentando el salario a los docentes, proporcionando almuerzos gratuitos en las escuelas públicas, completando las pensiones y suprimiendo las tasas escolares—, incluso sus medidas populistas tenían un techo firme. Si bien aumentó el salario mínimo en un 60%, ello no llegó a elevarlo por sobre el nivel de pobreza; además, no se aplicó a los trabajadores de la industria maquiladora de exportación, un modelo de negocio neoliberal creado para atraer la inversión extranjera. No es que importara: ser obligados a perder un centavo de ganancia en favor del salario de los trabajadores, groseramente mal pagados, era un todo escándalo para la élite empresarial hondureña. Cuando Zelaya combinó estas medidas con un uso cada vez mayor de la retórica de izquierdas, perdió el apoyo de su propio partido y la derecha hondureña conspiró contra él.

Pero el pecado capital de Zelaya no estuvo en Honduras sino en Washington, y fue forjar relaciones más estrechas con el presidente venezolano Hugo Chávez, que visitó Honduras por primera vez en 2008. Bajo el mandato de Zelaya, Honduras entró en Petrocaribe, el programa venezolano de venta de petróleo subvencionado a gobiernos amigos, y se unió al bloque comercial Alternativa Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), un embrión de contrapeso izquierdista al libre comercio neoliberal liderado por Estados Unidos en el hemisferio. Zelaya calificó esto último como «un acto de libertad» añadiendo, provocativamente, que estaba «dando un paso para convertirse en un gobierno de centroizquierda, y si a alguien no le gusta esto, pues que quite la palabra “centro” y se quede con la segunda».

Aquello fue ir demasiado lejos. Aunque Zelaya había presentado su pivote hacia Chávez como un movimiento pragmático nacido de la frustración con las «ofertas moderadas» de apoyo de los países ricos, su acercamiento al chavismo significó todo un golpe a la «relación de décadas de dominio de los Estados Unidos». La medida inflamó los temores conservadores en el país y la ira entre la derecha estadounidense. «Si el presidente Zelaya quiere ser un aliado de nuestros enemigos, que piense en las consecuencias de sus acciones y palabras», dijo a la prensa en 2008 Otto Reich, exdiplomático en la región bajo el mandato de George W. Bush.

El pretexto para la destitución de Zelaya fue su decisión, a principios de 2009, de celebrar un referéndum no vinculante para reescribir la Constitución del país, de veintiséis años de antigüedad, aparentemente para reflejar los «cambios sustanciales y significativos» que habían tenido lugar en Honduras. La insistencia de Zelaya en celebrar la votación, una toma del poder a ojos de sus críticos, le enfrentó a los tribunales, al poder legislativo (incluido su propio partido) y a los líderes militares, que se negaron a desafiar a los tribunales prestando sus recursos para llevarla a cabo. 

El asunto pronto se convirtió en una crisis que llevó a Zelaya a destituir a dos altos cargos militares, a que otros treinta y seis dimitieran en señal de protesta y a que la clase dirigente hondureña pidiera que se boicoteara la votación, todo lo cual culminó en la mañana de junio en la que los soldados ocuparon la capital y los líderes militares escoltaron a Zelaya a punta de pistola hasta un avión que lo sacó del país.

Mantener el golpe

No hay duda de que las maniobras de Zelaya alimentaron la crisis que terminó con su propia destitución. Pero hay que tener en cuenta algunos factores más. En primer lugar, está el hecho de que esta derogación de una constitución democrática se produjo en respuesta no solo a un referéndum cuya victoria estaba lejos de estar asegurada, sino a uno de carácter no vinculante.

En segundo lugar, admitamos que lo peor que se le acusa a Zelaya de tramar —cambiar la constitución para permitirse un segundo mandato— es sumamente razonable. Aunque no es raro en América Latina, un solo mandato para un líder nacional es comparativamente restrictivo en el contexto mundial, y la élite hondureña cambió de opinión al respecto en pocos años. Los cargos tampoco tenían sentido: con unas elecciones presidenciales fijadas solo cinco meses después de la celebración del referéndum, había pocas posibilidades de que la constitución pudiera ser modificada a tiempo para mantener a Zelaya en el poder (que de todos modos tendría que ganar unas segundas elecciones para asegurarlo).

La Constitución de Honduras tampoco es un documento sagrado e intocable. Ha sido reescrita a lo largo de todo el siglo XX, y la versión bajo la que operaba Zelaya había sido redactada por la dictadura militar del país en 1982, pensando expresamente en preservar el poder de las Fuerzas Armadas: establecía un ejecutivo débil y una jerarquía militar inusualmente independiente, y dividía el país en regiones militares comandadas por oficiales militares.

El escandaloso acto provocó la indignación de todo el hemisferio. Incluso los funcionarios estadounidenses reconocieron la naturaleza flagrantemente despótica del golpe. «Por un lado, estamos hablando de realizar una encuesta, una encuesta no vinculante; por otro lado, estamos hablando de la destitución por la fuerza de un presidente de un país», dijo un funcionario anónimo al New York Times.

Sin embargo, los lazos militares son más estrechos que cualquier compromiso democrático en Washington, y los responsables políticos estadounidenses nunca podrán ser demasiado hostiles hacia los golpistas que sus propios militares han entrenado («Sería difícil para nosotros, con nuestro entrenamiento, tener una relación con un gobierno de izquierdas», dijo un abogado del ejército).

En el mismo informe del Times, miembros anónimos de la recién elegida administración de Barack Obama admitieron que, antes de la destitución de Zelaya, habían discutido con los militares los métodos legales para «destituir al presidente, cómo podría ser arrestado, con qué autoridad podrían hacerlo». En su salida del país, el avión militar que llevaba a Zelaya a su exilio se detuvo en una base aérea hondureña que las tropas estadounidenses utilizaban como cuartel general, supuestamente para repostar; los militares negaron que el personal estadounidense supiera del vuelo, a pesar de compartir oficialmente las tareas de control del tráfico aéreo en el lugar.

En los días, semanas y meses siguientes, la administración se ciñó a una línea cuidadosa, emitiendo severas palabras de desaprobación general al tiempo que se cuidaba asiduamente de no socavar el derrocamiento. Evitaron calificarlo de golpe militar (lo que habría desencadenado automáticamente una retirada de la ayuda por mandato legal), se negaron a condenar lo que estaba ocurriendo en el país —incluida la represión de los partidarios de Zelaya que incluía detenciones masivas, torturas y asesinatos— y Obama evitó reunirse con Zelaya mientras éste presionaba furiosamente en Washington, todo ello mientras la administración daba largas a la hora de castigar plenamente a los golpistas.

A medida que Washington agotaba el tiempo, los vecinos de Honduras perdían la paciencia. La Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), que incluía a los aliados de Estados Unidos, declaró unánimemente que no reconocería a un gobierno elegido bajo el gobierno golpista, mientras que el presidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se unió al presidente mexicano Felipe Calderón, aliado conservador de Bush, para decir lo mismo. Estados Unidos, por su parte, se esforzó en bloquear a la Organización de Estados Americanos (OEA) para que no siguiera el ejemplo de Lula y Calderón.

Hillary Clinton se jactaría más tarde en su autobiografía de haber tratado de bloquear el regreso de Zelaya a la presidencia entre bastidores, elaborando estrategias con aliados regionales para «asegurar que se pudieran celebrar elecciones libres y justas de forma rápida y legítima, lo que haría que la cuestión de Zelaya fuera discutible». Justificó el represivo toque de queda del gobierno golpista y denunció sus intentos de reingresar al país, y su Departamento de Estado presionó a los funcionarios de la OEA para que lo dejaran de lado y trabajaran con los golpistas.

Clinton no era estúpida. El embajador de Estados Unidos en el país le había advertido con antelación de que el golpe se produciría y le dijo sin ambages que era «un golpe ilegal e inconstitucional», y la amiga y subordinada de Clinton, Anne-Marie Slaughter, la instó a declararlo como tal. Pero el gobierno golpista no tardó en contratar a exclintonistas como grupos de presión para legitimar su derrocamiento democrático, utilizados por Clinton para abrir comunicaciones con el presidente interino, al que la administración acabó asesorando e incluso editando los discursos.

A pesar de afirmar a bombo y platillo que había castigado al gobierno, en realidad Washington mantuvo el flujo de dinero hacia Honduras, incluso desde la agencia de desarrollo que la propia Clinton presidía. Mientras tanto, la estrecha relación entre los ejércitos de ambos países resultó ser una ayuda para los golpistas. Ahora sabemos que un oficial militar en activo se reunió con ellos la noche antes de que actuaran, mientras que un oficial retirado ayudó al gobierno golpista a presionar a Washington después del hecho.

Al final, Washington negoció un acuerdo que requería la aprobación del Congreso para el regreso de Zelaya al poder. Cuando el Congreso —por supuesto— lo rechazó, el gobierno de Obama se apresuró a decir que reconocería los resultados de las próximas elecciones de todos modos, aislándolo de prácticamente todo el planeta. En unas elecciones enturbiadas por la represión gubernamental y un boicot de votantes que hizo caer la participación y que ni siquiera la mitad de los votantes consideraron legítima, Pepe Lobo, un empresario y ganadero de derechas, venció al vicepresidente de Zelaya por dieciséis puntos. «Estados Unidos fue el único país que mantuvo un embajador en Honduras y fue extremadamente útil para encontrar finalmente una salida a la crisis», dijo más tarde.

El horror y el retroceso

Independientemente de lo que se piense de Zelaya y de su programa de reformas, su derrocamiento desencadenó una pesadilla de más de una década para el país.

El gobierno de Lobo, repleto de militares que habían presidido el golpe, actuó inmediatamente para hacer retroceder los logros de Zelaya. Sacó a Honduras del ALBA, eliminó un aumento salarial que debía entrar en vigor a principios de año, debilitó las leyes laborales, archivó los planes de reforma agraria y anunció planes de privatización para los sectores de educación y salud. Declarando su gobierno en bancarrota desde el principio, Lobo pidió un préstamo al Fondo Monetario Internacional (FMI) e impuso las políticas neoliberales exigidas a cambio.

Los indicadores sociales y económicos hondureños han caído en picado en los años posteriores al golpe. El crecimiento económico, el desempleo y la pobreza han empeorado, mientras que la desigualdad ha aumentado considerablemente y la violencia contra los activistas LGBT se ha disparado. El crimen organizado ha disfrutado de un periodo de auge, al igual que el narcotráfico, y tanto Lobo como su sucesor, el presidente derechista del Congreso Juan Orlando Hernández, se enfrentan a graves acusaciones de haber trabajado personalmente para llevar cocaína a las calles de Estados Unidos.

La resistencia de los hondureños a esta agenda neoliberal se enfrentó a la más violenta represión por parte del gobierno golpista. Los maestros en huelga, y los padres y estudiantes que les prestaron su solidaridad, fueron recibidos con gases lacrimógenos, palizas e incluso asesinatos. Solo en los primeros seis meses del nuevo gobierno fueron asesinados ocho periodistas y diez activistas de la oposición.

Los escuadrones de la muerte volvieron al país, matando ecologistas, activistas de las tierras indígenas y a cualquier otro «terrorista» que se interpusiera en el camino de los rapaces intereses empresariales desatados por el gobierno. Con más de 120 asesinados entre 2010 y 2017, el país se ha situado sistemáticamente a la cabeza de la lista de países más peligrosos para ser activista medioambiental. Entre las víctimas se encuentra Berta Cáceres, la afamada activista asesinada en su casa en 2016 después de que su nombre acabara en una lista negra de militares y que antes de su muerte culpó a Clinton de permitir una «contrainsurgencia» en nombre del «capital internacional».

Esta violencia de Estado fue facilitada directamente por Washington de una manera adicional: cientos de millones de dólares de ayuda estadounidense que se han canalizado a los militares y la policía bajo los gobiernos posteriores al golpe (algunos de ellos en un plan expresamente diseñado y vendido por Joe Biden cuando era vicepresidente) y que Biden ha utilizado como modelo durante su propia administración. Dado que son estas mismas «fuerzas de seguridad» las responsables de la violencia y el terror de los hondureños de a pie, la medida ha sido totalmente contraproducente… en tanto y en cuanto tomemos sus objetivos declarados al pie de la letra.

Una vez en el poder, la derecha hondureña parecía decidida a convertirse exactamente en lo que una vez acusó a Zelaya de ser. Después de ganar las elecciones presidenciales de 2013, Hernández y los mismos políticos que gritaron despotismo por el intento de Zelaya de enmendar el límite de un solo mandato de la constitución hicieron precisamente eso, con el consentimiento de una corte suprema que de repente dio un giro de 180 grados sobre el tema. Luego, en 2017, Hernández ganó un segundo mandato en unas elecciones plagadas de irregularidades, hasta el punto de que incluso la derechista OEA, afín a Washington, pidió repetirlas. Esta vez, el Departamento de Estado de EE. UU. no perdió tiempo en felicitar calurosamente a Hernández por su victoria.

Nada de esto había molestado a Washington. Incluso cuando organismos como las Naciones Unidas, la Unión Europea y otras naciones latinoamericanas calificaron de ilegítimas las elecciones de 2009, Clinton las calificó de «libres y justas» y declaró en enero siguiente que la crisis «se había gestionado con éxito» y «se había hecho sin violencia». Se reanudó la ayuda total de Estados Unidos, y la administración Obama trabajó para que Honduras volviera a formar parte de la OEA. Mientras la violencia en el país seguía disparándose, la ayuda de Washington no dejó de llegar. De hecho, el ejército estadounidense amplió su presencia en el país, con tres nuevas bases militares.

Pero en una lección que vale la pena reflexionar para cualquier aspirante a tecnócrata liberal de la Casa Blanca, no fue solo Honduras la que sintió las reverberaciones del golpe de 2009. La perturbación, la represión y la violencia que fomentó en Honduras ha sido y sigue siendo un importante factor de empuje en las olas de migración hacia el Norte que más adelante han alimentado una serie de crisis internas en Estados Unidos: primero bajo Obama y ahora bajo Biden, cuya incapacidad para detener el flujo de personas desesperadas que llegan a la frontera —y cuya respuesta inhumana, al estilo de Donald Trump, a su llegada— se ha convertido en el mayor lastre político de su presidencia.

Pero la mayor perdedora estadounidense del golpe fue, irónicamente, la propia Hillary Clinton. A pesar de haber eliminado el pasaje incriminatorio sobre Zelaya de las reediciones posteriores de su libro, el asunto se convirtió en uno de los muchos temas de campaña en las primarias demócratas de 2016 que contribuyeron a mermar el entusiasmo por la candidata el día de las elecciones. Mientras tanto, el desplazamiento humano desencadenado por el golpe de Estado que ella ayudó también había alimentado el crecimiento del sentimiento virulento y antinmigrante, contribuyendo directamente al ascenso de su oponente, Trump, que le arrebató sus esperanzas presidenciales.

Hacer lo correcto siete años antes podría haberla beneficiado políticamente. En lugar de eso, Clinton, que hizo más que la mayoría de la gente para asegurarse de que el golpe y el gobierno derechista que le siguió fueran legitimados, se quedó quejándose de lo injusto que fue que ella perdiera sus propias elecciones.

Vientos de cambio

La victoria de Castro solo supone un pequeño avance, aunque poderosamente simbólico, para corregir las injusticias del golpe de Estado de 2009. La derrota del bloque represivo y antidemocrático de la derecha que ha gobernado el país desde la destitución de Zelaya es solo el primer paso, y no es una hazaña fácil. Pero ahora viene la hazaña aún más difícil de gobernar, donde Castro tendrá que trabajar con un congreso probablemente dividido y una burocracia estatal conformada por su oposición y alineada con ella, todo lo cual limitará su margen de maniobra.

Sin embargo, su victoria es otra señal del cambio dramático que se está produciendo en América Latina, que ya ha visto a los izquierdistas ganar la presidencia en Perú, y donde los próximos comicios en Chile —que está reescribiendo su propia constitución— y, más adelante, en Brasil y Colombia, podrían hacer lo mismo. Para los habitantes de la región que quieren proteger sus tierras y aguas de un voraz sector empresarial, acabar con la práctica generalizada de los asesinatos impunes y controlar y beneficiarse de sus propios recursos, se trata de una visión alentadora.

Después de que su marido fuera depuesto a punta de pistola, Castro había perdido dos veces, una como candidata presidencial en 2013 y otra como vicepresidenta en 2017. Su victoria nos recuerda que, incluso en el árido paisaje de la política latinoamericana, los reveses y las derrotas no son permanentes, aunque sean desgarradores. La historia siempre da revancha.

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