Las formas osadas por las que opta el primer documental de Todd Haynes (El precio de la verdad, Carol) para retratar la meteórica elevación y la no menos espectacular caída de The Velvet Underground, mítica banda neoyorquina de los años sesenta, despertó mucha admiración. La pantalla dividida, por ejemplo, bellísima, que crea efectos dípticos, o veces llega más lejos: trípticos, cuadrípticos, incluso un mosaico entero con decenas de imágenes.
Haynes dedicó el documental, transmitido en Apple TV+, a Jonas Mekas, cineasta de vanguardia, pues, en sus propias palabras, quería «sentir que las imágenes y la música dirigían la experiencia del espectador, y que la historia narrada […] actuaba solo detrás de ellas».
En The Velvet Underground hay momentos donde esta técnica funciona a la perfección, como por ejemplo, cuando Mekas dice «Nueva York se convirtió en un lugar donde los artistas escapan», mientras una serie de imágenes en blanco y negro, que representan las infancias solitarias de Lou Reed y de John Cale —en Long Island y Gales, respectivamente— de repente se tiñen de colores brillantes y aceleran el tempo. Inteligente táctica para hacer que el film empiece a correr: refleja aspectos de la música que estos amigos terminaron haciendo juntos, con los sonidos oscuros y un poco perturbadores de Reed y el «zumbido» regular de las letras de Cale, ese paisaje sonoro industrial, al que denominaba «el sonido de la civilización occidental».
Hasta aquí, todo bien. Es un ángulo interesante. Pero no deja de ser significativo que una estrategia ciertamente conveniente, pero en absoluto revolucionaria, despierte el asombro y convoque a la alabanza de críticos como A. O. Scott: «Es […] una obra de arte afilada y potente por derecho propio, que convierte la arqueología en profecía».
No surgieron menos «advertencias», que instan a los curiosos que apenas conocen la banda a ni siquiera probar el desafío que propone el filme:
No hay voces que restituyan el contexto. Hay poco archivo de los shows de la banda […] The Velvet Underground es una señal transmitida desde la órbita propia del grupo y quienes no estén en sintonía con su frecuencia no recibirán el mensaje.
Pero, aun rodeado de todo ese humo formalista, no deja de ser un documental bastante convencional, que presenta los cinco años de la banda en términos que cualquier espectador encontrará perfectamente comprensibles y amigables. De hecho, en varias entrevistas Haynes admitió que empezó trabajando con el formato tradicional, con entrevistas y primeros planos de los rostros, aunque luego decidió ir un poco más lejos.
Su única regla inusual fue excluir a cualquier entrevistado que no hubiera sido parte o testigo de la banda en funciones, es decir, nos ahorró los interesantes comentarios de, por ejemplo, Justin Bieber, Lin-Manuel Miranda y otras personalidades de la industria, que probablemente hubieran estado bien dispuestas a confirmar la dudosa influencia de la banda en sus carreras. Cierto es que aparece Jonathan Richman, de The Modern Lovers (y Loco por Mary)… Pero solo porque, cuando era adolescente, asistió a casi setenta recitales de la banda.
Algunos de los momentos más emocionantes del documental cuentan con la presencia de Andy Warhol (productor y mecenas del grupo). Warhol encontró en The Velvet Underground a la banda ideal de su mítico estudio, La Fábrica. En esa época, a mediados de los años sesenta, se vivía un estado de frenesí permanente que indagaba la verdadera naturaleza del arte y de la música y las posibilidades de experimentar con el tiempo y espacio en el cine.
Por supuesto, cuando se habla de La Fábrica, esa estricta ética experimental tiende a recibir menos atención que el sexo y las drogas, aunque, según dicen, Warhol solía estar siempre ligeramente apartado de las orgías, trabajando en una nueva serigrafía. Reed destacaba esa ética de trabajo desenfrenada contando que, cuando se acercaba a Warhol para decirle que había compuesto diez canciones, él contestaba: «Ay, siempre tan vago, ¿por qué no compusiste quince?».
Apenas comienza el documental, vemos los hipnóticos registros fílmicos de Warhol, silenciosos y en blanco y negro, que retratan a los jóvenes y bellos Reed y Cale (todos los invitados de La Fábrica estaban obligados a posar). Como todo lo que hizo Warhol, esos retratos cinematográficos, igual que sus criticadas cintas minimalistas, como Sueño, Beso e Imperio, reproducidas en el documental, son mucho más interesantes cuando las examinamos en detalle. Reed, citado en el documental, señala un punto de entrada: «Siento que estoy en una sala de cine» […] Soy anónimo, me olvidé de mí mismo […] Siempre es así con las películas. Es una droga».
¿Acaso recordamos la última vez que vimos una película tan buena que nos hizo sentir drogados? Lamentablemente, vivimos una época del cine más bien limpia y sobria: por eso miramos el teléfono en la sala, notamos con desdén los pifies de la producción y nos quejamos de los argumentos poco realistas. Hace poco, durante la proyección de la última de James Bond, escuché que al lado mío alguien criticaba la falta de realismo de la película. Una película de James Bond, repito.
Al menos Todd Haynes, haciendo uso de las imágenes centelleantes del cine experimental de Warhol, Mekas, Jack Smith, Tony Conrad, Marie Menken, Stan Brakhage y Barbara Rubin, intenta recordarnos los alucinantes deleites de antaño. En ese sentido, nos pone en el estado mental adecuado para disfrutar de la oscuridad, el salvajismo, la suciedad y la belleza de The Velvet Underground. Es evidente que Haynes está enamorado de Reed, Sterling Morrison, Moe Tucker y Nico, pero sobre todo de Cale, cuyo rostro fino, alargado y dramático solo se volvió más fotogénico con los años.
Eran un grupo tan lindo a la vista, que cuesta pensar que Andy Warhol —quien mantuvo a la banda lejos de la interferencia de las discográficas, hasta que Lou Reed, en busca de fama, lo despidió— ordenó la inclusión de la pasmosamente bonita Nico, actriz modelo y cantante. En palabras de Reed, «Andy dijo que necesitábamos una cantante porque ninguno de nosotros era suficientemente atractivo».
Personalmente, el cuadro del documental que más me gustó es uno que estamos obligados imaginar, cuando escuchamos la descripción de la fantástica Mary Woronov, estrella de La Fábrica, que acompañó a la banda en una gira por la costa oeste, en calidad de performer. Alojados en el Tropicana de Los Ángeles, en una California brillante y soleada, llena de loquitos de la salud y del bronceado, la banda neoyorquina evidentemente desentonaba: «Estábamos todos vestidos, de pies a cabeza, completamente de negro, sentados al lado de la pileta […]».
Deben haber parecido vampiros a punto de hacerse humo bajo la luz del sol. Y su desprecio era puro. Como dice Woronov, con una repulsión que atraviesa las décadas, «Eran hippies. Nosotros odiábamos a los hippies. O sea, ¿“Flower Power”? […] ¿Qué mierda les pasa?».
Como contracultura de la contracultura, la banda la peleó amargamente hasta que, como dice Tucker, «nos vinimos abajo». Por suerte, en su documental Haynes logra revivir parte de la corta y genial vida de la banda. Como escribió a modo de homenaje:
No era solo música, era una especie de droga, un raro elíxir que afectaba todos los impulsos asociados con la creación […] Era una música que te hacía especial, te identificaba, no solo como alguien que sufre y peca, sino también como alguien que cree en eso. Era una música capaz de despertar la creatividad.
En otras palabras, si alguien no siente una envidia tremenda, un deseo real de estar ahí, el documental habrá fracasado».