John Stuart Mill fue el intelectual liberal más importante del siglo diecinueve. Muchos de sus argumentos a favor de la libertad de expresión y de la autonomía personal se convirtieron en piedras angulares de la tradición y todavía hoy encuentra devotos entre libertarios y supuestos liberales clásicos. Naturalmente, esa afinidad hizo que sus enemigos de izquierda se multiplicaran. En el primer tomo de El capital, Karl Marx denunció la chatura de los escritorcitos burgueses del estilo de Stuart Mill. Años después, Herbert Marcuse lo criticó (con justeza) por sostener opiniones «elitistas».
Todo eso es bastante desafortunado, pues, como afirmó el pensador inglés en su Autobiografía, su ideal de progreso iba mucho más allá de la democracia y lo colocaba decididamente bajo el amparo del socialismo. Imposible ser más enfático.
Hacia el final de su vida, Mill adoptó lo que hoy denominaríamos socialismo liberal: un orden político que protege y expande las libertades liberales más clásicas, pero rechaza el derecho de propiedad privada tan caro a los primeros liberales como John Locke y James Madison.
En términos analíticos, el socialismo liberal de Mill es bastante miope y, en algunos puntos importantes —sobre todo cuando esta en juego la democracia—, está plagado de imperfecciones. Aun así, no deja de ser sorprendente que el hipotético santo patrono del capitalismo victoriano haya sido uno de sus críticos más agudos.
Los argumentos de Mill a favor del socialismo liberal
Mill admite que llegó tarde al socialismo. Nacido en 1806, radicalizó sus posiciones gracias a la lectura de socialistas como Charles Fourier y Robert Owen y a la influencia de Harriet Taylor, su gran amiga y futura esposa, que lo llevó a considerar más seriamente la opresión de las mujeres y de las clases trabajadoras.
Los escritos más significativos de Mill sobre el tema deben buscarse en las últimas ediciones de los Principios de economía política, en un breve tratado sobre el socialismo y en su Autobiografía. Considerados en conjunto muestran que Mill se interesó cada vez más en las reformas socialistas y se convenció de que aquellos que «hoy reciben la porción más pequeña» de los bienes sociales merecen mucho más.
En el tratado sobre el socialismo arremete contra los liberales clásicos —los «niveladores de antaño»— por criticar el privilegio aristocrático y el poder hereditario sin examinar las formas en que el capitalismo genera desigualdades similares. Elogia a los socialistas como «sucesores visionarios», más consistentes cuando se trata de garantizar la igualdad material como presupuesto de la prosperidad y la libertad.
Los argumentos de Mill a favor del socialismo difieren mucho del materialismo histórico marxista. Destacada por acusaciones morales al estilo del socialismo utópico, la política de Mill combina audazmente tres elementos distintos: el liberalismo clásico, el utilitarismo y el romanticismo inglés.
De los liberales clásicos, Mill tomó el respeto por el individualismo y la importancia de la libertad personal, sin dejar de criticar el «individualismo posesivo» de figuras como Locke, que creían que los propietarios tenían derecho natural a extraer ganancias del trabajo obrero. El individualismo de Mill era mucho más igualitario. Al mismo tiempo, sostuvo el utilitarismo de su juventud —en palabras de Jeremy Bentham, «cada cual cuenta por uno y nadie más que uno»—, fundado en la igualdad moral y material concebida como un punto de referencia a partir del cual se definen las desviaciones.
Pero Mill pensaba que el razonamiento de Bentham era excesivamente mecánico, pues reducía a los humanos a poco más que maximizadores hedonistas de la utilidad. Del romanticismo inglés, en fin, tomó la posición de que la vida no pasa simplemente por la búsqueda del placer, sino que cada individuo tiene la capacidad de convertirse en el tipo de persona que quiere ser, es decir, tenemos la capacidad de seguir nuestras «fuerzas interiores» y expresar nuestra individualidad a través de experiencias de vida cada vez más diversas.
En síntesis, encontramos en Mill un individualismo igualitario expresivo, distanciado de Locke en función de la tesis de que todos los individuos deben tener la capacidad de vivir una vida buena (no solo los propietarios, que se volvieron ricos gracias al trabajo enajenado de los obreros).
Esas convicciones filosóficas bastaron para que Mill argumentara en contra de los fundamentos de la sociedad capitalista. Pensaba que, aun si la productividad material del capitalismo era innegable, el sistema fallaba en la distribución equitativa de los recursos y se prestaba a las apologías sobre las virtudes de los capitalistas «trabajadores» y los vicios de los pobres.
Mill no aceptaba nada de eso. Tuvo el mérito de reconocer que, cuando el capitalismo abandona a las personas a su suerte, no suele considerar sus méritos personales (y que, aun si los capitalistas fueran efectivamente más «trabajadores», eso tampoco justificaría que millones de personas sufrieran la pobreza).
Al escribir su breve tratado sobre el socialismo, Mill nos dejó una crítica mordaz de ese tipo de razonamiento y lo vinculó con los tiranos de la Antigüedad.
Si a un Nerón o a un Domiciano se le ocurriera que cien personas deben correr una carrera por sus vidas, bajo condición de que los últimos cincuenta o veinte en llegar serán condenados a muerte, la gravedad de la situación no mermaría por el hecho de que, dejando de lado la posibilidad de un accidente inesperado, serían los más fuertes o ágiles los que lograrían escapar. La miseria y el crimen estarían dados por el hecho de condenar al resto a la muerte. Lo mismo sucede en la economía de una sociedad; si alguien sufre la privación material o la degradación moral […] es hasta cierto punto un fracaso en la organización social. Y aceptar que es un atenuante el que aquellos que sufren dichas condiciones son los miembros moral o físicamente más pobres de la comunidad, es sumarle un agravio al infortunio.
Las limitaciones del socialismo de Mill
Mill concluyó su tratado argumentando que una sociedad liberal justa debe experimentar con distintos tipos de organización socialista para mejorar la situación de los menos acaudalados. Nunca explicó sistemáticamente la forma que deberían tomar esos experimentos, pero en las últimas ediciones de los Principios de economía política, planteó que las cooperativas obreras eran superiores a las empresas gestionadas por capitalistas y destacó que no había ningún principio de teoría económica que contradijera la experimentación con las premisas y las formas de organización socialistas. También argumentó que el Estado debería garantizar más oportunidades económicas y proveer una variedad de servicios públicos, especialmente educación.
Además, es interesante notar que Mill fue uno de los primeros pensadores liberales y socialistas de su época en considerar seriamente el problema de la igualdad de las mujeres y, en La esclavitud de las mujeres, llegó a escribir que en ese caso no bastaba con garantizar los derechos políticos liberales. Era necesario analizar en detalle y remodelar instituciones patriarcales como la familia.
Con todo, el archivo del inglés es menos glorioso cuando se trata de la democracia. Cierto es que Mill tenía cierto instinto democrático: no solo argumentó a favor del sufragio universal en Consideraciones sobre el gobierno representativo, sino que, como miembro del parlamento, defendió la concesión del derecho a voto en igualdad de condiciones para trabajadores y trabajadoras. Algunas de sus reflexiones sobre el gobierno democrático —por ejemplo, la posibilidad de que una mayoría tiránica oprima a las minorías— conservan su vigencia.
Pero Mill también desconfiaba de que las personas sin educación ni inteligencia llegaran a tener demasiado peso en la política, apoyaba el colonialismo británico y miraba con desdén a los sujetos no europeos. No parece haber sido capaz de comprender que la persistencia de esas actitudes y las instituciones parroquianas ayudaban a sostener las desigualdades que tanto criticaba.
Esto nos lleva a otra importante limitación del socialismo liberal de Mill: su deslucida interpretación del poder. En su defensa del socialismo liberal, Mill no superó el plano de los argumentos éticos. Convencido como estaba de que aquella era la mejor forma de organización social, pensaba que la persuasión moral era el medio más eficaz para alcanzarla. Parecía empecinado en ignorar la dinámica de poder del Estado liberal burgués, su historia y la forma en que las potencias imperiales, como el Reino Unido, expandían el capitalismo a punta de fusil. Tampoco llegó a pensar qué agentes sociales tenían el poder y el interés para luchar por un orden socialista liberal.
Mill era consciente de que el poder político concentrado en manos del capital y de los ricos atentaba contra las reformas igualitarias. Incluso llegó a reconocer que instituciones aparentemente privadas, como la familia patriarcal, se definían en función de una dinámica desigual de poder que debía ser corregida. Pero simplemente no estuvo dispuesto a contemplar una democratización social más exhaustiva, aun cuando esa era la única forma de romper con muchas de las estructuras coercitivas que criticaba.
En ese sentido, los análisis de Marx son mucho más precisos y útiles que los de Mill.
El valor de Mill
Mill fue un pensador complejo que solía responder a presiones provenientes de múltiples direcciones. En vez de elegir un camino y aferrarse a su decisión, intentó sintetizar en un todo sin fracturas los mejores elementos de tradiciones no obstante divergentes. La variante de socialismo liberal que acuñó es la mejor prueba de esa táctica de pensamiento, que vinculó las promesas del liberalismo con el individualismo y la igualdad moral con las reivindicaciones económicas y democráticas del socialismo.
El socialismo liberal de hoy debería ser más intransigente con sus compromisos democráticos y astuto a la hora de analizar el poder de las sociedades capitalistas. En cualquier caso, Mill representa un buen punto de partida para considerar minuciosamente las relaciones entre las grandes doctrinas liberales de la modernidad y el socialismo y posibles formas de reconciliarlas.
Como mínimo, la izquierda no debería permitir que los libertarios y los liberales clásicos reclamen a Mill como uno de los suyos, sobre todo cuando él mismo se definió socialista y no hizo más que manifestar su desprecio por los defensores de la explotación capitalista y de la desigualdad.
Entonces…, ¿brindamos por J. S. Mill?