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La teoría crítica en la picota

Contra la idea de que el capitalismo y sus crisis producen al sujeto de la supresión y superación revolucionarias, el filósofo alemán Christoph Menke argumenta que no existe algo así como un sujeto revolucionario concreto o específico. Lo revolucionario, por el contrario, es la subjetividad en cuanto tal.

Al menos desde que en 1962 György Lukács indicara que Theodor W. Adorno se había alojado en ese Gran Hotel Abismo que tenía como principal huésped a Arthur Schopenhauer (antes de aparecer en el prólogo a la segunda edición de Teoría de la novela, la imagen había sido empleada en El asalto a la razón), la tradición alemana de la teoría crítica de la sociedad se ha encontrado una y otra vez en la picota. Con todo, la crítica del marxista húngaro llegaría a adquirir una tonalidad algo más dramática en enero de 1969, cuando, pocos meses antes de su repentina muerte, el autor de Dialéctica negativa recurrió a la policía para desalojar a los estudiantes que habían resuelto ocupar las instalaciones del Instituto de Investigación Social de Fráncfort del Meno.

A su modo, el episodio en cuestión explicita que las objeciones a la llamada Escuela de Fráncfort –una denominación asignada desde afuera que comenzó a circular con fuerza por la época misma en la que ocurriera el famoso episodio– no proceden solamente de una derecha que, en la actualidad, culpabiliza a aquella por el surgimiento de un marxismo cultural mediante el cual se habrían gestado una ideología de género y una teoría crítica de la raza con las que, a su vez, la izquierda liberal y progresista habría librado y ganado una batalla fundamental. En efecto: la dialéctica de la contrailustración a través de la cual la Escuela de Fráncfort llegaría a hacer las veces de un chivo expiatorio de la marginalidad lunática conspiratoria –y con esto aludo al título de un brillante ensayo de Martin Jay, incluido en su reciente Splinters in Your Eye: Frankfurt School Provocations– no es, por fortuna, el único recurso de la crítica. A fin de cuentas, en el propio intento de implementación del modelo de pensamiento adorniano mediante cócteles molotov –un cometido pertrechado por aquellos a los que, en el contexto de una discusión con el dirigente estudiantil Rudi Dutschke, Jürgen Habermas llegaría a tildar de fascistas de izquierda– se encuentra cifrada no solo una radicalización sino también una puesta en crisis que respondía a lo que habría sido la defección de un programa teórico y político y, por añadidura, una verdadera domesticación.

Es precisamente ajustándose a esta segunda forma de impugnación o crítica que, en años recientes, pensadores como Michael J. Thompson y Stathis Kouvélakis han abogado por colocar a la teoría crítica de la sociedad en la picota. En The Domestication of Critical Theory, el primero señala que gracias a diversos exponentes de la tradición habría tenido lugar un abandono de la confrontación con la fuente principal de la dominación social y la desfiguración de la cultura humana –esto es, por supuesto, el capitalismo– y que, como consecuencia de ello, se habría producido una neutralización del radicalismo político de la teoría crítica, una exaltación del liberalismo y la filosofía política académica y, en el plano epistemológico, un retorno al idealismo. En La critique défaite: Émergence et domestication de la Théorie critique, Kouvélakis lleva esta impugnación incluso más lejos, pues inscribe a las tres haches de la Escuela de Fráncfort –esto es, claro está, Max Horkheimer, el ya mencionado Habermas y Axel Honneth– en una secuencia de descomposición cuyo corolario último sería no solo la equiparación de la teoría crítica a teoría tradicional y el resultante ocaso de la Escuela de Fráncfort sino también una más vasta y general autocancelación del proyecto mismo de la crítica.

Que hoy en día, como bien plantea Amy Allen al inicio de The End of Progress: Decolonizing the Normative Foundations of Critical Theory, sea posible extender el proyecto de una teoría crítica de la sociedad a cualquier forma políticamente inflexionada de pensamiento que posea objetivos críticos, progresistas o emancipatorios, abarcando casi todo el trabajo que se realiza bajo los estandartes de la teoría feminista, la teoría queer, la teoría crítica de la raza y la teoría poscolonial y decolonial, tensiona y hasta en un punto revierte la domesticación de la tradición diagnosticada por autores como Thompson y Kouvélakis. Más aún, si se considera el filo crítico que poseen los aportes efectuados por algunos de los miembros de la llamada cuarta generación francfortiana, resulta claro que la tesis de la domesticación no se sostiene por sí misma. En otras palabras: la empatía con el estado de cosas dado que a su manera es posible advertir en el institucionalismo al que han echado mano Habermas o Honneth afortunadamente no es lo único que existe en la teoría crítica. Al fin y al cabo, tal como lo sugiere Mike Watson en el título de un flamante libro sobre Mark Fisher, la Escuela de Fráncfort habría logrado predecir el realismo capitalista hoy imperante alrededor del globo.

Y, en un punto, para defender este argumento ni siquiera es necesario apelar a lo hecho en el último tiempo por filósofos alemanes como Rahel Jaeggi o Robin Celikates, quienes impulsan el ambicioso programa Kritische Theorie in Berlin. No hace falta tampoco ceñirse exclusivamente a experiencias como la del International Consortium of Critical Theory Programs, el cual promueve y patrocina la potente publicación Critical Times: Interventions in Global Critical Theory. Con atender a ciertos aspectos de la propia producción de aquellos que supuestamente habrían motorizado una domesticación de la teoría crítica es más que suficiente. Piénsese, por ejemplo, en los recientes esfuerzos de alguien como Honneth por expandir y complejizar los fundamentos idealistas de su propia perspectiva hegeliana, un gesto que lo ha llevado a admitir la existencia de formas ideológicas del reconocimiento, servirse de fuentes teóricas que rebasan al contexto filosófico alemán y entablar discusiones sumamente estimulantes con figuras como Jacques Rancière o Judith Butler. La teoría ampliada del capitalismo puesta en pie durante los últimos años por Nancy Fraser es otro ejemplo vivido de la radicalidad que aún es posible encontrar en el proyecto de una teoría crítica de la sociedad. Y, en lo fundamental, lo mismo podría llegar a establecerse sobre la más amplia y extensa obra de un miembro de la tercera generación de la Escuela de Fráncfort como Christoph Menke. 

Filósofo y germanista alemán, Menke se desempeña actualmente como profesor de filosofía práctica en la Universidad Johann Wolfgang Goethe de Fráncfort del Meno, siendo además el autor de numerosos libros sobre arte, derecho y política, entre los que destacan La soberanía del arte: La experiencia estética según Adorno y Derrida, La actualidad de la tragedia: Ensayo sobre juicio y representación, Fuerza: Un concepto fundamental de la antropología estética, Por qué el derecho es violento (y debería reconocerlo) y La fuerza del arte. En el marco de la colección Iridiscencias, a fines de 2020 Ubu Ediciones publicó –bajo la traducción y al cuidado de Agustín Lucas Prestifilippo– En el día de la crisis, trabajo del discípulo de Albrecht Wellmer aparecido originalmente en 2018 y que compila una serie de intervenciones ensayísticas efectuadas entre 2014 y 2017 al calor de diversos acontecimientos. Y es precisamente en la forma que adopta esta peculiar contribución –los reunidos en ella son textos urgentes escritos para incidir en la esfera pública, procediendo en su mayoría de la columna de filosofía que Menke anima en la prestigiosa revista Merkur– que la teoría crítica se coloca a sí misma en la picota, pues, recuperando algo del espíritu que alentó la escritura de textos aforísticos notables como Ocaso, Sobre el concepto de historia o Minima moralia, ella pone en crisis el gesto del tratado filosófico que condujo a los grandes referentes de la tradición al enfrascamiento académico y la cerrazón disciplinar.

Tal como el filósofo alemán lo señala al comienzo del libro en cuestión, el título escogido alude a «una forma de indagación», «un programa metodológico» que ante todo supone «pensar desde y hacia la crisis» (p. 21). Bajo lo que entonces es una premisa epistemológica cara a una dialéctica negativa o materialista, Menke debate y explora en torno a temas tan diversos como el dualismo naturaleza-cultura, la narración del Éxodo, la crisis de los refugiados o la obra del jurista Ernst-Wolfgang Böckenförde. Puesto que considero –intuyo, mejor dicho– que es gracias al tratamiento de dos temas o problemas específicos, sumamente heterogéneos que, en En el día de la crisis, el autor habilita a que pueda tener lugar algo así como una autocrítica de la teoría crítica de la sociedad, a continuación quisiera detenerme en ellos con algún grado de detalle y no sin cierta cuota de intempestividad. 

La actualidad de la revolución

En En el día de la crisis, Menke aprovecha el contexto del centésimo aniversario de la Revolución Rusa para confrontar un retorno que acontece en medio de una coyuntura particular, la cual estaría signada por la recuperación del sentido futurista y progresivo de la revolución en tanto que tal. Ante la experiencia de la crisis del capitalismo neoliberal, efectivamente, la perspectiva de la revolución supondría nuevamente que la mirada se encuentre fijada hacia delante, una apertura del futuro con la que vendría dada la posibilidad misma de la salida de la crisis. Y es aquí, nos dice Menke, donde surgen las contradicciones o problemas, pues «[l]a revolución debería ser aquello que resuelva la crisis, esto es, hacia donde se dirija la crisis» (p. 45). Es que si bien no hay revolución sin crisis, esta no produce sin más a aquella, lo que es tanto como decir que la urgencia que adquiere la primera en medio de una situación crítica –de decadencia o de colapso, lo mismo da– no entraña una necesariedad o posibilitación. 

En cuanto comienzo de algo completamente otro, de un verdadero recomienzo, eso que llamamos revolución se plantea como la apertura de un nuevo horizonte. Se trata, vale decir, de una realidad que tiene que ser hecha y no por consiguiente de un simple derivado o una consecuencia directa de la crisis. Y con este señalamiento, claro está, es formulada la vieja pregunta del sujeto de la revolución, un interrogante que desde Lenin a Michael Hardt y Antonio Negri ha adquirido distintas tonalidades y tematizaciones. Contra la idea de que el capitalismo y sus crisis producen al sujeto de la supresión y superación revolucionarias, Menke recuperará los aportes del marxismo occidental y la más acotada puesta en cuestión del concepto mismo de subjetividad que es propugnada por el posmarxismo. La enseñanza que arroja la lectura de las obras de Alain Badiou, Étienne Balibar, Jacques Rancière y otros izquierdistas franceses es que no existe algo así como un sujeto revolucionario concreto o específico. Lo revolucionario, por el contrario, sería la subjetividad en cuanto tal.

Ahora bien, Menke sigue a los posmarxistas nada más que hasta aquí, pues, afirma, ellos «no pueden explicar […] cómo un sujeto de libertad indeterminada y de igualdad vacía puede transformar algo, aunque más no sea las relaciones existentes» (p. 50). La política posmarxista se reduce a la insurrección o la revuelta, instancias de ruptura con el orden existente que, al no implicar la fundación de algo nuevo, se revelan como bastante menores a la de una revolución. Y no deja de ser curioso que, aquí, el autor de En el día de la crisis haga manifiesta su afinidad con Slavoj Žižek, alguien que contra la filosofía acontecimentalista posalthusseriana habría propuesto «retornar una vez más a Lenin» para, justamente, «pensar la revolución» en tanto «fundación de lo nuevo» (p. 50). 

¿Qué es lo que resulta pensable de una revolución? Dado que en su enmarañamiento con la historia ella no tiene nada que ver con la evolución, implica un cambio de la forma misma en que se efectúan los cambios. Es por eso que tanto para Immanuel Kant como para el propio Menke es imposible ser imparcial ante una revolución y la única posición que puede hacer verdadera justicia a ella es una que asuma su injusticia constitutiva. Y he aquí en donde la revolución se encuentra con su presente o actualidad, pues, como dice Zhou Enlai contra los liberales que ven en aquella un asunto exclusivo del pasado, se trata de algo que siempre está aconteciendo en el ahora, presentificándose una y otra vez. Según el filósofo y germanista alemán, al existir no solo actores sino también espectadores de una revolución, ella se ve fortalecida por el deseo de participación o el entusiasmo que su suceder despierta. Es más, la existencia misma de las revoluciones del pasado depende de que se las mire desde el hoy y se las rememore. En efecto: para que hayan sido e incluso puedan continuar siendo, las revoluciones requieren de espectadores presentes cuya participación a nivel del deseo se revele como entusiasta.

La fuerza del teatro

En otro pasaje de En el día de la crisis, Menke medita largo y tendido en torno a la utilidad del teatro, interrogándose por lo que justifica su existencia. El autor cita a Badiou, para quien mientras que el cine y la pintura pueden existir como meras cuestiones de economía privada, el teatro solo puede hacerlo justificándose a sí mismo. Las preocupaciones del pensador francés se insertan en un amplio campo de la filosofía, el cual se encuentra determinado por una crítica de matriz nietzscheana que apunta contra la teatralización de la política y la sociedad. Para la filosofía, en efecto, el actor se ha reducido más o menos desde siempre a un comerciante sin objeto y el espectador a un consumidor pasivo que no hace otra cosa que aceptar lo dado. 

A esto, dice Menke, el teatro ha replicado mediante el gesto de la autocrítica. De Antonin Artaud y Bertolt Brecht al theatre to defeat theatre de Michael Fried y Stanley Cavell, las vanguardias han apostado una y otra vez por que el teatro sea «trascendido por sus propios medios, en su propio sitio» (p. 124). De acuerdo a perspectivas como la de Rancière o Judith Butler, este gesto de realización de un espectador emancipado –esto es, de la conversión de aquél en un agente de la praxis colectiva– hoy en día supone la participación, la transformación del teatro en un lugar de comunidad y solidaridad vivida en el que los cuerpos se articulan entre sí. Ahora bien, el teatro solo existe en tanto representa. Perspectivas como las referidas, afirma Menke, implican «una indeseable realización literal, completamente adialéctica, de la estrategia de la vanguardia de combatir al teatro con el teatro», conllevando en último término a «la supresión del teatro» (p. 126). 

¿Cuáles son los corolarios de todo esto? Según Menke, el teatro merece ser pensado no desde el espectador sino desde la escenificación a la que éste asiste. Ya que actuar es re-presentar, lo central en el teatro nunca podría pasar por la participación en una asamblea indiferenciada. Antes que nada, dice, la fuerza del teatro consiste en un jugar y mirar recíprocos, un presente compartido por el actor y el espectador en donde mientras el primero juega ante la mirada del segundo, el segundo mira el juego del primero. 

Se advierte entonces que, para el autor de En el día de la crisis, la experiencia estética excede el plano de lo meramente artístico, pues la dialéctica del actor y el espectador mediante la que ella se modula es algo que concierne tanto a la puesta de una obra de teatro como a la rememoración de una revolución. Y la meditación en torno a dicha experiencia es a su vez una forma de traer a escena –a la teatral pero también a la revolucionaria, claro– dos cuerpos de problemas que, si no permanecen ausentes en la tradición de la teoría crítica de la sociedad, al menos sí no han sido objeto de un verdadero tratamiento durante las últimas décadas. Arte y política, por consiguiente, como dos nombres clave de unas operaciones mediante las cuales la teoría crítica, a través de Christoph Menke, se pone a sí misma en la picota.

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