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Escaleras hacia el mar. (Foto: Marco Verch / Flickr)

La invención del fin de semana

Traducción: Valentín Huarte

La llegada del capitalismo no solo reglamentó nuestra vida laboral. También modificó el sentido del tiempo libre.

Aunque el motivo oficial por el que los cristianos empezaron a celebrar su día de descanso el domingo en vez del sábado fue la «conmemoración de la Resurrección», la verdad es que también estaban ansiosos por diferenciarse de los judíos. En el siglo IV esa ansiedad se tradujo en la codificación del domingo de Sabbat en la legislación civil y eclesiástica.

Un milenio y medio después, el movimiento sabatario, con el fin de restituir el sábado como día de Sabbat cristiano, apuntó no solo contra el antisemitismo de la medida, sino también contra la influencia indebida de la adoración pagana del sol en el cristianismo primitivo. El argumento sostenía que las preocupaciones políticas y temporales no debían afectar la celebración del verdadero día de descanso.

Hubo otro motivo que explica la resantificación del sábado durante el siglo XIX: en este caso no se trata de la «ilegitimidad» del domingo, sino de la del lunes. Según un poema de George Davis, en la Inglaterra preindustrial, «Gente de cualquier rango, de vez en vez obedecía / todas las orgías festivas de este jocoso día». No eran solo los obreros calificados, sino que, para desazón de los emprendedores emergentes, todas las clases trabajadoras celebraban el «San Lunes» como un día de descanso. Muchos trabajadores decidían pasarlo en la taberna y en las peleas de perros o de gallos, pero no dejaba de ser principalmente un día de recreación y sociabilidad en que los «cuerpos decorosos, felices y bien vestidos de las clases trabajadoras» poblaban los parques de la ciudad.

El hecho de que el lunes fuera considerado como un día de descanso obedecía al ritmo característico del trabajo preindustrial. Los trabajadores se reunían para realizar una cierta cantidad de tareas y trabajaban intensamente hasta terminarlas, pero luego tenían la mitad de la semana libre. En el retrato de E. P. Thompson, «dondequiera que los hombres tuvieran control sobre su vida laboral, el patrón de trabajo alternaba entre episodios de trabajo intensos y episodios de inactividad». En aquel entonces, la idea de que el trabajo debe realizarse durante un tiempo determinado y repartirse con regularidad, además de estar nítidamente delimitado de un tiempo distinto, el tiempo de «ocio», era más bien extraña. En 1806, un comité creado por la Cámara de los Comunes para evaluar el estado de la industria lanera en Inglaterra descubrió la «repulsión casi absoluta que muestran los hombres frente a cualquier horario o hábito regulares». El trabajo era una serie de tareas que, una vez cumplidas, dejaban tiempo al juego.

Como era de esperarse, la frustración de los patrones parecía no tener fin: costaba horrores hacer que los hombres trabajaran los lunes y todo incentivo monetario para modificar su conducta era inefectivo. «No irán más lejos de lo que motive la necesidad», se quejaban en un informe. El problema se acentuó con la llegada de la máquina de vapor. Urgidos por su inversión en medios de producción, los capitalistas necesitaban que las manos humanas operaran sus máquinas la mayor cantidad de horas posible cada día, pero el obstáculo del odiado San Lunes parecía inamovible.

Además de las tácticas más directas —amenazar a los trabajadores con despedirlos el martes en caso de que se ausentaran el lunes— dos procesos colaboraron en socavar la institución del San Lunes a mediados del siglo XVI. El primero fue la severidad moral de la época victoriana. No es coincidencia si, a comienzos del siglo XIX, los primeros movimientos por la templanza —es decir, contra el consumo de bebidas alcohólicas—, orientaron su obra sobre todo a remediar los hábitos supuestamente degenerados de la clase obrera. El ritmo de la máquina a vapor requería erosionar el San Lunes y el movimiento por la templanza llegó en el momento justo para redefinir la jocosidad como una forma de barbarismo. (Cierto es que los progresos en las técnicas de destilería y el consecuente crecimiento del consumo del licor destilado durante el siglo XVIII —una forma precisa de medir la alienación— hacía que, durante los San Lunes, los obreros exploraran nuevas cimas de ebriedad).

El segundo proceso fue el movimiento que planteaba la necesidad de contar con medio día de descanso los sábados. Siempre con intenciones adulatorias, los patrones empezaron a dejar que sus trabajadores salieran unas horas antes las tardes del sábado, con el objetivo explícito de «inducir la constancia en las clases trabajadoras […] [y] brindarles los medios de una recreación decente». La prensa tomó nota y publicó informes sobre la gratitud que mostraban los trabajadores frente a la beneficencia de sus empleadores. No pasó tanto tiempo hasta que empezaron a planificarse actividades —«divertimentos racionales», como los conciertos y el fútbol— concebidas especialmente para los días de descanso legales, obligatorios para las mujeres luego de la Ley Fabril de 1867 y universalizados en 1871-1872 por el movimiento a favor de la jornada laboral de nueve horas. A medida que el descanso del sábado fue convirtiéndose en ley, el San Lunes empezó a asociarse a la bohemia y al alcoholismo. Según el historiador Douglas Reid, «El descanso del sábado había sido utilizado como un señuelo: en general, los obreros cambiaron la reducción de tres horas laborales los sábados por una jornada de diez u once horas los lunes».

Pero la erradicación del San Lunes fue más que una mera extensión de siete u ocho horas de la semana laboral: como dijimos antes, forzar a los trabajadores a presentarse constantemente los lunes era parte de transformar un trabajo orientado por tareas concretas en un trabajo regulado por horas. Como argumentó Thompson en su clásico artículo, «Tiempo, disciplina laboral y capitalismo industrial», dicha transformación llevó a incrementar la incomprensión de la vida laboral. Cuando uno tiene una tarea, no importa cuán mundana sea, el trabajo es relativamente inteligible: tiene un comienzo y un final (que coincide con la realización de la tarea) y el fruto del trabajo es un objeto comercializable. En palabras de Thompson, «el campesino o el peón parecen ocuparse de lo que es una necesidad constatada».

No sucede lo mismo en el caso del trabajo regulado por horas: uno comienza y termina el día en medio de tareas que parecen abstraídas de cualquier producto final, es decir, meras piezas de un proceso más amplio y opaco para quienes participan de él. Entonces, la eliminación del San Lunes coincidió, no solo con la extensión cuantitativa del trabajo, sino con un desplazamiento cualitativo hacia la insignificancia, eso que Marx denomina alienación del «producto del trabajo» y de la «actividad productiva».

Mientras tanto, las escuelas del siglo diecinueve —«las máquinas a vapor del mundo moral», como decían los owenitas— asumieron la tarea de presentar la nueva alienación como una ética de «ahorro del tiempo». En cierto nivel, todos los estudiantes de una sociedad capitalista entienden que la educación apunta a generar tolerancia frente a actividades inútiles y a internalizar un conocimiento descontextualizado, aunque siguiendo una agenda estricta. Por supuesto, todo el proceso apunta a la vida de trabajo alienado que los aguarda en el horizonte. Pero fue recién en el siglo diecinueve que las escuelas se convirtieron en ese sitio de aculturación a la ideología capitalista.

Además de plantear la necesidad de intervenir a una edad temprana, la eliminación del San Lunes también requirió una modificación drástica de aquello que era considerado «tiempo libre». A comienzos del siglo diecinueve, los patrones de ocio prevalecientes empezaron a escandalizar a ciertos reformadores de clase media, como John Foster:

¿De qué manera […] gastan este tiempo precioso esas personas no cultivadas? […] Con frecuencia veremos que simplemente aniquilan esas porciones de tiempo. Juntos, durante una hora, o durante muchas más […] se sentarán en un banco, o se tirarán a la orilla del río o sobre una loma […] entregados a la total inactividad y al sopor […] o se juntarán en grupos al costado de la ruta, prestos a encontrar en cualquier cosa que suceda una ocasión de jocosidad grosera, cometer alguna impertinencia o proferir chistes de mal gusto a expensas de las personas que pasan.

Buscando prevenir los pesares de ser objeto de burla de las clases obreras, las clases dominantes empezaron a organizar actividades estructuradas (los «divertimentos racionales» mencionados antes), con el fin de brindar una orientación y una «formación» a quienes carecían de ellas. Entonces, era esencial desarrollar formas bien delimitadas de ocio —inicio de un largo camino que culmina en las canciones pop de tres minutos y los programas de televisión de veintidós— que establecieran un contraste nítido entre las esferas del «trabajo» y de la «vida». Para los años 1870 ya se había vuelto común decir que «los sábados por la noche los “dioses del gallinero” pueblan los teatros» y que «están dadas las condiciones para el crecimiento de la Asociación de Fútbol».

Como argumentó Thompson, es un error preguntarnos cómo «consumiríamos todas esas unidades de tiempo de ocio adicionales» en un mundo poscapitalista, pues la pregunta asume una definición del ocio contraria al socialismo, la misma que forjaron los defensores del descanso de los sábados. La verdadera pregunta, planteada a contracorriente de nuestra subjetividad actual, es: «¿Cuál será la experiencia de esos hombres [sic] que disponen de un tiempo de vida que no responde a una dirección predeterminada?».

Reid concluye que «la erradicación del San Lunes fue muy nociva para la calidad de vida actual y potencial de la clase trabajadora. Los obreros recibieron medio día a cambio de uno entero; el sometimiento a las normas del capitalismo industrial hizo que se perdiera toda noción de un balance adecuado entre el ocio y el trabajo». Pero el recuerdo del San Lunes no representa solo la nostalgia por una forma de vida pasada en la que el trabajo tenía más sentido, sus ritmos eran controlados por sus protagonistas y el «simple paso del tiempo» no había sido canalizado hacia el entretenimiento organizado. También nos recuerda aquello que debemos volver a conquistar.

En una sociedad socialista, el trabajo no solo reingresaría en la esfera del control consciente, sino también en la de una inteligibilidad básica; la fuerza detrás de la denigración del consumo de drogas y de alcohol —que hoy resulta en la encarcelación masiva de una parte de la población— se agotaría con su fuente social y las escuelas tendrían libertad de decidir la orientación de la pedagogía sin los condicionamientos del capitalismo. Y todo el mundo tendría espacio y tiempo para «reaprender cierto arte de vivir perdido durante la Revolución Industrial, que consiste en llenar los intersticios de los días con relaciones sociales y personales más ricas, con calma, sin prisa».

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